El campo de los Ahorcados
Con los ojos inyectados en sangre, por el odio y ávidos de justicia, la multitud miraba con desasosiego cómo los verdugos ataban el nudo de la cuerda que bien pronto rodearía el cuello del ladronzuelo que miraba al cielo. En aquel instante, un trueno seco desgarró el vientre de las sucias nubes que tapaban el sol, y un relámpago cegador iluminó los rostros grises del gentío que se arracimaba alrededor del cadalso. Unos rayos de luz tímidos y débiles atravesaban aquellos nubarrones y conferían a la escena un aire aún más siniestro.
El viento mecía con suavidad las ramas de la encina centenaria que, inexplicablemente, los años no habían logrado consumir. Algunos decían que se mantenía viva porque se alimentaba de la vida de los que ahorcaban en ella. Los cabellos grasientos del ratero también ondeaban, pero de un modo más perezoso, en el preciso momento en que uno de los encargados de enviarlo al otro barrio lanzó la cuerda por encima de la rama. Cuando cayó, la atrapó con fuerza y se la pasó por encima del cuello ajado de la camisa. Los ojos desorbitados y aterrorizados del condenado intentaban seguir aquellos movimientos, como si así pudiera adelantarse al acontecimiento que la concurrencia esperaba con deleite, y evitar el trágico final que le habían procurado las autoridades por su mala cabeza: robar unas gallinas. La rama que estaba a punto de aguantar el peso del ahorcado y el cadalso crujieron. El otro verdugo se le acercó esbozando una sonrisa maliciosa. A pesar de los esfuerzos y los cabezazos que daba el prisionero para no dejarse cubrir la cabeza, tuvo suficiente con un rápido juego de brazos para tapársela con una saca. Se convulsionaba encima del entarimado que estaba situado justo debajo de la encina. Notaba que ya le faltaba el aire, aunque aún no lo hubieran empujado hacia delante y no colgara de la rama. La saca le asfixiaba. Resollaba. Sudaba. Un tirón seco. Después de una leve erección notó que se le humedecía la entrepierna de los pantalones y que empezaba a perder el mundo de vista. No tocaba el suelo con los pies y todo se volvía borroso. La algarabía triunfante del gentío que se apiñaba delante del cadalso era ahora sólo un susurro que se iba apagando con rapidez. Los dos jinetes que habían estado contemplando la escena desde una cierta distancia se apresuraron a azotar los lomos de sus caballos, atravesaron el río Capellades, dejaron atrás aquel espectáculo morboso y enfilaron un sendero escarpado de tierra que los llevó a una de las puertas de Besalú. Los dos soldados armados con dos lanzas que vigilaban la entrada no les pusieron ningún obstáculo, los dejaron pasar.
Era día de mercado. Desaparecieron calle abajo acompañados por el fragor de otro trueno.