A Kurtz le cayeron gruesos goterones de lluvia en su camino a pie hacia la amplia casa de ladrillo situada a escasas manzanas de Delaware Park. Malcolm y Cutter le observaban desde el SLK amarillo con la capota echada de Malcolm, a escasa media manzana de donde acababa Kurtz de aparcar su Buick. Malcolm reparó en lo cuidadoso que había sido Kurtz; primero pasó por allí en coche para comprobar que nadie le seguía, luego, ya confiado, acabó por estacionar su vehículo y encaminarse a la casa. Malcolm y Cutter habían llegado primero, así que cuando Kurtz cruzó a su lado con el Buick tuvieron que encogerse en sus asientos para que no los viera. La lluvia fue una buena aliada en sus intentos por ocultarse. De todas maneras, Malcolm apagó el motor por si acaso, sabía que nada revelaba más la presencia de un observador que el traqueteo de un motor.
Cutter emitió un leve gemido en el asiento del conductor.
—Un momento, tío —le tranquilizó Malcolm—. Un momento.
Kurtz no había conocido a muchos contables a lo largo de su carrera. Tuvo a varios como clientes en casos de divorcio, y en Attica se encontró a algunos audaces cumpliendo condena por esos delitos de guante blanco que cometen los contables. La señora Richardson no le pareció la típica mujer de un contable. En realidad, su aspecto era más parecido al de una de esas prostitutas de lujo que ofrecían sus servicios cerca de los pomposos complejos hoteleros de las cataratas del Niágara. Kurtz había visto fotos de Buell Richardson y oído descripciones de boca del Pequeño Jaco. El contable era bajito, calvo, rondaba los cincuenta y miraba el mundo a través de unas gafas de culo de vaso, como una ardilla miope y arrogante. Su mujer rondaba los veinticinco años, su cabello era muy rubio y estaba muy operada. A Kurtz le pareció que para tratarse de una más que probable viuda se encontraba de bastante buen humor.
—Por favor, siéntese señor Kurtz. No mueva esa silla de su lugar, por favor. La colocación de los muebles forma parte de la ambientación general.
—Claro —convino Kurtz, sin tener ni idea de lo que le estaba diciendo. Buell Richardson había sido lo bastante rico como para poseer una casa Frank Lloyd Wright cerca de Delaware Park.
—La casa Frank Lloyd Wright no, la Dewey D. Martin tampoco —le dijo Arlene tras concertar con ella la entrevista—. La otra.
—De acuerdo —le había dicho Kurtz. Kurtz no habría sabido diferenciar una casa Dewey D. Martin de un montón de chabolas, aunque al menos la dirección era fácil de encontrar. La casa era bonita, si te gustaban todos esos ladrillos y aleros colgantes, en cambio, las sillas junto a la chimenea eran literalmente un aguijonazo para el trasero. No tenía ni idea de si Frank Lloyd Wright también había diseñado las sillas y francamente no le importaba, pero estaba claro que fueron construidas sin la menor consideración hacia la anatomía humana. El respaldo de la silla estaba tan tieso y estirado como una tabla de planchar y el asiento sería demasiado estrecho incluso para el culo de un enano. Si existiera una silla eléctrica semejante, pensó Kurtz, el condenado se pasaría maldiciendo a sus inventores en los momentos anteriores a que apretarán el botón y acabaran con su vida.
—Le agradezco mucho que accediera a hablar conmigo, señora Richardson.
—Cualquier cosa para ayudar en la investigación, señor…
—Solo Kurtz.
—Sí. No está trabajando con la policía, según me dijeron. ¿Es investigador privado?
—Soy investigador, sí, señora —dijo Kurtz. Cuando era investigador privado tenía un buen traje y un par de corbatas decentes para esta clase de cosas, se sentía estúpido con la cazadora Eddie Bauer y los chinos. Arlene le había prestado una de las viejas corbatas de Alan, pero Kurtz era cinco centímetros más alto y pesaba veinte kilos más que el marido muerto de su secretaria, así que no conseguiría un traje por esa vía. Kurtz estaba esperando a ganar algún dinero para agenciarse algo de ropa. Después de la compra de las pistolas, los trescientos dólares que le dio a Arlene para equipar la oficina, la comida y el hospedaje, a Kurtz apenas le quedaban treinta y cinco dólares en el bolsillo.
—¿Quién más está interesado en encontrar a Buell? —preguntó la mujer del contable.
—No dispongo de libertad para revelar la identidad de mi cliente, señora. Sin embargo, puedo asegurarle que se trata de alguien que desea el bien de su esposo y quiere encontrarle sano y salvo.
La señora Richardson asintió. Llevaba el pelo recogido en un elaborado moño. Kurtz observó durante un instante los finos cabellos rubios que habían quedado sin recoger y rozaban su perfecto cuello.
—¿Puede comentarme algo sobre las circunstancias de la desaparición del señor Richardson?
Negó lentamente con la cabeza.
—He informado de todo a la policía, por supuesto. En serio, no recuerdo nada que se salga de lo normal. Este jueves hará un mes. Aquella mañana Buell se marchó a la hora habitual, las ocho y media, y me dijo que iba directo a la oficina.
—Su secretaria nos comentó que no tenía ninguna reunión programada para ese día —dijo Kurtz—. ¿No es eso algo poco usual para un contable?
—En absoluto —dijo la señora Richardson—. Buell tenía muy pocos clientes privados y la mayoría de sus negocios los hacía por teléfono.
—¿Conoce los nombres de esos clientes?
La señora Richardson arrugó sus perfectos labios rosados.
—Estoy segura de que eso es confidencial, señor…
—Kurtz.
—Pero puedo asegurarle que todos sus clientes eran gente importante, gente seria, todos muy respetables.
—Por supuesto —convino Kurtz—. ¿Y conducía su Mercedes E300 el día de su desaparición?
La señora Richardson echó la cabeza a un lado.
—Sí. ¿No se ha leído el informe policial, señor…?
—Kurtz. Sí, señora, lo he leído. Solo lo confirmaba.
—Bueno, pues sí. Se llevó el Mercedes pequeño, eso es. Yo tenía que ir de compras y me quedé con el grande. La policía encontró el pequeño al día siguiente. El Mercedes pequeño, me refiero.
Kurtz asintió. El Pequeño Jaco le había dicho que el E300 del contable fue abandonado en Lackawanna y fue totalmente desvalijado a las pocas horas. Encontraron cientos de huellas dactilares en la carcasa del vehículo; las que identificaron pertenecían a miembros de bandas y a meros viandantes que se lo habían llevado a pedazos.
—¿Conoce alguna razón por la que el señor Richardson quisiera desaparecer? —dijo Kurtz.
La escultural rubia giró la cabeza como si Kurtz la hubiera abofeteado.
—¿Se refiere, por ejemplo, a otra mujer, señor…?
—Kurtz —dijo Kurtz, y esperó una respuesta.
—No me gusta esa pregunta ni lo que implica.
No te culpo, quiso decir Kurtz en voz alta. Si tu marido estaba persiguiendo a otro chochito era un idiota. Esperó a que la mujer dijera algo.
—No, no había ninguna razón para que Buell quisiera…, ¿cómo lo digo, señor Katz?, perderse de vista. Era feliz. Éramos felices. Teníamos una buena vida. Buell estaba pensando en retirarse dentro de un año o así, ya teníamos la casa donde íbamos a vivir en Maui, y nos compramos un barco… un pequeño catamarán de veinte metros de eslora. —La señora Richardson hizo una pausa—. Planeábamos pasar los próximos años navegando alrededor del mundo.
Kurtz asintió. Un pequeño catamarán de veinte metros de eslora. ¿Cómo demonios sería para ella uno grande? Trató de imaginarse un año en un yate de veinte metros con aquella mujer. Puertos tropicales, largas noches en el mar… no le resultó demasiado difícil.
—Bien, me ha sido de gran ayuda, señora Richardson —dijo Kurtz. Se levantó y se encaminó hacia la puerta.
La señora Richardson tuvo que correr para alcanzarle.
—No entiendo cómo responder a estas preguntas puede ser de alguna ayuda para encontrar a mi esposo, señor…
Kurtz ya se había rendido con el tema de su nombre. Conocía a adictos al pegamento con mejor memoria a corto plazo que esta mujer.
—De verdad, créame, ha sido de gran ayuda —dijo de nuevo. Y era cierto. La única razón para entrevistar a la señora Richardson había sido averiguar si tenía alguna relación con la desaparición del contable. No era así. La señora Richardson era preciosa, espectacular incluso, pero resultaba obvio que no era precisamente brillante. Su ignorancia no era fingida. Kurtz dudaba que fuera siquiera consciente de que para entonces su marido estaría enterrado en cualquier zanja o dando de comer a los peces en el fondo del lago Erie.
—Gracias otra vez —se despidió, y regresó al Buick de Arlene.
—Mierda —maldijo Malcolm, que estaba saliendo del SLK junto a Cutter en ese preciso momento. Malcolm extendió la mano para detener al albino, pero se detuvo cuando sus dedos estaban a escasos centímetros del brazo de su compañero. Jamás tocaría a Cutter sin su permiso, y Cutter jamás se lo concedería.
—Espera —dijo Malcolm. Ambos hombres regresaron al interior del coche.
Kurtz estaba saliendo de la casa. Ahora que lo veía con claridad, se dio cuenta de que Kurtz se parecía bastante a la foto del informe, aunque quizá estaba un poco más viejo, más delgado y tenía un aspecto más malévolo.
—Pensé que se quedaría dentro más tiempo —confesó Malcolm—. ¿Qué mierda de investigador es este? Solo ha estado cinco minutos con la viuda.
Cutter se había sacado la navaja mariposa del bolsillo de la sudadera y parecía absorto en los nudosos contornos de la empuñadura.
—Esperemos un momento, quizá vuelva adentro —sugirió Malcolm.
Kurtz no hizo tal cosa. Se montó en el Buick y se fue.
—Mierda —maldijo Malcolm de nuevo, y añadió—: Bien. Miles el bocazas dijo que recogiéramos ambos paquetes. ¿Qué paquete crees que debemos recoger primero, Cutter, tío?
Cutter miró hacia la mansión. Su navaja de doble cuchilla había sido diseñada y forjada por un famoso armero. Agitó la mano y ambas hojas surcaron brillantes el aire al abrirse. Cutter plegó una de ellas, dejando la otra abierta y fijada. Los diez primeros centímetros eran afilados, al igual que el extremo totalmente curvado; un garfio para sacar tripas, como solían llamarlo.
Los ojos de Cutter centellearon.
—Sí, tienes razón, como siempre —convino Malcolm—. Sé una manera de volver a encontrar al señor Kurtz cuando queramos. Ahora tenemos un asunto que solucionar aquí.
Ambos hombres salieron del SLK. Sonó un pitido cuando Malcolm lo bloqueó. Un momento después se detuvo y lo volvió a abrir.
—Casi se me olvida —dijo. Rescató la cámara Polaroid de la guantera y regresó junto a Cutter. Los dos cruzaron la calle bajo la lluvia.