27

—Joe, tienes un aspecto terrible —exclamó Arlene.

Kurtz abrió un ojo, observándola desde el sofá de la oficina donde yacía tendido. Arlene estaba colgando su abrigo y soltando un montón de carpetas en el escritorio.

—¿De dónde has sacado esa horrible chaqueta militar? Te está tres tallas grande… —Hizo una pausa al ver un amasijo de lentes y correajes en el escritorio—. ¿Qué leches es esto?

—Unas gafas de visión nocturna —dijo Kurtz—. Se me olvidó que las tenía en el bolsillo hasta que me tiré en el sofá.

—¿Y qué se supone que debo hacer yo con unas gafas de visión nocturna?

—De momento mételas en un cajón —dijo Kurtz—. Necesito que me prestes el coche.

Arlene soltó un suspiro.

—Supongo que no hay ninguna posibilidad de que lo tenga de vuelta antes del almuerzo.

—No muchas —reconoció Kurtz.

Arlene le arrojó las llaves.

—Si lo hubiera sabido me hubiera traído algo para almorzar.

—Por aquí cerca hay sitios para comer —dijo Kurtz—. ¿Por qué no almuerzas por el barrio?

Por toda respuesta, Arlene encendió el monitor de vigilancia. Eran las ocho y media de la mañana, y en la planta superior ya había media docena de hombres ataviados con gabardinas examinando los videos y revistas porno.

Kurtz se encogió de hombros y salió por la puerta de atrás, no sin antes asegurarse de que la cerraba bien al salir.

Cruzando con el Buick la carretera estatal hacia Darien Center y Attica, Kurtz oyó en las noticias matutinas de la WNY la historia de un incendio en una vieja fábrica de hielo en Buffalo, y de los cuatro cuerpos que encontraron los bomberos dentro. Era lo que parecía una típica «disputa de bandas». Kurtz nunca supo lo que era eso de las «disputas de bandas» pero suponía que no tenía nada que ver con caer desde siete pisos de altura con un chaleco antibalas repleto de casquillos. Subió el volumen de la radio.

Las autoridades no habían revelado las identidades de los cuatro hombres hallados muertos, pero la policía reconocía que las armas del ejército encontradas en el lugar pertenecían al arsenal de Dunkirk, asaltado el verano pasado. El fiscal del distrito del condado de Erie investigaba la posible implicación de varios grupos locales relacionados con la supremacía blanca.

Kurtz apagó la radio, se detuvo en un área de descanso y dejó la chaqueta militar doblada en una mesa de picnic. Si hubiera tenido un teléfono móvil encima habría llamado de inmediato a Arlene para decirle que se deshiciera de las gafas de visión nocturna. Kurtz había considerado la idea de usar las gafas para atraer a Malcolm; sin embargo ahora quería desprenderse de ellas cuanto antes. Apuntó en la lista de prioridades de su cabeza el hacerlo en cuanto le fuera posible.

Al poco rato, llegó a la pequeña ciudad de Attica. No había nada en ella que le resultara familiar. El exterior de la prisión estatal no despertó en su interior la sensación de haber regresado a casa. Algo lógico, pues durante sus años de condena no tuvo a menudo la oportunidad de visitar la ciudad ni de ver la prisión desde el exterior.

Era miércoles, día de visitas. Kurtz sabía que haber pedido la cita con antelación facilitaba las cosas, sin embargo tuvo que esperar más de una hora tras rellenar los formularios. Recorrió los verdes pasillos, pasó por los detectores de metal y las puertas correderas y entró al fin en la sala de visitas. Le indicaron que se sentara en una silla dispuesta para él junto al grueso cristal de plexiglás. Había estado en esta sala unas cuantas veces antes, y al recordarlo se le puso el vello de punta.

El Pequeño Jaco entró por el otro lado y, al ver a Kurtz, estuvo a punto de darse la vuelta. Reticente y con gesto sombrío, el menudo y delgado prisionero se dejó caer en la banqueta y descolgó el auricular. El mono anaranjado le daba a la piel desteñida del Pequeño Jaco un etéreo aspecto amarillento bajo la débil luz de la sala.

—Kurtz, ¿qué coño quieres?

—Yo también me alegro de verte, Jaco.

—Steve —le corrigió el Pequeño Jaco acercándose al cristal. Las uñas de sus largos dedos blancos estaban mordidas y descoloridas—. ¿Qué coño quieres? —le murmuró al auricular conteniendo a duras penas su rabia.

Kurtz sonrió, como si fuera un amigo o ser querido en mitad de su visita mensual.

—Un millón de dólares en una cuenta de las islas Caimán —dijo suavemente.

El Pequeño Jaco comenzó a parpadear descontroladamente. Agarró el teléfono con las dos manos.

—¿Te has vuelto jodidamente loco ahí fuera? ¿Se te ha ido la puta olla?

Kurtz esperó.

—¿Quieres algo más, Kurtz? ¿Quieres follarte a mi hermanita pequeña?

—Eso ya lo he hecho, no tiene demasiado mérito —dijo Kurtz sin darle importancia—. Hasta que le ordenes a tu abogado que me abra la cuenta en las Caimán voy a necesitar otra cosa: un número de teléfono.

Los labios del Pequeño Jaco estaban casi tan blancos como sus dedos.

—¿De quién? —susurró pasado un rato.

Kurtz se lo dijo.

El Pequeño Jaco soltó el auricular del teléfono y se pasó los nudosos dedos por el grasiento cabello, clavándoselos en el cráneo como si intentara espantar sus demonios.

Kurtz se limitaba a esperar. El Pequeño Jaco acabó por coger de nuevo el auricular. Ambos se miraron en silencio durante un buen rato. Kurtz echó un vistazo a su reloj. Quedaban cinco minutos para el fin del horario de visitas.

—Si te doy ese puto número de teléfono estaré muerto en un mes —le susurró el Pequeño Jaco—. No podré esconderme ni aunque me confinen en solitario.

Kurtz asintió.

—Si no haces lo que te pido, darme ese número y arreglártelas para ingresarme el dinero en la cuenta bancaria, te pasarás aquí el resto de tu vida. ¿Todavía eres el putito de Billy Joe Krepp?

El rostro del Pequeño Jaco se encogió en una mueca y las manos le temblaron con mayor violencia. Hizo acopio de un poco de valor antes de hablar.

—No hay ni la menor posibilidad de que te consiga ese dinero, tío…

—No te he dicho que fuera para mí —aclaró Kurtz, hablando con delicadeza pero sin perder la urgencia. Acto seguido añadió—: Tendrás que usar a los conocidos de tu abogado para ponerte en contacto con los capos de las otras familias de Nueva York. Si no entienden lo que pasa, esto no funcionará.

El Pequeño Jaco se le quedó mirando muy fijamente.

—¿Por qué debería confiar en ti, Kurtz?

—Jaco, ahora mismo soy la única persona en el mundo con un remoto interés en que sobrevivas y salgas de aquí —le dijo Kurtz con delicadeza—. Si no me crees, puedes llamar a tu padre, tu hermana o tu consigliere para que te ayuden.

En el camino de vuelta a Buffalo, Kurtz se desvió un poco al norte hacia Lockport. La casa de la calle Lilly parecía tranquila y cerrada a cal y canto, pero era más o menos la hora de salida de los colegios, así que Kurtz se detuvo al otro lado de la calle y esperó. Estaba a punto de empezar a nevar.

A las cuatro de la tarde, justo cuando la luz del día comenzaba a dejar paso a la oscuridad, Rachel apareció caminando por la calle, sola. Kurtz no había visto una foto de la niña en muchos años, pero era imposible equivocarse. Rachel tenía la piel blanca, el cabello pelirrojo y la constitución delgada de su madre. Incluso caminaba igual que ella. Y estaba sola.

Kurtz observó a la chica entrar por la puerta de la verja de la casa, coger el correo del buzón y buscar la llave de la entrada en la mochila escolar. Un minuto después de que entrara en la casa, una luz se encendió en la cocina, en el lado norte.

Kurtz no podía ver a Rachel a causa de las cortinas, pero sí podía sentir su presencia allí dentro.

Pasado un momento, metió primera en el coche de Arlene y se alejó de allí lentamente.

Kurtz había tenido cuidado de que nadie le siguiera en el trayecto hacia Attica ni a la vuelta. Aquí en Lockport no prestó la misma atención.

No reparó en el Lincoln Town Car negro con las ventanillas de cristales tintados aparcado media manzana al sur. No vio al hombre escondido tras el cristal ni notó cómo le observaba desde la distancia. El Lincoln negro no siguió a Kurtz cuando este se marchó, el hombre sentado dentro se limitó a contemplar cómo se alejaba a través de sus prismáticos.