El loco de la ciudad
Su padre se quedó a comer con el abad, pero Ítram había quedado con Simón en que pasaría por su casa para probar la adafina. Aún le resonaban en la cabeza los argumentos de la discusión entre su padre y el camarero del abad cuando, de repente, de detrás de una esquina apareció como un endemoniado un muchacho con cara de loco. De hecho, más tarde supo que lo estaba, y mucho. Lo abordó y se detuvo delante, cerrándole el paso y mirándolo de arriba abajo. Era un manojo de nervios con patas, no paraba de moverse. Se columpiaba adelante y atrás y se rascaba la cabeza con movimientos compulsivos. Sus ojos pequeños y azules lo escrutaban por debajo de unos cabellos negros y erizados por donde también sobresalía una narizota inmensa, con la que parecía que lo estaba olfateando. Le hizo pensar en una rata almizclera.
—¿Has venido por el torneo? —lo interrogó con una voz estridente.
—El torneo, eeeh…, ¿qué torneo? —preguntó Ítram dubitativo.
—¡El Gran Torneo Condal! —respondió con un grito—. Cada año vienen a Besalú los mejores guerreros y soldados de todo el condado. Los jinetes más rápidos, los arqueros más precisos, los primeros espadas, los lanceros más habilidosos. Los que se presentan a las lides y superan las pruebas y las justas tienen una recompensa inmejorable…
Y dejó la frase colgada a propósito para despertar el interés de Ítram y a fe que lo consiguió. La curiosidad lo reconcomía.
—¡Ah, sí! Y, si puede saberse, ¿cuál es esa recompensa inmejorable? —repitió con sorna su tono de voz, interesándose por el gran premio del torneo.
—Servir y defender Besalú —le dijo con un tono y actitud solemnes—, porque de entre todos los vencedores, el conde escoge a los cinco mejores hombres para formar parte de su ejército. Durante una semana se ve lo mejor de cada casa. Las puertas de las murallas están abiertas para que todo el mundo que quiera pueda verlo. Las calles se engalanan y se llenan de caballeros, comerciantes, astrólogos, trovadores, curanderos… ¡Algunos vienen de muy lejos, mirad! —levantó la voz de golpe y señaló detrás de él.
Se volvió y pudo ver una caravana de carros y caballos cargados con las alforjas bien llenas de tiendas y vituallas para encarar una semana que podía cambiar la vida de algunos de los caballeros que tomaban parte en el torneo. Hombres de hierro rodeados por sus ayudantes y toda su pompa. Un séquito que, por la dirección que tomaba, iba hacia el llano de Manyac…, el escenario del Gran Torneo. Ítram se quedó boquiabierto al ver pasar la comitiva cuando oyó que el muchacho decía:
—¡Corre, sigámosles!
Lo agarró por el brazo y le tiró de la camisa. Ni siquiera tuvo tiempo de pensar si quería ir o no, porque con una fuerza inusitada —no sabía de dónde la sacaba aquel crío raquítico— fue arrastrado calle abajo, hacia la explanada hacia donde también se dirigían aquellos guerreros.
Una vez allí pudo ver una extensión de terreno donde, tal como le explicó aquel pequeño simplón, se disputaban las justas. Los preparativos empezaban por doquier. A un lado, un grupo de hombres se afanaba en montar una tarima, con poltronas incluidas, desde donde el conde y sus invitados asistirían al acontecimiento. Enfrente de esa tribuna, una modesta bancada estaba preparada para la gente del pueblo.
Un poco más allá de aquel campo, más hacia la derecha, se levantaba un pequeño campamento donde convivirían todos los participantes durante la semana que duraba el torneo. De hecho, algunos ya hacía días que habían llegado y aprovechaban el tiempo para entrenarse. Mientras los últimos en llegar se iban instalando y montando las tiendas, sus ojos no daban abasto. Un guerrero fornido y robusto, revestido de hierro de la cabeza a los pies que portaba un escudo en forma de rombo en una mano y una espada en la otra, bailaba con su propia sombra. Blandía la hoja de acero macizo con unos movimientos ágiles, elegantes y a la vez bruscos. La espada silbaba al cortar el aire. Realizaba florituras y hendía estocadas al cielo que se antojaban mortales. Intentaba escabullirse del embate de su propia sombra como si fuera un temido adversario. El suelo se movía bajo sus pies. Ítram volvió la mirada y, cerca de aquella espada que ahora ya reposaba en la funda del caballero de hierro, vio a unos jinetes que cabalgaban con una lanza en los brazos. Unas lanzas que ahora golpeaban contra un cuerpo de cuero y paja colgado de un contrapeso y que pronto reventarían escudos o se hundirían en armaduras y cotas de malla.
Admiraba a aquellos guerreros. No sabía de dónde sacaban la fuerza para luchar. El peso de la armadura, de la espada…, y los que montaban a caballo aguantaban el peso de la lanza y, a pesar del zarandeo de su montura, la dirigían con tino para poder clavarla en el enemigo o, en este caso, en el contrincante. ¡Él ya estaría muerto antes de empezar! Muerto de cansancio. Decían que no sólo era cuestión de fuerza, sino también de ingenio, de pericia y de habilidad, pero no sabía qué pensar, francamente. Y finalmente, en un rincón del campamento, podía verse a los arqueros practicando puntería en unas grandes ruedas de esparto, donde había dibujadas unas dianas de color rojo con un punto blanco en medio. El silbido de las flechas era bien perceptible cuando las disparaban y se clavaban unos cuantos metros más adelante, en el blanco deseado.
Dejó al que parecía el loco del pueblo jugando con un perro de uno de los acampados al lado de una olla hirviendo. Enfiló el camino hacia la plaza y hacia casa de Simón. Quería probar aquella exquisitez, la adafina. Llegó a la tienda y taller de su padre. Orfebre, platero y joyero, Saúl era un artista, un artesano que tenía pedidos de diversos nobles y clérigos, no sólo del condado de Besalú. Era sábado y, tal como le habían explicado, los judíos no trabajaban, pero aquel día tenían la persiana medio subida.
Cuando llegó, Simón estaba detrás del mostrador y su padre hablaba con dos clientes. Cerraban un trato por un relicario de plata con algunas incrustaciones de amatistas y unas cenefas insinuadas en las tapas. Querían que pudiera cerrarse con un broche de oro. Mientras tanto, en un rincón de la tienda, una pareja de religiosos se extasiaba frente a un cáliz plateado, su resplandor se reflejaba en sus rostros. En la parte de arriba, donde el cura posa los labios para beber la sangre de Cristo, el cáliz estaba rematado con un ribete dorado, y otra finísima veta dorada circundaba la base de aquella sagrada copa. Los dos frailes se le acercaron y le dieron una bolsa en la que, por la forma que tenía, debía de haber una buena cantidad de dinero. Pero por la expresión de sus caras, pagaban aquella labor tan perfecta con muy poco gusto. Saúl agradeció el pago con una reverencia.
—Parece imposible pero es cierto.
Ítram estaba distraído y las palabras de Simón, que ya había salido de la trastienda, lo devolvieron a la realidad.
—Eh, Simón, ¿cómo estás? Perdona, ¿qué dices? —preguntó, ya que no entendía sus palabras.
—Digo que parece imposible que, por un lado, la Iglesia no tolere ni acepte a los judíos, pero, por otro, los receptáculos donde depositan las reliquias de sus santos y los utensilios para sus misas los confíen a manos de los judíos… Son todo un espíritu de contradicción.
—Sí, tienes razón, es curioso, ¿verdad? —dijo por decir algo—. Simón —y cambió de tema—, ¿sabes que está a punto de celebrarse un torneo?
—¡Sí, claro, el Gran Torneo Condal!
—Exacto, ¿ya lo sabías? ¿Lo has visto alguna vez?
—El año pasado, pero a escondidas, no te creas que pude verlo en primera fila en aquellas graderías, noooo.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—Por la misma ley de siempre: nosotros, los judíos, no podemos mezclarnos con los cristianos, y menos en un torneo.
—¿Y cómo te las arreglaste para verlo?
—Desde la copa de un árbol. Me subí a uno de los pinos que hay al otro lado del campamento y desde allí pude seguir las pruebas y las justas. ¿Me acompañarás este año?
—Sí, porque tengo muchas ganas de verlo. De hecho, ya he visto la palestra, el campamento y a los caballeros entrenándose.
—¿Y cómo lo has visto?
—Saliendo del monasterio me he encontrado con un crío que creo que no está muy bien de la cabeza. Me lo ha contado y me ha llevado hasta el llano de Manyac…
—¡A comer! —el grito de la madre de Simón lo interrumpió, pero era una interrupción gustosa.
—Venga, vamos arriba, que mi madre ya tiene a punto la adafina.
—Sí, desde aquí noto el olor de ayer —dijo mientras levantaba la nariz hacia el techo.
Subieron por unas escaleras que había detrás del mostrador y al llegar arriba, al comedor, aquel plato exquisito les esperaba ya en la mesa.
—Antes de comer debemos lavarnos las manos. —Y Simón lo acompañó frente a un lebrillo con agua—. ¿Comes con la derecha o con la izquierda?
—Con la izquierda, ¿por qué?
—Ahora lo verás, dame la mano. —Le cogió la izquierda y se la giró para que la palma quedara bocabajo—. Separa los dedos —dijo, y le echó agua por encima de la mano.
—¿Por qué tiene que hacerse así?
—Es importante que el agua resbale hacia abajo para que se lleve las impurezas que puedas tener en las manos. Ahora dame la otra. El ritual de lavarnos las manos es muy importante, porque es un acto de respeto y agradecimiento por los alimentos que nos ofrece el Creador. Ten, sécate con este paño, está limpio.
Después repitieron la operación para lavar las manos de Simón. Sus padres, en silencio, hacían lo propio.
Una vez sentados, su padre bendijo la mesa con unas palabras que Ítram no llegó a entender y después repartió unos mendrugos de pan. Miró a su mujer y sirvió los platos.