Kurtz aparcó al lado de la vieja camioneta con remolque que pertenecía a Doc. La nieve comenzaba a apretar. El negro cielo parecía fundirse con los oscuros edificios a su alrededor. Kurtz se metió el revólver del 38 en el bolsillo de la chaqueta, se aseguró de tener balas extra en el otro bolsillo exterior y echó a andar por el resbaladizo aparcamiento hacia las fauces de la fundición abandonada.
En cuanto Kurtz entró por las puertas abiertas supo que algo iba mal. Todo tenía el mismo aspecto y el mismo olor; el frío metal, las gélidas chimeneas abiertas, los enormes crisoles colgando allí arriba como grandes cucharones de sopa, los montones de escombros y caliza, los varios puntos de luz de algunas lámparas aquí y allá, y el distante fulgor de la sala de control de Doc a diez metros de altura. Pero algo iba mal. A Kurtz se le erizó el vello de la nuca y escalofríos le recorrieron la piel.
En lugar de caminar por el sendero flanqueado por montones de pedazos de negro carbón, Kurtz se agachó y esprintó hacia la laberíntica senda de oxidada maquinaria de la derecha. Se detuvo tras un muro bajo de hierro, con el revólver en la mano.
Nada. Ningún movimiento. Ningún sonido. Ni siquiera un amago de ambas cosas.
Kurtz se quedó un momento donde estaba, asegurándose de que se encontraba a cubierto, conteniendo el aliento. No tenía ni idea de qué era lo que le había causado esa mala sensación, sin embargo, prestarle atención a esa clase de detalles fue lo que le mantuvo con vida once años en prisión, y más teniendo en cuenta que la mayor parte de ellos habían puesto precio a su cabeza.
Sin apartarse de las sombras, Kurtz trató de llegar a la sala de control. Por un breve momento consideró la idea de escapar y correr hasta el Buick. Para hacer eso tendría que exponerse demasiado. Si todo iba bien y Doc estaba allí arriba esperándole, Kurtz se avergonzaría un poco por montar este teatrillo melodramático, aunque un poco de vergüenza era mejor que una bala en la cabeza.
Kurtz se movía alrededor del borde del enorme espacio, avanzando hacia la sala de control en cortos intervalos de cinco metros o menos, ocultándose siempre tras cañerías y máquinas que fueron dispuestas allí arbitrariamente. Progresó hacia delante siempre al amparo de las negras sombras, nunca a tiro de las otras zonas oscuras. Apenas hizo ruido. Esto funcionó para las dos terceras partes del camino, hasta llegar al final de la maquinaria. Le seguían quedando unos veintitantos metros de espacio abierto para alcanzar la escalerilla de acero que conducía a la sala de control de Doc.
Kurtz pensó en llamar a Doc de un grito, aunque descartó rápido la idea. Incluso si le habían visto entrar, era probable que ahora mismo no supieran dónde se encontraba exactamente.
A no ser que tengan armas largas y gafas de visión nocturna como aquellos tipos tan simpáticos de la fábrica de hielo.
Kurtz se quitó ese pensamiento de la cabeza. Si tenían rifles y miras telescópicas, ya le habrían eliminado en cuanto entró por la puerta; los sesenta metros entre la torre de control y la entrada hubieran sido suficientes.
¿Y quién demonios son?, pensó Kurtz. Dejó pendiente esa pregunta para más tarde.
Retrocedió un poco, gateando por un entramado de tuberías de un metro cada una. El metal estaba inerte y vacío. El frío que se desprendía del suelo de cemento le caló en los pies y las piernas. Kurtz ignoró la dolorosa sensación.
Aquí.
La sala de control de Doc estaba conectada a cada rincón del enorme espacio por una laberíntica maraña de pasarelas. En el muro de ladrillos que tenía delante había una escalerilla que ascendía a esa compleja estructura.
Kurtz se agazapó junto a la escalera, dudando. Esta zona estaba a oscuras, parapetada por tuberías y vigas verticales, pero ¿y si los intrusos estaban allí arriba en las pasarelas, escondiéndose entre esa misma oscuridad? O incluso si estuvieran en la planta baja, Kurtz tendría que recorrer zonas relativamente iluminadas para alcanzar la sala de control. A pesar de todas esas películas de James Bond en las que el agente secreto corría por infinitas pasarelas con las chispas de los disparos de armas automáticas danzando a su alrededor, Kurtz sabía que era difícil cubrirse sobre una estructura metálica. Un disparo certero podría ser suficiente.
Sin agallas no hay gloria, dijo una voz dentro de su cabeza.
¿De dónde coño ha salido ese pensamiento?, respondió la parte sensata de su cerebro. Auditaría su sentido común en otro momento.
Kurtz se encaramó a la escalera. La larga y oscura chaqueta se agitó por el movimiento. Cuando estuvo al mismo nivel de la distante sala de control, Kurtz se echó boca abajo en la pasarela. Lamentó que su estructura no fuera compacta en lugar de enrejada.
No se produjeron disparos. Nada se movió.
Con el revólver preparado, Kurtz se alejó de la pared a gatas, haciéndose daño en codos y rodillas por culpa del oxidado metal. En aquel momento, se arrepintió de no haberse quedado la pistola Kimber del 45, con sus balas incriminatorias y todo. Esa era otra buena razón para llegar cuanto antes a la sala de control de Doc y a su suministro de armas.
Kurtz se detuvo en la primera bifurcación de pasarelas. A su alrededor había suficiente metal para servirle de escudo en caso de que le dispararan desde abajo, lo malo es que había otro par de filas de pasarelas encima de él. A Kurtz eso no le gustaba nada. Cerca del techo, a veinte metros del suelo, las sombras eran casi impenetrables. Si alguien estaba allí vería perfectamente, con la ayuda de las escasas luces, su silueta recortada en el suelo de la fundición. Era más fácil disparar hacia abajo que hacia arriba.
Kurtz rodó a un lado para estudiar la manera de aproximarse a la sala de control.
Tres pasarelas conectaban desde allí con la garita de acero y cristal de Doc. Las tres estaban iluminadas por luces de emergencia que enfocaban desde la parte inferior y por la propia luz de la garita. Una pasarela recorría de este a oeste la sala de control, a unos tres o cuatro metros por encima, y se vinculaba a ese nivel por una escalerilla. Seis metros sobre esa pasarela había otras tres bastante estrechas que finalizaban en vigas o grúas, según pudo ver Kurtz entre las sombras. Las pasarelas más altas se entrecruzaban sobre la torre de control. Esa sería la manera más resguardada de acercarse, la altura de al menos veinte metros dificultaría el disparo de una pistola. El problema era que ninguna escalera o escalinata bajaba desde allí al segundo nivel, sobre la sala de control. Sí que podía contar con varios cables de acero que descendían hasta su destino aunque, según le pareció, eran quizá demasiado finos para serle útiles.
A la mierda, pensó Kurtz, y emprendió el ascenso.
La pasarela superior era la mitad de ancha que la anterior. Los codos de Kurtz casi se le resbalaron por los lados cuando empezó a gatear por el centro del espacio abierto. Sentía la estrecha pasarela meciéndose por el movimiento, así que trató de desplazarse con la mayor agilidad posible.
Estaba tan jodidamente oscuro que bien pudiera haber alguien sentado a tres metros de él en esa misma pasarela e igualmente le sería imposible verle. Kurtz echó hacia atrás el percutor del revólver del 38 mientras gateaba con el arma extendida hacia delante.
No seas gilipollas, le dijo la voz condescendiente en su cabeza. Nadie sería tan estúpido de montarse aquí arriba.
Estaba muy alto. Kurtz evitó mirar hacia abajo, pero era imposible no ver algo entre los huecos de la pasarela de metal enrejado. Observó los sucios techos de las oficinas a la derecha, los pequeños montes de oscura roca amontonada esparcidos por la planta baja y el entramado de pasarelas y cables bajo la suya. Kurtz sintió un arrebato de simpatía hacia los trabajadores de la fundición que tuvieron que gatear por esta peligrosa y temblorosa pasarela para trabajar en las altas grúas.
Que les jodan. Probablemente cobrarían un plus de peligrosidad.
A mitad de camino, Kurtz comprendió la razón por la que la pasarela era tan inestable. La compañía había quitado la grúa propiamente dicha, para venderla junto con sus motores y el equipamiento primario. Las pasarelas acababan diez metros por encima de la sala de control, seis metros por delante, sobre la más absoluta nada.
¿Cuánto agarre proporcionaba la grúa y su superestructura?
Kurtz se detuvo y giró el cuello para observar los delgados cables de acero anclados al techo a escasos tres metros de su posición. Estaba demasiado oscuro para detectar roturas o los pernos que faltaran, pero resultaba obvio que esos cables no estaban diseñados para ser el único sostén del sistema de pasarelas.
Siguió gateando.
Cuando estuvo justo encima de la torre de control, a pesar de las sombras, Kurtz comenzó a dudar de su invisibilidad. Se sentía en peligro, inseguro.
El tejado de la garita de Doc era plano y negruzco. La pasarela de debajo parecía delgada y temblona, y las otras tres pasarelas bajo esa se encontraban demasiado lejos. Lo único bueno de su posición actual era que poseía una amplia perspectiva de todo el complejo. No se movía nada en el frío espacio abierto, aunque gran parte de su campo de visión —y de tiro, si llevara un rifle o una pistola de mayor alcance— estaba bloqueado por montones de piedras y oscurecido por las sombras.
Kurtz se recostó sobre un lado de su cuerpo para dar descanso a los codos. Sentía el latido de su corazón en las sienes. De cerca, los cables de acero parecían incluso más delgados e insubstanciales que desde la distancia. Cada uno de ellos era del grosor de un dedo meñique, y seguramente dentados y de filos aguzados. Además, estaban anclados a la parte exterior de la pasarela de abajo, haciendo difícil encontrar una manera de descender por ellos hasta la baranda sin quedar expuesto durante unos segundos que podrían ser letales.
Llevo guantes, pensó. Flexionó los dedos bajo el fino cuero de los guantes, casi echándose a reír en alto solo de pensar que aquellos guantes baratos podrían protegerle del cortante acero.
Bien, las dos opciones eran volver de nuevo atrás hacia el muro o hacer algo.
Kurtz devolvió el percutor a su lugar, se aseguró el revólver en la cartuchera de la cintura, se quedó colgando de la pasarela y agarró el cable. Sintió que el corazón se le subía a la garganta. Finalmente, comenzó a descender tan rápido como le fue posible. Se meció, usando zapatillas y manos como frenos, lentamente, a pulso en lugar de correr el riesgo de bajar deslizándose. La torre de control estaba diez metros por debajo y tres metros a la derecha. Bajo él no había otra cosa que aire y el frío suelo veinte metros más abajo.
Kurtz llegó al nivel inferior de pasarelas, se meció, falló en el cálculo, y se volvió a mecer. Esta vez se pudo dejar caer en la pasarela más ancha, que tembló con menos violencia que la superior.
Sin descansar ni un segundo, Kurtz llegó a la intersección de tres caminos, bajó por la escalerilla de mano, ignorando los peldaños y deslizándose por los agarres laterales al estilo de los marines americanos.
Cayó con fuerza sobre la pasarela más baja, iluminada por el fulgor salido de las sucias ventanas de la garita, situada a apenas cinco metros. Kurtz rodó, se agachó y avanzó andando como un pato hasta la pared de la sala de control.
Respirando aceleradamente, se movió con rapidez, pateó la puerta y se precipitó dentro.
Doc se va a descojonar de mí, pensó justo antes de entrar rodando en la sala.
Por desgracia, Doc ya no podía descojonarse de nada. El viejo estaba tendido delante del pequeño almacén de su mercancía. Tenía al menos cuatro agujeros de bala de grueso calibre en el cuerpo, tres en el pecho y uno en la garganta. Se había desangrado. El charco de sangre cubría un tercio del suelo de la garita. Kurtz apuntó con el revólver del 38 a izquierda, derecha, y de nuevo a la izquierda, pero aparte del cadáver y él mismo, la sala de control estaba vacía.