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La historia

Empiezo a escribir esta historia hoy, 15 de mayo, el día de San Isidro, del año 1074 del Señor.

Es la historia de un hombre que se labró su futuro y el de los suyos en un terreno movedizo, poco estable y hostil. En un entorno más bien arisco. Un hombre que hizo realidad un sueño. No todos pueden hacer lo mismo. O tal vez sí. Si se es consciente de que se debe luchar para conseguirlo, de que se tienen que hacer sacrificios y de que, a menudo, el camino para llegar no es llano. Siempre habrá alguien cuyo objetivo será deshacértelo para que fracases. Eso es lo que podría haber pasado con esta historia que ahora os voy a contar, la de la construcción del puente de Besalú. A pesar de las adversidades, y no sólo meteorológicas —que fueron unas cuantas, por cierto—, pudo levantarse una estructura que perduraría durante siglos. Pero para explicarlo, antes debemos hacer un poco de memoria.

El conde Bernardo de Tallaferro, hijo de Oliva Cabreta y Ermengarda, gobernó Besalú y su condado independiente en la época de mayor esplendor, que abraza el periodo que va desde el año 990 hasta el 1020. Su hijo mayor, Guillermo, llamado el Gordo o el Loco por sus excesos, sucedió a su padre en los condados de la casa de Besalú.

Tuvo dos hijos, Guillermo y Bernardo II, fruto de su matrimonio con Adela. A su muerte, se convirtieron en sus sucesores y, según dejó escrito en su testamento, gobernaron juntos desde 1052 hasta 1066. Guillermo fue asesinado por los odios que había ido suscitando entre los vasallos y los barones que dependían de sus tierras, aunque algunas crónicas cuentan que ese asesinato fue cometido con el beneplácito de su hermano, Bernardo II de Tallaferro. Lo dudo mucho. Bernardo II no soportaba la violencia. Siempre se había dicho, y todos lo sabían, que quien llevaba las riendas del condado era Guillermo, y que Bernardo se dedicaba a hacer una vida más espiritual, lejos de los placeres terrenales. Ya se encargaba Guillermo de saborearlos. Por tanto, no es de extrañar que esa fama le comportase el sobrenombre de Trueno.

Guillermo se bebía la vida a grandes sorbos, y siempre tenía doble ración: la suya y la de su hermano. Por eso, cuando lo asesinaron, Bernardo, a pesar de su espiritualidad, tuvo que asumir por fuerza el gobierno del condado. Había peligro inminente de insurrección y el condado corría riesgo. Hugo, el conde de Empúries, eterno rival de la saga Tallaferro, planeaba invadir Besalú. El planteamiento defensivo del condado podía disponer del legado económico que Bernardo Tallaferro se trajo de Córdoba en el año 1010. Había acudido a la llamada del conde de Barcelona, Ramón Borrell, para portar los estandartes catalanes al corazón del imperio árabe. Condes, nobles y obispos catalanes respondieron a aquella convocatoria: Hugo, vizconde de Bas; Aimar, señor de Porqueres y más tarde de Santa Pau; el antes nombrado Hugo, conde de Empúries; el obispo de Barcelona, Accio; Arnulfo de Vic; Oto de Girona, y Armengol de Urgell. Todos se presentaron con sus tropas y formaron parte de un ejército que protagonizó una cruzada para saquear los tesoros de Medina Azara, la niña de los ojos del califa Abd al-Rahman. La ciudad de los sueños situada en la sierra de la Novia, a unos cinco kilómetros de la ciudad de Córdoba. Centenares de palacios, miles de fuentes de mármol, inacabables, extensos y frondosos jardines. Un esfuerzo de veinticinco años por levantarla y una embestida de apenas veinticinco horas para derrumbarla.

Cuentan que uno de los caballeros que acompañaron al conde Tallaferro a las razias de Córdoba se trajo de tierras andalusíes una joya hebrea de un valor incalculable. La robó durante uno de los saqueos a un rico mercader. Éste había tenido tratos con unos judíos que, antes de convertirse al cristianismo, habían querido deshacerse de un candelabro de oro de siete brazos que pesaba como un muerto. Recuerdan que el caballo que soportaba esa carga llegó arrastrándose a Besalú y que justo al llegar a las puertas del castillo cayó, literalmente, reventado. Las patas se le rompieron y, al topar el vientre contra el suelo, el animal se destripó. Una semana después aún había incrustados en algún rincón del patio trozos de los intestinos de aquel caballo sacrificado. Del candelabro no se había tenido ninguna noticia más. Se decía que lo habían vendido, pero la opinión general era que estaba oculto en el fondo de la cripta del monasterio de Sant Pere. Lejos de las miradas de los curiosos, fieles e infieles. Si la comunidad judía hubiera sabido que un tesoro de tal valor para su fe estaba confinado en las entrañas del monasterio, se habrían desencadenado conflictos. En fin, pero eso es harina de otro costal.

Con todos esos tesoros árabes convertidos en dinero, los dignatarios catalanes decidieron hacer obras, obras públicas dentro de sus territorios. En el condado de Besalú, debilitado por la súbita muerte de Guillermo, eso se tradujo en el amurallamiento y la construcción del puente. Construcciones de gran envergadura. Fue la primera decisión que tomó Bernardo II cuando subió al poder. Una infraestructura que se necesitaba con cierta celeridad y por la cual podían permitirse pagar los servicios del mejor maestro de obras. Bernardo II, hijo sumiso de la Iglesia, pidió consejo a Roma. El Papa le aconsejó que hiciera llamar a un maestro de obras y constructor que había trabajado en los dominios de Siena y San Gimigniano. Un artista de la Toscana, Primo Llombard, que en unos ocho o diez años podía asegurarle la ejecución con plenas garantías de aquella magna obra. El conde siguió las recomendaciones papales. Él mismo se ocupó de hacerlo venir y de encargarle aquella construcción que haría más segura la capital del condado y que convertiría Besalú en una fortificación inexpugnable.

Primo Llombard volvió a un oficio que había abandonado tras la muerte de su esposa, poco tiempo después de parir a su heredero, Ítram. Cuando ella enfermó de unas fiebres que la consumían y que la hacían sufrir desmesuradamente, él se hundió. Había dejado el trabajo y se dedicaba a cuidarla. Asistía impotente a la fatal paradoja de ver cómo su mujer se vaciaba de vida al mismo tiempo que su hijo se llenaba de ella. Una vez muerta, todas las obras que acometía eran capillas, iglesias, ermitas. Decía que así estaba más cerca de su mujer.

Al cabo de ocho años de haberla enterrado, padre e hijo se fueron, no sin reservas y dudas, hacia la capital del condado de Besalú. Ítram tenía quince años.