7

El proyecto

Las campanas del monasterio tocaron a muerto. Cuatro toques largos antes del repicar de difuntos significaban que el finado era un hombre. ¡Nang! Unos toques pesarosos, lentos y graves que hacían aquellos segundos inacabables, tristes y más lamentables si cabe. ¡Nang! Sonaban debilitados en un ambiente espeso, asfixiante, febril. ¡Nang! Unos sonidos pesados que llenaban el vacío que dejaba la muerte. ¡Nang! Unos momentos de emoción contenida para recordar a aquella persona que pasaba a mejor vida.

Con el último repique, el maestro de obras salió de su casa. Se le veía seguro de sí mismo. Caminaba decidido con los planos bajo el brazo. A pesar de las apariencias, estaba nervioso, no en vano el encargo que le habían hecho era para estarlo. Era de esas personas a las que la procesión les va por dentro, pero sabía mantener la calma. En estas situaciones tenía una mirada segura que inspiraba confianza y no le temblaba la voz. Ítram lo acompañó.

Atravesaron el mercado deprisa porque no querían llegar tarde y enfilaron el callejón que los conducía fuera de las murallas.

Cerca de la pasarela que atravesaba el torrente de Ganganell había un grupo de mujeres que, arrodilladas con cestos llenos de ropa, hacían la colada y los miraban de reojo cuchicheando entre sí.

No hacía ni un día que habían llegado y ya todo el mundo sabía quiénes eran y qué hacían en Besalú. Cuando entraron en la gran explanada que presidía el monasterio, el prado de Sant Pere, les sorprendió ver, frente a una capilla pequeña pero de planta sólida, la iglesia de Santa Fe, una multitud de gente que rezaba con la cabeza gacha.

La curiosidad los empujaba a meter las narices para saber qué pasaba, pero la responsabilidad los llevaba hacia la puerta del monasterio, donde ya les estaba esperando un fraile. Con dos rápidas zancadas subieron los seis escalones que les separaban del interior de la iglesia y el fraile, que los esperaba con las manos dentro del hábito, los saludó con un gesto de la cabeza y les pidió que lo siguieran. Dentro del monasterio se olía a una mezcla de humedad, incienso y cera quemada. A medida que avanzaban por la nave central de la iglesia se oían con claridad las voces de los frailes del coro ensayando cánticos. Resonaban detrás del altar del santuario, en el deambulatorio, donde se situaban para pulir el repertorio.

Los conducían por un pasillo de piedra iluminado por unas lámparas de aceite. Una ligera corriente de aire hacía oscilar la llama y proyectaba en la pared sus siluetas alargadas, deformadas. Atravesaron el patio y pasaron por el claustro y por delante de la cocina, de donde salían el olor del pan recién cocido y un aroma de sopa que alimentaban el alma.

Aquel caldo era el que repartirían al mediodía a los pobres que pasaban hambre, que cada primer lunes de mes contaban con aquella comida caliente que les ayudaría a sobrevivir un día más. Una escena que impresionaba a Ítram desde el primer día en que la presenció.

El aroma del caldo hizo que sus estómagos empezaran a segregar jugos gástricos. Se les quejaban las tripas porque no habían comido nada desde el día anterior a la hora de cenar.

Los dos frailes que hacían la comida tenían la cara redonda y roja. Necesitaban las dos manos para remover las perolas con unos grandes cucharones de madera.

Se cruzaron con otro fraile que trajinaba con una caja llena de vegetales: guindillas, rábanos, puerros, lechugas, escarolas… Por los olores se adivinaba que crecían lozanas en los huertos que los frailes cultivaban detrás del claustro, al lado del río.

Atravesaron el patio. Un arenal espacioso, luminoso, con una sola sombra que proyectaban dos acacias a lado y lado. Subieron las escaleras hacia el segundo piso de la casa del abad. El fraile los llevaba a la biblioteca.

El abad les esperaba junto a su mano derecha, el camarero, el hermano Florencio. El abad y el maestro de obras parecían tener más o menos la misma edad. El abad era un hombre alto y corpulento, de frente ancha, y surcado por las arrugas, señal del paso de los años y las preocupaciones. Tenía las facciones del rostro muy marcadas y, a pesar de la barba, se le hacían unos hoyuelos en las mejillas que aparecían cuando sonreía, como en ese momento, recibiendo a una persona importante para Besalú. Vestía un hábito de color negro, de paño buriel, un tejido áspero, rústico y fuerte para que no se rasgue y dure. Era un hombre sencillo, nada ostentoso, pero aun así tenía una actitud solemne que desprendía una mezcla de afabilidad y respeto que imponía.

—Buenos días, maestro Primo, ¿cómo estáis? ¿Habéis tenido un buen viaje? ¿Es de vuestro gusto el alojamiento que os han procurado? —le preguntó el abad con una voz grave y suave.

—Bien, gracias, muy reverendo padre —respondió al mismo tiempo que medio inclinaba la cabeza—. Estoy cansado por los días de viaje, pero muy ilusionado con este proyecto. La casa es acogedora y seguro que poco a poco iremos acomodándonos —añadió mientras acariciaba la cabeza de su hijo—. Haremos que sea un hogar. Por cierto, ¿qué pasa aquí fuera? —preguntó Primo señalando la ventana.

—Es el entierro del platero Pedro Godall. Que Dios Nuestro Señor y su patrón, San Eloy, lo acojan en su gloria —dijo el abad mientras se santiguaba—. Un buen cristiano. Era una persona muy conocida y querida por todos —añadió—. Enfermó de unas fiebres que le provocaron unas diarreas muy fuertes y le salieron unas pústulas por todo el cuerpo que ya presagiaban una fea dolencia. Antes de morir, dejó escrito en el testamento que hacía una donación importante para que pudiesen empezar las obras del puente. —El abad apartó la vista del constructor para fijarla en Ítram—. Y tú —dijo mientras lo miraba y levantaba las cejas— debes de ser…

Y le guiñó un ojo.

—Me llamo Ítram, señor —se atrevió a responder educadamente y con una sonrisa en los labios.

—Ítram, supongo que ayudarás a tu padre, ¿verdad? —le dijo sonriendo mientras miraba otra vez al nuevo maestro de obras y constructor del puente.

Padre e hijo asintieron con la cabeza.

—En todo lo que esté en mi mano, señor.

—No tengo duda alguna, muchachote. Antes de empezar la reunión, maestro Primo, permitidme que os presente a mi mano derecha, mi camarero, el hermano Florencio —dijo el abad señalando a un hombre delgado, demasiado delgado, huraño, y siniestro, que caminaba arrastrando las sandalias desde la chimenea que había en la sala hasta el centro de la habitación.

Le estrechó la mano al padre con una falsa cordialidad, se miraron fríamente y se dijeron un seco «buenos días, mucho gusto». No le dio buena impresión.

El abad tomó del brazo al maestro de obras y primero lo invitó a una copa de licor de hierbas y nueces verdes, y después le pidió que extendiese los pergaminos encima de la mesa de roble para que pudiera explicar su proyecto. Él y el abad se colocaron a un lado y a otro de la mesa que presidía el centro del salón.

Ítram se sentó en un rincón de la sala, al lado de la chimenea, para escuchar la exposición de su padre.

Éste desplegó los pergaminos encima de la mesa y empezó a desarrollar su planteamiento.

—Me da la impresión de que no hacen falta demasiados conocimientos de arquitectura para darse cuenta de que una de las mejores maneras de garantizar que una estructura aguante muchos años, muchos siglos, es que tenga unos buenos cimientos. No es ningún secreto. Por eso, cuando decidí aceptar el encargo de hacer un puente que sirviese de acceso a la capital del condado y al mismo tiempo fuese la parte más importante de la muralla, la más segura, nada más llegar a Besalú quise ir a ver el río.

»La mejor opción consiste en construir encima de las rocas del río. Aprovechar las grandes masas de piedra que hay en el agua. Son auténticos regalos hechos por la madre naturaleza. Si os habéis fijado, son bloques de piedra que se han originado con los años y que han ido creciendo gracias a la acción de la naturaleza. El agua las ha arrastrado hasta aquí y las ha ido acumulando y sedimentando hasta el punto de que se han convertido en estas pequeñas montañas inamovibles, a prueba de las riadas más virulentas. Es como si fueran los pasos de un gigante. Cada zancada coincidiría con una arcada. Nuestro gigante, sin embargo, no caminaría en línea recta… —El camarero arrugó las cejas en señal de sorpresa, pero no interrumpió al maestro—. A partir del séptimo pilar, su trazado se desviará hacia la derecha, porque es evidente que recto no puede seguir. No podemos permitirnos un puente de esas características. Primero porque es antinatural; estaría constantemente expuesto a los embates del agua, que debilitarían la estructura y acabaría hundido con la primera riada. Y segundo porque supondría un dispendio enorme, unos costos inimaginables que al condado no le interesa ni puede asumir.

Primo se entusiasmaba con lo que explicaba; a pesar de que sólo era una idea esbozada en un plano, la veía ya ejecutada. Mientras tanto, el abad iba asintiendo con la cabeza y el camarero mantenía una mirada escéptica. No lo veía claro.

La exposición continuó.

—Había previsto levantar siete pilares sobre estas piedras y situar dos torres, una defensiva y fortificada con un portón levadizo. Se elevaría majestuosamente desde el medio del puente. Precisamente donde la estructura debería torcer a la derecha. Y situaría la otra torre justo en la entrada de la ciudad. Sería el portal del puente. A mi entender, éste debería ser el punto donde establecer la entrada oficial a la capital del condado. Desde aquí sería mucho más fácil controlar quién entra y quién sale, al margen de obtener unos ingresos de las personas que transiten por Besalú, o si se detienen para hacer noche o negocios. Medio dinero[1] por pasar a pie y medio más por mula cargada, e id haciendo cuentas. Eso al margen de las tasas de tránsito que queráis aplicar a los productos que creáis que se deben gravar con un impuesto, pero eso ya lo decidirá el conde…

—Llegados a este punto, maestro Primo —interrumpió fray Florencio levantando un dedo con actitud arrogante—, querría haceros una pequeña apreciación en la que veo que no habéis reparado.

Hablaba con pedantería y prepotencia, con voz nasal, y miraba por encima del hombro como si le perdonara la vida a su interlocutor.

Primo ya tenía el presentimiento de que le pondría trabas. Aquella mala espina que le había provocado el frío apretón de manos inicial entre los dos iba tomando forma.

—Vitrubio, un insigne ingeniero romano, estableció que los tres requisitos básicos de un puente debían ser firmitas, utilitas, venustas. Es decir, firmeza, utilidad y belleza. —El camarero recurrió a su formación como arquitecto para defender su posición—. La filosofía que inspira y comporta la construcción de un puente, querido, es demostrar la fortaleza del hombre, la fortaleza frente a todo y todos.

»Los romanos, que lo habían conquistado y ganado todo y que habían derrotado a todos los enemigos habidos y por haber de este mundo, lo tenían muy claro, no se dejaban intimidar por una sencilla corriente de agua. Le hacían frente.

»Me parece muy loable que queráis aprovechar las piedras que la madre naturaleza ha colocado sabiamente en las aguas del Fluvià. Eso supondría también ahorrarnos una buena cantidad en gastos de material —añadió el fraile con una media sonrisa sarcástica y falsa—, sin olvidar los ingresos que se obtendrían con el establecimiento de los pagos para la entrada. Hasta aquí de acuerdo.

»Pero, querido maestro Primo, si vos os mantenéis firme en esta voluntad de aprovechar las piedras del río, no veo cómo salvaremos las súbitas crecidas del río si rompemos el curso natural de la corriente del Fluvià, haciendo girar hacia la derecha vuestro puente. Ya os habréis dado cuenta de que si seguimos ese diseño que planteáis, el ángulo que toma el puente es contrario a la fuerza del agua que baja por el lecho del río.

»La forma de cuña que adquiere el puente es contra natura y contra los cultivos que hay al margen del río, que quedarían anegados completamente, por no hablar de las casas que hay al lado de la ribera y que en caso de riadas fuertes, ¡no lo quiera Dios!, serían destruidas.

Mientras el camarero Florencio argumentaba su opinión, Primo lo miraba con una sonrisa astuta. Antes de responderle, respiró profundamente.

—Ese detalle que vos, estimado Florencio, tan oportunamente habéis apreciado no se me ha pasado por alto, no. —Empezó su réplica en un tono de voz áspero—. Los maestros de obras, fray Florencio, puesto que de todo se aprende, por desgracia ya hemos visto, entre otras cosas, arcos que se derrumbaban porque cedía el andamio. Eso ha obligado a tomar precauciones y dotarlos de contraflechas para que cuando cayera el andamio se corrigiera de inmediato la deformación. Hemos descubierto que para la seguridad de la obra es preferible quedarse por encima y no por debajo del arco de medio punto.

»Con esta técnica conseguimos arcos de medio punto muy aceptables. Se ajustan los cálculos, se cortan unas dovelas muy precisas y el conjunto hace que los andamios adopten un grado de perfección y solidez tan firme que cuando se retire la estructura no se caiga aunque la fuerza del agua sea sobrenatural.

»Para salvar el curso de un río grande pero de anchura modesta como el Fluvià no podía hacerse con un solo arco enorme. Aquí necesitaremos construir arcos más sencillos a un lado y otro del principal, para evitar, entre todos, no sólo la corriente normal, sino también el ensanchamiento extraordinario de las riadas con las lluvias de otoño.

»A diferencia de los orgullosos y arrogantes arquitectos romanos, fray Florencio, nosotros, los maestros de obras, somos más modestos, más sencillos y solemos ser más realistas. Por otro lado, a pesar de los esfuerzos, los medios a menudo son escasos y muy rudimentarios y la mano de obra no es que sea muy cualificada, pero lo conseguiremos.

»Por todo esto creo que debemos huir de la idea de enfrentarnos a la corriente del río y optaremos por desviarla inteligentemente con ojos en las arcadas y cortantes para el agua. Y por eso el giro del puente hacia la derecha en vez de seguir recto es la opción que más nos conviene.

»Además, si os fijáis —le señaló los pergaminos y lo invitó a mirarlos—, el proyecto consiste en construir las tres últimas arcadas del puente sobre bloques que deberían ser del mismo tamaño que los otros, pero con la diferencia de que estos los colocará la mano del hombre, los artesanos y picapedreros que trabajen en el puente. Un material que se obtendría de las canteras de sinter que según tengo entendido hay en Juinyà.

»Y si miramos desde el centro del puente, la arcada se decantará hacia la derecha y no hacia la izquierda, que es por donde continúan las piedras, porque así se favorece que el agua del río fluya con naturalidad, sin tener que sufrir por la rotura de la corriente. Optar por hacer el trazado en línea recta comportaría tener un puente débil y vulnerable. Eso no quiere decir que igualmente no debamos estar muy pendientes de las riadas.

El camarero estaba indignado y respondió con contundencia.

—Entiendo que el ángulo deba existir. Y quizá tenéis razón en que el trazado recto sea casi imposible arquitectónicamente e inviable económicamente. Pero entonces os ruego, maestro Primo, que aceptéis la sugerencia de hacerlo girar hacia la izquierda y no hacia la derecha. Así, con dicho trazado, el puente resistiría mucho mejor el impulso del agua. Pensad que el vértice del ángulo es en sentido opuesto a la corriente y se consigue que la piedra trabaje a compresión, mucho más recomendable y lógico que a tracción, que es como lo haría si se construyese como vos decís.

—¿Olvidáis —incidió Primo— que el puente es como un brazo que sale de la muralla?

—¿Qué queréis decir? —preguntó desconcertado el fraile.

—Que el ángulo del puente sea hacia la derecha también responde a una cuestión estratégica, de defensa de la capital del condado. Si el trazado final del puente fuera recto o hacia la izquierda, la torre central, más que una ayuda, sería un estorbo, una molestia, y le haría un flaco favor al condado, porque impediría lanzar cualquier ofensiva desde la fortificación, desde las murallas que hay en la puerta de entrada. El puente, estimado camarero, es, además, un arma muy poderosa y tiene un rendimiento económico y defensivo.

—Queridos… —interrumpió el abad. Hasta entonces no había intervenido en aquella apasionante discusión y se había limitado a escuchar atentamente. Se levantó, se acercó a su camarero y con una palmada en el hombro le dijo—: Después de escuchar los argumentos que sabiamente habéis expuesto tanto vos como el maestro Primo Llombard, me decido, de hecho por eso lo hemos llamado, por el proyecto del nuevo maestro de obras.

»No hay tiempo para discusiones. El conde tiene prisa. Las obras deben comenzar cuanto antes mejor, ¿entendido? ¿Tenéis que decirme algo más? —preguntó el abad. Fray Florencio negó con la cabeza y, mientras hacía una mueca de resignación con la boca, se quedó con la cabeza gacha en medio de la sala—. Entonces no se hable más —preguntó el abad—. Ahora, maestro Primo, si queréis acompañarnos a comer, tendremos mucho gusto en invitaros a compartir nuestra mesa.

—¡Vamos! —exclamó Primo.

Fray Florencio dirigió un gesto reverencial a su superior.

Mientras el abad y el constructor salían de la sala, el camarero Florencio los miraba furioso. Se sentía traicionado, estaba abatido y su cabeza maquinaba ya la manera de provocar el fracaso del proyecto de Llombard.

—Esto no quedará así, jodido forastero de mierda —dijo en voz baja y sólo para sus oídos.