Los miembros de la mafia que no son iniciados no mueren, sino que se convierten en conductores de camiones. Charlie Scruggs y Oliver Battaglia fueron en su día miembros poco importantes de la camorra, músculo para los genoveses. Ahora, su dorado retiro consistía en conducir este maldito camión desde Vancouver hasta Buffalo. Charlie tenía sesenta y nueve años, y era corpulento y correoso; iba a todas partes con la gorra de camionero y contaba orgulloso la semana en la que fue chófer personal y guardaespaldas de Jimmy Hoffa. Su constitución era la de un saludable pitbull. Oliver era alto, delgado, melancólico, un fumador compulsivo de solo sesenta y dos años que se pasaba gran parte de su vida enfermo. Además, y Charlie Scruggs lo sabía bien tras estos ocho años juntos dando malditos paseos de Vancouver a Buffalo, un autentico coñazo de tío.
El camión no era uno de esos grandes de dieciocho ruedas, sino un multiusos de seis toneladas, similar a los que Charlie condujo en Corea. Al ser un camión pequeño podía ir por carreteras secundarias e incluso por el centro de las ciudades sin llamar demasiado la atención. Charlie era siempre el encargado de ir al volante. Oliver llevaba la recortada escondida en un compartimento en la parte superior trasera de la cabina. Oliver era tan lento que Charlie confiaba más en la Colt 45 semiautomática que guardaba en su funda de fácil apertura bajo el asiento.
En dieciocho años de carrera, ni Charlie ni Oliver tuvieron nunca que usar sus armas. Esa era una de las ventajas de trabajar para la organización.
Lo malo era el trayecto tan jodidamente largo hasta Buffalo. No solo porque dos terceras partes se las pasaran cruzando Canadá, un país que Charlie odiaba con todas sus fuerzas, sino porque además no tomaban el camino directo: al sur por Michigan, y luego de vuelta a Canadá por Detroit recorriendo la zona norte del lago Erie. El inconveniente eran las aduanas. En concreto, el problema era que los agentes de aduanas canadienses y americanos a sueldo de los Farino coincidían únicamente en un turno de noche de un jueves al mes en un único punto: el peaje de Queenston Bridge en Lewiston, a unos diez kilómetros al norte de las cataratas del Niágara. Ya andaban cerca. Tras setenta y dos horas conduciendo, Charlie pasaba el camión por la salida norte de la ciudad canadiense de Niágara, costeando la carretera junto al río y el desfiladero. Desde allí la vista era maravillosa, aunque no tanto a las dos de la madrugada. No es que a Charlie y Oliver les hubieran importado un carajo las vistas fuera de día o de noche. A Charlie se le dio orden de mantenerse alejado de la autopista Queen Elizabeth, que transcurría junto al lago Ontario, porque por allí pasaban demasiados policías montados, así que tuvo que coger la autopista 20 por Hamilton y de nuevo volver al norte desde las cataratas.
El camión estaba cargado de vídeos y reproductores de DVD robados. Aunque fuera hasta los topes, la capacidad de carga del vehículo no daba para que cupieran demasiadas máquinas. Charlie se preguntaba a menudo dónde estaba ahí el beneficio. Por supuesto, sabía que los aparatos se tiraban una vez cumplían su cometido de copiar cintas y discos piratas, pero seguía siendo un misterio por qué la organización pensaba que merecía la pena transportar al sur tan poca cantidad de unidades destinadas a una familia venida a menos de Buffalo.
Lo nuestro no es preguntar, pensó Charlie, lo nuestro es actuar y morir.
A pocos kilómetros del gran parque forestal de Queenston, aún en Canadá, Charlie aparcó en un área de descanso.
—Vigila el camión, voy a echar una meada.
Oliver soltó un gruñido y se frotó los ojos para espabilarse un poco. Charlie meneó la cabeza, se bajó del camión y fue a echar su meada al centro de visitantes situado al borde del desfiladero del Niágara, al norte de las cataratas. Cuando volvió al camión, Oliver estaba de nuevo dormido, con la huesuda barbilla caída sobre el esquelético pecho.
—Maldito seas —le dijo Charlie a su compañero, el encargado de la recortada y por lo tanto de su seguridad. Le agitó para que se despertara. La cabeza de Oliver cayó hacia delante y se precipitó contra el salpicadero. Un hilillo de sangre le salía del oído derecho.
Durante unos instantes fatales, Charlie se quedó mirando perplejo lo que acababa de pasar en lugar de intentar sacar su Colt 45. Demasiado tarde. Las dos puertas se abrieron de golpe y un cúmulo de negros rostros sonrientes y cañones de pistola le apuntaron.
—¡Eh, Charles, tío! —dijo el negrata alto, que tenía un jodido diamante en una paleta y llevaba una pistola enorme—. Todo bien. Olvida la pistola, Charles. —El negrata se la quitó y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Le apuntaba con su enorme revólver—. Pórtate bien un minuto y podrás seguir tu camino.
A Charlie Scruggs le habían apuntado antes con un arma y seguía con vida para contarlo. Por otro lado, no le gustaba que el negro supiera su nombre, aunque puede que hubiera sido Oliver quien se lo hubiese dicho. No se iba a dejar intimidar por esta basura.
—Negro —le dijo—, no tienes ni idea de en qué mierda te estás metiendo. ¿Sabes a quién pertenece este camión?
Varios de los negratas, especialmente uno junto a Oliver que llevaba un durag rojo en la cabeza, le lanzaron miradas cargadas de un odio mortal. En cambio, el negro alto y calvo solo se mostraba sorprendido.
—¿A quién pertenece, Charles? —le dijo, abriendo mucho los ojos al estilo de la mami de Lo que el viento se llevó.
—A la familia Farino —le reveló Charlie Scruggs.
El negro abrió los ojos más si cabe.
—¡Oh, madre mía de mi vida! —dijo con voz de maricón—. ¿Te refieres a la familia Farino de la mafia?
—Me refiero a que este camión y todo lo de dentro, incluyéndonos a Oliver y a mí, son propiedad de la organización, mono hijo de puta —le amplió la información Charlie—. Si tocas algo no podrás esconder tu culo negro en ningún sitio, ni en un zulo de Centroamérica.
El calvo asintió, comprensivo.
—Es probable que tengas razón, Charles, tío. Pero supongo que ya es un poco tarde. —Echó una mirada llorosa a Oliver—. Ya hemos tocado a Ollie.
Charlie echó una mirada a su compañero muerto e intentó elegir con cuidado lo próximo que iba a decir.
El negrata no le dio ocasión de hablar.
—Además, Charlie, tío, ya has dicho esa palabra tan fea que empieza con ene…
Malcolm le disparó a Charlie Scruggs en el ojo izquierdo.
—¡Eh! —le gritó Doo-Rag desde el lado opuesto, agazapándose tras el cuerpo de Oliver—. Avísame cuando hagas eso, cabronazo.
—Calla la puta boca —dijo Malcolm—. ¡Asiento eyector arriba! ¿Ves los sesos de Charles en el techo? No corres ningún peligro, negro.
Doo-Rag parecía fastidiado.
—Coge los aparatos —dijo Malcolm.
Doo-Rag le lanzó una última mirada de odio y dio la vuelta al camión, cortó los candados con un cortafrío y se encaramó dentro. Un par de minutos más tarde apareció por el lado del conductor cargado con unos cuantos reproductores de DVD.
—¿Estás seguro de que esos son los buenos? —le preguntó Malcolm.
—Sí, seguro que estoy seguro —le dijo Doo-Rag. Le señaló los números de serie en lo alto de cada reproductor.
Malcolm asintió y Cutter apareció delante del camión. Los otros le abrieron paso. Cutter se sacó una pequeña navaja del bolsillo, de la que surgió una especie de destornillador útil para abrir la parte superior del DVD.
—Por una vez tienes razón, Doo. —Malcolm asintió de nuevo, Cutter se adueñó entonces de los reproductores de DVD y todos los demás, salvo Doo-Rag y Malcolm, volvieron a la furgoneta Astro—. Arranca el motor. Pon el taco.
—A la mierda —dijo Doo-Rag—. Toda esa sangre, sesos y mierda. Le has volado media cabeza, tío. El nota puede tener sida o algo.
Malcolm sonrió y le puso el cañón del enorme revólver Smith & Wesson Modelo 686 Powerport Magnum 357 en la cabeza.
—Coge las llaves. Arranca el motor. Pon el taco.
Doo-Rag se metió a gatas en la cabina e hizo todo lo que se le había ordenado. El motor rugió cuando bloqueó el acelerador con el taco de madera.
—Ahora —dijo Malcolm dando un paso atrás—. El truco es quitarle el freno de mano, ponerlo en marcha y saltar como un cabrón antes de que el camión llegue al filo, tío. —Malcolm señaló el borde del desfiladero, a menos de veinte metros del vehículo. Estaba delimitado por una valla ligera, no por una hilera de quitamiedos consistentes. Pasaba algo de tráfico por la carretera, pero ningún coche aparcó en el área de descanso.
Doo-Rag hizo una mueca, desbloqueó el freno de mano de una patada, se inclinó con cuidado sobre el cuerpo abatido y sanguinolento de Charlie, pisó el embrague, y accionó la palanca del cambio de marchas.
La camioneta avanzó dando botes y empellones, rugiendo hacia el acantilado y levantando asfalto congelado a su paso.
Doo-Rag permaneció en el vehículo un momento, balanceándose en el estribo hasta el último segundo, para luego saltar despreocupadamente antes de que el camión rompiera la valla y desapareciera de la vista, arrancando árboles enteros y ramas de otros a ambos lados del acantilado.
Malcolm devolvió el revólver 357 a la larga cartuchera de hombros oculta bajo su chaqueta y aplaudió la hazaña. Doo-Rag le ignoró, absorto en el espectáculo de la caída del camión.
La distancia hasta el río era de poco menos de sesenta metros.
El cadáver de Charlie salió disparado por la puerta abierta cuando el vehículo dio una vuelta de campana antes de quedarse clavado boca arriba en las enormes rocas junto al borde de las turbulentas aguas. Docenas de reproductores de vídeo y DVD salieron volando en dirección al río para acabar hundidos en el agua entre chapoteos varios. Uno de los vídeos casi llegó a alcanzar el remolino de una cascada. Todos los de la furgoneta reaccionaron al sonido proveniente de la honda garganta con gritos de júbilo.
No hubo explosión. No hubo fuego.
Charlie tenía planeado repostar en el lado americano, donde el combustible era más barato.