El secreto del sacristán
Fray Agapito había trabajado toda la mañana en la sacristía y decidió bajar a la cripta, situada bajo el altar mayor. Por el camino vio al hermano Sebastián acompañando a un hombre cargado de planos y a un niño en dirección a los claustros. Estaba preocupado en sus cosas y no les prestó más atención. Fray Agapito, el sacristán, era un lisiado: era tuerto, le faltaba un ojo y eso le endurecía el aspecto.
Era un hombre astuto, ordenado y preocupado, pero su fisonomía truncada le confería un aire malvado y cruel que no se correspondía en absoluto con su talante. Se encargaba de poner orden en la sacristía y llevar las cuentas y el control más riguroso de todos los objetos que formaban parte del tesoro del monasterio.
Cejijunto, blanco como la leche, de constitución más bien delgada y con una pierna, la derecha, más corta que la izquierda, recuerdo de una enfermedad que de crío lo recluyó en casa, el sacristán había consagrado su vida, como si fuera un mandamiento más de la ley de Dios, a velar, conservar y, en la medida de lo posible, aumentar el tesoro del monasterio. Cargando el peso en la derecha y marcando el paso con la izquierda, caminaba con dificultad hacia la cripta y rebuscaba la llave de acceso que llevaba atada a la cintura. La extrajo, miró furtivamente a un lado y a otro, y abrió la puerta.
Bajó renqueando los ocho escalones que se iban iluminando con la claridad de la lámpara que había encendido. La luz del cirio lamió las cruces, los cálices —algunos de oro, otros de plata, pero todos con piedras preciosas incrustadas—, los joyeros, los relicarios, los misales y las demás preciadas pertenencias que reposaban allá abajo y que lo recibían con su fulgor habitual. Allí también guardaban otros tesoros: libros y textos antiquísimos, auténticos receptáculos de ideas y pensamientos que materializaban la fuerza del intelecto. Una vez allí, fray Agapito cumplía siempre la misma liturgia. El ritual consistía en repasar todas las pequeñas obras de arte por si detectaba algún indicio que le advirtiese de que tenía que intervenir. Ese desasosiego desmesurado del sacristán había dotado a las piezas de un valor añadido, las había embellecido más aún de lo que eran, tenía con ellas un cuidado extremo. Hablaba con las joyas como si fueran sus hijas. Cuando con las manos cubiertas de sabañones las sacaba de sus estuches y las extraía de los terciopelos en que estaban envueltas, lo hacía con una delicadeza excepcional, la misma con que las volvía a cubrir, como si abrigara a un bebé que duerme para que no tuviera frío. Procuraba que ni la humedad ni el óxido apagaran el brillo original. Se aplicaba a fondo con la paciencia del orfebre, con la traza del platero, con el arte del joyero.
El sacristán, sin embargo, tenía un punto débil. De vez en cuando visitaba el prostíbulo que había al final de la calle del Portalet. Y a fe de Dios, aquél era un lugar poco indicado para un hombre del Señor como él, pero…
Para poder encamarse siempre con la misma chica, le procuraba a la patrona piedras preciosas de la colección del tesoro del monasterio. Las extraía con no pocas preocupaciones. Tenía sus remordimientos y sabía que algún día lo pagaría caro, pero la carne era débil y fray Agapito no podía prescindir de saborear los placeres terrenales…
Cogió dos joyeros y se los metió en las amplias mangas del hábito. Salía por la puerta de la sala capitular que daba al cementerio, donde los hermanos que lo habían precedido dormían el sueño de los justos. No podía santiguarse porque llevaba las manos llenas, pero al pasar por delante inclinaba un poco la cabeza por respeto y sus labios mascullaban una oración por sus almas.
Aquella noche le pareció ver a fray Florencio saliendo por la puerta de los huertos. Se arrimó a la pared y se dio tiempo hasta que pasara el peligro. Se escondía la cabeza con la capucha, confundiéndose con las sombras de la calle del Portalet.
Lo había hecho un montón de veces, pero los nervios le atenazaban las manos cada vez que daba los tres golpes en el portón de las ventanas de la habitación de la patrona.
Aquello le aseguraba que al cabo de unos instantes ya estaba dentro de aquel antro de lujuria y pecado sin necesidad de tener que exponerse a entrar por la puerta principal y ser reconocido.
Las puertas del infierno se abrieron para fray Agapito. Llegaba resollando, con el rostro empapado de sudor por la carrera que debía hacer cada noche que se acercaba al burdel, temeroso de ser descubierto por alguien.
—Esta noche deberéis esperaros un poco —le dijo la patrona. Llevaba la cotilla tan prieta que la pechera estaba a punto de salírsele por encima del escote de la blusa—. Magali aún está ocupada —le dijo al fraile medio gimiendo.
—Bueno —contestó huraño y con gesto contrito el fraile—. ¿Y tardará mucho?
Y se quitó la capucha.
—No lo sé —le contestó la patrona con una sonrisa maliciosa mientras le pasaba un dedo por la nariz y la frente sudadas—. Vaya, estáis empapado, ¿queréis que vaya quitándoos estas ropas? —le insinuó mientras le acariciaba los brazos.
—No, no hará falta —respondió nervioso mientras se separaba de un salto de aquella mujer, como si le hubiese tocado el mismísimo demonio.
Extrajo los joyeros de sus mangas. El brillo de aquellas dos obras de arte de la orfebrería se reflejó en las pupilas de la patrona.
—¡Hummm! —soltó una onomatopeya de placer al mismo tiempo que casi le arrebataba de las manos aquel par de preciosidades.
La patrona acariciaba las piezas de oro con rubíes incrustados. Aquello le producía una sensación tan agradable que le daba más gusto que pasarse toda la noche con uno de sus mejores clientes.
—Las guardo y voy a llamar a Magali —añadió la patrona.
—Sí, por favor, que acabe deprisa, que no puedo perder mucho tiempo más.
Fray Agapito sabía que tenía que volver al monasterio para asistir a maitines.
—Acompañadme —le pidió la patrona, que lo condujo por un pasillo donde se mezclaban un montón de olores: el del perfume de las chicas con el del sudor de los amantes que se aplicaban como si aquella fuese su última noche—. Pasad a esta habitación. —Le abrió una cámara que sólo tenía una cama cubierta con unas sábanas blancas—. ¿Os parece lo suficientemente buena para jugar con vuestra amada?
La patrona se rió ruidosamente, dejando ver unos dientes amarillos y torcidos.
—No, porque no es la de siempre —dijo nervioso fray Agapito—. Quiero la que usamos siempre, aquélla que está al lado de la puerta. Creo que os pago con creces el servicio de Magali. No es justo que me tratéis de esta manera. —El fraile se iba enfadando, pero no subía el tono de voz—. Os exijo aquella habitación y que la chica venga enseguida, si no…
—¡Si no ¿qué?! —lo interrumpió la patrona—. Fraile depravado y descreído, no estáis en posición de amenazarme. —Y lo miró de arriba abajo con desprecio y un punto de asco—. Tengo todas las joyas y antigüedades del monasterio que me habéis ido trayendo para pagar vuestras calenturas y puedo haceros colgar en un santiamén. —Y chasqueó los dedos en la cara del monje que no paraba de sudar—. Entrad ahí —dijo señalándole con la cabeza la habitación— y esperad a la chica y, si no os gusta, ahí tenéis la puerta. Podéis ir a desahogaros con cualquiera de las cabras que rondan por estas montañas.
La patrona le cerró la puerta en los morros. Fray Agapito se sentía abatido, le quemaban las mejillas y las orejas, pero tenía unos enormes deseos de poseer a Magali.
Aquella situación no lo había desanimado, al contrario. Lejos de haberle apagado el deseo, aún se lo había encendido más debajo de los hábitos.
Se sentó en la cama. Le llegaba el ruido del alboroto de la parte de abajo. Con el Gran Torneo a punto de celebrarse, el burdel se llenaba cada noche. Había una pequeña parte de aquel antro que era una especie de taberna donde los hombres alternaban con las chicas. Más de uno y más de dos no tenían paciencia e intentaban abordar a las chicas allí mismo, encima de las mesas o encima de la barra. Al final, sin embargo, las prostitutas tenían suficiente mano izquierda para conducirlos hasta las habitaciones, donde acababan de consumar el fornicio por el precio que ellas pedían. En la parte de arriba se oían crujir algunos catres, pero de la habitación de al lado sólo se llegaba a percibir un rumor de voces, como si alguien estuviera hablando. Más bien discutiendo. Oía gritos, ruidos de carreras por la habitación. Muebles que se movían, cristales rompiéndose. Más gritos. Fray Agapito se levantó y acercó la oreja a la pared. En aquel momento, oyó un golpe seco y la puerta de la habitación vecina se abrió para volverse a cerrar de inmediato. Silencio. Enseguida, no obstante, se escucharon unos lloros. Eran de una chica que gimoteaba y se lamentaba. A fray Agapito le pareció distinguir la voz de Magali. Salió de su habitación y entró en la de al lado. Magali, desnuda y llena de sangre, estaba acurrucada a los pies de la cama. Cuando se dio cuenta de que alguien entraba en la habitación, se protegió la cabeza como si tuviera miedo de que le volvieran a pegar, pero en aquel instante oyó la voz de fray Agapito.
—Magali, soy yo, no tengas miedo… ¿Qué te han hecho? ¿Quién te ha hecho esto?
Y corrió a abrazarla. La visión que fray Agapito tenía frente a sí era de lo más desagradable. La piel de la chica estaba completamente magullada y ensangrentada.
Magali levantó la cabeza y fray Agapito le apartó los cabellos rubios y rizados de la cara. Un hilo de sangre le salía de la nariz y tenía uno de los labios —aquellos labios con los que fray Agapito soñaba a menudo— partido por la mitad.
La ayudó a levantarse. Casi no podía ponerse de pie. Se doblegó como un junco. Fray Agapito la abrigó con la sábana y se la llevó en brazos a la habitación que aquella noche debía acoger sus juegos sexuales. La tumbó en la cama.
—Voy a llamar a tu patrona. Tiene que saber esto —dijo el monje.
—No…, era uno de los hombres del conde de Empúries —empezó con voz trémula—. Uno importante… que decía que quería hacerme suya para siempre y que —hipaba amargamente— me prometía sacarme de aquí para convertirme en una mujer decente. Pero yo no he querido y… se ha subido por las paredes. Decía que a él nunca nadie le lleva la contraria y menos aún yo. Que quién me había creído que era, una maldita puta que se deja follar por un fraile. No quiero ni explicarte lo que me ha hecho. Sólo de pensarlo me duele tanto o más que si volviera a recibir sus golpes. Mientras me pegaba decía que esta noche iba a ser especial y era la última que venía como cliente, porque dentro de dos días entraría triunfante por la puerta de Besalú con el conde de Empúries. Que había un plan para derrocar al conde y entrar en la ciudad… decía que había alguien en el monasterio que los estaba ayudando y…
Magali se quejó. Le dolía el vientre, se retorcía de dolor. Fray Agapito estaba abrumado tanto por lo que le explicaba Magali como por lo que se imaginaba que aquel bestia le habría hecho a aquella criatura indefensa. Antes de taparla con la sábana la había mirado aterrado por la cantidad de sangre que tenía por todas partes.
Se abrió la puerta violentamente y entró la patrona.
—¡Maldito fraile, qué le has hecho! Hijo de Satanás, quítale las manos de encima. —Gritaba como si estuviera poseída por el diablo. De un empujón apartó a fray Agapito de la chica—. ¿Qué te ha hecho, Magali? ¡Contesta! —bramaba la patrona frente a la cara de Magali, que desde hacía unos segundos estaba inconsciente. La patrona se volvió hacia el monje con una cara preñada de rabia—. ¡¿La has matado, cabrón, la has matado?! Sabía que eras un monstruo, sólo hay que verte. Te engendraron tullido, debía de ser un castigo para tus padres. Lo sabía, desde el momento en que venías aquí es que algo no funcionaba bien en tu cabeza. ¿Tan furioso estabas que no has podido evitar desahogarte con ella de esta manera? —gritaba la patrona dando vueltas por la habitación—. Te quemarás en el infierno —lo amenazaba—. Esta noche mismo avisaré a los hombres del conde para que te detengan, te encarcelen y te cuelguen para que todo el mundo sepa lo que eres: ¡un jodido monstruo!
Fray Agapito, que hacía rato que se había levantado de la cama donde estaba acariciando a Magali, aguantaba la ira de la patrona desde un rincón de la habitación. Sólo tenía una cosa en la cabeza: huir, marcharse de aquel antro. Si lo hacía, no obstante, sabía que no vería a Magali nunca más. Le habían clavado tantas cuchilladas y propinado tantos golpes que difícilmente sobreviviría. Tenía la cabeza y el corazón divididos, pero no podía pensar bien y aún menos con aquella loca chillando como una cerda en el matadero. Reunió coraje y se fue corriendo y decidido hacia la puerta, aprovechando que la patrona aún gritaba pero vuelta hacia la ventana. Salió al pasillo, se arremangó los hábitos y bajó las escaleras tan deprisa como le permitieron las piernas.
En un momento estuvo fuera. En vez de volver por el camino de siempre, decidió seguir el curso del río hasta llegar a la altura de la enfermería. Había un camino que enfilaba hacia los huertos. A gatas consiguió subir un tramo de la colina que separaba el monasterio de la ribera del río. Lleno de barro y manchado de sangre, fray Agapito atravesó los cultivos con cuidado de no pisar los surcos. Entró en el claustro y subió hacia el dormitorio.
Arrodillado al lado de la cama con un rosario entre los dedos, rezaba por su alma y por la de Magali, que aquella noche emprendía su viaje hacia la eternidad. Después, fray Agapito se bajó la parte superior del hábito y, de la cajonera de la habitación, sacó un flagelo. Se mortificó por las veces que había pecado. Los ganchos que había en la punta del flagelo se le clavaban en la piel y le arrancaba pequeñas tiras. Después de haberse flagelado unas cuantas veces, y con la espalda labrada de sangre, fray Agapito volvió a vestirse con el sonido de las campanas que los llamaban a maitines.