La judería
Salió de casa con el encargo que le había hecho su padre de comprar algunas herramientas y utensilios de hierro y madera que había en la tienda del final de su calle. Cuando llegó, un perro se meaba en la puerta. El amo salió escupiendo maldiciones. Un individuo ajado vestido con unos andrajos que le daban un aspecto dejado, acentuado por los cabellos enmarañados y unos ojos desorbitados. Llegó al quicio de la puerta con los brazos alzados y vociferando como un poseso. No sólo consiguió cortarle la meada al pobre animal, sino que asustó a Ítram y al perro, que corría calle abajo con el rabo entre las piernas. Se alisó los cabellos con las manos. Lo saludó, aún con la mirada perdida, y lo invitó a entrar para que echase un vistazo al género diseminado por la tienda. Palas, azadas, azadones, zapapicos, hachas, balanzas, hoces, sierras y otros aperos diversos de latón y de cobre se amontonaban por el suelo y colgaban del techo del establecimiento. Salió con las manos vacías: no fue capaz de encontrar nada de lo que le había encargado el padre. «Tendremos que esperar a ir al mercado la semana que viene», se dijo.
Una vez en la calle, casi tropezó con ella. Estaba preciosa. Llevaba un vestido largo de algodón de color azul. Sólo fue un instante, pero fue suficiente para percibir el delicado aroma a romero que desprendía.
—Uy, perdón, casi os atropello, a vos y a los dos cántaros —le dijo.
—No, hombre, no, no seas exagerado, no pasa nada. Y no me trates de vos, ¿de acuerdo? ¿Me ayudas a llevar uno? —le contestó, sonriendo, mientras le tendía un cántaro blanco que pesaba como una piedra.
—Eeeeh, sí, claro —accedió Ítram sin pensárselo dos veces, aún medio desconcertado.
Caminaban por un sendero empedrado y él no sabía muy bien hacia dónde se dirigían.
—Me llamo Jezabel. ¿Y tú? No eres de por aquí ¿verdad?
—No. Me llamo Ítram y he llegado hace unos días de Siena, de la Lombardía.
—¿De la Lombardía? —exclamó con los ojos muy abiertos y las cejas alzadas—. ¿Y qué has venido a buscar a Besalú, si puede saberse? ¿Qué te trae a un lugar tan lejos de tu casa? —le preguntó con curiosidad.
Tomó aire y soltó un suspiro.
—Trabajo. Un trabajo es lo que nos ha traído aquí. He venido con mi padre. Es maestro de obras y el conde le ha encargado la construcción de un puente sobre el río y unas cuantas obras más.
Clinc, clinc, clinc, clinc…
El repiqueteo lento y frágil de una campanilla le cortó el discurso. El sonido no era más fuerte que el de un cascabel, pero era muy persistente.
—¡Un leproso, un leproso! —se oyeron unos gritos desde el otro lado de la calle.
Una persona, no sabría decir si hombre o mujer, encapuchada y con unas vestimentas negras, se desplazaba en zigzag por la subida de la calle. Venía en su dirección mientras hacía sonar aquella campanilla con un débil movimiento de la muñeca. Mientras tanto, se oyeron los insultos y los improperios que le lanzaban desde los balcones de las casas, y la gente lo rehuía como si viese al demonio.
—¿Qué pasa? ¿Qué es eso?
—Es el más marginado de los marginados. Es un muerto en el mundo de los vivos. Y no tiene suficiente pena con el mal que arrastra por dentro y se lo come literalmente vivo, que además tiene que soportar la humillación pública que supone anunciar su presencia con esa campanilla para que todo el mundo se aleje. Fuera de la ciudad, en un cruce de caminos, está la leprosería. Por el bien común, las autoridades creyeron conveniente aislar a los enfermos. Mira, acortemos por este sendero —le señaló Jezabel.
Continuaban caminando. La calle se estrechaba y se cerraba hacia la izquierda. Frente a ellos la judería se extendía tras la puerta que se abría al principio de la calle Rocafort. Una gran puerta, de un grosor que la hacía infranqueable. Según le explicó Jezabel, se cerraba de noche y mantenía a las familias judías seguras de los ataques instigados por grupos de cristianos radicales. Los más extremistas hacían batidas nocturnas para escarmentar, decían ellos, a aquellos judíos descreídos. Ítram debió de hacer alguna mueca bastante expresiva, de desaprobación, porque la muchacha le preguntó si se encontraba bien y si quería acompañarla hasta su casa. Él le dijo que por descontado, que no le pasaba nada y que nadie le impediría continuar trajinando un cántaro hasta donde hiciera falta.
—¿Te gustaría ver mi barrio? —le preguntó—. Quiero decir que si quieres te enseño cómo es la vida a este lado de la ciudad.
—Me encantaría…, pero no entiendo eso de… ¿La manera de vivir de los judíos es muy diferente a la del resto?
—No, diferente no, pero sí que tenemos unas costumbres, unas leyes, una determinada manera de entender el mundo que no son exactamente iguales a las que hay fuera de nuestro barrio —dijo Jezabel.
Seguían caminando por un empedrado que se clavaba en las plantas de los pies. El empedrado de unas calles laberínticas, acogedoras y hospitalarias que estaban repletas de vida. Calles confortables y familiares llenas de tiendas y pequeños negocios de los más diversos oficios. El gentío que transitaba por la arteria principal del barrio era imponente y el jaleo considerable. Pero, de hecho, donde la algarabía era mayor era en la carnicería. Jezabel le explicaba que en aquel lugar era donde se sacrificaba lo que ellos consideraban animales puros, o kosher, como los llamaban. Así, y según dictaban las leyes, sólo la carne de buey, la de oveja, la de cabra, la de ciervo, la de carnero y la gacela podían servir de alimento para los hijos de Israel.
—¿Y no podéis comer conejo a la brasa o unos pies de cerdo con nabos, por ejemplo? —preguntó.
—No, son animales impuros. Por eso tenemos una carnicería propia para poder seguir nuestros preceptos.
Ítram se distraía con la distribución de las casas. Era modélica. Bien ordenada, todas bien alineadas. Estaba sorprendido con la uniformidad y el estilo de aquellas construcciones. De hecho, era una manera de construir que ya había visto en diversas casas y edificios de otras calles de Besalú, pero no sabía qué tenían que no podía dejar de admirarlas. Abstraído con todo eso, ni siquiera se dio cuenta de que ya habían llegado a su casa. No obstante, no entró. Sólo dejó el cántaro al lado de la puerta y continuaron caminando por la calle.
—Quiero enseñarte uno de los lugares más importantes de nuestra comunidad —dijo Jezabel—. Vamos.
La siguió por una calle que desembocaba en una plaza no muy grande. Tenía unas dimensiones más bien discretas. Allí se levantaba un edificio que por el volumen de entradas y salidas dedujo que estaba muy concurrido. Entraron. Lo hicieron por un portal que daba a un patio al aire libre. Frente a ellos se abría otra estancia. Se oían gritos y risas, y entraban y salían un grupito de críos atolondrados que saludaron a Jezabel.
—¡Es la escuela! —le dijo sonriendo—. A veces voy a ayudar.
Dejaron que los críos entraran en clase y se encaminaron a la sala de oración, a la que podía accederse por dos puertas. Una vez dentro, Ítram tuvo que levantar la vista. Era un edificio con el techo muy alto, hecho que lo revestía de una monumentalidad que no se apreciaba desde fuera.
—Esto es el lugar principal del barrio, el centro de la vida de nuestra comunidad: la sinagoga —anunció, acompañando las palabras con una reverencia hacia una especie de altar que había a un lado de la sala.
—¿Qué es aquello? —preguntó, mientras con la barbilla apuntaba hacia un pequeño tabernáculo con una lámpara encendida.
—Es la Nér Tamid, que nos ilumina con la llama eterna del Templo de Jerusalén. Todas las sinagogas tienen una lámpara de aceite como ésta que ves y es venerada por todos los miembros de la comunidad. La devoción es tan grande, que incluso hay personas que, una vez han muerto, no quieren dejar de velarla y así lo disponen en el testamento. Mi padre me explicó que una vez atendió a una enferma que estando en la cama aprovechó sus últimas fuerzas para dictar testamento.
»Y entre sus últimas voluntades legaba a la sinagoga una cantidad de dinero para que alimentasen la llama con un cuarto de aceite al día. —Jezabel susurraba la historia de aquella mujer moribunda desde la penumbra de las columnas y a él se le puso la piel de gallina.
Le llamó la atención que la sala estuviera dividida en dos plantas. Había una especie de galería, una suerte de balconada elevada separada con unas celosías de la planta de abajo, donde se encontraban.
—¿Qué es eso de ahí arriba? —le preguntó a Jezabel.
—Es el lugar reservado a las mujeres y debe estar separado visualmente del recinto de abajo, éste es exclusivo de los hombres. Nosotras seguimos las oraciones desde allí arriba y entramos por otra puerta.
Y le señaló hacia la parte de atrás de aquel balcón. Era un espacio sencillo, nada lujoso, pero que daba una gran sensación de paz y tranquilidad. Un gran mueble de madera cerrado y rodeado de bancos de madera se erigía en el medio de la sala y presidía la estancia con autoridad.
—¿Qué hay dentro de ese armario?
—La Torá.
—¿Y qué es, una especie de santo?
—¡Nooo! —contestó Jezabel—. La Torá es un libro sagrado. Recoge la voluntad de Dios revelada a Moisés. La estricta obediencia a su ley es el punto central alrededor del que se desarrolla toda nuestra vida. Todos los días, durante los servicios religiosos de las mañanas se recitan pasajes de la Escritura, la Mishná y el Talmud. Pero los lunes y los jueves por la mañana se extrae de esa arqueta —y señaló el mueble situado en el centro del templo— y se lee cantando frente a los fieles.
—¡Vaya! —se lamentó—. Hoy es miércoles por la tarde, o sea, que no podré verlo —se quejó.
—No, hoy no, y, de hecho, un poco más y yo tampoco la habría visto nunca —dijo Jezabel con un deje de preocupación.
—¿Y eso por qué?
—Antes de que la Torá presidiese la sinagoga, tuvo que someterse a un cuidado proceso de restauración. Los dos pergaminos enrollados que la forman estaban muy deteriorados.
—¿Qué les pasó? —se interesó por la historia de aquel libro.
—Yo no conocía la historia de esta Torá, mi padre me la explicó hace muy poco tiempo. Después de examinarla, el rabino pudo determinar que había sido escrita hacía aproximadamente ciento cincuenta años en Jerusalén. Nuestros antepasados la trajeron a escondidas al huir de nuestro país. Pero llegó a Besalú casi de milagro, después de sobrevivir a las llamas de un incendio en el barco en que viajaban y a las aguas del mar. La restauración de la Torá se convirtió en una actividad preferente para nuestra comunidad. La aljama, que es el Consejo de nuestros sabios, se encargó de seleccionar a las personas más idóneas para esta labor tan trascendental. Debía limpiarse y repararse. Un proceso que se estableció por fases. Primero raspar con suavidad para quitarle las impurezas, después frotar, pulir y limpiar la superficie de la Torá. Los miembros del Consejo también revisaron todas las herramientas que eran menester para quitar el moho, las manchas y las incrustaciones que se habían adherido. Eso garantizaba que ni el pergamino ni la tirita fueran dañados, a pesar de la antigüedad de los documentos y las vicisitudes que habían tenido que pasar para llegar hasta aquí. Una vez se acabó la parte de delante de la Torá, la operación de raspado y limpieza se repitió por la parte de detrás, para que pudiesen pintarse de nuevo los dibujos originales. Se separaron las pieles y después se volvió a coser la Torá para conservarla en su estado original. La reparación de los Atzei Chaiim o Árboles de la Vida también fue muy delicada.
—¿Qué son?
—Son los palos donde está enrollada la Torá —puntualizó Jezabel—. Se repararon, limpiaron y, una vez restaurados, se volvieron a coser al rollo.
»La rehabilitación del texto sagrado —continuaba explicando Jezabel— duró casi dos años y para los que trabajaron en aquella labor supuso todo un honor, recibieron la bendición de toda la comunidad. Entendí que seguramente para un judío aquel acto debía de ser, si no el más, uno de los más importantes que podía realizar a los largo de su vida y que probablemente la energía y la pasión que abocaron la recuperaron en forma de una espiritualidad más profunda.
Ítram aún estuvo unos instantes más contemplando el armario que contenía la Torá y después bajó la vista hacia el suelo del templo. El embaldosado era de adobe rojo, y las paredes, grises. Se trataba de una estancia austera; a excepción de los bancos de madera y de unos de piedra adosados a las paredes, no había muchos muebles más.
—¿Y estos bancos? —preguntó—. ¿Cuándo se llenan?
—Cuando venimos a rezar, a leer y a escuchar la Torá y otros textos bíblicos, o cuando el Consejo se reúne para tratar cuestiones que afectan a toda la comunidad. Mi padre forma parte de él.
—Por tanto, aquí os reunís para hacer de todo —apuntó.
—Sí, es que, de hecho, sinagoga viene del griego synago, que significa «reunir». Es un lugar de reunión y recogimiento que nos permite encontrarnos a nosotros mismos y sentirnos más cerca de Dios, pero antes debemos pasar por los baños o el micvé.
—¿Por dónde? —preguntó sin entender lo que le había dicho.
—El micvé son los baños de purificación… Ven —casi le ordenó.
Le hizo caso y la siguió. Para ir al micvé, debían dar la vuelta a la parte central del templo. Se dirigieron hacia un edificio anexo.
Accedieron a través de un pasillo estrecho que parecía el interior de un cañón. La escalera de bajada tenía los escalones de piedra pulida. Había cinco. Después venía un replano y cinco escalones más.
—¿Estamos bajando al río? —preguntó con curiosidad.
—No, pero casi —respondió Jezabel sonriendo—. Ahora entenderás por qué.
Oía ruido de agua. Fueron a parar a una estancia con poca luz, sólo entraba un hilo de claridad por la ventana que daba a la muralla, al lado del río. Frente a ellos apareció una piscina rectangular de losas de piedra. El agua entraba por un agujero en la pared que daba al río. Surgía un chorro que llegaba a la altura del pecho.
Antes de que Jezabel dijera nada, le preguntó para qué servía aquel tanque lleno de agua.
—Son los baños de purificación para volver a nacer, para renovarse. Aquí hacemos la limpieza espiritual de nuestro cuerpo. Nos sumergimos en estas aguas para lavar de impurezas el cuerpo y el alma. El baño ritual por inmersión purifica el cuerpo del contacto con un cadáver, con ciertas enfermedades. Después del parto, por ejemplo, también nos purificamos. También suele hacerse antes de las celebraciones en el templo. Todo contacto con una impureza necesita una inmersión.
—¿Y os purificáis hombres y mujeres juntos? —preguntó con las cejas levantadas y con un poco de picardía.
—¡Nooo! —exclamó una Jezabel ofendida y con una mirada censuradora—. Se establecen turnos, pero las mujeres sí que debemos venir cada mes, y antes de casarnos.
—Y en el crudo invierno, cuando el agua del río está helada, ¿cómo lo hacéis? —inquirió.
—Los primeros judíos que se establecieron en Besalú, hace ya bastantes años, descubrieron una fuente de agua termal, siguiendo el curso del Fluvià, unos cuantos metros más arriba del lugar donde nos encontramos ahora. Durante los meses de invierno nos purificamos con agua caliente… Según la tradición, todos los caudales de agua del mundo provienen del río que brotaba del jardín del Edén, y el agua del micvé tiene que venir de una fuente natural. Puede venir de una fuente natural: el mar, un río, una fuente, la lluvia, la nieve o el hielo fundido, pero nunca debe permitirse que el agua quede estancada, así se evita la acumulación de impurezas.
Mientras Jezabel le hablaba, se fue acercando a aquella piscina, tocó el agua con la mano y pudo constatar que había agua suficiente para sumergir totalmente el cuerpo de una persona.
—Jezabel, ¿qué haces aquí?
Una voz grave pero amable que venía desde atrás resonó dentro de aquella cavidad. Se volvieron y quedaron frente a frente con un anciano que los interrogó con la mirada. Ligeramente encorvado y con una actitud expectante, los miraba de arriba abajo con curiosidad.
—Buenas tardes, rabino —saludó nerviosa Jezabel.
Ataviado con una túnica azul, de rostro enjuto de color verde oliva de donde le sobresalía una nariz torcida como un garfio, el hombre le dedicó una sonrisa a Ítram. Él no tuvo tiempo de devolvérsela porque ya había vuelto la cabeza hacia Jezabel.
Se le había borrado aquel gesto que quería ser de complicidad y simpatía y se había convertido en un reproche para su amiga.
—¿Qué hacéis aquí? —repitió—. Ya sabes que no está permitida la entrada a nadie que no sea de nuestra comunidad —le recriminó el rabino.
—Lo siento, rabino, no me he acordado. Perdonadme, no volverá a ocurrir… De hecho, ya nos íbamos —dijo mientras tiraba del brazo a Ítram para salir.
Pero aquel hombre estaba de pie en medio del paso y les impedía avanzar. El interrogatorio continuaba.
—No creo que a tu padre le hiciera mucha gracia saber que has venido con él hasta aquí… ¿De dónde venís? ¿Dónde habéis estado?
Jezabel vacilaba y paseaba la mirada nerviosa entre el rabino y él. Miró al suelo y contestó:
—Hemos dado una vuelta por la sinagoga y ahora le acababa de enseñar el micvé, pero…
Jezabel quería decir que ya se iban, pero el rabino estalló colérico. La agarró por los hombros y la sacudió mientras gritaba:
—¡Cómo te atreves a pasear a un extraño infiel de mirada impúdica por unas estancias tan sagradas y tan privadas! —La soltó y la amenazó con aquel dedo curvado en forma de gancho—. ¡Exigimos el máximo respeto a nuestros miembros —su tono de voz se endurecía— y tú, sin permiso alguno, te atreves a desobedecer nuestros mandamientos! ¡Es la maldición de tu nombre, Dios sabe las veces que se lo he dicho a tu padre! ¡Salid ahora mismo! —gritó—. ¡Desapareced de mi vista!
A Jezabel y a él les faltaron piernas para darse la vuelta y dirigirse hacia la salida sin ni siquiera atreverse a mirar atrás, no fuera que el rabino se ofendiese y los echara de malas maneras. No lo veía capaz. Mientras seguía a Jezabel escaleras arriba pensaba: «Un venerable anciano no se comportaría así con la hija de uno de los hombres más influyentes y destacados de la comunidad judía». Ya veían la puerta al fondo de su escapada cuando pensó que a él, que no era nadie, sí que podría haberlo reprendido con mayor dureza.
Una vez fuera del recinto sagrado, el aire fresco les acarició la cara. Se sentaron bajo un árbol, en un rincón de la plaza. Resoplaban y estaban sudados y sonrojados por el mal trago y la huida a todo correr.
—Ha sido una tontería traerte aquí… No sé en qué estaba pensando.… Soy… soy una insensata —se lamentó Jezabel.
—No digas eso —dijo mientras tomaba aire—. Tú querías enseñarme tu mundo, querías acercarme a tus creencias. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Quién te iba a decir, mujer, que el rabino se lo iba a tomar tan a pecho? No te culpes por unos hechos que tampoco tendrán más trascendencia —le dijo Ítram intentando quitarle hierro al asunto.
—Eso lo dirás tú. El rabino lo hará público en el Consejo de la semana que viene y obligarán a mi padre a tomar medidas.
—¿Medidas? ¿Qué medidas? ¿Qué quieres decir? ¿Qué pueden hacerte?
—Un mes de recogimiento. Sólo podré salir de casa para ir a la sinagoga.
—Oye, ¿y qué ha querido decir con eso de la maldición de tu nombre y que ya se lo había dicho a tu padre?
—Mi padre quiso ponerme el nombre de una mujer que fue culta, inteligente e inquieta y que, a pesar de las imposiciones que sufrió, luchó por sus creencias. Unas creencias que eran contrarias a las de la mayoría, y por culpa de eso fue repudiada y maldita por algunos de nuestra religión.
—Jezabel es un nombre muy bonito y tiene una sonoridad muy dulce.
Y volvió a pronunciarlo deteniéndose y alargando la zeta, con un suave susurro y sosteniendo la ele final: «Jezzzzabel». Como mínimo consiguió que sonriera, una sonrisa que desapareció para dar paso a una mirada grave.
—Jezabel —empezó a explicar— era princesa de Tiria, hija de Ittobaal, rey de Tiro y Sidón. Fue la esposa de Acab, rey de Israel. Según los libros y las crónicas, Acab se casó con Jezabel para fortalecer una alianza política. Jezabel se inclinó por la religión e introdujo en Israel el culto a Baal, hecho que despertó la hostilidad de los profetas de Jahvé. A partir de entonces, entre algunos judíos, el nombre de Jezabel se convirtió en sinónimo de ignominia por la adoración de dioses extranjeros. Otros también lo asocian a una mujer perversa, porque ejercía una influencia corruptora y, por descontado, pecadora. Cuando lo único que quería era que independientemente de la religión, la gente pudiera vivir en paz y prosperidad. Ella encontró su propia dicha, y sólo quería dársela a conocer a otros que, quizá como a ella, les habría venido bien. Pero no lo consiguió, y murió en el intento.
—¿Por eso el rabino no estaba conforme con que te pusieran ese nombre?
—Sí, así es… Yo no pretendo que tú abraces mi fe, sólo te enseñaba lo que a mí me han enseñado y que hasta ahora me ha sido útil, me ha ido bien. ¿Eso es pecado? ¿Estoy haciendo daño a alguien de mi comunidad?
—Yo creo que no, pero no sé lo que está bien y lo que está mal según tu religión.
—La tradición judía considera que la causa del pecado son las malas inclinaciones, una fuerza que nos impulsa a satisfacer nuestros instintos, independientemente del precio que tenga aquel acto y de las consecuencias que pueda acarrearnos.
—Pues según eso, y por lo que me has explicado antes, está muy claro que para ellos sí que cometes un pecado, pero por mí puedes estar bien tranquila. Me gusta conocer tu cultura —«y aún me gustaría más estar cerca de ti», pensó—. Pero ya veo que será imposible profundizar más en ello. Pero no te preocupes, porque ahora lo más importante es que no tengas problemas por mi culpa, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, pero no será tan fácil.