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—No tenía esperanzas de verle de nuevo, señor Kurtz —dijo Peg O’Toole.

—El sentimiento era mutuo —reconoció Kurtz. Su número de contacto era el de la oficina, la agente de la condicional había llamado requiriendo que acudiera para finalizar su primera entrevista. Arlene le contó a Kurtz que O’Toole pareció sorprendida de que tuviera una secretaria de verdad.

—¿Volvemos al punto donde lo dejamos? —dijo O’Toole—. Discutíamos el hecho de que necesitará una dirección permanente antes de una semana.

—Claro —dijo Kurtz—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

La agente de la condicional se quitó las gafas de concha y le miró fijamente. Sus ojos eran verdes y fríos.

—Cuando me sacaron a rastras de este despacho —dijo Kurtz— quisieron cargarme con un asesinato sabiendo de sobra que no estaba involucrado. Durante el procesamiento, cambiaron los cargos a posesión ilegal de arma de fuego y violación de la condicional. Ahora esos cargos también han sido retirados.

—¿Cuál es su pregunta, señor Kurtz?

—Me gustaría saber qué tiene usted que ver con la retirada de esos cargos.

O’Toole se dio golpecitos en el labio inferior con la patilla de las gafas.

—¿Por qué piensa que tengo algo que ver con la retirada de los cargos?

—Porque creo que Hathaway… el poli de homicidios que me sacó de aquí a rastras…

—Conozco al detective Hathaway —le interrumpió O’Toole. Detectó una ligera repulsión en su voz.

—Él habría seguido adelante con los cargos de posesión ilegal y violación de la condicional —dijo Kurtz para concluir su razonamiento—. En el interrogatorio de los calabozos de los juzgados me dejó bien claro cuál quiere que sea mi fin, sé de buena tinta que me quiere encerrar en la prisión del condado. Tiene sus razones.

—No sé nada de eso —replicó O’Toole cortante—. Sin embargo, sí tuve que ver en el procesamiento. —Dudó unos segundos—. Le hice saber al fiscal del distrito que estuve presente durante su detención y vi a los detectives cachearle. En aquellos momentos no iba armado.

—¿Eso le dijo al fiscal del distrito? —dijo Kurtz, muy sorprendido. O’Toole no respondió, así que añadió—: ¿Y si Hathaway testificara que llevaba un arma en la pantorrilla o algo así?

—Ya digo que les vi cachearle —repitió con frialdad—. No llevaba un arma en la pantorrilla.

Kurtz meneó la cabeza, realmente sorprendido. Nunca se había topado con un poli que se metiera en otra cosa que no fueran sus propios asuntos, y menos aún con uno que impidiera que otro poli cometiera un atropello.

—¿Volvemos a la entrevista? —le preguntó.

—Claro.

—Alguien contestó al teléfono que me dio y se identificó como su secretaria.

—Arlene —dijo Kurtz.

—Cualquiera puede inventarse una identidad por teléfono —arguyó O’Toole—. Me gustaría visitar su oficina. ¿He dicho algo divertido, señor Kurtz?

—En absoluto, agente O’Toole. —Le dio la dirección—. Si llama antes de ir, Arlene la dejará entrar por la puerta de atrás. Es preferible a la delantera.

—¿Y eso por qué? —Su tono era sospechoso.

Kurtz le explicó el motivo.

Esta vez fue la agente de la condicional la que sonrió.

—Trabajé en antivicio tres años, señor Kurtz. Puedo entrar en un sex shop.

Kurtz se quedó sorprendido por segunda vez. No sabía de muchos agentes de la condicional que hubieran sido antes polis de verdad.

—Le vi en el programa del Canal Siete de la WKBW, Testimonios directos, ayer por la noche —dijo súbitamente, y esperó su reacción.

Kurtz no le ofreció ninguna.

—¿Hay alguna razón especial —dijo al fin—, para que se encontrara en el lugar donde un camión había caído por un desfiladero la noche antes?

—Estaba cotilleando —dijo Kurtz—. Iba conduciendo por aquella carretera, vi los camiones de la tele y aparqué para ver de qué iba todo aquello.

O’Toole anotó algo en su libreta.

—¿Se encontraba en el lado americano o en el canadiense? —Su tono era indiferente.

Kurtz no escondió su sonrisa.

—Si hubiera estado en el lado canadiense, agente de la condicional Peg O’Toole, habría violado los términos de mi condicional y usted me enviaría a la prisión del condado en menos de una hora. No, por el ángulo de los planos estaba claro que filmaron desde el lado americano. Supongo que no les era posible filmar bien desde el lugar por donde cayó el camión realmente.

O’Toole escribió otra nota.

—Parecía ansioso por dejarse ver cuando las cámaras enfocaron a la multitud de curiosos.

Kurtz se encogió de hombros.

—¿No está todo el mundo ansioso por salir en la tele?

—No creo que usted lo esté, señor Kurtz. A menos que tenga una razón específica para querer ser visto allí.

Kurtz la miró fijamente y se alegró de que Hathaway no fuera tan inteligente como ella.

La mujer tachó algo de su lista.

—De acuerdo, respecto a su lugar de residencia, ¿se ha fijado ya?

—No del todo —dijo Kurtz—, pero estoy cerca de encontrar un lugar permanente para vivir.

—¿Cuáles son sus planes?

—Me gustaría acabar en una de esas casas grandes cerca de los acantilados de Youngstown, no demasiado lejos de Fuerte Niágara.

O’Toole echó un vistazo a su reloj y esperó.

—En el futuro inmediato —dijo Kurtz—, tengo la esperanza de encontrar un apartamento.

—Le doy dos semanas —dijo O’Toole, al tiempo que soltaba el bolígrafo y se quitaba las gafas para indicarle que la entrevista había terminado—. Entonces le haré una visita oficial.