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El pontífice

Las obras ya habían empezado. Era la primavera del año 1067 del Señor. Había muy poco personal especializado y el número de braceros y jornaleros era más bien pobre. Mano de obra cualificada. Picapedreros en Juinyà, unos oficiales con artesas y otros con la paleta subidos encima del andamio. El resto de trabajadores —hombres y muchachos del pueblo— preparaban la argamasa, cargaban los sillares y las dovelas en carros o a hombros. A pesar de la poca profesionalidad, eran muy receptivos a las órdenes del padre de Ítram y estaban bien organizados.

—Haremos una isla artificial sobre el agua para construir una plataforma de trabajo. Después convendría que montáramos una bastida de pino negro o de roble, lo que tengamos más a mano y que sea más fácil de manipular, porque pensad que deberéis construir una para cada pilar.

Éstas fueron las primeras órdenes del pontífice.

Al cabo de unos días subidos a las bastidas ya estaban agujereando las paredes para aguantar los tablones que las sostendrían. Las iban subiendo a medida que crecía el pilar. Cuando tenían levantado el pilar, daban forma al falso arco, montaban la cintra de madera y la llenaban de argamasa.

Se construía sobre los mismos pilares del río. Los utilizaban para garantizar la estabilidad. A pesar de las condiciones más bien precarias, tanto de material como de personal, las obras progresaban a buen ritmo. Había una veintena de hombres que trabajaban en cada una de las bastidas de los pilares del puente. Llegaron tres carros llenos de sillares tirados por bueyes con los lomos brillantes por el sudor y salpicados de sangre por los fuertes latigazos que les infligían los carreteros. Venían de la cantera de Juinyà, donde los picapedreros que se ganaban el jornal extraían el travertino de manera bastante fluida.

Los hombres se repartían arriba y abajo de la obra. Unos estaban encima del andamio y reforzaban la parte de debajo de las arcadas con argamasa, y otros trajinaban con bloques de travertino que iban colocando. Aún no se veían las primeras arcadas que, según la idea original, debía tener la primera parte del puente antes de hacer un ángulo hacia la derecha para no romper la corriente del agua. Pero ya se intuían.

Saltando de una roca a otra, Ítram llegó hasta donde estaba su padre. Observaba cómo se iban levantando los muros. Se construía de un modo nunca visto por esas comarcas.

—Van muy deprisa, ¿verdad?

—Hola, Ítram, no te he visto llegar.

—Hace rato que rondo por aquí… Veo que te han entendido a la primera.

—Sí, la verdad es que no puedo quejarme. Puede que no tengan formación, pero le ponen muchas ganas.

—Entre una cosa y la otra acabaréis enseguida.

—Tampoco es eso, hijo. Pero sí que es muy importante que hayan interiorizado muy bien el sistema de trabajo. Mira, ¿ves? —y le señaló las paredes—, vamos llenando los paramentos de los muros exteriores con estos sillares. —Y se agachó para enseñarle una piedra de dimensiones pequeñas fácilmente manipulable por un solo hombre—. Primero las parten y las esquinan. No hace falta tener talladores especializados, y después ya están listas para colocar. Gracias a su medida permiten una rápida colocación en la obra y se gana tiempo, porque se simplifica mucho el proceso de construcción, tanto de los muros como también de las bóvedas. Con un solo tipo de operario tenemos suficiente. Así se consigue una obra rápida, económica y efectista.

De esta manera, poco a poco se iba levantando aquella construcción que a los habitantes de Besalú les permitiría vivir con más seguridad. Dejó a su padre trabajando al lado de aquellos albañiles y se fijó en la labor que, un poco apartado de los andamios, llevaban a cabo dos hombres que preparaban un mortero de cal. Podía parecer un trabajo sencillo, pero no lo era.

La estabilidad de la obra dependía de la habilidad con que se hiciera la mezcla.

Sobre todo respetando las medidas que había dictado el maestro de obras. La mezcla se hacía en el suelo, dentro de un agujero bastante grande en forma de cráter, porque las cantidades que debían mezclarse eran importantes. Allí abocaban la cal que el porteador llevaba en unas ánforas que tenían una boca grande que facilitaba la caída dentro de la cavidad. El encargado, un hombre grande, calvo y con una barba de chivo, estaba concentrado y tenía la mirada fija en la pasta que removía lentamente con una azada larga. Revolvía aquella masa asegurándose de que no quedara ningún grumo. Después miraba a su ayudante, un joven alto, espigado y con la cara marcada. Sólo con una indicación de la cabeza del encargado, el joven aprendiz sabía que tenía que verter una parte de cal con tres de arena del río y una tercera parte de tejas trituradas. El toque de gracia era reservar una parte de la mezcla para la arena volcánica. Había encargado que la trajeran desde Olot. Su padre sabía que hacía más compactas las construcciones. Una de las grandes virtudes de esa arena era que desprendía un polvo que permitía que los materiales en contacto con el agua no se reblandecieran, y garantizaba la solidez de los edificios o las construcciones como el puente.

Una de las piezas clave en el proceso de construcción del puente eran las cintras.

Los encargados eran dos carpinteros que el abad había recomendado al maestro Primo. Verlos trabajar era una delicia.

Clavaban una estaca en el suelo y le ataban un hilo con un trozo de carbón al extremo. Así podían señalar una circunferencia de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. La curvatura era perfecta. Después reunían un montón de maderas de unos dos centímetros de grosor. Eran piezas de la madera más ordinaria que pudieran encontrar, retales que les sobraban del taller. Con cuidado las superponían clavadas con unos clavos de considerable grosor siguiendo la curva que habían marcado en el suelo hasta encontrarse con la otra mitad. Unos listones más pequeños clavados con puntas a las maderas más grandes acababan de dar forma al arco. Para reforzar la estructura cortaban un travesaño que iba de una punta a la otra de la base de la cintra. Desde el medio se levantaba un puntal y a ambos lados salía hacia los extremos un abanico de listones que daban a la cintra el aspecto de una gran rueda cortada por la mitad.

Ocho hombres la incorporaban, la cargaban a hombros y la bajaban desde el taller hasta el río antes de instalarla entre un pilar y el otro, para empezar a construir los arcos, es decir, a rellenar la cintra con la argamasa. Encima de los pilares se construían los arcos. Primo les había dicho a los braceros que siempre que les fuera posible construyeran con piedras planas y que, para asegurarse de que no se movía ni un milímetro, lo mejor era usar las dovelas, los bloques de piedra cortados en forma de trapecio, que los oficiales se encargaban de tallar de manera diligente a sólo unos metros de los andamios. Después se colocaban los sillares, otros bloques de piedra bien cortados y bien trabajados por uno o diversos picapedreros.

Las dovelas se disponían ordenadamente sin argamasa de unión sobre la cintra, el molde de madera semicircular que para facilitar el trabajo ya había hecho en el taller y que un grupo de hombres ya había transportado hasta pie de obra.

Una vez acabada la delicada operación, los vacíos que quedaban entre un arco y otro se llenaban con la sillería y la cantidad necesaria de piedras sin tallar en bloques colocados de forma no ordenada hasta que quedaba una masa compacta y maciza. Se retiraba la cintra y la estructura de piedra se mantenía limpiamente suspendida en el aire, desafiando la fuerza de la gravedad.

El día en que se bajó la primera gran cintra del taller hasta la obra hubo mucha expectación. Tanta o más que el día en que se retiró aquella gran estructura de madera y una gran bóveda de piedra apareció frente a los ojos de todos. Pero el traslado de la cintra hasta la ribera del río fue trágico. Dos hombres perdieron la vida. La operación era delicada, porque se decidió transportar la estructura a hombros. Ocho hombres se repartían delante y detrás en dos grupos de cuatro. El esfuerzo y la concentración de los hombres se reflejaban en las caras y las venas del cuello y de los brazos, que se tensaban e hinchaban para bombear suficiente sangre para poder hacer trabajar a los músculos. El primer tramo del recorrido era bastante recto, sin obstáculo alguno. La gente salía a los balcones y a las puertas de las casas para verlas pasar. Eso sí, era un tramo de calle muy estrecho, cosa que suponía que las manos de los porteadores rozasen las paredes de las casas, y el dolor, sumado al peso que debían soportar, hacía el traslado aún más sufrido y penoso. Fue entonces cuando un perro despistado, o juguetón, nunca lo sabremos, se metió entre las piernas de uno de los hombres que cargaban la cintra. Se desestabilizó, aunque intentó no perder el equilibrio arrimándose a la pared de una casa. Pero el peso de la cintra era demasiado grande, imposible de controlar en aquellas condiciones. El hombre quedó aplastado contra los barrotes de hierro forjado de la ventana de una de las últimas casas de la calle. Pero como las desgracias nunca vienen solas, la pérdida de la vertical de la cintra se notó en el otro grupo de hombres, el de detrás. Uno de ellos soltó la cintra con tan mala suerte que fue a chocar contra el cuerpo de un chico que miraba. Ya hacía unas semanas hubo agrias discusiones y acaloradas reuniones sobre cuál debería ser el mejor medio de transporte para hacer el traslado. Hubo quien hizo una encendida defensa de utilizar una especie de plataforma con ruedas y asegurar la estructura con unas buenas cuerdas que sujetaran la cintra. La medida, sin embargo, se desestimó, porque decían que era demasiado arriesgado y que se corría peligro de que se cimbreara y que acabara descantonado por las paredes. Incluso se llegó a oír que un golpe de aire podría hacer perder la estabilidad de la cintra por muy bien atada que estuviera. Finalmente se impuso la opción de bajarlo a hombros; según sus defensores, era la manera más sacrificada pero también la más segura. Por desgracia, los hechos no le dieron la razón. Mientras los vecinos salían a levantar los cadáveres para llevárselos a sus respectivas casas entre los gritos y los lloros de los familiares, el periplo de la cintra continuaba. La calle desembocaba en una pendiente no muy pronunciada. Pero lo era lo suficiente para que, durante la bajada, tanto los de delante como los de detrás estuvieran atentos. Unos, los que abrían el camino, tenían que intentar no resbalarse y caer. Para conseguirlo flexionaban un poco las rodillas para frenar y ayudarse con la espalda para que la cintra no les aplastara y bajara rodando. Y los otros, los que cerraban, debían facilitarles el trabajo procurando aguantar el peso de la cintra y haciendo fuerza en sentido contrario, es decir, como si tirasen hacia arriba.

Los porteadores estaban exhaustos, se les reflejaba el cansancio en la cara.

Cuando llegaron a pie de obra quedaba el último movimiento: fijar la estructura a la base de la columna. Este último paso del proceso se cumplió con éxito. Al cabo de unas semanas, una vez llena la cintra y armada con sillares, piedras y argamasa, vino otro momento álgido: retirarla. Primo estaba muy nervioso, era consciente de que se trataba de un momento trascendental para el futuro de las obras del puente. Un buen número de ciudadanos curiosos, que querían ser testigos del momento, se había acercado a la orilla del río. Cuando se retirara aquella inmensa muleta, la arcada debía sostenerse, desafiando al aire por arriba y al agua por abajo. Dividió a sus hombres en dos grupos, a izquierda y a derecha del arco del que colgaban los cabos de un par de cuerdas a cada lado. Tensaban las cuerdas al mismo tiempo que se contraían sus músculos. Se les oía resoplar. Medio cerraban los ojos y apretaban los labios en un esfuerzo casi sobrehumano.

Las cuerdas se iban endureciendo y la tensión crecía. «¡Ahora!», gritó Primo, y el tirón fue seco y contundente. La cintra se rompió por la mitad y las maderas empezaron a resquebrajarse. Era una lluvia de astillas. Se partió por el medio y parecía como si un gran animal se liberara de una trampa que lo inmovilizaba. Los hombres se protegían la cabeza de las maderas que caían, algunas de ellas lo hacían en el agua pero otras impactaron en alguno de los operarios sin que nadie saliera realmente herido. Algún corte en la cabeza y unas cuantas espaldas magulladas. Eso fue seguido de un «¡ooooohhh!» de admiración de los muchos habitantes de Besalú que asistían atónitos al espectáculo de ver cómo una imponente arcada que nacía de las aguas del Fluvià se levantaba majestuosa frente a sus ojos. A pesar de las dos bajas que debían lamentarse, las obras empezaron bastante bien. A pesar de la pérdida de dos hombres, Primo estaba bastante satisfecho.