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El compromiso

A principios de 1066, Bernardo II de Tallaferro quería dar más importancia al condado, pero su dependencia de la casa condal de Barcelona no le permitía muchos movimientos. Hizo todo lo posible para separarse de la influencia del condado de Barcelona. Uno de los primeros pasos fue ir a ver al Papa de Roma. En estas idas y venidas a Roma, a la Santa Sede, el conde se las arregló para sacar la conversación con el Santo Padre de que tenía la intención de hacer una serie de obras públicas en Besalú. La más importante era ensanchar la muralla, tanto por su función de defensa del castillo y de la ciudad como por cuestiones identitarias. No era lo mismo vivir dentro del recinto fortificado que hacerlo extramuros, fuera del dominio estrictamente condal. Pero la obra que debería tener un papel capital era la construcción de un puente fortificado que atravesara el río Fluvià. Para el conde, aquél debía ser un punto estratégico para salvaguardar la ciudad, vital para la economía y básico para las comunicaciones. No en vano el paso por el Fluvià era ineludible en el camino que unía Girona y la Cerdanya. Sabía, por tanto, que él tendría la llave. Y, por tanto, lo abriría y lo cerraría cuando le conviniese, y le serviría para controlar las relaciones entre el obispo de Girona y el de la Cerdanya.

No pasaría nada ni nadie sin que él lo supiese. Tenía que hacerlo cuanto antes mejor, y el hombre que le recomendó el Santo Padre podía satisfacer su urgencia con más celeridad que ningún otro.

—Es un magistri comacini —le dijo el Santo Padre—, un maestro constructor que pertenecía a la diócesis de Como y que, junto con otros, trabaja organizado corporativamente. Tiene un estilo rápido, sencillo y efectivo. Es uno de los mejores, pero os costará convencerlo —añadió Su Santidad al mismo tiempo que saboreaba un muslo de faisán.

Compartían un almuerzo en el comedor privado del Santo Padre. Una sala anexa a la de las visitas oficiales; hay que decir que no todo el mundo podía acceder a ella. Tenían una mesa bien surtida, donde no faltaba de nada. Habían rebañado los platos de los entrantes que los sirvientes ya empezaban a retirar y atacaban los segundos con la vista puesta en los postres.

—¿Por qué? —preguntó el conde.

—Ahora hace tres años que murió su esposa de una extraña enfermedad. Desde entonces decidió colgar las herramientas, vive retirado con su hijo. Lo encontraréis en una pequeña casa de labranza a las afueras de Siena. Se llama Primo.

La granja se encontraba en un valle hundido en las cercanías de Siena. Era una parada obligada para los que transitaban por la Vía Francígena, que conducía de Francia a Roma a numerosos peregrinos y caminantes. Frente a la casa había una extensión de campos. Era como una sábana llena de retales de colores que iban cambiando según la época del año. Bien distribuidos. El amarillo de la mimosa y de la genista, el rojo de las amapolas, el marrón de los campos en barbecho, el verde de la alfalfa, el grana de los viñedos que se iban llenando del mosto que reposaría dentro de las botas de vino, y el blanco movedizo de un rebaño de ovejas que se dirigía hacia una lengua azul y alargada: el río. Allí, muchas personas de toda índole —peregrinos, trotamundos, fugitivos, caminantes y otros individuos—, extenuadas y sedientas, se detenían para refrescarse y reposar antes de continuar hasta Siena en su periplo hacia Roma. Incluso más de uno les había pedido quedarse a dormir en el pajar. Nunca les negaban un techo, aunque en más de una ocasión habían echado a faltar algún gorrino o se les habían llevado media docena de huevos. Vivían del campo, de lo que les daba la granja y de la pequeña producción de vino.

La mañana en que recibieron la visita condal, el padre ya estaba en el establo ordeñando las vacas.

—¡Padre, padre! Hay unos señores que preguntan por vos. Dicen que vienen de parte del Santo Padre y que quieren hablar con vos.

Salieron del corral y se dirigieron hacia la explanada que había delante del caserío. Un grupo de ocho hombres a caballo, pertrechados para ir al campo de batalla con cotas de malla bien prietas y cascos relucientes y armados con lanzas y espadas, protegían a otro que en aquel preciso momento bajaba del caballo, se quitaba el guante y tendía la mano hacia el padre. Era un gesto poco habitual. No se rebajaba, al contrario, era la señal inequívoca de que el conde se implicaba personalmente en aquella empresa que consideraba urgente y determinante para el futuro de su villa. Tan importante, que había prescindido de emisarios y él mismo en persona era quien iba a buscar al maestro de obras.

—Dios os guarde, maestro Primo, soy Bernardo II de Tallaferro, conde de Besalú —se presentó en un latín correcto—, y éstos que me acompañan son mis hombres, es mi guardia personal. Nada debéis temer.

Primo se secó las manos en los calzones y se dirigió al conde en su lengua.

—Bienvenido a nuestra casa, señor conde —dijo el constructor, cambiando de idioma—. Podemos hablar en vuestra lengua porque la conozco —aclaró.

Ítram debía esforzarse un poco para entenderlos. Aún no dominaba del todo aquella lengua, pero su padre le había enseñado a hablarla. Él la había aprendido hacía ya muchos años, en las obras del monasterio de Cuixà. Mientras Primo abrazaba a su hijo, le preguntó al conde:

—¿Qué os trae hasta esta granja?

—Vos —le dijo el conde.

—¡¿Yo?! —respondió sorprendido Primo.

—Sí, os necesito y cuanto antes mejor —añadió el conde enérgicamente.

—¿Y qué queréis de mí, si puede saberse, señor? —se atrevió a preguntar al mismo tiempo que se apretaba contra el cuerpo de Ítram.

—No, no os preocupéis, no vengo a llevarme a vuestro hijo —aclaró Tallaferro con una sonrisa en los labios—, pese a que también le afecta. —Su padre tragó saliva amarga—. Quiero que vengáis a trabajar para mí, que seáis mi maestro de obras.

La primera reacción de Primo fue ponerse a la defensiva.

—Ni hablar —fue la respuesta que le salió del fondo de su alma—. Estoy retirado. Mi hijo y yo vivimos muy bien y muy tranquilos en estas tierras. Además, mi mujer, su madre —dijo en un tono de voz más afligido, mirando a Ítram, con los ojos anegados y tristes— reposa aquí y no queremos separarnos de ella.

Ítram negaba con la cabeza.

—Os entiendo y lo sabía. Su Santidad me lo había advertido —le dijo el conde con actitud comprensiva.

—¿Os envía el Santo Padre, señor? —preguntó nervioso el constructor.

—Así es, maestro Primo. La Iglesia no sólo recuerda vuestra labor, sino que está satisfecha de poder recomendaros sin miedo a equivocarse de que allí donde requieran vuestros servicios no les haréis quedar mal. Vuestro prestigio es reconocido y es una lástima que se deje perder, ¿no os parece?

—Agradezco la confianza de la Iglesia, no me la merezco —dijo con la cabeza gacha.

—No seáis modesto, maestro Primo. Me han dicho que no hay muchos como vos. Y para Besalú quiero al mejor.

—Ya os he dicho que estoy agradecido por la consideración que me tenéis, pero lo siento mucho, ya no me dedico a ello.

—Pero pensad en el futuro de vuestro hijo —le lanzó el conde, y empezó a interrogarlo—: ¿Ya habéis pensado qué será de él cuando vos faltéis? ¿De verdad deseáis que cuando sea mayor se ocupe de la granja? ¿No queréis dejarle nada mejor? ¿No os agradaría que fuera vuestro discípulo, que siguiese vuestros pasos? Si venís a Besalú, os ofrezco la posibilidad de comenzar otra vida, a vos y a vuestro hijo, de rehacer vuestra situación y enseñar vuestro arte. En la tierra de donde vengo —endulzó el tono de voz— quedarán fascinados con vuestra manera de trabajar, que según Su Santidad tiene unas posibilidades enormes y seguramente aún no se han aprovechado.

»Para vos —y le tomó las manos— supondrá volver a utilizarlas otra vez para levantar fortificaciones, portales, capillas, murallas y no para podar los viñedos, repartir el estiércol, ordeñar las vacas o regar el huerto, que son labores bien dignas, pero no para vos, maestro Primo. Y, además, quiero que sepáis que os pagaré, os pagaré tan bien que no podréis rechazar la propuesta. No sólo con monedas, sino también con tierras —sentenció.

Le soltó las manos. Hubo una pausa. Primo no decía nada. Estaba abrumado, confuso. Hacía años que había decidido colgar el cinturón de las herramientas y ahora un conde extranjero con acento áspero y formas elegantes le sacudía los cimientos con argumentos poderosos: «Enseñar vuestra manera de construir y edificar un futuro para vuestro hijo».

El conde percibió la lucha interior de Primo y lo dejó en estas tribulaciones. Subió al caballo y se fue con su séquito, con la seguridad de que la próxima vez que volviera a estrecharle la mano sería en Besalú, como nuevo maestro de obras del condado.