Ahora existía una sucursal de Ted’s en Orchard Park y otra en Cheektowaga, pero Kurtz condujo hasta el centro para ir a su establecimiento habitual de Ted’s, en Porter, cerca del Peace Bridge. Se pidió tres perritos calientes jumbo con todo, incluyendo salsa caliente, una ración de aros de cebolla y un café. Colocó la bandeja de cartón en una mesa en la terraza con vistas al río. Unas cuantas familias, varios hombres y mujeres de negocios y un par de mendigos tomaban también allí su almuerzo. Las hojas caían con parsimonia de un enorme y viejo arce. El tráfico que pasaba por Peace Bridge sonaba de fondo, apenas perceptible.
Había muchas cosas imposibles de conseguir en Attica, y los perritos calientes de Ted’s eran una de ellas. Kurtz recordaba las noches de invierno en Buffalo, años atrás, antes de que el Ted’s de Sheridan construyera su sala interior. A medianoche, a diez grados bajo cero y con un metro de nieve alzándose del suelo, treinta personas se alineaban en la entrada para comprar sus perritos.
Cuando terminó, condujo al norte por la autopista de Scajaquada hacia Youngman, luego al este por la de Millersport, y de nuevo al noreste para cubrir los aproximadamente veinte kilómetros restantes hasta Lockport. No le costó demasiado encontrar la casita de la calle Lilly. Kurtz detuvo el coche al otro lado de la calle y se quedó allí unos minutos. Era la típica casa de ladrillos blancos de Lockport, bien situada en un buen barrio. Arboles de hoja amarillenta flanqueaban la calle, formando con su caída un desigual manto marchito en la calzada. Kurtz observó las ventanas del segundo piso y se preguntó cuál de ellas sería la de su dormitorio.
Arrancó el coche y condujo hasta la escuela más cercana. No aparcó, se limitó a pasar al lado a poca velocidad. Los polis no eran muy tolerantes en lo referente a las escuelas públicas, y no serían especialmente generosos con un asesino que acababa de salir con la condicional y ni siquiera había visitado aún a su agente.
Era un edificio simple. Kurtz había esperado otra cosa, pero no tenía claro el qué. Los niños de la escuela secundaria no salían afuera para el recreo. Echó un vistazo a su reloj y dio la vuelta para volver a la ciudad, tomando estaba vez la 990 para ahorrar tiempo.
Arlene fue la primera en entrar en el sex shop. El establecimiento estaba situado a media manzana de la estación de autobuses. Los cristales de incontables botellas rotas crujieron bajo sus pies. Una jeringa usada reposaba en la esquina del vestíbulo que conducía al interior de la tienda. La mayor parte del escaparate estaba llena de pintadas, aunque el cristal estaba tan sucio que de todos modos hubiera resultado imposible ver nada del interior.
Por dentro era igual que todos los sex shop que Kurtz había visto. Un tipo aburrido con la cara llena de granos leía una tabla de apuestas hípicas tras el mostrador, tres o cuatro hombres examinaban los videos y revistas de las estanterías, una drogata vestida de cuero negro echaba un vistazo a los clientes, y un gran surtido de consoladores, vibradores y otros juguetes sexuales eran visibles a través del cristal de una vitrina. La única diferencia es que ahora la mayoría de los videos se habían pasado al DVD.
—¡Eh, Tommy! —le dijo Arlene al hombre de detrás del mostrador.
—¡Qué hay, Arlene! —replicó Tommy.
Kurtz miró a su alrededor.
—Es un lugar muy agradable —dijo—. ¿Vamos a hacer las compras navideñas tan pronto?
Arlene lideró la travesía por el estrecho pasillo, que pasaba junto a las cabinas de los peep-shows, un baño con un cartel escrito a mano, «Ni se os ocurra cagar aquí, gilipollas», y terminaba en unas empinadas escaleras al traspasar una cortina de bolas y una puerta sin rotular.
El sótano era alargado, polvoriento, y olía a mierda de rata. Estaba dividido en dos partes por unas cortinas bajas. En tres de las paredes quedaban sendas estanterías vacías, restos de la antigua disposición del sótano. Unas mesas largas y arañadas decoraban la división cercana a la puerta, y un escritorio de metal la zona interior.
—¿Salidas? —preguntó Kurtz.
—Eso es lo mejor —dijo Arlene.
Le mostró una entrada trasera independiente de la tienda de videos que daba a unos altos escalones de piedra y una puerta con refuerzos de hierro que conducía a un callejón. De vuelta al sótano, se acercó a una de las estanterías y la abrió, revelando otra puerta. Se sacó una llave del bolso y descorrió el cerrojo de la puerta. Detrás apareció un garaje subterráneo vacío.
—Este lugar solía ser una librería de verdad. Accesoriamente, vendían heroína en la sección de ciencia ficción, aquí abajo. Les gustaba tener varias salidas.
Kurtz miró a su alrededor y asintió.
—¿Líneas telefónicas?
—Cinco. Supongo que les hacían muchas consultas sobre literatura de ciencia ficción.
—No necesitamos cinco —dijo Kurtz—. Con tres estará bien. —Examinó los enchufes de las paredes—. Sí, dile a Tommy que esto nos servirá.
—No tiene buenas vistas.
—Eso no importa —dijo Kurtz.
—A ti no —objetó Arlene—, si la cosa funciona igual que siempre no vas a pasar mucho tiempo aquí. Yo voy a mirar estas cuatro paredes nueve horas al día. Ni siquiera me daré cuenta de en qué estación estamos.
—Esto es Buffalo —dijo Kurtz—. Siempre es invierno.
Llevó a Arlene a su casa en la ciudad y la ayudó a cargar las cajas de cartón con los efectos personales que había recogido al despedirse del despacho de abogados del centro comercial. No había mucho. Una foto enmarcada de ella y Alan, otra foto de su hijo muerto, un cepillo para el pelo y algún que otro cachivache más.
—Mañana alquilaremos los ordenadores y compraremos los teléfonos —dijo Kurtz.
—¿Qué? ¿Con qué dinero?
Kurtz extrajo el sobre blanco de su chaqueta y le dio trescientos dólares en billetes de cincuenta.
—¡Uau! —dijo Arlene—. Si hay suerte con esto podremos comprar el auricular de un teléfono.
—Tienes que tener algo de dinero ahorrado —dijo Kurtz.
—¿Me estás proponiendo que sea tu socia?
—No —dijo Kurtz—. Pero te pagaré el interés habitual por el préstamo.
Arlene suspiró antes de asentir.
—Esta noche necesitaré otra vez tu coche.
Arlene sacó una cerveza del frigorífico sin ofrecerle a él una. Vertió un poco del contenido de la lata en un vaso limpio y se encendió un cigarrillo.
—Joe, ¿sabes lo que va a pasarle a mi vida social si te presto tanto el coche?
—No —dijo Kurtz, deteniéndose junto a la puerta—. ¿Qué?
—Absolutamente nada.