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—¿Sabes que Sammy violó y asesinó a la mujer que era mi compañera? —dijo Kurtz unos quince minutos más tarde. Llegaron a un ancho y oscuro claro del bosque, iluminado solo por el haz de la linterna de la cabeza de Manny Levine.

—Calla la puta boca. —Levine era muy cuidadoso, nunca se acercaba a menos de tres metros de Kurtz, no dejaba que la cadena se pusiera tirante y jamás apartaba el cañón del Magnum de su objetivo.

Kurtz deambuló por el claro, divisó un enorme olmo en el extremo opuesto, examinó otro árbol cercano, pasó juntó a un tocón, y volvió a mirar a su alrededor.

—¿Y qué pasa si no encuentro el lugar exacto? —dijo Kurtz—. Han pasado doce años.

—Entonces morirás aquí —aseguró Levine.

—¿Y si recuerdo que fue en otro lugar?

—Morirás aquí de todas maneras —insistió el enano.

—¿Y si es aquí?

—Morirás de todas formas, gilipollas —respondió Levine, aburrido—. Eso ya lo sabes. La única pregunta es cómo morirás, Kurtz. Tengo seis balas en el cilindro y una caja entera en el bolsillo. Puedo gastar una o una docena. Tú eliges.

Kurtz asintió. Tomó como referencia la rama torcida de un árbol para orientarse.

—¿Dónde está la pequeña Rachel? —dijo.

Levine le mostró los dientes.

—Está en su casa, tapada y dormidita —dijo el pequeñajo—. El que no está calentito es su padre legal. Está borracho y tirado en el suelo frío de esa cocina pija que tienen. Pero no tan frío como va a estar su verdadero padre dentro de aproximadamente diez segundos si no se calla la jodida boca.

Kurtz recorrió a trompicones los diez pasos que le separaban del árbol.

—Aquí —dijo.

Sin bajar en ningún momento el Ruger Redhawk, Levine se quitó la mochila de la espalda, abrió la cremallera, y le lanzó a Kurtz un objeto metálico pequeño pero pesado.

A Kurtz le costó desdoblar aquella cosa. Era una pala plegable. En el ejército las llamaban «herramientas de trinchera». Era lo más parecido a un arma que podría conseguir, sin embargo no podría usarla como tal a no ser que Manny Levine decidiera acercarse cinco pasos y ponerle la cabeza a tiro. Aún en esas circunstancias, Kurtz no sabía si tendría fuerzas para herir al enano. Encadenado y esposado como estaba, tampoco podría lanzarle la pala a Levine.

—Cava —le ordenó el enano.

El suelo estaba congelado y muy duro. Al principio le desesperó creer que le sería imposible traspasar la corteza de hojas caídas en el terreno. Se puso de rodillas y trató de echar todo su peso sobre la pequeña pala. Al poco, consiguió arrancar los primeros pedazos de tierra y se las arregló para crear un pequeño agujero.

Levine había amarrado el extremo de la cadena a un arbolillo joven. Eso le permitía tener el táser en la mano izquierda y posarlo de vez en cuando en la cadena. Kurtz jadeaba y caía de lado entre espasmos musculares cada vez que al enano le daba por hacerlo. Entonces, sin mediar palabra, se volvía a poner de rodillas y continuaba cavando. El frío le provocaba tales temblores que temía perder la pala de un momento a otro. Al menos el trabajo físico era un simulacro de calor.

Treinta minutos después, Kurtz había excavado ya una zanja de un metro de alto y algo menos de largo. Se encontró con unas cuantas raíces y piedras, pero nada más.

—Ya basta de esta mierda —dijo Manny Levine—. Me estoy congelando los huevos aquí. Tira la pala. —Alzó el Magnum.

—Entierro —dijo Kurtz entre el castañeteo de sus dientes.

—A la mierda —dijo Levine—. Sammy lo entenderá. Tira la jodida pala por ahí. —Echó hacia atrás el percutor del enorme revolver de doble acción.

Kurtz arrojó la pala a un lado de la zanja.

—Espera —dijo—. Algo.

Levine se acercó un poco a la zanja, de tal modo que la linterna iluminaba la pequeña oquedad en el suelo. No se despistó, se quedó al menos a dos metros de donde Kurtz estaba agachado. En cualquier caso, la pala estaba fuera del alcance de Kurtz. La nieve era lo bastante densa para que cuajara en las hojas y el oscuro terreno escasamente iluminado por el círculo de luz.

Un pedazo de plástico negro asomaba por el terreno excavado.

—Espera, espera —resolló Kurtz. Gateó dentro de la zanja y escarbó tierra y raíces con las manos temblorosas.

Ni el frío de la noche ni los doce años que habían pasado enmascararon el ligero olor a descomposición que surgió de la zanja. Manny Levine retrocedió un paso. Su rostro estaba congestionado por la rabia. El percutor del Ruger seguía echado hacia atrás. El cañón apuntaba a la cabeza de Kurtz.

Este descubrió el cráneo, los hombros y el pecho de una figura de apariencia vagamente humana envuelta en plástico de construcción negro.

—De acuerdo —dijo Levine, hablando entre los dientes apretados por la rabia—. Has acabado tu trabajo, gilipollas.

Kurtz levantó la vista. Estaba cubierto de barro y de su propia sangre, temblaba tanto por el frío que tuvo que esforzarse para hablar con claridad.

—Puede que no sea Sammy.

—¿De qué coño me hablas? ¿A cuántos fiambres has enterrado aquí?

—Quizá sea él —dijo Kurtz, tiritando. Sin pedir permiso, se agachó y comenzó a romper el plástico alrededor de la cara de la figura.

Aquellos doce años no habían tratado bien a Sammy Levine. Dos cuencas vacías ocupaban el lugar de sus ojos; la piel y los músculos se habían convertido en una tosca película parecida a una tela de cuero ennegrecido. Al descomponerse los labios, los dientes quedaron al descubierto y el resto de la boca estaba llena de gusanos congelados en el lugar que debería haber ocupado su lengua. Kurtz lo reconoció, así que asumió que su hermano Manny también lo haría. La mano izquierda de Kurtz continuó rasgando el plástico negro de alrededor del cráneo al tiempo que la derecha bajó un poco, rompiendo el de la zona del pecho.

—Estate quieto, coño —dijo Manny Levine. Dio un paso adelante y le apuntó con el Ruger—. ¿Qué cojones es eso?

—Dinero —dijo Kurtz.

El dedo de Levine permaneció tenso en el gatillo, no obstante le pudo la curiosidad y bajó un poco el revólver para echar una mirada dentro de la tumba.

La mano derecha de Kurtz ya había encontrado y abierto el estuche de acero azul que dejó en su día adherido al pecho de Sammy Levine. Extrajo el fardo envuelto en trapos aceitosos, quitó el seguro con el pulgar y apretó cinco veces el gatillo de su vieja Beretta.

El arma no le falló, disparó las cinco balas.

Manny Levine giró sobre sí mismo. El Magnum y el táser se perdieron volando en la oscuridad, y el enano cayó al suelo. La linterna de la cabeza iluminó las hojas caídas en el suelo del bosque. Las plumas de ganso flotaron en el aire frío.

Sin soltar la Beretta aún envuelta en los trapos, Kurtz agarró la pala y se arrastró hacia Levine.

Falló un tiro, pero dos de las balas de nueve milímetros alcanzaron el pecho del enano, una le atravesó la garganta, y la otra le entró por el pómulo izquierdo y le arrancó la oreja al salir.

Los ojos del hombrecillo estaban muy abiertos, sumido en un comprensible estado de shock. Escupió sangre al tratar de hablar.

—Sí, yo también estoy sorprendido —dijo Kurtz. Fortalecido por el subidón de adrenalina que ya tenía previsto, Kurtz usó la pala para rematarlo y buscó en los bolsillos del enano.

Bien.

El teléfono no había sido alcanzado por ninguna bala, permanecía en el bolsillo de su camisa, intacto.

Temblando violentamente, se concentró en marcar el número que memorizó en Attica.

—¿Hola? ¿Hola? —La voz de Rachel era suave, clara, pacífica y preciosa.

Kurtz colgó y llamó a Arlene.

—Joe —dijo ella—. ¿Dónde estás? Hoy ha pasado algo increíble en la oficina…

—¿Estás bien? —dijo Kurtz hablando con dificultad.

—Sí, pero…

—Entonces cállate y escucha. Recógeme en Warsaw, en la Texaco de la intersección, tan pronto como te sea posible.

—¿Warsaw? ¿El pueblecito junto a la veinte? ¿Por qué?

—Trae una manta, un equipo de primeros auxilios, y un estuche de costura. Y date prisa —Kurtz colgó.

Le llevó un minuto registrar el cadáver y encontrar las llaves de las esposas y los grilletes, además de las del coche. El maldito plumífero perforado y sanguinolento era demasiado pequeño para Kurtz. Le costaba ponérselo y ni en sueños podría habérselo abrochado, no obstante se lo colocó como pudo antes de tirar a Levine en la zanja, junto con el Magnum, el móvil, la mochila, el táser, y su propia Beretta de vuelta en su estuche de acero azul. Comenzó la mecánica tarea de llenar de tierra fría la tumba de los dos hermanos.

Se quedó con la linterna de minero, para poder ver lo que estaba haciendo.