El barrio del castillo
El castrum, el recinto donde se erigía el castillo, estaba situado en la cima de una colina desde donde se dominaba todo Besalú y comprendía una extensión de terreno considerable.
Para acceder a la fortaleza había que subir un camino que rodeaba la colina en espiral. Un recorrido paralelo a otras murallas, diferentes a las de la ciudad, y que sólo circundaban el castillo. Primo Llombard y su hijo lo contemplaban con curiosidad. En aquellos dominios llegaron a ver dos o tres iglesias pequeñas, huertos, casas y un cementerio. El ganado pastaba por las montañas que se levantaban al frente, donde también se extendían viñedos y olivares. Una columna de humo salía de la chimenea de una de las casas de un pequeño burgo. Estaba situado más allá de las murallas, al lado mismo del camino hacia Lligordà y que pasaba por Capellades. Desde allí arriba, subiendo hacia el castillo, se vislumbraban también campos escalonados con bancales en las laderas de las montañas, y colinas que separaban unas parcelas de otras con ribazos de pared seca. Había cultivos de secano que se destinaban a cereales y a viñas. Se veía gente trabajando. Ítram supuso que una familia debía de vivir de lo que sacaba de aquel trozo de tierra que tenía bajo el señorío del conde o del abad. Una cosecha que tenía que dar a sus señores. Seguramente no toda, una parte era para su consumo y debía de llevar los excedentes al mercado.
Cuando llegaron arriba, una modesta guarnición de la guardia condal les dio la bienvenida en el portal de la Força. El padre de Ítram se presentó:
—Buenos días nos dé Dios, soy Primo Llombard, maestro de obras. Hace días que el conde me espera. ¿Querríais decirle, por favor, que acabo de llegar de la Lombardía y que estoy a su disposición?
—Seguidme, por favor —le respondió uno de los guardias.
Cuando entraban en el patio del castillo, los recibió el repiqueteo de un martillo sobre un yunque. Era el herrero, que, con un delantal de cuero, demostraba su habilidad en el arte de herrar las caballerizas y de reparar el armamento y las herramientas de hierro. Dos puertas más allá pudieron ver cómo trabajaba el escudero. Manipulaba unas pequeñas tejas de madera, bastante gruesas. Primo le dijo a su hijo que eran de fresno, pero que también podían ser de roble. Le explicaba que utilizaba una técnica muy antigua y compleja para hacer el escudo de armas del conde. El hombre las forraba con cuero pegado con engrudo de queso y tachonaba todo su perímetro.
Era necesario hacer todo eso antes de pintar sobre el escudo las armas del caballero. En el caso de Besalú, dos espadas cruzadas y en el medio un pueblo atravesado por dos ríos. También se fijaron en la labor del arquero.
Había que defender la fortaleza, y los arqueros iban armados con unos arcos de medidas considerables. Bien alineadas y apuntaladas contra la pared para que se secaran había una serie de ramas de limonero y de tejo, una madera especialmente flexible y resistente, según explicó Primo, que iba aleccionando a Ítram para que entendiese todos aquellos oficios. Del haz de ramas debería salir un buen número de arcos, porque se construían con media rama. En aquel momento, Primo le dijo a su hijo que ni hablase ni emitiese sonido alguno. El hombre se estaba peleando con un arco a cuyos extremos quería unir dos puntas de cuerno de ciervo. Esos dos pequeños detalles servían para reforzar los puntos donde la cuerda ejercía mayor tensión. La rama se doblegó y cedió, sin romperse, y así terminó otro arco. Lo apoyó contra la pared, al lado de algunos de los modelos que ya estaban acabados y que llevaban en el medio una sencilla empuñadura de cuero.
Muy cerca de donde trasteaba el arquero había una mesa donde reposaban las flechas. Aquello sí que eran pequeñas obras de arte. Ramas de fresno, tan largas como permitiese la flexibilidad del arco, coronadas por una punta afilada de hierro y que en su otro extremo lucían un haz de plumas de oca.
—Así se consigue mantener el centro de gravedad en el medio de la flecha y se evita que oscile durante la trayectoria —apuntó Primo.
Ítram estaba totalmente absorto y boquiabierto, fascinado por la maña de aquellos artesanos, capaces de crear de una inofensiva rama de árbol un arma que bien utilizada podía ser letal.
Dentro del recinto se adivinaban las dependencias de los sirvientes, estancias para alojar a las visitas, las caballerizas y los establos. También había otras dependencias necesarias para el buen funcionamiento de la institución. Así que pudieron ver que el bullicio era considerable.
En el recorrido por el interior de aquel inmenso patio se cruzaron con un par de sirvientes que, por lo que llevaban en los capazos, debían de salir del almacén. Ítram no distinguió lo que llevaban, pero le pareció ver un poco de todo. Su padre le señaló que en el castillo no podían faltar provisiones.
—¿Eso quiere decir que tienen de todo? —preguntó Ítram.
—Deben estar preparados frente a cualquier eventualidad.
—¿Qué quieres decir? —insistió.
—Hombre, pues que el castillo podría sufrir un asedio o podría ser que hubiera falta de excedentes o que la cosecha fuera muy mala y el conde tendría que alimentar a sus súbditos. O, sencillamente, en tiempos de paz, como ahora, y en previsión de épocas de vacas flacas, deben procurar almacenar tantos productos como puedan. Provisiones que sean fáciles de conservar, como la miel y los frutos secos. Pero también aceite, vino, vinagre y queso. Aquí no lo sé, pero en otros castillos es fácil encontrar siempre una buena cantidad de leña, hierro, cáñamo, estopa, lana seca, paños, ungüentos y otros preparados para curar a los enfermos o a los heridos.
Mientras esperaban que los recibiera el conde, contemplaban cómo dos mozos de cuadras cepillaban a un caballo que rápidamente adivinaron como propiedad del conde. Otros chicos aparecieron con una jauría de perros. Los llevaban atados, ladraban escandalosamente y casi ni podían dominarlos; parecía incluso que fuesen los animales los que arrastraban a los mozos. Y por la otra punta del patio aún aparecieron un par de sirvientes más que se añadieron a sus compañeros. Estos hombres llevaban un cargamento de armas. El conde estaba a punto de salir de cacería.
Cuando ambos ya pensaban que les dirían que se marcharan sin poder hablar con él, lo vieron bajar por unas escaleras de piedra mientras se ceñía la espada a la cintura y se dirigía con una sonrisa satisfecha a saludar al padre.
—Seáis muy bienvenido a Besalú, maestro Primo. Finalmente, os habéis decidido. Sabía que vendrías. Estoy muy contento y muy agradecido porque hayáis aceptado mi ofrecimiento. —Y le tendió la mano—. No os arrepentiréis.
—Al contrario, señor, gracias a vos por la confianza depositada en mí. —Y le hizo media reverencia con la cabeza—. Espero responder a vuestras expectativas, señor.
—No tengo duda alguna, maestro —dijo y se subió al caballo de un salto—. Ya veis, no obstante, que salgo de cacería. Ahora lo que necesitáis, tanto vos como vuestro hijo, es reponeros después de un viaje tan largo. Entrad, comed y bebed. En la cocina os servirán unas buenas viandas para recuperaros. Después, los hombres de mi guardia os acompañarán hasta la que será vuestra nueva casa. Acomodaos y descansad. Y cuando os hayáis restablecido, podéis ir a ver al abad del monasterio de Sant Pere. Está fuera de las murallas. Ya le haré saber que habéis llegado, debe de estar ansioso por conocer todos los detalles de la obra.
—Conforme, señor. No obstante, ¿vos no deseáis oírlos? —preguntó Primo un poco decepcionado.
—Creedme, no me hace falta, tengo plena confianza en el abad y en vos. A más ver —gritó mientras se despedía con una mano alzada y con la otra tiraba de las riendas para salir bruscamente con todo el séquito que lo esperaba para ir a cazar.
Padre e hijo entraron en el castillo acompañados de un criado. Ítram creía que los señores de los castillos vivían en torres inhóspitas y frías. Pero era todo lo contrario. Pudo ver que vivían en residencias muy confortables, incluso acogedoras. Tenía la casa decorada con alfombras y toda clase de pañería. Tapices y grabados llamativos alegraban las estancias. Pusieron la mesa con manteles y servilletas, bandejas llenas de comida, cálices, escudillas y copas. El sello condal estaba por todas partes, o bordado en las telas o trabajado en la cristalería. Les trajeron una jarra con agua y un lebrillo.
—¿Para qué sirve esto? —le preguntó Ítram a su padre.
—Para lavarnos las manos.
Y los criados lo dejaron en un rincón de la mesa para que pudiesen lavarse de nuevo después de comer. Tenían cucharas para la sopa, una cesta con pan por si tenían que acompañar un trozo de carne y un salero. Sólo eran dos comensales —el padre y él— y tenían una mesa preparada para un regimiento. Unas bandejas llenas de una ensalada tibia de membrillo, calabaza de sopa, berenjena y cebolla. Tal delicia se llamaba alboronia. Después les presentaron unas fuentes repletas de pequeñas albóndigas de ternera guisada en su jugo, salsa de ciruelas pasas, sal, pimienta y jengibre, que le daba un gusto exquisito. Y de postre les sirvieron una tarta de pasta de harina. Aquel dulce se llamaba flaó, y por encima tenía una capa de queso fresco cuajado con menta y huevo. En las jarras había vino. Primo le advirtió sobre aquel vino.
—Ten cuidado, bebe sólo un poco porque es muy fuerte, es vino hipocrático. Si bebes mucho, enseguida te sube a la cabeza. Piensa que lleva especias para mantenerse y así no se echa a perder.
Ítram lo probó, y le picó en el paladar y en la lengua. Hizo unas muecas que provocaron la risa de su padre.
—¿Qué es esta mezcla de sabores que noto? —preguntó mientras un sabor áspero y un cosquilleo intenso le llenaban la boca.
—Ya te he dicho que era fuerte —le advirtió su padre medio riendo—. Lleva clavo, pimienta y también puede ponerse jengibre y canela.
Y le acercó otra jarra.
—Ten, mejor prueba esto.
—¿Qué es?
—Agua de menta.
Ítram se sirvió un buen chorro y se la bebió de un solo trago. Mientras se la bebía, su padre le explicaba cómo la habían hecho.
—… es menta fresca triturada con ralladura de limón, todo mezclado con cuidado. ¿No crees que es mucho más refrescante?
—¡Y tanto, cualquiera se bebe ese vino!
Una vez hubieron satisfecho el hambre y la sed, volvió a aparecer el criado, que los acompañó de nuevo hasta el patio. Un par de soldados armados que montaban dos caballos negros les hicieron de guías. Deshicieron el camino de subida que rodeaba la montaña del castillo.
Alrededor de la meseta de la colina donde se levantaba el castillo se extendía un grupo de casas, un vecindario situado dentro de Capellades.
—Es el barrio de la Força, pero también lo llaman el Catllar —les explicó uno de los hombres del conde que los acompañaban hasta su nueva residencia.
Era un barrio de calles empinadas y estrechas. Las casas parecían deshabitadas. Estaban todas cerradas y atrancadas. Sólo después de atravesar una pequeña plaza se abrió una ventana y una mujer les lanzó una mirada huidiza. Aparte de aquélla, la única vida que vieron era vegetal.
Había jardines y huertos con una gran variedad de flores y árboles frutales que crecían lozanos, pero que Ítram era incapaz de reconocer.
—Aquí, a este lado —les señaló su guía—, viven caballeros, magistrados y jueces, funcionarios, bachilleres y canónigos.
Se veían residencias señoriales, algunas incluso lujosas. Tenían diversas plantas, construidas sobre un nivel de porches. Los soportales les daban un aire suntuoso a las fachadas, que por sí solas ya tenían un aspecto bastante trabajado. Se habían concentrado muchos esfuerzos en la decoración exterior. De hecho, por lo recargado de la ornamentación de las fachadas podía distinguirse si la casa pertenecía a un clérigo o a un señor. Entre ambos estamentos, la cuestión estética se convertía en una rivalidad para ver quién tenía la casa más adornada. Unos con motivos guerreros y feudales, y los otros con referencias eclesiásticas. A menudo pretendían imitar a los palacios. Una gran portalada ocupaba la planta baja con columnas geminadas con arcadas truncadas o de medio punto, protegidas por un arco de descarga o también de medio punto. Pero, sobre todo, coronadas con una buena ornamentación a base de capiteles, tímpanos y relieves. Padre e hijo estaban fascinados frente a aquel espectáculo arquitectónico.
El recorrido hacia la que sería su casa continuaba. El soldado del conde que los guiaba se detuvo y señaló hacia el otro lado.
—Y en esta otra zona viven los judíos, los tendréis por vecinos —dijo lacónicamente. Utilizó un tono de repugnancia, como si fueran apestados—. Ésa es vuestra casa —añadió mientras se detenía frente a una vivienda de dos plantas.
Con una llave de hierro un poco oxidada que les dieron los soldados, abrieron la puerta principal con bastantes dificultades. Por cómo chirriaron las bisagras no costaba mucho imaginar que hacía tiempo que no entraba nadie. Un par de palomas salieron volando por la ventana del improvisado palomar que habían ido construyendo en la parte alta de la casa, una suerte de buhardilla llena de telarañas. La casa era luminosa, entraba mucho sol, y eso que ya empezaba a ponerse. Cerraron la puerta y sonó a vacío. El ambiente estaba cargado, olía a cerrado, a humedad. De hecho, sólo se veía el esqueleto de madera de la casa, la mínima expresión de una vivienda. Ítram subió las escaleras. Los escalones crujían bajo su peso. Por lo que pudiera pasar, se espabiló y los subió de dos en dos. Una vez arriba, en un rincón había dos camas de paja, donde los pájaros habían construido un remedo de nido, y un baúl. Corrió a abrirlo. No había nada. Sólo una triste araña que se paseaba por lo que era su silencioso reino. Lo cerró y volvió a bajar. Su padre les estaba quitando las sillas a los caballos y dirigía los animales hacia el fondo de la casa por una especie de pasillo que daba a un lugar bastante luminoso. Allí se abría un patio amplio y soleado. A un lado había un pozo que servía para recoger el agua de la lluvia, y al otro un espacio habilitado para los animales, donde un montón de forraje se apilaba en un rincón.
En la cocina, Ítram vio una caldera que colgaba de una cadena sobre el fuego del hogar. No sabría decir si era de cobre o de hierro. Las llamas para calentar potajes, guisos a fuego lento y otros asados se habían comido el color original y ahora estaba totalmente ennegrecida. Cerca de la cocina estaba la despensa. Allí podrían guardar provisiones como grano, aceite, harina o legumbres secas. En la bodega encontró un par de botas de vino pequeñas y una grande. Estaban vacías. Las olfateó, y por el olor avinagrado que desprendían le resultó fácil saber qué habían contenido. Arrinconados a un lado del aquel espacio pequeño y húmedo había otros utensilios: un embudo, botellas, medidores y otros trastos.
Abrió las ventanas para que se ventilara la cocina, y entró un intenso aroma a asado. Cerró los ojos y dejó que aquel olor le entrara por las fosas nasales y le llenara el estómago más que los pulmones mientras se imaginaba suculentos manjares.
—Huele bien, ¿eh?
Una voz le hizo abrir los ojos. Era el vecino de enfrente que, con una sonrisa en la boca, lo interrogaba y a la vez lo saludaba con un gesto de la cabeza.
—¡Sí, y mucho! —dijo con una voz como si acabara de despertarse.
—¿Cómo estás? ¿Acabas de llegar? —le preguntó el chico, que debía de tener su misma edad.
Unos ojos redondos y negros, que le daban una expresión muy viva a la cara. Una sonrisa limpia que mostraba unos dientes sorprendentemente blancos y que brillaban en medio de una cara redonda y lustrosa.
—Sí, ahora mismo estamos instalándonos, y vamos descubriendo lo poco que hay por descubrir en nuestra nueva casa —le contestó mientras le señalaba con la mano las cuatro cosas que había—. Y eso que huele tan bien ¿qué es?
Ítram mostró curiosidad e interés por aquel aroma exquisito que salía de casa de su vecino.
—Es un guiso que hace mi madre cada viernes y nos lo comemos para almorzar los sábados, durante el sabat.
—¿El sabat? —Se interesó por aquella palabra—. ¿Qué es eso?
—Es una fiesta. Para nosotros es la más importante. Recuerda el descanso de Dios al séptimo día de la Creación. Y como es un día de descanso, todo lo que sea necesario para el sabat se debe preparar antes, ¡como la adafina!
—Ah, ya lo entiendo… ¿Y tú qué haces?
—Yo vigilo la olla y remuevo para que no se queme. —Y continuó explicándole aquel plato que ya estaba haciéndole salivar—. Cada viernes, cuando el sol empieza a caer, mi madre pone una olla sobre las brasas para que vaya haciendo chup-chup, para que se vaya cocinando a fuego lento. Tiene que cocer toda la noche porque lleva un montón de ingredientes: carne de ternera, huesos, huevos, cebollas y muchas especias, como pimienta, nuez moscada, clavo, canela…
—Claro, por eso huele tan bien…
Es lo único que se le ocurrió. Aunque ya había comido en el castillo, las tripas volvían a hacerle ruido.
—¡Sí, es una tentación! Yo, más de una vez —y miró hacia dentro de su casa para asegurarse de que nadie lo escuchaba—, he untado un poco de pan en la olla —confesó su vecino—. Pero no servimos la adafina hasta el sábado a la hora de comer. —Bajó la cabeza e hizo una mueca que el otro no supo descifrar, y después le dijo—: ¿Quieres probarla?
—¡Me encantaría!
—Ven mañana y…
—¡Simón, Simón! —Una voz que venía de la parte de abajo de la casa lo interrumpió.
—Mi padre me llama. Quedamos así, ¿de acuerdo? Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Ítram.