Orchard Park era una zona exclusiva cercana al estadio de los Bills. El coche de Arlene era un Buick sin grandes lujos, aunque disponía de una de esas pantallas LCD con GPS ancladas al salpicadero. Kurtz no llegó a encenderla. Había memorizado el camino y tenía un viejo mapa de carreteras por si era necesario. Se preguntó qué coño le había pasado al sentido de orientación del personal para que tuvieran la necesidad de usar esos cacharros electrónicos de mierda para ir de un lado a otro.
La mayoría de las casas de Orchard Park eran de clase media alta, e incluso había algunas mansiones de verdad, tras muros de recia madera y grandes portalones de hierro. Kurtz se presentó en una de ellas, anunció su nombre por el telefonillo y le dijeron que esperara. Una cámara de vídeo situada sobre un pilar del portalón cesó su parsimoniosa ronda y se detuvo para observarlo con detalle. Kurtz la ignoró.
La cancela de entrada se abrió, y tres tipos con pinta de culturistas vestidos con americanas azules y pantalones grises salieron a recibirle.
—Puede dejar el coche aquí —le dijo a Kurtz el que tenía mejor pinta. Le hizo un gesto para que saliera del coche.
Le cachearon a conciencia por todas partes, incluyendo la zona de las ingles, y le hicieron desabotonarse la camisa para comprobar que no llevaba un micro. Entonces, lo montaron en el asiento trasero de un carrito de golf y lo condujeron hacia la casa por el largo y sinuoso camino que llevaba a ella.
Kurtz no le dedicó demasiada atención al edificio. Era la típica mansión de ladrillos, aunque con más dispositivos de seguridad de lo habitual en las residencias de este tipo. A pesar de disponer de un garaje de cuatro plazas, un Jaguar, un Mercedes, un Honda S2000 y un Cadillac estaban aparcados junto al camino. El conductor, vestido con chaqueta, detuvo el carrito, y los otros dos hombres acompañaron a Kurtz al otro lado de la casa, a la piscina.
Octubre estaba ya avanzado, pero la piscina seguía llena y despejada de hojas caídas de los árboles. Un hombre mayor, ataviado con una bata estampada, estaba sentado junto a una mesa de jardín, escoltado por otro hombre calvo de mediana edad enfundado en un traje gris. Ambos bebían café de unas frágiles tazas de porcelana. El calvo estaba llenando de nuevo las tazas con una jarra de plata cuando Kurtz y sus cuidadores hicieron acto de aparición. Un cuarto guardaespaldas, con ambos brazos cruzados en el regazo, vestido con unos pantalones ajustados y un polo bajo la americana azul, controlaba atento sus movimientos, a solo unos pocos pasos del viejo.
—Siéntese, señor Kurtz —dijo el anciano—. Perdone que no me levante. Una antigua lesión.
Kurtz se sentó.
—¿Café? —ofreció el viejo.
—Sí, gracias.
El calvo lo sirvió, aunque estaba claro que no era su criado. Un caro maletín metálico descansaba en la mesa, delante de él.
—Soy Byron Tatrick Farino —se presentó el viejo.
—Sé quién es —dijo Kurtz.
El viejo sonrió levemente.
—¿Tiene nombre de pila, señor Kurtz?
—¿Vamos a tutearnos, Byron?
La sonrisa desapareció de su rostro.
—Cuidado con lo que dices, Kurtz —dijo el calvo.
—Calla, consigliere —los ojos de Kurtz no llegaron a apartarse de los del viejo—. Esta reunión es entre el señor Farino y yo.
—Eso es cierto —dijo Farino—, pero seguro que comprende que este encuentro es una mera cortesía y que no tendría lugar si no fuera porque… eh… me hizo un favor concerniente a mi hijo.
—Evitar que Alí y su banda se la metieran por el culo al Pequeño Jaco en las duchas —dijo Kurtz—. Sí. De nada. Pero esta es una reunión de negocios.
—¿Quiere una compensación por ayudar al joven Stephen? —le preguntó el abogado. Abrió su maletín.
Kurtz negó con la cabeza. Seguía con la mirada clavada en Farino.
—Quizá Jaco ya le haya contado lo que me es posible ofrecerle.
Farino dio un sorbito a su café. Las manos del viejo eran casi tan translúcidas como la cara taza de cerámica.
—Sí, Stephen me comunicó a través de su abogado que usted quería ofrecernos sus servicios. ¿Qué clase de servicios puede ofrecernos de los que no dispongamos ya, señor Kurtz?
—Investigaciones.
Farino asintió, en cambio, el abogado sonrió disgustado.
—En su momento fue investigador privado, Kurtz, pero no va a volver a conseguir una licencia. Está con la condicional, por Dios bendito. ¿Por qué coño cree que queremos poner a un asesino exconvicto y exdetective en nómina?
Kurtz volvió al fin su mirada hacia el abogado.
—Usted es Miles —dijo—. Jaco me habló de usted. Me dijo que le gustaban los jovencitos, y que mientras más viejo y cojo se vuelve, más jóvenes se los busca.
El abogado parpadeó. Se le enrojeció la mejilla izquierda, casi como si Kurtz se la hubiera abofeteado.
—Carl —dijo. El matón del polo ajustado abrió las manos y dio un paso al frente.
—Si quiere conservar a Carl, más vale que le sujete un poco por la correa —dijo Kurtz.
El señor Farino alzó un brazo. Carl se detuvo. Farino colocó su mano venosa en el antebrazo del abogado.
—Leonard —dijo—. Un poco de paciencia. ¿Por qué nos provoca, señor Kurtz?
Kurtz se encogió de hombros.
—Aún no me he tomado mi café matutino. —Bebió un poco de la taza.
—Estamos dispuestos a compensarle por la ayuda prestada a Stephen —dijo Farino—. Por favor, acéptela a modo de…
—No quiero que se me pague por eso —dijo Kurtz—. No obstante, estoy dispuesto a ayudarle con su verdadero problema.
—¿Qué problema es ese?
Kurtz le sostuvo la mirada al abogado.
—Su contable, un tipo llamado Buell Richardson, ha desaparecido. Eso no son buenas noticias para una familia como la suya, pero desde que obligaron al señor Farino a echarse a un lado… a retirarse… no sabe de qué coño va la historia. El FBI podría haber cogido a Richardson y acomodarlo en una casa segura en alguna parte, para que cantara a pleno pulmón. O los Gonzaga, la otra familia del oeste de Nueva York, podrían haberle dado una buena paliza para sacarle información. O bien es posible que Richardson haya decidido ir por libre y un día de estos les envíe una carta con sus condiciones. En cualquier caso, estaría bien saberlo con tiempo.
—¿Qué le hace pensar…? —comenzó a decir Miles.
—Además, la única pieza del pastel que les dejaron fue el contrabando que entra por LaGuardia, desde Florida al sur y Canadá al norte —le dijo Kurtz a Farino—. E incluso antes de la desaparición de Richardson, alguien andaba interceptando sus camiones.
—¿Qué le hace pensar que no podemos llevar este asunto sin su ayuda? —terminó Miles en un tono tenso pero controlado.
Kurtz miró de nuevo al viejo.
—No solía necesitar ayuda —dijo—, pero ¿en quién confía ahora?
La mano de Farino estaba temblando ligeramente cuando devolvió la taza al platito.
—¿En qué consiste su proposición, señor Kurtz?
—Investigo para usted. Encuentro a Richardson. Se lo traigo de vuelta si es posible. Averiguo si el secuestro de los camiones está relacionado con su desaparición.
—¿Y sus honorarios? —preguntó Farino.
—Cuatrocientos dólares al día más gastos.
Miles, el abogado, gruñó.
—No tengo muchos gastos —continuó Kurtz—. Mil por adelantado como muestra de buena voluntad. Un incentivo si le traigo pronto al contable.
—¿Cómo de grande? —dijo Farino.
Kurtz apuró el café. Era negro y rico. Se puso en pie.
—Eso se lo dejo decidir a usted, señor Farino. Ahora debo irme. ¿Qué me dice?
Farino se pasó un dedo por el labio inferior, de color marrón hígado.
—Escribe el cheque, Leonard.
—Señor, no creo que…
—Escribe el cheque, Leonard. ¿Dijo mil dólares por adelantado, señor Kurtz?
—En efectivo.
Miles contó el dinero, todo en crujientes billetes de cincuenta, y lo metió en un sobre blanco.
—Será consciente, señor Kurtz —dijo el viejo con una voz de repente fría y seca— de que la penalización por el fracaso en situaciones como esta rara vez se limita a una simple pérdida del salario, ¿verdad? —Kurtz asintió.
El viejo sacó una pluma del maletín del abogado y garabateó en una tarjeta de visita en blanco.
—Utilice estos números cuando tenga información que aportar o preguntas que hacer —dijo Farino—. Nunca regrese a esta casa ni vuelva a llamarme o a contactar conmigo directamente de ninguna manera.
Kurtz cogió la tarjeta.
—David, Charles y Carl lo acompañaran hasta su coche —le despidió Farino.
Kurtz miró a Carl a los ojos y sonrió por primera vez aquella mañana.
—Sus zorras pueden seguirme si quieren —dijo—, pero iré andando. Y se mantendrán al menos a diez pasos de distancia.