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El pueblo

Era un día sereno, claro y limpio. El aire era tan frío y puro que respirarlo dolía en los pulmones. Una vez instalados salieron a dar una vuelta. Su padre quería ver el río, pero también quería conocer el pueblo y tener una primera toma de contacto con los diferentes barrios y arrabales que crecían dentro y fuera de las murallas, y con los habitantes, personas que participarían en las obras del puente.

En las cercanías de la meseta de la colina donde estaba el castillo iban dejando atrás su barrio, el del Catllar, un vecindario situado dentro de las murallas. Entonces no conocían los nombres ni de las calles, ni de las plazas, ni de las torres, ni de los portales. Pero con el tiempo fueron identificándolos. Bajaron por un callejón que hacía pendiente y frente a ellos se abrían pequeños barrios. Un grupo de casas, uno de los burgos, quizás uno de los más importantes, era el que crecía alrededor de Sant Vicenç. Era un núcleo de casas apiñadas en torno a la iglesia parroquial, entre los muros de levante del castillo y el torrente de Ganganell a poniente. El cementerio de la iglesia ocupaba un lugar destacado en ese barrio. Había unas cuantas calles pequeñas flanqueadas por casas, pero también había algunos huertos bien trabajados y árboles frutales que los circundaban. Las casas eran muy sencillas, construcciones humildes como la gente que las habitaba. Hechas de madera, piedra o adobe. Levantaron la vista y pudieron ver algunos tejados construidos con madera y tablones cubiertos de paja, aunque la mayoría era de tejas. Siguieron su camino. Hacia el norte de Sant Vicenç estaba el vecindario de Bell-lloc, cuyo centro de gravedad era la iglesia de Santa María. Una sola calle atravesaba ese arrabal de punta a punta. Tenía bastantes casas y algún que otro jardín. Entre ese barrio y el de Sant Vicenç, estaba el portal de Bell-lloc. A poniente se extendía el vecindario de Vilarobau y el Torell, que tenía al sur el torrente de Ganganell y a poniente el muro de la villa. En su interior, las calles estaban habitadas por tejedores, arrieros, braceros y jornaleros que trabajaban en el campo. Caminaron por un callejón estrecho y empinado por donde bajaba un reguero de sangre que desembocaba en una placita y formaba un charco. Lo miraron extrañados y decidieron seguir el rastro rojo hasta que unos cuantos pasos más arriba se situaron delante de una casa de adobe y de piedra que hacía esquina con la calle principal. Había un banco de piedra al lado de las puertas abiertas de donde salía ruido de gente que, de repente, fue interrumpido por un grito. El chillido agónico de un animal atravesó el aire. Volvieron a mirarse y el padre le señaló con la cabeza el interior. Entraron. La estancia era una sala grande revestida pobremente. Los humos permanentes del interior, las filtraciones, las inundaciones o los incendios debían de haber contribuido a ello. La distribución era muy sencilla. Un espacio muy ancho servía para hacerlo todo: trabajar, comer, dormir… vivir en general. Un espacio que debían compartir con los animales, para conservar así el calor.

No sólo por la paja del suelo, sino también por el olor, se notaba que allí había vacas, que en aquella hora debían de estar pastando. El mobiliario era muy escaso y los pocos muebles que había eran muy bastos. La mesa, que se aguantaba con unos caballetes, en aquel momento estaba preparada para comer. Sobre el mantel apergaminado revoloteaban algunas moscas. Había un cuenco con restos de comida, migas de pan y una rebanada medio mordida, unas cuantas cabezas de ajos y un par de jarras. Era lo suficientemente grande como para que pudiera comer toda una familia numerosa sentada en un banco. En la pared había unos ganchos de madera de donde colgaban los pocos vestidos que tenían y los pocos estantes que habían montado contenían algunos objetos, no muchos.

—Buenas tardes —les saludó una mujer con un cuchillo en la mano, los cabellos recogidos y un delantal ensangrentado—. ¿Qué deseáis?

—Nada en particular, señora —contestó el padre de Ítram—. Hemos visto la sangre, hemos entrado, hemos oído la algarabía y el grito y…

—¡Ah, es eso! ¡Estamos haciendo la matanza del cerdo, señor! ¡Pasad, pasad! —dijo mientras blandía el cuchillo en dirección a donde venía el ruido, y desapareció hacia otra estancia de la casa.

Salieron al patio, un corral abarrotado de gente, mucha gente, y un montón de utensilios: cubos, calderas, cazuelas, lebrillos, y unos aparatos muy extraños que casi parecían herramientas de tortura y que después Ítram vio que servían para triturar y embutir. La gente de allí ni siquiera los vio. Unos, los pequeños, estaban bien distraídos. A un lado, el grupo de niños contemplaba estupefacto la degollada del cuchillo del carnicero y cómo se desangraba el animal. Los ojos se les abrían aún más cuando, después, una vez muerto, se socarraba al animal con cardos borriqueros encendidos. Otros, los mayores, tenían más trabajo del que podían asumir, a pesar de estar organizados. Cada uno se dedicaba a una labor distinta para poder aprovechar todas las partes de los tres cerdos que acababan de matar. La carne magra y la panceta eran la base principal de las longanizas y las sobrasadas, condimentadas con diferentes especias… Con la panceta y cebolla hervida y sangre, todo bien sazonado, se preparaban las morcillas, y también las butifarras, con carne. También estaban las cortezas y otros restos de carne diferentes, todo bien troceado. Todas las variantes de embutido se hervían en calderas con agua. Justo después, otro miembro del grupo las cogía y las esparcía por encima de unos cañizos y, una vez un poco más secas, se colgaban en el hogar de la casa. En un lado del patio, dos hombres trajinaban con las patas del animal: preparaban los jamones. Las frotaban con limón, las cubrían de sal dentro de unos cajones y les ponían algún peso encima para que se mantuvieran bien apretadas. Cuando se hacía suficiente cantidad, se tapaban con un saquito de grasa y se ponían a secar en un lugar de la casa bien ventilado. También solían guardarse cubiertos con una capa de yeso, para que se conservaran bien durante mucho tiempo. Además, se elaboraban otros productos especialmente singulares. Dos mujeres se ocupaban de hacer las morcillas con arroz hervido, en vez de cebolla, acompañado de almendras y romero. Otra mujer, con la ayuda de un niño, hervía la grasa en unas calderas, una grasa que después se convertiría en una manteca de color rosado que solía comerse bien extendida sobre rebanadas de pan. De la grasa también se hacía el lardo…

En aquel momento salió la mujer del cuchillo y el delantal ensangrentado. Era la que llevaba la voz cantante y quien había repartido las labores, y que ahora las iba supervisando personalmente. Daba consejos y nadie discutía su autoridad. Después fueron a verlos.

—No sois de por aquí, ¿verdad?

—No, señora, hace sólo un par de días que hemos llegado —respondió el padre de Ítram.

—Todo lo que estáis viendo —y abrió los brazos para abarcar todo el patio entre sus manos— forma parte de una tradición que se transmite de padres a hijos. Aquí nos juntamos tres familias y aun así tenemos trabajo durante dos o tres días. Pero nos lo tomamos bien, es como una fiesta. —Y les señaló a todas las personas que estaban concentradas en sus tareas—. Cada familia reduce al mínimo sus obligaciones en el campo durante estos días para dedicarse a la matanza. Tened en cuenta que después comen de esto todo el año… En estos días reímos, cantamos, bromeamos y… comemos y bebemos juntos. A las horas de la pitanza nunca falta de nada. Si os queréis quedar, ¡hay mucha comida!

—No, muchas gracias, señora, nosotros ya nos íbamos. Gracias, no queremos molestaros.

—Conforme, como queráis. Ahora, si me perdonáis, aún tengo mucho trabajo por hacer.

—Por supuesto, señora.

Mientras salían de aquella casa y encaraban el portal de Ganganell, el padre le dijo a su hijo:

—Algunos de esos hombres y niños que hemos visto trabajarán conmigo en la construcción del puente: están obligados… ¿Vamos a ver el río? —le preguntó.

Y enfilaron una calle que los conducía hacia el otro lado de las murallas, hacia el norte, donde se levantaba la torre de Torell, situada en la cima de una colina tapizada de campos y algunas casas aisladas. Al lado pasaba una vía pública flanqueada por un pequeño grupo de casas, huertos y una dehesa. Continuaron su recorrido por el arrabal de Capellada, construido entre la torre de Lardera, fuera de la muralla, y la iglesia de Sant Martí, que se alzaba encima de la confluencia de la riera de Capellades y el río Fluvià. Alrededor de la iglesia de Sant Martí había casas, huertos y un molino. Siguiendo recto fueron a parar a la ribera del río. Su padre estuvo mirando y mirando el río, estudiaba la corriente.