En los viejos tiempos, le habrían abierto la puerta principal y habría abandonado la prisión con un traje barato puesto y una bolsa de papel marrón con sus escasas posesiones bajo el brazo. Ahora las cosas eran distintas. Kurtz recibió como regalo de despedida una maleta barata de vinilo para guardar sus pertenencias, unos pantalones chinos, una camisa azul, una cazadora Eddie Bauer y un billete de autobús para la cercana Batavia.
Arlene Demarco se encargó de recogerlo en la estación de autobuses. Se dirigieron hacia el norte por la autopista y después giraron al oeste, siempre en silencio.
—Oye, Joe —dijo Arlene rompiéndolo finalmente—, pareces más viejo.
—Soy más viejo.
Cuando recorrieron otros treinta kilómetros dirección oeste, Arlene volvió a abrir la boca.
—Eh, bienvenido al siglo XXI —dijo bruscamente.
—Allí dentro también llegó el cambio de siglo —comentó Kurtz.
—¿Y cómo te enteraste?
—Buena pregunta.
Guardaron silencio durante otros quince kilómetros.
Arlene bajó la ventanilla y se encendió un cigarrillo, arrojando la ceniza a la ligera brisa otoñal.
—Creía que a tu marido no le gustaba que fumases.
—Alan murió hace seis años.
Kurtz asintió y devolvió su atención a los campos de cultivo que iban dejando atrás.
—Supongo que debería haberte visitado alguna vez en estos once años —admitió Arlene—. Al menos para ponerte al día.
Kurtz giró la cabeza para mirarla.
—¿Qué sentido hubiera tenido? No ibas a llevarte un sueldo extra por hacer eso.
Arlene se encogió de hombros.
—Es evidente que escuché el mensaje que me dejaste en el contestador. La razón por la que creíste que te recogería después de todos estos años no me queda tan clara.
—No habría pasado nada si no lo hubieras hecho —dijo Kurtz—. Sigue habiendo autobuses entre Batavia y Buffalo.
Arlene se fumó el resto de su cigarrillo y lo arrojó por la ventanilla.
—Rachel, la hijita de Sam…
—Lo sé.
—Bueno, su exmarido consiguió la custodia, y sigue viviendo en Lockport. Pensé que querrías…
—Sé dónde vive —dijo Kurtz—. En Attica hay ordenadores y listines telefónicos.
Arlene asintió y se centró en la carretera.
—¿Trabajas en una firma legal de Cheektowaga?
—Sí. En realidad se trata de tres bufetes situados en lo que solía ser un centro comercial. Dos de las firmas se dedican a pescar dinero de los seguros de accidentes, y la otra es una tapadera para blanquearlo.
—¿Te convierte eso en una secretaria hecha y derecha?
Arlene volvió a encogerse de hombros.
—Me dedico, sobre todo, a mecanografiar cosas, localizar a los denunciantes por teléfono y a consultar mierda legal en Internet de vez en cuando. Se llaman a sí mismos abogados, pero son demasiado cutres para permitirse tener libros o CD-ROM de leyes.
—¿Te gusta tu trabajo? —preguntó Kurtz.
Arlene ignoró la pregunta.
—¿Cuánto te pagan? —quiso saber Kurtz—. ¿Unos dos mil o así al mes?
—Más —contestó Arlene.
—De acuerdo. Añadiré quinientos dólares a lo que te paguen, sea lo que sea.
A ella se le escapó una risita.
—¿Por hacer qué?
—Lo mismo que solías hacer. Bueno, ahora usarías más los ordenadores.
—¿Va a ocurrir algún milagro para que te devuelvan tu licencia de detective privado, Joe? ¿Tienes tres mil pavos de sobra al mes para pagarme?
—No hay que tener licencia de detective privado para investigar. Deja que yo me preocupe de cómo pagarte, sabes que si digo que lo haré es que lo haré. ¿Crees que podríamos conseguir una oficina cerca de la vieja, en East Chippewa?
Arlene se echó a reír de nuevo.
—East Chippewa ha cambiado bastante, ni la reconocerías. La han reurbanizado. Ahora hay pequeñas boutiques, tiendas de delicatesen con veladores, tiendas de vinos y quesos caros… Los alquileres han subido una barbaridad.
—Vaya —dijo Kurtz—. Bueno, bastará con una oficina cerca del centro. Joder, con un sótano valdrá, mientras tenga luz y varias líneas telefónicas.
Arlene salió de la autopista, pagó el peaje y se dirigió al sur.
—¿Dónde quieres ir ahora?
—Un motel barato en Cheektowaga me sirve.
—¿Por qué en Cheektowaga?
—Me vas a tener que prestar el coche mañana por la mañana, y pensé que te vendría mejor si me recogías de camino al trabajo. Despídete mañana por la mañana y recoge tus cosas. Te recogeré al mediodía e iremos a buscar la oficina nueva.
Arlene encendió otro cigarrillo.
—Eres muy considerado, Joe.
Kurtz asintió.