El torneo
En las calles se respiraba el ambiente de las grandes ocasiones. Y aquel día también lo era. El Gran Torneo Condal se lo merecía. No era un acontecimiento cualquiera. Todo estaba engalanado con colgantes, banderolas, pendones, guirnaldas, escudos y estandartes de los participantes. No estaban todos los blasones de los caballeros, sólo se veían los distintivos de los más espabilados. El mismo día del Gran Torneo ordenaban a alguien de su séquito que colocase su blasón en puntos estratégicos del pueblo e incluso cerca de los portales de entrada al condado. Así se aseguraban más seguidores que los animaran y les brindaran apoyo durante las pruebas. Eran unos días que se caracterizaban por un espíritu de hospitalidad tan grande, que los visitantes que llenaban la capital del condado durante aquella semana se sentían bien atendidos y bien tratados. Era un hormiguero de ir y venir de personas que daba gusto verlo. La riada humana se dirigía hacia el llano de Manyac, el terreno donde se dirimían las justas.
La palestra se preparaba a conciencia. Los encargados se esforzaban por dejar el terreno bien limpio. Primero lo desbrozaban de matojos, de hierbas y demás maleza que pudiera liarse entre las patas de los caballos. Después apartaban las piedras que pudieran molestar a los caballos y también para evitar que salieran disparadas hacia la tribuna y dejaran fuera de combate a algún dignatario de entre los invitados. Se allanaba el suelo para que no hubiera desniveles que pudieran beneficiar o perjudicar a los participantes. Y, finalmente, el día del torneo se daban un par de vueltas de reconocimiento para comprobar el buen estado del terreno. Un ritual que los caballeros participantes hacían acompañados de música.
Todo estaba a punto para el gran día. Ítram y Simón se subieron a un árbol desde donde tenían una visión excelente. Simón le explicaba que el lema del Gran Torneo era «Valor, lealtad y dignidad» y que las leyes de las pruebas se regían por el sentido del honor. Las justas se celebraban en igualdad de condiciones y, a medida que avanzaba el combate, cada caballero debía espabilarse valiéndose únicamente de su habilidad.
Una igualdad de condiciones que no sólo incluía las armas, previamente embotadas para evitar el peligro de matar a alguien, sino también respetar al rival y no atacarlo en un descuido, por la espalda o aprovechando una malformación del terreno o cualquier otra excusa. Una cosa era atacar porque el adversario estaba con la guardia baja y otra muy distinta era aprovecharse de un momento bajo del rival para encarnizarse con él. A pesar de que utilizaban armas corteses con la punta redondeada para evitar que alguien perdiera la vida, no era extraño que alguno acabara en el otro barrio. Una mala caída del caballo, recibir un golpe muy fuerte aunque fuera con madera, donde no tocaba… Había pocas víctimas mortales, pero siempre había que lamentar alguna.
Un sonido estridente de trompeta cortó las explicaciones de Simón y se concentraron en el grupo de hombres que entraba en el llano de Manyac.
Un portaestandarte del condado abría la comitiva seguido de trompetas, timbales y tambores que marcaban el paso de los escuderos de los caballeros participantes. Cerraban el séquito el conde, acompañado de algunos nobles y notables del condado, el capellán y el médico por si eran necesarios sus servicios, tanto para dar auxilio al alma como al cuerpo. Saludaban al pueblo, que desde el otro lado de la tribuna ya hacía rato que esperaba impaciente a que empezara el Gran Torneo. Después de la entrada de la cabalgada, las autoridades tomaban asiento y los caballeros pasaban a sus respectivas tiendas para ajustar los arneses, las guarniciones del caballo. En esa labor los asistían los escuderos o los pajes, según cada caso. Después, los escuderos se quedaban a un lado portando los estandartes, los blasones, las banderas y los escudos de los participantes. En aquel instante entraba en juego una figura clave, casi un maestro de ceremonias: el heraldo. Semanas atrás él era el encargado de convocar y de anunciar oficialmente la fecha de celebración del torneo.
Los torneos se convocaban con mucha antelación y la noticia se extendía por toda la comarca. Entre las competencias del heraldo también estaba la de publicar los nombres de los participantes para que todo el mundo supiera quién habría aquel año en las justas, y durante el Gran Torneo era el depositario del reglamento que regía la competición. De hecho, se acudía a él cuando había casos difíciles o situaciones poco claras y muy comprometidas. El heraldo tomaba decisiones y eran inapelables. Se plantó en medio de la palestra y uno por uno anunció a los paladines que tomaban parte en el torneo. Según su popularidad, recibían más soporte o menos desde la tribuna. Una retahíla de caballeros iba de torneo en torneo, de condado en condado por motivos bien diversos. Unos buscaban fortuna, otros encontrar una ocasión para lucirse con las armas. En el caso del Gran Torneo Condal de Besalú, sencillamente intentaban encontrar una manera de ganarse la vida: entrando en el ejército del conde.
Subidos al árbol, Ítram y Simón no pudieron oír los nombres de los dos primeros contrincantes que llamó el heraldo, pero inmediatamente después del sonido de las trompetas se oyeron unos gritos desde el sector de las gradas que ocupaba el público. Un ruido ensordecedor cuando aparecieron dos jinetes, uno por poniente y el otro por levante. Los dos primeros participantes se situaron en el punto desde donde tenían que salir precedidos por sus estandartes y acompañados por sus palafreneros, el criado que, caminando al lado del estribo del caballero, guiaba al caballo. Los jinetes, levantados a lomos de sus caballos, que piafaban y rascaban el suelo con las pezuñas, llamaban la atención por su porte. Ambos llevaban unas armaduras que con el sol del mediodía aún lucían más: una era dorada y la otra plateada. La mano izquierda quedaba escondida detrás de las adargas, adornadas por delante con motivos militares. Aquel escudo de cuero les cubría un flanco, defendían el otro con la lanza que sostenían bajo el brazo. Para facilitarle al caballero el enfrentamiento y poder tener las manos más libres, se montaba a la jineta. Consistía en llevar la silla de montar con arneses altos, de manera que permitía que el jinete tuviera las manos libres para usar sus armas, y casi no tenía que tirar de las riendas. Los estribos y las bridas también eran más cortos, y eso facilitaba que las piernas estuvieran en posición vertical desde la rodilla hasta el pie. Una posición que también ayudaba a mantener derecha la lanza.
Los caballos escarbaban y cabeceaban. Los dos jinetes se bajaron las viseras de los cascos. El heraldo dio la señal y clavaron las espuelas en el vientre de los caballos, que relincharon y arrancaron a correr. Cabalgaban tan rápido que levantaban una polvareda que casi impedía ver desde las tribunas cómo se iban acercando. Los caballeros se preparaban para encarar el choque con el adversario. Se movían sobre sus monturas para encontrar el ángulo idóneo, el impacto más preciso. Cada uno buscaba la parte más desprotegida del otro, aquélla que ni la daga ni la lanza pudiera cubrir.
Era muy difícil encontrar un agujero y por eso intentaban dirigir un buen golpe de lanza contra el escudo para tirar del caballo al contrincante. El choque de las dos lanzas contra las adargas fue tan violento, que consiguió descabalgar al paladín dorado; además, se le partió la lanza y su escudo quedó destrozado. Con el griterío alocado de la multitud, el caballero de la armadura plateada frenó el caballo, desmontó y fue a acometer contra su rival empuñando la espada. Dejó que se rehiciera. Tambaleándose después de la sacudida y de la caída del caballo, se levantó, desenvainó el arma y se encaró al hombre plateado haciendo eses. No le quedaban muchas opciones y se le veía bastante abatido. A pesar de todo, esquivó el primer golpe apartándose hacia la derecha, el segundo haciendo lo mismo pero hacia la izquierda y, cuando iba a recibir el tercero, se desquitó. Lo hizo con una puntería que hizo saltar por los aires la espada del caballero plateado, que se clavó en el suelo unos metros más allá. Puede que por confiarse demasiado, el caballero plateado no contaba con la habilidad que demostraba su enemigo, que ya había conseguido el favor de buena parte de la tribuna del pueblo. Había un empate, el heraldo determinó que para deshacerlo se recurriría a otra variante de las justas: el combate con hachas. Eran unas hachas con un mango muy largo y una hoja embotada en la punta. Quien tuviera más destreza con aquella arma ganaría. Se quitaron los cascos y las pesadas armaduras y se quedaron con las cotas de mallas. Daban vueltas, y por los pasos parecía que dibujaran un ocho. Primero golpeó el caballero dorado, que se abalanzó sobre el plateado, pero éste fue lo suficientemente ágil para repeler la agresión. Seguían girando, cada uno muy pendiente de los movimientos del otro, y el segundo golpe tardó más en llegar y también lo dio el dorado, que tropezó con la excelente protección que oponía su contrincante, que recibió el golpe con la diestra en horizontal. Al tercer ataque del caballero dorado, el plateado se medio agachó y le pegó un golpe en las costillas que hizo estremecer de dolor a su rival, arqueándose y soltando un gemido. Un momento que no desaprovechó el caballero plateado. Lo golpeó directamente en el reverso de las piernas. Lo desestabilizó, cayó de rodillas y perdió el hacha y la prueba, porque el plateado le dio una serie de golpes en puntos muy concretos de la espalda, el pecho y los riñones. Pero el golpe de gracia definitivo que lo dejó fuera de combate y sin sentido unas cuantas horas se lo dio entre cuello y cabeza. Mientras sus escuderos lo retiraban a rastras del terreno de juego, el heraldo proclamaba ganador de la primera justa, entre el delirio colectivo, al caballero plateado: Arnaldo de Ventalló.
Mientras el nuevo miembro del ejército era felicitado por su séquito, el resto de participantes y sus escuderos, las pruebas continuaban. Dos guerreros más se desafiaban a caballo pero esta vez con espadas. Previamente, ninguno había conseguido abatir al otro con la lanza. Desde uno de los bancos del pueblo, un hombre miraba el espectáculo sonriendo y aplaudiendo más que ninguna otra persona del público. Era calvo, o, mejor dicho, llevaba la cabeza rasurada y lucía una enorme cicatriz en la cara. La sonrisa se transformó en una carcajada siniestra. Era Marcial Matamala.