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Arlene aparcó en la gasolinera Texaco, cerrada y vacía, cuarenta minutos después de recibir la llamada telefónica de Kurtz. Warsaw era, literalmente, una comunidad en mitad de una encrucijada. Era una noche tremendamente oscura. Arlene esperaba encontrarse con el Volvo de Joe, sin embargo, el único vehículo a la vista era un Lincoln Town Car grande y oscuro aparcado en un lateral del aparcamiento de la gasolinera.

Joe Kurtz salió de dentro con el mechero del salpicadero del Lincoln en la mano, hurgó un rato en el depósito de gasolina, y echó a andar hacia ella a la luz del haz de los faros del Buick. Estaba desnudo, sanguinolento, cojeaba, y estaba cubierto de barro. Del lado derecho de su cabellera colgaba un pedazo de piel sangrante, y alrededor de uno de sus ojos, hinchado y cerrado, se formaba una costra.

Arlene hizo el amago de salir del Buick justo en el momento en que el Lincoln Town Car explotó a la espalda de Kurtz y ardió en salvajes llamas. Joe no miró atrás.

Abrió la puerta del pasajero.

—Manta —se limitó a decir.

—¿Qué…? —dijo Arlene, mirándole fijamente. Bajo la luz del techo del Buick su aspecto era peor si cabe.

Kurtz hizo un gesto en dirección al asiento del pasajero.

—Expande la manta. No quiero mancharlo todo de sangre.

Arlene desdobló la manta roja que había traído del sillón situado junto a la ventana de su casa. Kurtz se derrumbó sobre el asiento.

—Conduce —le dijo. Obedeció, y de paso puso la calefacción al máximo.

Estaban ya a kilómetro y medio de Warsaw, aunque el coche ardiendo continuaba siendo un fulgor anaranjado en el espejo retrovisor.

—Tenemos que ir al hospital —sugirió Arlene preocupada.

Kurtz negó con la cabeza. El pedazo ensangrentado de piel del lateral de su cabeza se agitó.

—Parece peor de lo que es. Lo coseremos cuando lleguemos a tu casa.

—¿Lo coseremos?

—De acuerdo —dijo Kurtz, y le sonrió a través de las manchas de sangre y barro—. Tú me coserás mientras yo me bebo un poco del güisqui de Alan.

Arlene condujo en silencio durante un rato.

—¿Entonces vamos a mi casa? —preguntó, sabiendo que Joe nunca le contaría lo que había sucedido aquella noche.

—No —dijo—. Primero vamos a Lockport. Allí está mi coche y espero que mi ropa y cierto maletín.

—Lockport —repitió Arlene mirándolo. Estaba hecho un desastre, pero parecía calmado.

Kurtz asintió, se puso la manta roja sobre los hombros y se mantuvo en su lugar el pedazo de piel con una mano mientras encendía la radio del coche con la otra. Sintonizó una cadena de blues.

—Bueno —dijo con la música de Muddy Waters sonando de fondo—, cuéntame esa cosa tan increíble que ha pasado hoy en la oficina.

Arlene le lanzó una mirada fugaz.

—Ahora no parece tan importante, Joe.

—Cuéntamelo de todas maneras —dijo Kurtz—. Nos queda un largo camino por delante.

Arlene meneó la cabeza, y entonces comenzó a relatarle su tarde, al tiempo que se dirigían al oeste hacia Buffalo, con el blues sonando duro y triste en la radio, y la nieve cayendo suavemente sobre el haz de los faros del Buick.