—¿Cómo está avanzando su investigación, señor Kurtz?
Kurtz emitió un sonido descortés.
—Algo he investigado. Entrevisté a la mujer de su antiguo contable durante unos cinco minutos y acabó muerta antes de que pasara otra hora. Eso es todo lo que he hecho.
—Investigar nunca ha sido su verdadero propósito, señor Kurtz.
—Y que lo diga. Fue idea mía, ¿lo recuerda? Y mi propósito principal parece estar funcionando. Ya se han movido para ir a por mí.
—No se referirá a Carl.
—No —dijo Kurtz—. Me refiero a quienquiera que llamara a la policía para involucrarme en el asesinato, o más bien escabechina, de la señora Richardson. Han planeado un apuñalamiento para cuando vuelvan a meterme en prisión.
Don Farino se frotó la mejilla. Para tratarse de un anciano tan enfermo tenía un aspecto impecable. Kurtz se preguntó si el don usaba maquillaje.
—¿Y ha averiguado ya quién le ha involucrado en ese asunto? —le preguntó Farino.
—Se me ha sugerido que se trata de un pandillero, un tal Malcolm Kibunte que a veces trabaja con su abogado, Miles. ¿Conoce a este Kibunte o al navajero que le acompaña, Cutter?
Farino negó con la cabeza.
—Uno no es capaz de seguirle el rastro a toda la basura negra que viene a la ciudad en estos tiempos. Supongo que estos dos son negros.
—Malcolm lo es —dijo Kurtz—. A Cutter se le describe como albino.
—¿Y quién le contó lo del apuñalamiento y le sugirió esos nombres, señor Kurtz? —Los ojos de Farino parecían embelesados.
—Su hija.
Farino parpadeó atónito.
—¿Mi hija? ¿Ha hablado con Sophia?
—He hecho más que hablar con ella —le contó Kurtz—. Pagó mi fianza antes de que me mandaran a la prisión del condado y después me llevó a su casa y trató de matarme a polvos.
Los finos labios de don Farino dejaron sus dientes al descubierto. Apretó los dedos bajo la manta.
—Tenga cuidado, señor Kurtz. Habla con demasiada ligereza.
Kurtz se encogió de hombros.
—Me paga por los hechos. Ese fue el trato que alcanzamos a través del Pequeño Jaco antes de salir de la cárcel. Sería su informador y Judas, y eliminaría a cualquiera que conspirara contra usted. Su hija actuó por su cuenta, tanto en la fianza como en los polvos, yo simplemente le informo.
—Sophia siempre ha tenido una voluntad de hierro… y un juicio dudoso a la hora de elegir a sus compañeros de cama.
Kurtz se encogió de hombros. No le importaba una mierda ni el hecho ni el insulto implícito en aquellas palabras.
—¿Le contó Sophia la conexión entre Miles y esos dos asesinos? —dijo Farino suavemente—. ¿Sugería así que Miles estaba detrás de todo?
—Sí. Aunque eso no significa que diga la verdad. Podría estar del lado de Miles, Malcolm y su colega el navajero loco.
—Aun así, me dice que fue ella quien pagó la fianza y le advirtió del tema del apuñalamiento, señor Kurtz.
—Sí, me pagó la fianza. Respecto al asunto de la prisión, creérmelo ha sido una opción que yo he tomado por mi cuenta y riesgo.
—¿Y por qué se iba a tomar mi hija tantas molestias para mentir? —preguntó Farino.
—Para probarme —sugirió Kurtz—. Para averiguar qué voy buscando y cuánto sé. En definitiva, para huir de mis sospechas. —Kurtz miró a través de la ventanilla de cristales tintados. El callejón estaba muy oscuro—. Señor Farino, Sophia pagó, me llevó a casa y prácticamente me arrastró al catre. Quizá sea muy puta, como usted dice, pero no creo que fuera mi magnética personalidad lo que la empujó a hacer un esfuerzo para seducirme.
—Dudo que usted precise de demasiadas dotes de seducción, señor Kurtz.
—Ese no es el tema —dijo Kurtz—. La cuestión es que usted sabe lo inteligente que es su hija. Coño, por eso tiene miedo de que se encuentre detrás de la desaparición de Richardson y la interceptación de los camiones. Dadas las circunstancias, entenderá que tiene más sentido pensar que hay un motivo para esto.
—Sophia va a heredar mi fortuna y gran parte de los negocios legales de la familia —dijo el don con la vista fija en sus manos, aferradas todavía a la manta.
—Eso me dijo —convino Kurtz—. ¿Sabe de alguna razón por la que quisiera acelerar el proceso?
Don Farino volvió la cara hacia el otro lado.
—Sophia siempre ha sido… impaciente. Y le gustaría ser don.
Kurtz se echó a reír.
—Las mujeres no pueden ser don.
—Quizá Sophia sea incapaz de aceptar eso —dijo Farino, sonriendo con sus finos labios.
—No está al borde de la muerte ni tan fuera de circulación como se dice, ¿verdad?
Farino miró fijamente a Kurtz. En sus ojos apareció algo casi demoniaco.
—No, señor Kurtz. Estoy paralizado de cintura para abajo, y podría considerarse que temporalmente me hallo… ¿cómo lo diría? ¿Fuera de circulación? Es posible. Sin embargo estoy muy lejos de la tumba. No tengo la menor intención de permanecer alejado de la circulación.
Kurtz asintió.
—Quizá su hija no quiera esperar cinco o seis décadas como el príncipe Carlos y desee precipitar un poco la sucesión. ¿Cuál es el nombre fino para esto de matar al viejo de uno, parricidio?
—Es usted un grosero, señor Kurtz —dijo Farino sin perder la sonrisa—. De momento no se ha discutido mi asesinato. Le contraté para averiguar qué está pasando con la desaparición de Richardson y los camiones.
Kurtz negó con la cabeza.
—Me contrató para que yo fuera el objetivo y así usted pudiera averiguar quién es el matón. Era una buena manera de protegerse su propio culo, Farino. ¿Por qué mató a Carl?
—¿Disculpe?
—Me ha oído. Sophia me dijo que Carl tuvo «complicaciones». ¿Por qué le mandó un asesino?
—Carl era un idiota, señor Kurtz.
—No voy a discutirle eso, pero ¿por qué cargárselo? ¿Por qué no dejarlo libre?
—Sabía demasiado de la familia.
—Eso es una cagada —dijo Kurtz—. Cualquier reportero del peor periodicucho de Buffalo sabe más de las actividades de su familia de mafiosos de lo que el añorado y recién fallecido montón de mierda de Carl se habría imaginado jamás. ¿Por qué hizo que se lo cargaran?
Farino guardó silencio durante unos instantes. Kurtz oyó el sonido del potente motor al ralentí. Uno de los guardaespaldas se encendió un cigarrillo y el brillo de la cerilla se convirtió en un círculo de luz difusa en el oscuro callejón.
—Quería ponerla en contacto con cierto… especialista —dijo Farino al fin.
—Un asesino a sueldo —dijo Kurtz—. Alguien ajeno a la familia.
—Sí.
—¿Alguien ajeno a la mafia?
Farino hizo una mueca de disgusto, como si Kurtz se hubiera tirado un pedo dentro de su cara limusina.
—Alguien ajeno a la estructura de la organización, sí.
Kurtz soltó una carcajada.
—Hijo de puta. Quiso que Sophia se encontrara con ese asesino a sueldo solo para comprobar si sería capaz de contratarlo para matarme. El pobre Carl murió solamente para que este especialista y su hijita tuvieran ocasión de hablar.
Farino no dijo nada.
—¿Lo hizo? —preguntó Kurtz—. ¿Lo contrató para matarme?
—No.
—¿Cómo se llama el especialista?
—Ya que no fue contratado, el nombre es irrelevante.
—A mí sí me importa —dijo con voz rígida—. Quiero conocer a todos los jugadores. —Acarició el revólver del cinturón.
Farino sonrió, como si le hiciera gracia que Kurtz creyera que podría matarle y salir vivo de allí. La sonrisa desapareció cuando el don consideró la idea de que Kurtz hiciera lo primero sin importarle demasiado lo segundo.
—Nadie sabe su nombre —explicó.
Kurtz esperó a que siguiera hablando.
—Se le conoce como el Danés —dijo Farino al fin, tras un largo silencio.
—Mierda —murmuró Kurtz.
—¿Ha oído hablar de él? —La sonrisa de Farino había regresado a sus labios.
—¿Y quién no? Las conexiones de los Kennedy con la mafia en los setenta. Jimmy Hoffa. Hay rumores de que el Danés estuvo tras el golpe en aquel bonito túnel de París y solamente le bastó con un coche pequeño, nada de armas.
—Siempre hay rumores —convino Farino—. ¿No me va a pedir una descripción del Danés?
Ahora era Kurtz quien sonreía.
—Según tengo entendido no serviría de mucho. Este tipo es mejor con los disfraces que el Chacal en sus mejores tiempos. La única buena noticia es que si Sophia lo hubiera contratado ya lo sabríamos, porque entonces yo ya estaría muerto.
—Sí —dijo Farino—. ¿Cuál es el próximo paso, señor Kurtz?
—Bueno, esta noche es la entrega de los camiones de Vancouver. Si los atacan, empezaremos por ahí. Dejaré patente que estoy pendiente del tema. Si Kibunte o cualquier otro tienen algo que ver, lo lógico es que vayan a por mí.
—Buena suerte, señor Kurtz.
Kurtz abrió la puerta y el guardaespaldas se la sostuvo.
—¿Por qué me desea tal cosa? —le dijo Kurtz a Farino—. Tenga suerte o no, usted consigue la información que necesita. Y si muero se queda con los cincuenta mil que convinimos.
—Eso es cierto —dijo el don—. Pero quizá pueda hacer uso de usted en el futuro, y cincuenta mil es una pequeña cantidad a cambio de recuperar un poco de paz.
—No sabría qué decirle —espetó Kurtz, saliendo del coche y volviendo al callejón.