El sentido del tiempo de Kurtz era escaso, marcado únicamente por el dolor que iba y venía, y el regreso paulatino y lentísimo del control de sus músculos. Pudo pasar una hora hasta que el pesado vehículo volvió a detenerse. El capó se abrió y Kurtz respiró agradecido el frío aire nocturno, a pesar de que había pasado la mayor parte del trayecto temblando descontroladamente.
—De acuerdo —dijo Manny Levine—, estamos al sur del Perry Center. Por aquí solo hay carreteras comarcales y caminos de gravilla. ¿Dónde coño vamos ahora?
—Tendría que sentarme derecho para poder guiarte —dijo Kurtz.
El enano se echó a reír. Sus dientes eran menudos y amarillentos.
—Ni de coña, Houdini.
—Quieres darle a tu hermano un funeral decente.
—Sí —dijo Levine—. Pero esa es la segunda tarea. La primera es volarte el culo, y no voy a dejar que los sentimientos se interpongan en ello. ¿Adónde vamos ahora?
Kurtz se tomó un segundo para pensar e intentó estirar los brazos. Durante su estancia en el maletero se había dado cuenta de que los grilletes de los tobillos y las esposas de las manos estaban unidos entre sí, además de que había algo sólido detrás de ellas.
—Se acabó el tiempo —dijo Manny Levine. Acercó el táser. La pequeña y fea pistola aturdidora estaba formada por electrodos separados unos siete centímetros entre sí. Dispuso cada uno de esos electrodos metálicos a ambos lados de la oreja derecha de Kurtz y mantuvo apretado un instante el gatillo.
Kurtz gritó. No tuvo otra opción. Su visión, ya borrosa por la sangre que le caía del cuero cabelludo, se tornó anaranjada, pasó al rojo y desapareció durante un rato. Cuando al fin pudo ver y pensar de nuevo, se encontró a Levine sonriendo delante de él.
—A algo más de medio kilómetro pasando la carretera comarcal 93 —masculló Kurtz—. Es un camino de gravilla. Coge por el oeste camino de los árboles hasta que termine.
Levine le puso los electrodos en los testículos y apretó el gatillo. El grito de Kurtz se apagó mucho después de que Levine cerrara el capó y comenzara a conducir de nuevo.
El capó se abrió otra vez. Ahora caía nieve sobre el fulgor rojizo de las luces de frenos.
—¿Listo para enseñarme el lugar? —dijo el enano.
Kurtz asintió, precavido. Incluso el más mínimo movimiento le resultaba doloroso. Pese a todo, quería mostrarse más grave de lo que en realidad estaba.
—Ayúdame —gimió. Ese era el plan A. Si iba a liderar el paso, Levine tendría que desencadenarle del maletero y quitarle los grilletes de los tobillos para que pudiera andar. Quizá tuviera que liberarle también de las esposas y si se le acercaba lo suficiente le sería posible agarrarle o algo así. Por supuesto, no se podía decir que fuera un plan muy elaborado; no era capaz de dar más de sí en aquel momento.
—Claro, claro —dijo Levine con voz amable. La descarga del táser sacudió esta vez el brazo de Kurtz.
Destellos. Negrura.
Kurtz yacía de costado en el gélido suelo. Abrió el ojo bueno, sin saber a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado. Juraría que no mucho.
Después de la descarga en el brazo, Levine le sacó del maletero, y obviamente no fue muy cariñoso; Kurtz sintió un diente roto en un lateral de la boca. Ahora tenía las manos esposadas delante del cuerpo. En circunstancias normales, eso serían buenas noticias, sin embargo, las esposas estaban ancladas a los grilletes de los tobillos, al estilo de las prisiones estatales, y una cadena de eslabones finos, de unos cinco metros de largo, llegaba a las manos de Levine.
Levine iba ataviado con un gorro de lana con orejeras, un grueso chaquetón de pluma de oca, una mochila naranja, y uno de esos sets de senderismo nocturno con una linterna sostenida en la cabeza por unas coloridas correas. En una persona normal, el atuendo sería un poco absurdo, en el enano resultaba extrañamente grotesco. Quizá fuera el táser en la mano izquierda, la cadena perruna en la derecha, o el enorme revólver Ruger del cinturón lo que le quitaba toda la gracia.
—Levántate —dijo Levine. Tocó la cadena de perro con el táser. Kurtz sufrió fuertes espasmos y temblores, de hecho casi se mea encima. Cayó de rodillas. Levine se guardó el táser en el bolsillo inferior del chaquetón y le apuntó con el Ruger mientras, lenta y dolorosamente, Kurtz se ponía en pie. Conservó la verticalidad al modo de un niño pequeño dando sus primeros pasos. Kurtz podría arrojarse encima de Levine, pero eso significaría caminar a trompicones los tres metros que los separaban mientras el enano le vaciaba el cargador del revólver. Entretanto, aunque el suelo congelado estaba libre de nieve a este lado del lago, los copos comenzaban a caer por entre las ramas de los árboles. Kurtz sufrió violentos escalofríos, no podía parar de temblar. Se preguntó si la hipotermia le mataría antes que Levine.
—Vamos —dijo Levine, agitando la cadena.
Kurtz miró a su alrededor para familiarizarse con el entorno y comenzó a avanzar dando traspiés por el oscuro bosque.