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Kurtz detuvo bruscamente el Volvo a un lado de la carretera, abrió la puerta y salió rodando por el césped.

El teléfono no dejaba de sonar.

Semtex, pensó Kurtz, C4.

Los israelíes y palestinos se habían especializado en las bombas activadas por medio de teléfonos móviles.

¡Mierda, el dinero!

Regresó al coche, cogió el maletín y lo puso a una distancia prudencial del vehículo.

El teléfono seguía sonando. Kurtz se dio cuenta entonces de que estaba apuntando con la pistola H&K del 45 a un teléfono móvil.

¿Qué coño pasa conmigo?

Recuperó el maletín, se guardó la pistola en el bolsillo, cogió el teléfono y apretó el botón para contestar.

—¿Kurtz? —Era una voz desconocida de hombre—. ¿Kurtz? —repitió.

Kurtz permaneció callado, a la escucha.

—Kurtz, estoy sentado frente a una casita en Lockport. Veo a la niña pequeña en la ventana. En diez segundos voy a llamar a la puerta, matar a ese idiota que se hace pasar por su padre y sacar a esa zorrita adolescente de su habitación para pasar un buen rato con ella. Adiós, Kurtz. —El hombre colgó.

En circunstancias normales, el tiempo para cubrir el trayecto entre Orchard Park y Lockport era de unos treinta minutos. Kurtz tardó diez. Llegó a coger ciento cincuenta en la I-90 y casi esa misma velocidad por las calles de Lockport.

Los neumáticos rechinaron, quejándose, cuando se detuvo en seco delante de la casa de Rachel.

La puerta de la verja estaba abierta.

Kurtz saltó por encima con la 45 preparada. La puerta delantera estaba cerrada, la planta baja a oscuras. Kurtz decidió acceder por la entrada de atrás. Dio la vuelta a la casa, sin correr, dándose prisa pero atento. El corazón le latía con fuerza en el pecho.

Algo surgió de los malditos arbustos cuando pasó junto a ellos.

Kurtz levantó demasiado tarde la 45. Un hombre enfundado en una especie de uniforme de camuflaje sostenía algo negro y abultado en la mano derecha.

Una enorme y calurosa fuerza explotó contra el pecho de Kurtz y todas las luces se le apagaron.