13

Numen, el dios del río

No tardó mucho en perder de vista el monasterio, que a aquellas horas estaba completamente en silencio. El camarero salió por la puerta de detrás de la cocina, la que daba a los huertos que trabajaban los monjes. Pasó por el lado de los surcos, un poco torcidos, que aquella tarde habían hecho fray Bernardo y fray Gilberto. Todo estaba tranquilo. Sólo se oía algún gemido ahogado que llegaba desde la enfermería, a la izquierda de los huertos, y un relincho de los caballos que estaban en las cuadras, a su derecha, hizo que fray Florencio estuviera un poco más alerta. Se guiaba con la única luz de la luna, que aquella noche estaba llena.

Atravesó los cultivos y en dos minutos dejó atrás los dominios del recinto monacal. Sant Pere era sólo una silueta sombría que se erigía en medio del horizonte.

El hermano Florencio le daba vueltas y vueltas a la acalorada discusión que había mantenido con el nuevo maestro de obras y no estaba dispuesto a ponerle fáciles las cosas, más bien al contrario. Era uno de los pocos monjes que había ejercido de arquitecto y había definido la forma y diseñado la estructura del monasterio de Sant Pere. No llegó a ser el responsable ni el tracista de la construcción, pero su formación no podía aceptar la manera de construir que proponía aquel forastero. No era santo de su devoción, pero también sabía que era el hombre que había designado el conde.

Llevaba el libro de los conjuros que necesitaba para invocar a Numen, el dios del río. Cuando tenía que hacerse una construcción al lado del río —un puente, una esclusa, una casa—, por pequeña que fuera y por poco que pudiese estorbar la paz del amo y señor de las aguas, había que pedirle permiso. Pero también conocía la posibilidad de controlar la fuerza del agua y ponerla a su servicio. Una cosa sin duda mucho más interesante y atractiva: dominar la naturaleza.

Remontaba la corriente por el lado izquierdo del río con dificultad, jadeaba.

Iba a paso ligero, pero al cabo de un rato las piernas ya no le seguían. La respiración era pesada, casi asmática, y se le oía un silbido en el pecho que escondía algún resfriado mal curado. Aceleraba el paso para no llegar tarde. Tenía que encontrar el punto donde entrar en contacto con Numen.

Enseguida llegó al lugar señalado para comunicarse, allí donde el río dibujaba un meandro que se adentraba hacia el bosque; y allí, precisamente, le esperaba Jeremías. La figura del judío converso aparecía entrecortada en medio de las siluetas de los árboles y a sus pies había un bulto de ropa vieja y rota. Jeremías le dio una patada y el bulto se movió. De aquel manojo de trapos apareció la cara de una chica que miraba horrorizada cómo se acercaba con paso firme el siniestro camarero. Poco podía imaginar que ella, con su vida, más que calmar la furia del dios del río, lo que conseguiría sería poner la fuerza colérica de Numen al servicio de fray Florencio. Cuando el monje llegó, le lanzó una mirada de desprecio a Jeremías, que se arrodilló a sus pies.

—Os he traído una ramera que mendigaba al final de la calle que baja al portal de Closes, señor —dijo temeroso por la presencia del camarero—. Creo que servirá para vuestros propósitos.

—Levántate, quítate la ropa —dijo el monje sin mirar a aquella criatura temblorosa, mientras se dirigía hacia el punto donde debía iniciar el ritual— y acompáñame. ¡Tú, judío del demonio, sígueme!

La chica le obedeció. Se quitó la túnica de color burdeos. Un cuerpo blanco y joven seguía a la capa negra que le cubría los hábitos al monje. Jeremías cerraba la comitiva.

Fray Florencio se subió encima de una gran roca, gritó a la chica y la situó en la punta, sólo a unos cuantos metros del precipicio. Le dio el libro de los conjuros a Jeremías, que le servía de atril. El judío, de espaldas al río, le aguantaba el manual con una media genuflexión.

Con los dos brazos alzados señalando al cielo y con la cabeza gacha, mirando al agua, fray Florencio empezó con la voz muy baja, casi inaudible, susurrando, a rezar letanías en una lengua ininteligible, indescifrable, que fue convirtiéndose en declamaciones e invocaciones diabólicas.

El tono de voz, cada vez más excitado, fue subiendo paralelamente al nivel del agua que se arremolinaba alrededor del bloque de piedra en la cima del cual estaba, impertérrito, fray Florencio. Una lengua de agua se levantó del lecho del río lamiendo los lados de aquel precipicio hasta la altura de la cabeza del camarero. Mantenían un diálogo infernal lejos de la racionalidad.

A la chica, aterrorizada por lo que ocurría frente a ella, las piernas no le sostuvieron, cayó de rodillas y empezó a llorar y a rezar. Rezaba con las manos cruzadas sobre el pecho desnudo y tembloroso y besaba desesperadamente una alianza, un anillo de plata coronado con unas finas piedras preciosas. Jeremías notaba que el agua del río le salpicaba la espalda y aquel ruido le intrigaba y, sobre todo, los hipidos, los gritos y los gemidos ahogados que emitía la ramera. «¿Qué coño debe de estar pasando aquí?», se preguntaba.

Volvió la cabeza sólo un instante y vio una imagen imborrable que lo dejó helado. No se le cayó el libro de milagro. La Lengua de Agua, Numen, absorbía lentamente el cuerpo de la chica. Satisfacía así su cólera innata. A partir de aquel momento, el poder del río estaba en manos del monje.