5

El abogado Leonard Miles observaba hipnotizado los millones de toneladas de agua que caían por la infinitud de aquel abismo verdeazulado. Pensó en lo que Oscar Wilde dijo sobre las cataratas del Niágara: «Para algunas personas, es la segunda mayor decepción de su luna de miel». O algo así, Miles no era un experto en Wilde.

Miles se encontraba en el lado americano, donde indudablemente las vistas eran mucho peores que en el lado canadiense. Era inevitable, seguramente los dos hombres con los que se había citado no podrían cruzar la frontera por la vía legal. Como la mayoría de los habitantes de Buffalo, a Miles apenas le interesaban las cataratas del Niágara, pero este era un lugar propicio para reunirse con alguno de sus clientes —Malcolm Kibunte lo fue— y no estaba demasiado lejos de la casa de Miles en Grand Island. Un día laborable a la hora de comer, Miles no tendría que preocuparse ante la posibilidad de encontrarse aquí, en las cataratas, con nadie de la familia Farino o, lo que era más importante para él, con ninguno de sus socios profesionales o contactos sociales.

—¿Está pensando en si saltar o no, consejero? —le dijo una profunda voz a su espalda, al tiempo que una mano le agarraba del hombro.

A Miles le pilló de sorpresa. Se dio la vuelta lentamente para encontrarse con el rostro sonriente y los brillantes dientes de Malcolm Kibunte. Malcolm aún aferraba con fuerza el hombro de Miles, como si considerara la posibilidad de levantar al abogado sobre las vallas y lanzarlo al vacío.

No tendría problema en hacerlo, eso Miles lo sabía. Malcolm Kibunte le daba mala espina, y su colega Cutter, sencillamente, le hacía cagarse de miedo. Considerando que Leonard Miles había pasado los últimos treinta años de su vida junto a nuevos ricos, asesinos a sueldo y traficantes de droga psicóticos, sus ansiedades solían ser fundadas. Al mirarlos no supo decir cuál tenía un aspecto más extraño. Malcolm era un hombre negro y atlético de un metro noventa, con cuerpo de luchador, la cabeza afeitada, ocho anillos de oro, seis pendientes de diamantes, un diente adornado con otro diamante, y el cuerpo enfundado en vestimentas de cuero. Por su parte, Cutter era un personaje silencioso con aspecto de albino anoréxico, los ojos carentes de vida hundidos en sus cuencas y el pelo largo y grasiento cayéndole sobre una sudadera andrajosa.

—¿Qué coño quieres, Miles? ¿Para qué nos haces mover el culo hasta este puto lugar tan lejos de la ciudad? —dijo Malcolm soltando al abogado.

Miles sonrió afable.

Dios santo, defiendo a pura escoria. En realidad, nunca había representado a Cutter. No tenía ni idea de si lo habían arrestado alguna vez. Desconocía igualmente su verdadera identidad. Malcolm Kibunte también era, obviamente, un nombre falso. Miles le había representado con éxito, gracias a Dios, en dos acusaciones de asesinato, una de ellas por el presunto estrangulamiento de su esposa. Además, también requirió de sus servicios para defenderle de cargos derivados de un tiroteo con la policía, asociación con una red de tráfico de drogas, la violación de una menor, una violación normal y corriente, cuatro casos de asalto con agravante, dos grandes robos y varias multas de aparcamiento. El abogado era sobradamente consciente de que eso no les convertía en buenos amigos. De hecho, sabía que Malcolm era el tipo de persona que no dudaría en lanzarlo cataratas abajo, si no fuera por dos factores importantes. Uno, Miles trabajaba para la familia Farino, y aunque la familia era una mera sombra de lo que un día fue, mantenía cierto respeto en las calles. Dos, Malcolm Kibunte sabía que necesitaría de nuevo de las habilidades legales de Miles.

Miles llevó a sus dos acompañantes a un banco para que se sentaran, alejados de las miradas de turistas y visitantes. Miles y Malcolm tomaron asiento; Cutter continuó de pie, mirando al infinito. Miles abrió su maletín y le tendió a Malcolm una carpeta.

Malcolm la cogió y contempló las fotos sujetas con un clip a la primera hoja.

—¿Lo reconoces? —preguntó Miles.

—No —dijo Malcolm tras echarle un vistazo a las imágenes—. Pero el jodido nombre me resulta familiar.

—¿Cutter? —dijo Miles.

—Cutter tampoco lo reconoce —contestó Malcolm por él. Cutter no se había molestado en mirar las fotografías. Ni siquiera a Miles. Por no mirar, no miraba ni a las ruidosas cataratas—. ¿Nos traes aquí a estas putas horas para enseñarnos la foto de ese blanquito cabrón? —se quejó Malcolm.

—Acaba de salir de…

—Kurtz —le interrumpió Malcolm—. Eso es «bajo» en alemán. Miles, tío. ¿Es ese capullo bajito?

—No demasiado —dijo Miles—. ¿Cómo sabías que «kurtz» es «bajo» en alemán?

Malcolm miró a Miles de tal manera que un hombre menos experimentado se hubiera meado en los pantalones.

—Conduzco un puto Mercedes SLK, tío. La jodida «K» de las putas tres letras «SLK» significa «Kurtz»… ¿Me tomas por un puto ignorante? Jodido universitario lameculos bocazas… —le espetó sin ningún énfasis ni tensión especial en la voz.

—No, no —replicó Miles, haciendo aspavientos con las manos, como espantando insectos invisibles. Miró con el rabillo del ojo a Cutter, que no parecía estar prestando la menor atención a la conversación—. No, es solo que me ha impresionado —le dijo Miles a Malcolm—. El SLK es un gran coche, ojalá tuviera uno.

—No me extraña —le dijo Malcolm animadamente—, teniendo en cuenta que conduces esa mierda oxidada que es tu Cadillac americano.

Miles asintió y se encogió de hombros.

—Sí, bueno. En fin, este Kurtz se presentó en la casa del señor Farino recomendado por el Pequeño Jaco…

—Sí, allí fue donde oí ese jodido nombre —dijo Malcolm—. En Attica. Ese cabrón de Kurtz hizo pedazos a Alí, el líder de los hermanos de la Mezquita de la Muerte de las celdas del bloque D. Los hermanos de la Mezquita ofrecieron diez mil dólares a cualquiera que matara al blanquito cabrón. Todos los putos negratas de Attica se fabricaron punzones con cucharas y apliques. Hasta algunos de los jodidos guardias iban detrás de la recompensa, pero el cabrón de Kurtz se las apañó para librarse de alguna forma. Si es que es ese Kurtz. ¿Crees que es el mismo Kurtz, Cutter?

Cutter volvió su rostro pálido y sombrío en dirección a Malcolm sin decir nada. Al contemplar los ojos grises y apagados hundidos en el mortecino rostro a Miles le asaltó un escalofrío.

—Sí, eso creo —dijo Malcolm—. ¿Por qué nos enseñas esta mierda, Miles?

—Kurtz va a trabajar para el señor Farino.

—El señor Farino —le imitó Malcolm con un desdeñoso falsete. De regalo, le dedicó una amplia sonrisa, mostrando el diamante del diente como si acabara de hacer un chiste inteligentísimo. La risa de Malcolm era grave, baja, desconcertante—. Tu señor Farino es un espagueti seco de mierda con los huevos pegados al culo. Ya no se merece el trato de señor, Miles, tío.

—Sea como sea —dijo Miles—, este Kurtz…

—Dime dónde vive Kurtz y Cutter y yo reclamaremos los diez mil dólares de la Mezquita de la Muerte.

El abogado negó con la cabeza.

—No sé dónde vive. Lleva solamente veinticuatro horas fuera de Attica. Quiere investigar ciertas cosas para el señor… para la familia Farino.

—¿Investigar? —dijo Malcolm—. ¿El cabrón se cree que es el puto Sherlock Holmes?

—Antes era un investigador privado —dijo Miles, gesticulando con la cabeza en dirección a la carpeta, como indicándole a Miles que hojeara unas cuantas páginas. Malcolm no pilló la indirecta, y Miles siguió hablando—: El caso es que está investigando la desaparición de Buell Richardson y algunos de los ataques a los camiones.

El diamante de la dentadura de Malcolm salió de nuevo a relucir.

—¡Vaya! Ahora entiendo por qué querías que viniéramos al paraíso de los turistas blanquitos tan temprano. Miles, tío, debiste cagarte en los pantalones al oír eso.

Miles advirtió que era la segunda vez que Malcolm mencionaba lo temprano que era. Lo que no decía es que eran más de las tres de la tarde.

—No queremos que ese Kurtz meta las narices en esos asuntos, ¿verdad, Malcolm?

Malcolm Kibunte hizo morritos con los labios a modo de burla, y agitó de un lado a otro su cabeza afeitada y brillante.

—¡Oh, no, Miles, tío! Nosotros no queremos que nadie meta las narices en nada que pudiera causar problemas a nuestro puto abogado, ¿verdad que no, consejero?

—No —añadió Cutter en una voz totalmente carente de humanidad—. Nosotros no queremos eso, ¿verdad que no?

Miles saltó literalmente del asiento al escuchar las palabras de Cutter. Se dio la vuelta y miró al albino, que seguía absorto en la nada. Parecía como si su perorata hubiera salido directamente de su estómago o de su pecho.

—¿Cuánto? —dijo Malcolm, harto de juegos.

—Diez mil —dijo Miles.

—A la mierda. Ni siquiera con los diez de la Mezquita de la muerte sería bastante.

Miles negó con la cabeza.

—Esto no puede saberse. Ni una palabra a los hermanos de la Mezquita. Tenemos que hacer desaparecer a Kurtz.

—De-sa-pa-re-cer —dijo Malcolm, estirando las sílabas—. Hacer desaparecer a un hijo de puta es más difícil que matarlo. Hablamos de un trabajo de cincuenta billetes.

Miles sacó a relucir la más desdeñosa de sus sonrisas de abogado.

—El señor Farino podría contratar al mejor de sus profesionales por menos de eso.

—El señor Farino —dijo Malcolm sin rodeos— no va a llamar a nadie, ¿verdad, Miles, tío? Ese Kurtz es tu problema, ¿tengo razón o tengo razón?

Miles torció el gesto.

—Y además, los profesionales de Farino me pueden lamer mi sereno y negro culo mientras comen mierda de espagueti y mueren lentamente como espaguetis si se cruzan en mi camino —añadió Malcolm.

Miles no dijo nada.

—Lo que quiere saber Cutter —dijo Malcolm—, es si tienes o no algo sobre Kurtz. ¿No sabes dónde vive ni dónde trabaja? ¿Amigos? Nada… ¿tengo razón o tengo razón? ¿Tendremos Cutter y yo que jugar a los detectives además de eliminar a ese cabrón para hacerte un favor?

—La carpeta tiene alguna información —dijo Miles, señalándola de nuevo con la cabeza—. Contiene la dirección de la antigua oficina de Kurtz en Chippewa, el nombre de su antigua socia (una mujer muerta), además del nombre y dirección actual de su antigua secretaria y de algunas personas con las que compartió su tiempo. El señor Fa… la familia me hizo investigarlo cuando el Pequeño Jaco nos informó de que iba a venir a visitarnos. No hay mucho, pero puede ser útil.

—Cuarenta —dijo Malcolm. No era una proposición, era la oferta final—. Eso son solo veinte para Ce y veinte para mí. Y es duro tener que decepcionar a la Mezquita de esa manera, Miles, tío.

—De acuerdo —dijo el abogado—. Una cuarta parte por adelantado, como de costumbre. —Miró a su alrededor y, al no encontrar ninguna amenaza entre los turistas cercanos, entregó su segundo sobre lleno de dinero fácil.

Malcolm sonreía abiertamente mientras contaba los diez mil dólares y se los enseñaba a Cutter. Este, sin embargo, parecía concentrado en las vicisitudes de una ardilla que merodeaba alrededor de un cubo de basura.

—¿Quieres fotos, como siempre? —dijo Malcolm metiéndose el sobre en un bolsillo interior de la chaqueta de cuero.

Miles asintió.

—¿Qué haces con esas fotos, Miles, tío? ¿Te haces pajas con ellas?

Miles ignoró el comentario.

—¿Estás seguro de poder hacerlo, Malcolm?

Durante un segundo, Miles pensó que había ido demasiado lejos. Varias emociones surcaron el rostro de Malcolm, como si el viento agitara una bandera de ébano, pero su reacción final fue humorística.

—Oh, zi —dijo, alzando la vista para compartir su gracieta con Cutter—. El zeñorito Kurtz va a morí.