La traición
En la última curva antes de salir de los dominios estrictos de la capital del condado estaba el Carnero Borde, la taberna donde habían quedado en verse fray Florencio y Hugo, el conde de Empúries.
El señor de Empúries, que había llegado de incógnito, cubierto por una capa negra, esperaba al fraile en una habitación de la parte de arriba que aquel antro. Lo esperaba bebiendo aguamiel y estaba pensativo, preocupado por si aquel fraile benedictino, que le habían dicho que era huraño, malcarado pero peligrosamente ambicioso, se echaba atrás y le estropeaba los planes. El conde, frío y calculador, repasaba mentalmente con la mirada perdida mientras saboreaba aquel licor reconfortante.
Fray Florencio, que también intentaba pasar desapercibido, se había ataviado con una larga y gruesa casaca de color azul oscuro que lo tapaba de la cabeza a los pies. Las sombras y la oscuridad de la noche lo engullían, y pasaba inadvertido. Hizo todo el camino con un borrico propiedad del monasterio. No tenía miedo de los salteadores de caminos que solían actuar por aquellas comarcas. Había hecho todo el camino rumiando el porqué de aquel encuentro, qué sentido tenía reunirse, en medio de la negra noche, en un local como el Carnero Borde.
En aquel momento, la taberna estaba muy concurrida. El vino corría por las mesas, se jugaba a los dados y se hacían apuestas. Precisamente aquella noche se armó una bulla sólo por una apuesta sobre el Gran Torneo Condal. La algarabía se oía desde fuera. Taburetes y mesas se estampaban contra las paredes, y jarras y copas volaban sobre las cabezas de los clientes, cuando fray Florencio llegó. El amo del establecimiento consiguió poner paz y al cabo de un rato todo volvió a la normalidad.
Estaba lleno de mercaderes sebosos y lujuriosos que se bebían el jornal. Se pasaban allí toda la noche y, después de unas cuantas jarras de vino, invertían el poco juicio que les quedaba en buscarse —pagando— una buena compañía con quien yacer hasta la madrugada para espantar el frío y la soledad.
Fray Florencio entró, y sin siquiera atreverse a acercarse a la barra, echó un vistazo a unas escaleras que subían a la parte superior del local y las subió. Se detuvo frente a la puerta de la última habitación del pasillo.
Dio dos golpes secos con los nudillos en la puerta, que se abrió al cabo de unos segundos. Le abrió uno de los hombres del conde. Hugo estaba sentado al lado de una mesa, bañado por una luz muy tenue que salía de la llama agónica de una lámpara de aceite. A duras penas le dibujaba la silueta.
—Dios os guarde, fray Florencio —el conde de Empúries arrastraba las palabras—, gracias por haber venido.
Saludó al conde mientras se incorporaba y le tendía la mano derecha para estrechársela. El monje le negó el saludo.
—¿Qué queréis de mí? —respondió con desconfianza al fraile.
—Veo que queréis ir al grano, querido camarero. ¿No os apetece tomar algo para quitaros el frío de encima? Aquí tengo un brebaje, un licor de nueces que… —Fray Florencio negó enérgicamente con la cabeza—. Muy bien, de acuerdo, como gustéis. Yo sí que me serviré una copa. Sentémonos —invitó al fraile a sentarse a su lado. Éste se quitó la casaca, la plegó encima de las piernas y se dispuso a escucharlo—. La curiosidad debe roeros por dentro, ¿no es así, hermano Florencio? —le soltó el conde con cierta sorna.
—Sí —respondió conciso fray Florencio.
—Deseaba veros para haceros una propuesta que puede hacernos muy poderosos. Me ha llegado cierta información según la cual, el conde de Besalú y el abad del monasterio quieren amurallar la ciudad y quieren hacer construir un puente. Y, por lo que tengo entendido, no va a ser una simple pasarela para superar la corriente de agua, ¿me equivoco?
No hubo respuesta. De la boca del fraile no salió una sola palabra. El conde de Empúries tampoco esperaba oír ninguna, porque continuó sin hacer pausas:
—Os he mandado llamar, hermano Florencio, porque creo que vos y yo hablamos el mismo lenguaje y tenemos un enemigo común. Podemos hacer caer Besalú; si me ayudáis, me convertiría en amo y señor de todas las tierras del condado.
—¿Y yo qué gano a cambio de ayudaros en esta empresa? —dijo finalmente fray Florencio.
—Vos podríais regir el futuro de la abadía de Sant Pere de Rodes —ofreció triunfalmente Hugo—. ¿Qué decís? —añadió, con un destello en los ojos.
—No entiendo cómo puedo seros útil —dijo el fraile con una mueca, como si no le hubiera oído o no le interesara el ofrecimiento del conde.
—Vos, hermano Florencio, tenéis información de primera mano sobre los plazos de construcción del puente, sabéis de dónde se extraerá el material para empezar las obras. Creo que vos podéis tener un papel clave para desbaratar los planes.
»Una de las mejores maneras es que cortemos el suministro de piedra. Mis hombres pueden encargarse de eso. Pueden hacer una visita a la cantera. —Sonrió malévolamente—. Una visita corta, nada, de cortesía, van a estar el tiempo necesario para meterles el miedo en el cuerpo. Los obreros se asustarán y no querrán volver a trabajar. Sin mano de obra y sin materia prima, las obras se detendrán y en medio del desconcierto podremos lanzar un ataque sorpresa y asestar un golpe mortal al confiado y débil conde de Besalú y a su fiel colaborador, vuestro querido padre abad. Por cierto, me han dicho que el otro día os hizo quedar en evidencia delante de ese maestro de obras de la Lombardía, recomendado por Roma, que han contratado —le soltó con sorna el conde de Empúries, consciente de que a fray Florencio le habían herido en el amor propio y de que, seguramente, como aún le escocía, sería más fácil convencerlo.
El camarero del abad suspiró profundamente y lo miró con dureza.
—Estoy seguro —continuó Hugo— de que tenéis recursos suficientes para que vos no tengáis que participar directamente en esta trama. Pensad en los beneficios que podéis sacar de colaborar con el condado de Empúries y dejar de depender de los delirios de grandeza del abad y tener un monasterio para vos solo…
Hizo una pausa con mucha intención.
—Pensároslo —insistió el conde de Empúries.