El mercado
Calle arriba y calle abajo, la actividad era frenética: carros llenos de sacos, campesinos con capazos cargados de grano, mujeres trajinando botijos llenos de agua; algunas subían cestos, otras bajaban con algún ave de corral en las manos. La vida que se respiraba en las calles contrastaba con la muerte que Primo Llombard y su hijo Ítram acababan de presenciar y que habían dejado atrás, con el hombre ahorcado de aquella encina. Bajaron del caballo y pisaron por primera vez la tierra que los acogía, la que sería su casa durante los próximos años. Con las riendas en la mano paseaban por aquella calle ancha que se hacía estrecha para la mayoría de comercios, talleres y tiendas que ocupaban una buena porción para montar su puesto y ofrecer su mercancía. Les faltaban ojos para absorber lo que veían. Transitaba gente atareada, cargada, inquieta y ensimismada. Algunos los miraban, otros los ignoraban. Se habían internado en un tejido abigarrado de colores, olores y sonidos que era nuevo para ellos. El martilleo insistente del herrero se superponía a una conversación por el precio de un pato, perfumado por el olor intenso de las especias que sobresalían de unos cuencos hechos con el tronco de un olivo de los tiempos de los romanos que mató unas heladas y de los cestos del puesto del boticario. Un espectáculo embriagador para los sentidos, mientras se zambullían en un mar de sensaciones que les quedarían grabadas perennemente en la retina.
El sonido airoso de un flautín planeaba, como una brisa fresca, por el aire caliente, empalagoso y saturado de olores del mercado. Un mendigo hacía bailar a unos perros y a la chiquillería con su música en medio de aquel remolino de gente. Pocos le prestaban atención, ocupados como estaban en cumplir con sus obligaciones. Era una melodía sencilla, sin complicaciones, pero a pesar de ello se dejaba escuchar. Las notas se deslizaban por entre los cuerpos de los niños. Niños raquíticos, flacos, vestidos con harapos y descalzos. Con las caras mugrientas pero con una sonrisa limpia y una mirada brillante. Corrían alborotados y despreocupados. Jugaban en medio de la plaza como si estuviesen en un baile de palacio.
Nunca habían estado allí, pero se hacían unas reverencias y adoptaban unas posturas que no eran muy diferentes de las que se verían en la sala grande del castillo cuando el conde invitaba a la flor y nata del condado.
El estridente flautín fue interrumpido por los relinchos de los caballos de la guardia condal, que pasaron por el medio de la plaza como alma que lleva el diablo. Con el impulso se llevaron por delante, sin miramientos, a uno de los perros que acompañaban al flautista. Ítram pensó que así como había sido un perro el que recibió, bien podría haber sido uno de los niños que se amparaban alrededor del músico. Por unos instantes, todo se detuvo, suspendido en el tiempo. Pero enseguida la insistente actividad continuó su curso. Sólo el músico yacía desconsolado a un lado del callejón donde había ido a parar el cuerpo de su perro piojoso y reventado.
El suelo de la calle era una masa de barro y estiércol. Pastaban, despreocupados de toda la algarabía de su alrededor, unos cuantos cerdos rodeados de otras tantas gallinas. Tuvieron que evitar a un par que les olfateaba las piernas. Se alimentaban de los despojos que encontraban: peladuras de cebolla, hojas de lechuga, de brócoli o de col que habían caído de alguna cesta o que habían sido arrojadas desde las casas. A veces, sin embargo, se daba otro uso a estos restos, y pasaba algún funcionario a recogerlos para utilizarlos de abono.
Caminaban entre puestos de armas, de marroquinería, de tejidos de lana, de quesos, de vino, de aceite y sal, de castañas, de hierbas medicinales, de objetos de coral. Ítram se veía incapaz de calcular la cantidad de puestos y mesas de vendedores que había en aquella explanada que se abría al final de la calle, pero debían de superar fácilmente el centenar. La mayoría no era más que un sencillo tablero de madera —también había de hierro— montado sobre las jaulas de los animales que se vendían o tenían unos caballetes que aguantaban la mercancía.
Algunos de aquellos tableros eran fijos, de piedra. Había tableros de madera que estaban unidos a la pared gracias a unos pequeños garfios que se asían a unas argollas que sobresalían de la pared. Otros eran un sencillo toldo de ropa deshilachada que se sostenía con unas cañas inclinadas y se fijaban al suelo con estacas y cuerdas.
En el centro de la explanada había un comedero con forraje y los caballos hundían el morro mansamente. Meneaban la cola y barrían de moscas el aire.
En medio de aquel mercado, de los pedidos, de los regateos y de los gritos de ofertas, de compra y de venta, Ítram la vio. Se distinguía entre un grupo de cinco muchachas, sus hermanas. Sus ojos la diferenciaron de inmediato y de repente le dio la impresión de que en aquella plaza no había nadie más que ellos dos. Se olvidó de todo lo demás. Brillaba como una joya en medio de un montón de bisutería.
Ella dejó el cesto en el suelo y arqueó ligeramente el cuerpo hacia atrás, como la luna cuando está menguante, y al mismo tiempo levantó los brazos delgados y lustrosos, que le quedaron al descubierto de la blusa blanca de algodón, para recogerse el cabello. Intentaba hacerse una cola de caballo con una cinta roja. Luchaba por atar y controlar los rizos negros y desbocados de la cabellera que brillaba con el sol. Sólo la veía de perfil y, al hacer aquel movimiento, los pechos se tensaban y empujaban con fuerza contra la tela blanca del vestido que cubría su cuerpo, como si desearan salir. Unos pechos firmes, turgentes, deliciosos como una granada, que él se imaginaba saboreando algún día como si mordiera delicadamente unos melocotones. Se sorprendió a sí mismo por tener aquellos pensamientos, pero era lo que sentía al verla.
Con la cola hecha, la muchacha se volvió y, al verlo, le dedicó una sonrisa y un «buenos días». Él se los devolvió con una ligera inclinación de la cabeza y un «buenos días» con tan poca maña que pensó que más le habría valido estarse quieto y callado. Se ruborizó, no únicamente por su poca gracia natural, sino, sobre todo, por los pensamientos que tenía sólo de verla recogerse los cabellos. Y se volvió con brusquedad hacia el puesto de ropa donde su padre regateaba con el dueño. Habían llegado ligeros de equipaje, con la intención de que el viaje no fuera tan pesado. Ya comprarían lo que necesitaran una vez en Besalú, había dicho el padre. Y no repararon en gastos.
Compraron calzones, camisas, chalecos de lino y de lana y zapatos. Incluso unas capas de sarga de lana, un hilado muy fino pero muy resistente al agua que, en días de mucha lluvia, la repelía, según le dijo el comerciante a su padre para convencerlo de que hacía una buena adquisición. Los zapatos eran de piel y las suelas de fieltro. «Una buena manera de aprovechar el material que sobra de los telares, amigo mío. Este fieltro ha sido bien prensado y bien cosido, eso os proporciona una suela muy resistente —decía el hombre mientras le mostraba la mercancía—. Le ponéis unos cordones de piel o de cáñamo e iréis bien calzado todo el año». Era la cháchara de aquel mercader. Su cabeza, sin embargo, no paraba de pensar en ella. En aquel momento la volvió a ver. La muchacha escuchaba con actitud reverencial cómo le hablaba un hombre, que la tomó del bracito, y ambos se encaminaron juntos hacia una de las tres salidas de la plaza del mercado. No se dirigían a extramuros ni a la calle del Portalet, iban en dirección contraria, hacia lo que después supo que era la parte de la Villa donde se habían establecido los judíos.
—Chico, despierta —le dijo su padre.
Ítram se quedó embobado y con la mirada perdida en pos de aquella pareja que se iba hacia donde vivía la comunidad judía. El padre chasqueó los dedos frente a su cara de pan, le pasó la mano por delante del rostro inexpresivo y con la boca abierta, y al final lo miró fijamente a los ojos.
—¡Eh, Ítram, ¿estás embrujado o qué?! —exclamó.
—No, nada, no me pasa nada —le respondió como si se acabara de despertar de un sueño.
—Ya te espabilarás ahora. ¡Ten, ayúdame con todo esto —y le dio unos bultos y unos hatillos—, que yo solo no puedo con todo!
Cargaron lo que habían comprado en el mercado y enfilaron la calle que los llevaría al castillo.
El padre tenía la intención de presentar sus respetos al conde, para empezar lo antes posible la construcción del puente y el resto de obras que pudiesen encargarle.