La oficina del sótano estaba inundada de policías y personal sanitario. Media docena de los policías eran detectives de paisano, uno de ellos una mujer de cabello castaño rojizo. Apartó a un lado a Arlene mientras los otros se reunían alrededor del cuerpo de Cutter y hablaban.
—¿Señora Demarco? Soy la agente O’Toole, la agente de la condicional de Joe Kurtz.
—Pensé que era… de homicidios —dijo Arlene. No había parado de temblar, a pesar de la manta térmica que uno de los enfermeros le colocó por encima tras comprobar que estaba en perfecto estado de salud.
Peg O’Toole negó con la cabeza.
—Me han llamado porque alguien sabía que yo era la agente de la condicional del señor Kurtz. Si estuvo involucrado en algo de esto…
—No lo estuvo —dijo Arlene enseguida—. Joe no estaba aquí. No sabe nada de este asunto.
La agente O’Toole asintió.
—Aun así. Si está involucrado lo mejor será que tanto usted como él nos lo digan enseguida.
Arlene tuvo que calmar el temblor de la mano para beber del vaso desechable de agua que le dio uno de los detectives de homicidios.
—No —dijo con firmeza—. Joe no estaba aquí. Joe no tuvo nada que ver con esto. Miré el monitor y vi a este… a esta persona… entrar y rajar a Tommy. Después fue a por los otros dos hombres. Luego bajó aquí.
—¿Cómo sabía él que existía este sótano, señora Demarco?
—¿Cómo quiere que sepa yo eso? —dijo Arlene. Sus ojos se encontraron con los de la agente de la condicional.
—¿Significa algo para usted el nombre de James Walter Heron?
Arlene negó con la cabeza.
—¿Es ese… su nombre?
—Sí —dijo la agente O’Toole—. Aunque en la ciudad se le conoce como Cutter. ¿Le suena de algo?
Arlene negó de nuevo con la cabeza.
—¿Y nunca lo había visto antes?
Arlene soltó el vaso de agua.
—Ya se lo he dicho a seis agentes de policía. No conozco a ese hombre. Si lo he visto en la calle o en algún otro sitio… bueno, no lo conozco. De todos modos, ¿quién iba a reconocerlo con todas esas horribles quemaduras?
O’Toole se cruzó de brazos.
—¿Tiene alguna idea de cómo se hizo esas quemaduras?
Arlene negó con la cabeza y apartó la vista de ella.
—Lo siento, señora Demarco. Entienda que una de esas pruebas que los agentes le han realizado nos dirá si usted ha disparado realmente ese arma.
Arlene se miró la mano y luego a la agente de la condicional.
—Bien —dijo—. Entonces sabrán que Joe no tuvo nada que ver.
—¿Tiene alguna idea de dónde podríamos encontrar al señor Kurtz? —preguntó la agente O’Toole—. Ya que esta es su oficina, tenemos algunas preguntas que hacerle.
—No. Me dijo que tenía una reunión esta tarde, pero no sé dónde ni con quién.
—¿Le dirá que nos llame en cuanto hable con él?
Arlene asintió.
Uno de los detectives de paisano se acercó a ellas portando las gafas de visión nocturna en una bolsa de plástico.
—Señora Demarco, ¿me respondería a otra pregunta, por favor?
Arlene esperó a que la hiciera.
—¿Dice que el asaltante llevaba esto puesto cuando entró en el sótano?
—No —Arlene tomó aliento—. No he dicho eso. Lo que le he contado a los otros policías es que… el hombre… el hombre se sacó eso del bolsillo del chubasquero y se lo puso delante de los ojos.
—¿Antes o después de romper las bombillas con el paraguas? —preguntó el agente.
Arlene se las arregló para sonreír un poco.
—No había otra luz, agente. No podría haberlo visto sacarse esas gafas raras del bolsillo si lo hubiera hecho después de romper las bombillas, ¿verdad?
—No, supongo que no —dijo el detective—. Estaba muy oscuro, ¿cómo pudo ver al asaltante para poder dispararle?
—No le vi —le dijo Arlene sin faltar a la verdad—. Pero sí podía olerle y oírle… y sentirle cuando se arrastró hacia mí. —Comenzó a temblar de nuevo. La agente O’Toole le tocó el brazo.
El detective de homicidios le tendió las gafas de visión nocturna a un ayudante y se frotó la barbilla con la mano, pensativo.
—Estoy segura de que no las llevaba cuando le vi por el monitor arriba en la tienda —aseguró Arlene.
—Sí —convino el policía—. Hemos visto la cinta. —El hombre se dirigió a la agente O’Toole—. Pertenece al arsenal de Dunkirk. Acabamos de hacer una redada en un almacén cercano a la Universidad de Nueva York donde Kibunte tenía guardadas otras armas. Los Blood las usaban para esa guerra que mantienen con los gilipollas de los supremacistas. Si no nos hubieran dado el chivatazo de la localización de ese lugar antes de que llegaran allí los Blood, Buffalo se habría convertido en una especie de Beirut en un mal día.
O’Toole asintió, obviamente recelosa de hablar sobre aquel tema delante de Arlene.
—¿Esta lista para venir con nosotros a la comisaría, señora Demarco? —le preguntó a Arlene el policía.
Arlene se mordió el labio.
—¿Estoy arrestada?
El policía soltó una carcajada.
—¿Por pararle los pies a ese Cutter después de que hoy matara al menos a tres personas? No me sorprendería que el alcalde le diera una medalla. —El poli se quedó callado cuando advirtió la mirada de O’Toole—. No, señora Demarco —dijo formalmente—. En este momento no está arrestada. Habrá una investigación, por supuesto; tendrá que contestar a muchas preguntas esta noche y ponerse a disposición de los agentes investigadores en los próximos días, pero seguro que estará en casa antes de… —miró su reloj— las once como mucho.
—Bien —dijo Arlene—. Quiero ver los informativos locales.
Quizá así me entere de lo que ha pasado aquí.