Don Farino reunió a todo el mundo en el salón de baile de la mansión. Kurtz nunca había estado en un salón de baile, siempre le divertía leer esa expresión en los libros, y tenía curiosidad por ver cómo era uno exactamente. Tras sentarse en él, seguía sin saberlo. La sala era enorme y oscura, unos gruesos cortinajes caían frente a las profundas ventanas saledizas de tal modo que a los que estaban dentro no les era posible distinguir si era de noche o de día fuera. Varías estanterías repletas de libros decoraban las paredes, además de dos chimeneas sin encender y múltiples zonas para sentarse aquí y allá, al modo del vestíbulo de un hotel. Había seis personas en el salón, contando a los dos guardaespaldas trajeados. Don Farino presidía la reunión en su silla de ruedas, junto a una lámpara de pantalla negra. Sophia se sentaba en una ostentosa silla a la derecha del don, Kurtz en un sofá de cuero mullido pero incómodo, y frente a todos ellos el abogado Leonard Miles en una silla de respaldo recto. Los dos guardaespaldas estaban de pie detrás de Miles, con las dos carnosas manos cruzadas delante de la entrepierna.
Kurtz fue recibido en la cancela exterior y se le ordenó dejar el Volvo aparcado fuera del complejo. Se preguntó si tenían miedo de que se tratara de un coche bomba. Los dos matones de seguridad le cachearon con mucho cuidado. No encontraron nada, la pistola H&K de polímero estaba guardada bajo el asiento delantero del coche. Lo transportaron hasta la casa en el carrito de golf. Era un día frío y gris, a pesar de que tan solo eran las cuatro de la tarde, ya empezaba a caer la oscuridad.
El viejo don saludó a Kurtz con un asentimiento cortés y le indicó con la mano dónde debía sentarse. Sophia estaba encantadora con su vaporoso vestido azul y una sonrisa dibujada en el rostro que por poco no llegaba a ser burlona. Miles, el abogado, parecía nervioso.
Los cuatro permanecieron sentados, guardando silencio, durante lo que pareció un larguísimo momento. Kurtz se entretuvo en arrancarse un hilo de una de las costuras del pantalón gris. No se ofrecieron bebidas.
—¿Ha visto u oído las noticias de hoy, señor Kurtz? —dijo el viejo por fin.
Kurtz negó con la cabeza.
—Parece que las bandas de negros de la ciudad y algunos grupos de supremacía blanca están en guerra —continuó don Farino.
Kurtz no dijo nada.
—Un informador anónimo hizo saber a los supremacistas que cuatro de sus miembros habían sido asesinados por unos pandilleros de los Blood —prosiguió con voz rasposa pero divertida—. Alguien, es posible que el mismo informador, le comunicó a los Blood que una banda callejera rival había comenzado un fuego en uno de sus lugares de reunión. Por si fuera poco, la policía recibió esta mañana otra llamada conectando la muerte de un detective de homicidios con el mismo grupo de los Blood. De tal modo que al final nos encontramos en una situación en la cual tenemos a los negros disparándole a los demás negros, a los policías destrozando a los pandilleros y a los idiotas de la supremacía blanca peleándose contra todo el mundo.
Tras un silencio denso, Kurtz habló por fin:
—Parece que el tal Anónimo ha estado ocupado.
—Ciertamente —convino don Farino.
—¿Le importa lo más mínimo que los negros se maten entre ellos o si los tipos de las Naciones Arias viven o mueren? —le preguntó Kurtz.
—No —reconoció don Farino.
Kurtz asintió y esperó.
El patriarca de la mafia bajó una mano junto a la silla de ruedas y cogió un pequeño maletín de cuero del suelo. Cuando el viejo lo abrió, Kurtz reparó en los fajos de billetes de cien dólares que contenía.
—Cincuenta mil dólares —dijo don Farino—, tal como acordamos.
—Más gastos —apuntó Kurtz.
—Todos los gastos incluidos. —El don cerró el maletín y lo devolvió a su lugar—. Si es que nos ha traído alguna información útil…
Kurtz hizo un gesto con las manos.
—¿Qué le gustaría saber?
Los legañosos ojos del viejo se mostraron fríos al escudriñar el rostro de Kurtz.
—¿Quién mató a nuestro contable Buell Richardson, señor Kurtz?
Kurtz sonrió y señaló con el dedo a Leonard Miles.
—Él lo hizo. El abogado lo hizo.
Miles se levantó de su asiento como una exhalación.
—Eso es una maldita mentira. Nunca he matado a nadie. ¿Por qué estamos escuchando estas patrañas cuando…?
—Siéntate, Leonard —ordenó don Farino con tono monocorde.
Los dos matones trajeados dieron unos pasos al frente y pusieron sus fuertes manos sobre los hombros de Miles.
El abogado se sentó.
—¿Qué pruebas tiene de ello, señor Kurtz? —preguntó don Farino.
Kurtz se encogió de hombros.
—Malcolm Kibunte, el traficante de drogas que se encargó de matar a Richardson, me dijo que Miles lo había contratado para el trabajo.
Miles volvió a levantarse.
—Nunca he visto a Malcolm Kibunte fuera de un juzgado donde le defendiera. Rechazo este absurdo…
Farino asintió y los matones volvieron a acercarse al abogado. Miles se sentó de nuevo.
—¿Por qué iba Leonard a hacer tal cosa? —ronroneó Sophia suavemente.
Kurtz clavó los ojos en ella.
—Quizá tú lo sepas.
—¿Qué se supone que significa eso? —le preguntó.
—Significa que Malcolm y su colega Cutter eran los asesinos y Miles el intermediario. Sin embargo, quizá otro miembro de la familia le daba las órdenes a Miles.
Sophia sonrió complacida y miró a su padre.
—Papá, el señor Kurtz está loco.
Farino no dijo nada. El viejo se frotó la barbilla con la mano veteada de manchas.
—¿Por qué hizo Miles matar a Buell Richardson, señor Kurtz?
—El contable se tropezó con unos cuantos millones de dólares lavados con los recursos de la familia —dijo Kurtz—. Sabía que no procedían de los ingresos de las actividades habituales. Quiso una parte.
Don Farino se echó hacia delante en su silla.
—¿Cuántos millones de dólares?
Sophia no había dejado de sonreír.
—Sí, Joe, ¿cuántos millones de dólares? —En el momento que su hija usó el nombre de pila de Kurtz, don Farino la atravesó con la mirada durante un instante, aunque enseguida volvió a centrarse en Kurtz.
Kurtz se encogió de hombros.
—¿Cómo coño iba a saberlo? El Pequeño Jaco sabía que pasaba algo raro, por eso me sugirió que me pusiera en contacto con usted, don Farino. A él no le importaba una mierda la desaparición del contable.
Farino parpadeó sorprendido.
—¿Qué me está diciendo? ¿Por qué iba a estar Stephen interesado?
Kurtz suspiró. Le hubiera gustado llevar un arma encima, pero ya era tarde para eso.
—Jaco comenzó a joder la marrana con el negocio de la droga, comenzó a probar el producto, y acabó en la cárcel. Tanto usted como las otras familias dejaron que eso ocurriera.
Farino le dedicó una mirada punzante.
—Señor Kurtz, a las familias de Nueva York les costó casi veinte años entenderse con los colombianos, mexicanos, vietnamitas y todos los demás…
—Sí, sí —interrumpió Kurtz—, me lo sé todo respecto a sus pequeños tratados, arreglos y reparto de trozos de pastel. ¿A quién coño le importa? Jaco la jodió al introducir más heroína en las calles y de paso meterse más dinero en el bolsillo, y usted dejó que lo atraparan. Sin embargo, alguno de los contactos de la familia volvió a abrir las compuertas de la presa. El Pequeño Jaco piensa que es una última ofensiva contra usted, don Farino.
—¡Está loco! —gritó Miles, levantándose por tercera vez de su silla.
Kurtz miró al abogado.
—Los secuaces de Malcolm Kibunte asaltaron el arsenal militar de Dunkirk el pasado agosto…
—¿Qué tiene eso que ver con este asunto? —espetó Sophia.
—Y Miles y quienquiera que le esté patrocinando han estado intercambiando las armas por yaba, china white y recetas avanzadas de metanfetaminas procedentes de Vancouver.
—¿Vancouver? —repitió don Farino, realmente sorprendido—. ¿Quién está en Vancouver?
—Las tríadas —dijo Kurtz—. Malcolm enviaba las armas por tierra. Las drogas pasaban por los controles de frontera de Niágara junto con las menudencias electrónicas mandadas por las familias de Vancouver. Malcolm y sus chicos interceptaron los otros camiones de Florida y Nueva York para enmascarar lo que estaban haciendo realmente. Usaban los contactos de la familia para conseguir aquí la heroína y la yaba, y entonces lanzaban esa mierda al mercado de la calle, creando una nueva generación de adictos.
Se produjo un silencio. Don Farino clavó los ojos en Leonard Miles.
—¿Intercambiaste armas por droga con nuestros enemigos mortales?
—Eso es mentira. —El tono de Miles había perdido el miedo.
—William —le dijo don Farino a uno de los guardaespaldas—. Charles —le dijo al otro.
Los dos guardaespaldas dieron un paso al frente y se sacaron dos revólveres del 38 de cañón largo de las cartucheras de hombro.
—Llevaos al señor Miles afuera y hacedle hablar. —El anciano sonaba muy cansado—. Después, llevadlo a alguna parte y matadlo.
William y Charles se quedaron quietos allí de pie. No apuntaron sus armas hacia Miles, por el contrario, uno encañonó a don Farino y el otro a Kurtz.
Leonard Miles dejó de actuar como si estuviera desesperado y muerto de miedo. Allí de pie, en medio de los dos guardaespaldas, su sonrisa resultaba especialmente perversa.
—Más de ciento veinte millones de dólares —dijo en tono coloquial—. En sus propias narices, viejo. ¿Pensaba que no iba a gastar un poco para comprar a los empleados de la familia?
Don Farino levantó la cabeza. Sophia parecía meditabunda. Kurtz estaba sentado muy quieto, con las palmas de las manos posadas sobre los muslos.
—William, Charles —dijo Miles—. Matad al anciano y a este bastardo de Kurtz. Aquí. Ahora.
Se sucedieron cuatro disparos. El salón se llenó del hedor de la pólvora y la sangre.