—Buen sofá —dijo Kurtz, al tiempo que Arlene entraba en la oficina del sótano tras bajar por las escaleras de la parte de atrás. Kurtz estaba medio dormido, despatarrado en un sofá estampado y dado de sí que el día anterior no estaba en la oficina—. ¿Lo tenías en tu casa?
—Todo un detalle que te presentes —dijo Arlene, colgando su abrigo de un gancho de la pared—. Por supuesto que lo he traído de casa, ¿de dónde si no? No pocos partidos de fútbol vio Alan ahí sentado. Les pedí a Will y Bobby que me ayudaran a bajarlo aquí al sótano. ¿Qué es eso de mi escritorio?
—Un monitor de vídeo.
—¿Una tele?
—Adelante, enciéndelo.
Arlene lo conectó y observó durante un minuto las imágenes borrosas en blanco y negro. La pantalla alternaba entre cuatro escenas distintas: el mostrador, las estanterías, las cabinas y el vestíbulo.
—¿Qué es esto? ¿Ahora tengo que ver todo el día a los pervertidos del sex shop de arriba?
—Así es —convino Kurtz—. Los propietarios han reactivado el circuito cerrado de vigilancia. Convencí a Jimmy para que tendiera un cable hacia aquí abajo y nos vendiera uno de los monitores viejos.
—¿Vendérnoslo? —Arlene movió un poco el ratón para que la pantalla de su ordenador volviera a la vida—. ¿Cuánto ha costado?
—Cincuenta pavos por el monitor, el cableado va gratis. Le dije que le pagaría cuando consiguiera el dinero, este mes o el que viene o cuando sea.
—Y todo para que pueda ver a los viejos verdes salidos comprar revistas y videos guarros.
—De nada —dijo Kurtz. Se levantó del viejo sofá para dirigirse a su propio escritorio, al fondo de la habitación. La mesa estaba vacía, salvo por unos pocos archivos y memorandos que le había dejado Arlene.
—¿De verdad piensas que necesitamos la videovigilancia? —preguntó ella—. Las dos puertas están cerradas con llave y no hemos puesto un anuncio en ningún sitio con nuestra dirección.
Kurtz se encogió de hombros.
—Bueno, la puerta de fuera es bastante segura —dijo—. Por contra, la puerta del sex shop es de madera común y corriente. Me he enterado de que tengo a varias personas intentando cazarme. —Sirvió café para ambos, a pesar de que Arlene acababa de regresar de su almuerzo. Se sentó en el borde del escritorio de su secretaria, con las dos tazas en la mano. Le dio una detallada descripción de Malcolm Kibunte, Cutter y Doo-Rag, según los datos proporcionados por Pruno. Entonces recordó a Manny, el hermano de Sammy Levine, y se lo describió también a Arlene.
—¿Te has convertido en el enemigo número uno de Danny DeVito? —le preguntó Arlene.
—Eso parece —dijo Kurtz—. En definitiva, si ves a alguien en el monitor con el aspecto de cualquiera de esos cuatro, escapa por alguna de las demás puertas.
—Esa descripción coincide con la mitad de los capullos que frecuentan la tienda de arriba —afirmó Arlene.
—De acuerdo —convino Kurtz—. Te lo diré de otro modo. Si ves a alguien intentando entrar por la puerta principal de arriba, te escapas por detrás. Si se parece demasiado a uno de esos cuatro, te vas cagando leches.
Arlene asintió.
—¿Tienes más regalos para mí?
Kurtz se sacó la Kimber Custom 45 ACP de la cartuchera de su espalda y la puso en el escritorio.
—No podía permitirme un dóberman —dijo.
Arlene meneó la cabeza y metió la mano debajo del escritorio. De allí sacó un revólver Magnum 23 Ruger de cañón corto sin percutor.
—¡Eh, aún conservas a tu viejo amigo! —exclamó Kurtz.
—Me dijiste que iba a ser como en los viejos tiempos, así que pensé que sería mejor coger las mismas costumbres de entonces. —Levantó el arma—. En los últimos años, mis únicas razones para salir a la calle han sido la partida semanal de mahjong en casa de Bernice y las prácticas de tiro, dos veces por semana. —Devolvió la Ruger a la cartuchera atornillada bajo la mesa.
—A mí no me dejaban practicar tiro allí dentro —dijo Kurtz—. Es probable que ahora mismo dispares mejor que yo.
—Ahora y siempre.
Kurtz disimuló el alivio que sentía por no tener que deshacerse de la Kimber 45. Volvió a enfundarla en su cartuchera, se la quitó de la espalda y se tiró otra vez en el sofá.
—¿Te interesa cómo va Busca a tu amor, S. A.? —dijo Arlene—. Es tu negocio, después de todo. Todas las páginas de rastreo y servicios que me comentaste funcionan a la perfección. Les pagamos, le cobramos al corazón solitario un veinte por ciento más y todos contentos. ¿Quieres verlo en acción?
—Sí, claro —dijo Kurtz—. Pero ahora mismo tengo otras cosas en mente. En realidad podrías usarlo para buscar a Malcolm Kibunte. Las fuentes habituales, ya sabes, apariciones en los juzgados, órdenes de búsqueda, impuestos sin pagar, lo que sea. Ya sé que no tendrá una dirección real, pero cualquier cosa que encuentres estará bien.
Arlene trabajó un rato en su ordenador. Su labor consistió en comprobar las visitas de aquel día a la página, procesar las peticiones de búsqueda pagadas con tarjeta de crédito, transferir el dinero a la nueva cuenta, rellenar datos en su motor de búsqueda y, por último, indagar algo sobre Malcolm Kibunte.
—Ya sé que nunca hablas de tus casos, pero me gustaría saber qué está pasando. Lo que pone aquí sobre el señor Kibunte da bastante miedo.
Kurtz no respondió. Lo miró, allí tirado en el sofá, con la funda de la 45 abrazada al pecho, a imagen y semejanza de un osito de peluche. Joe Kurtz estaba roncando.
Cutter expulsó una bocanada de vaho y contempló la vieja fábrica de hielo a través de la lluvia.