Arlene se levantó a la hora habitual, poco antes de que la noche gris de Buffalo dejara paso al amanecer gris de Buffalo. Ya se había bebido la mitad del café matutino cuando se asomó por la ventana de la cocina y reparó en el Buick aparcado junto a la acera.
Salió al exterior en bata. El coche estaba cerrado y las llaves en el buzón. No había ni rastro de Joe.
Más tarde, tras aparcar el coche y usar la entrada del callejón para acceder a la oficina del sótano del sex shop, se encontró con un sobre blanco encima de su ordenado escritorio.
Tres mil dólares en efectivo. El sueldo de noviembre.
Joe apareció por la puerta de atrás cerca del mediodía. Le habían cortado el pelo a navaja, lucía un rostro bien afeitado y olía a una colonia deportiva. Su atuendo consistía en un traje gris cruzado de Perry Ellis, una camisa blanca, una clásica corbata de motivos verdes y dorados, y unos delicados zapatos marrones nuevos, muy pulidos.
Arlene sabía que a Joe siempre le había gustado la combinación príncipe de Gales de traje gris y zapatos marrones.
—¿Acaso has heredado dinero de algún difunto? —le preguntó.
Kurtz sonrió.
—Podría decirse así.
—¿Cómo volviste esta mañana a la ciudad desde mi casa?
—Existen esas cosas llamadas taxis —dijo Kurtz.
—No se ven muchos en Cheektowaga —comentó Arlene—. Es una ciudad de autobuses.
—Hay muchas otras cosas que se ven poco por Cheektowaga. He venido a la oficina en coche.
Arlene alzó una de sus cejas pintadas.
—¿En coche? ¿Ahora tienes coche propio?
—Es un utilitario —dijo Kurtz—. Un Volvo sedán del 88, del concesionario Cheaper Charlie de Amherst. Tiene cuatro ruedas, es lo que importa.
Arlene tuvo que sonreír.
—Nunca entenderé tu cariño por los Volvo.
—Son seguros —respondió Kurtz.
—Al contrario que todas las demás cosas de tu vida.
Hizo una mueca.
—Son aburridos, los hay por todas partes. Nadie ha prestado nunca atención a un Volvo que le estuviera siguiendo. Son como los chinos, todos iguales.
Arlene no le discutió nada de eso. Permaneció en silencio mientras Kurtz se quitaba cuidadosamente la chaqueta y los pantalones y los colgaba en los ganchos de la pared con sus respectivas perchas. Se aflojó la corbata y se echó en el sofá.
—Despiértame a las tres, ¿te importa? —le pidió—. Tengo una importante reunión de negocios a las cuatro.
Kurtz cruzó las manos delante de su pecho y antes de un minuto ya roncaba suavemente.
Arlene tecleaba y abría los cajones de los archivos con suavidad, teniendo cuidado de no despertar a Joe. Sabía que no iba a necesitar que ella lo llamara, siempre se despertaba cuando quería. Como dándole la razón, varios minutos antes de las tres de la tarde, Kurtz abrió los ojos y miró a su alrededor con esa comprensión inmediata de la situación que tanto maravillaba y a la vez desconcertaba a Arlene.
Se vistió rápido. Se colocó la chaqueta, se abrochó el botón del cuello y se aseguró de que la corbata estaba perfectamente anudada y los puños bien alineados.
—Solo te falta el sombrero —dijo Arlene. Joe salió por la puerta de atrás, con las llaves en la mano. Arlene no le preguntó por su cita, y él no le comentó nada al respecto antes de marcharse. La experiencia le decía que bien podría tratarse de un asunto mundano, como ir al banco a pedir un préstamo, o de algo bien distinto, algo de lo que podría no regresar jamás. Ella nunca preguntaba. Joe casi nunca le decía nada.
Arlene terminó de enviar varios correos electrónicos que tenía pendientes. Se preguntó si debería comentarle a Joe que su negocio de búsqueda de antiguos amoríos iba a darle unos beneficios de entre ocho y diez mil dólares solo el primer mes. Decidió esperar.
Eran casi las cinco. Ya había terminado de realizar las búsquedas y mandar los avisos de aquel día a la web cuando un movimiento inusual en el pequeño monitor de seguridad llamó su atención.
Un hombre monstruoso con el rostro medio quemado había entrado por la puerta principal del sex shop. Uno de los ojos era protuberante bajo el aparatoso vendaje, y solo sobrevivían unos pocos mechones de cabello ralo y blanquecino sobre el cráneo roto y chamuscado. El hombre iba ataviado con un chubasquero abierto; las improvisadas vendas y las quemaduras de su pecho eran visibles incluso en un monitor con tan poca resolución.
Tommy, el dependiente, trató de coger la escopeta que guardaba bajo el mostrador.
El monstruo agarró a Tommy por la coleta, le echó la cabeza hacia atrás y le cortó el cuello de oreja a oreja con un despiadado movimiento.
Solo había dos clientes en el establecimiento. Uno de ellos corrió hacia la puerta principal, pero el monstruo se giró con rapidez y lo abrió en canal desde el hueso del pubis hasta el cuello. El hombre se derrumbó cerca de la entrada y se precipitó contra la vitrina de cristal.
El otro cliente abrazó varias revistas guarras contra su pecho y corrió entre los expositores con la intención de esconderse. El monstruo le siguió. Le bastaron tres largos pasos. La cámara enfocaba el reflejo del monstruo en el espejo, bajando el cuchillo tres, cuatro y hasta cinco veces.
El aliento de Arlene se le congeló en el pecho. Levantó el teléfono y llamó al número de emergencias. Una voz le respondió. Arlene fue incapaz de articular palabra. No podía apartar los ojos del monitor de seguridad.
Al monstruo del chubasquero abierto se le agitaron los vendajes como los de una momia y se le distorsionó el rostro cuando echó a correr camino del corto pasillo que llevaba al sótano. Hacia ella.