Kurtz esperaba que le llevara a algún sitio y le contara lo que fuera por el camino, o bien que fueran a la mansión de la familia Farino en Orchard Park. En cambio, Sophia lo llevó a su ático, en la parte vieja del centro de Buffalo.
Kurtz sabía que Sophia había tenido que pasar por un detector de metales incluso para entrar en la sala de espera de la cárcel de la ciudad, así que era imposible que llevara un arma en el bolso que estaba a los pies del asiento del pasajero del Boxster. Eso quería decir que la guardaba en la consola central, en el salpicadero. Si la mujer hubiera abierto la consola durante el breve trayecto, Kurtz habría disfrutado de unos pocos segundos de actividad, pero la mujer no se acercó en ningún momento a ella.
El ático se encontraba en un viejo edificio de almacenes reformado, estructurado en grandes ventanales y terrazas de metal con vistas al centro o al puerto. Debajo tenía un aparcamiento, y varios guardas controlaban los accesos desde el sótano y la entrada principal.
Igualito que donde vivo yo, pensó Kurtz irónico.
Sophia pasó la tarjeta de seguridad para entrar en el aparcamiento soterrado, intercambió cordiales saludos con el guardia uniformado que escoltaba la entrada de los ascensores, y condujo a Kurtz a la sexta planta, la última.
—Serviré unas bebidas —dijo en cuanto entró en el ático, cerró la puerta tras de sí y dejó las llaves en el jarrón esmaltado situado sobre una mesita roja lacada—. ¿Güisqui?
—Claro —dijo Kurtz. No había comido nada desde que se tomó una tostada por la mañana, y a estas alturas eso ya se podía considerar ayer por la mañana, pues habían transcurrido más de veinte horas.
La casa de la hija del don era un apartamento moderno de ladrillos al descubierto y elegante mobiliario actual. En un rincón acumulaba el típico montón de aparatos, esto es, una pantalla grande de alta definición acompañada por lectores de DVD, un vídeo clásico, altavoces envolventes, amplificadores, etcétera. Las paredes estaban decoradas con altos pósteres minimalistas franceses que tenían pinta de ser originales y carísimos. En el entresuelo, iluminado por varias claraboyas, cientos de libros se apilaban en estanterías negras lacadas. Además, una enorme ventana semicircular dominaba la pared occidental proporcionando buenas vistas al río, el puerto y las luces del puente.
Sophia le tendió el güisqui. Kurtz le dio un sorbito. Chivas.
—¿No va a decirme ningún cumplido sobre mi casa?
Kurtz se encogió de hombros. Si su vocación fuera el robo de viviendas aquella casa sería una mina. Dudaba que eso pudiera considerarse un cumplido.
—Iba a detallarme sus teorías.
Sophia bebió un poco de su vaso de güisqui escocés y suspiró.
—Venga aquí, Kurtz. —Sin llegar a tocarle el brazo lo condujo hasta un espejo de cuerpo entero cercano a la puerta principal—. ¿Qué ve? —le preguntó cuando estuvieron delante de él.
—A mí —dijo Kurtz. En realidad, lo que veía era a un hombre con los ojos hundidos, el pelo enmarañado, la camisa rota y ensangrentada, un arañazo en la mejilla, y churretones de sangre seca en la cara y el cuello.
—Apesta, Kurtz.
Asintió, tomándose el comentario tal como ella lo dijo, la simple aseveración de un hecho evidente.
—Necesita una ducha —concluyó Sophia— y ponerse ropa limpia.
—Después. —En su fábrica de hielo abandonada no había agua caliente ni ropa limpia.
—Ahora —replicó Sophia, quitándole el vaso de güisqui escocés de la mano y posándolo sobre la encimera. Entonces, se adentró en el corto pasillo que conectaba la sala de estar y lo que debía de ser el dormitorio y se perdió en una puerta ubicada más o menos a la mitad. Kurtz oyó el agua correr. Era el cuarto de baño. Ella asomó la cabeza.
—¿Viene?
—No —dijo Kurtz.
—Por Dios bendito, no sea paranoico.
Sí, lo soy, pero no sé si lo bastante.
Sophia echó a volar los zapatos, y se quitó sin reparos la blusa y la falda. Debajo llevaba únicamente unas bragas blancas y un sujetador del mismo color. Se deshizo del sujetador con un movimiento que Kurtz no había presenciado en los últimos once años y lo tiró por ahí. Se quedó allí de pie, vestida solo con las elegantes y nada ordinarias bragas de encaje.
—¿Y bien? —le dijo.
Kurtz examinó la puerta. El cerrojo estaba echado y una alarma estaba conectada a ella. Miró en la pequeña cocina. Otra puerta, con cerrojo y cadena. Abrió la portezuela de la terraza y se montó en la estructura metálica. Hada frío y comenzaba a llover. No había manera de entrar por ella si no era haciendo rápel desde el tejado. Para entonces Sophia tenía los brazos cruzados sobre sus generosos pechos y el vello erizado por la súbita corriente fría proveniente de la terraza. Kurtz no había terminado; pasó a Sophia de largo y registró el dormitorio, sin olvidarse de echar una mirada en los armarios y debajo de la cama.
Solo entonces regresó al baño.
Sophia ya estaba completamente desnuda bajo el agua caliente, que le chorreaba por la cabellera larga y rizada.
—Dios mío —dijo a través de la puerta abierta de la mampara de la ducha—, sí que eres paranoico.
Kurtz se despojó de sus ropas manchadas de sangre.
Kurtz estaba excitado, aunque no tanto como para perder la cabeza. Tras un par de años sin sexo se dio cuenta de que su falta, aun siendo notoria, o bien se convertía en una obsesión que volvía locos a algunos hombres —fue testigo de algunos casos—, o se asentaba convirtiéndose en una especie de anhelo metafísico. Kurtz había leído a Epicteto y los otros estoicos, encontrando su filosofía admirable aunque aburrida. El truco, pensaba él, era disfrutar de la erección, pero no dejarse dominar por ella.
Sophia lo enjabonó por todas partes, sin olvidarse de su pene erecto. Tuvo mucho cuidado con las heridas del rostro, evitando en lo posible que el jabón entrara en ellas.
—No creo que necesiten puntos —le dijo, y entonces sus ojos se abrieron un poco cuando notó que ahora era él quien la enjabonaba a ella. No se limitó a los pechos o al vello púbico, sino que también se ocupo de su cuello, rostro, espalda, hombros, brazos y piernas. Evidentemente, ella había esperado que fuera más directo.
Sophia extendió la mano para coger algo de lo que parecía un platito para el jabón. Era un condón. Arrancó el plástico con los dientes y lo deslizó por el pene tieso de Kurtz. Él sonrió ante su eficiencia aunque aún no tenía necesidad de la protección. Kurtz cogió el bote de champú y frotó un poco sobre la larga cabellera de la mujer, masajeando el cráneo y las sienes con dedos expertos. Sophia cerró los ojos un minuto y echó mano del mismo bote con la intención de echarle a él un poco sobre su pelo corto. Cuando el agua de la ducha hizo correr el champú por sus cuerpos, las cabezas se acercaron y ella levantó la suya para besarlo. Su pene rozó la suave curva de su estomago y ella se aferró a la parte de atrás de su cuello con la mano izquierda mientras la derecha bajaba para agarrar y masajear el miembro.
Se pegó a él, elevando una pierna al tiempo que se echaba hacia atrás contra la pared. Kurtz le quitó el jabón de los pechos y probó sus pezones. La mano derecha controlaba el fin de la espalda de ella mientras la izquierda acariciaba suavemente la vulva. Sintió cómo a Sophia le temblaban los muslos al tiempo que se abría más y más, y sentía su calor en la palma de la mano. Los dedos entraron fácilmente. A Kurtz le maravillaba que, incluso estando bajo la ducha, la mujer estuviera más húmeda allí abajo que en el resto de su cuerpo.
—Ahora, por favor —le susurró ella, con la boca mojada y abierta contra su mejilla—. Ahora.
Se movieron al unísono, con fuerza. Kurtz convirtió la mano derecha en una montura y la alzó contra los azulejos de la pared, a la vez que ella enroscaba las piernas en sus caderas y se echaba hacia atrás sin soltar las manos del cuello de Kurtz. Los músculos de brazos y muslos le temblaron a causa de la tensión.
Sophia emitió un gemido casi inaudible al correrse y parpadeó varias veces; además, sufrió un espasmo que él sintió desde la punta de su polla hasta los muslos y los dedos de su mano de apoyo.
—¡Virgen santa! —susurró ella, sin moverse de su posición bajo el agua, sostenida por Kurtz. Se preguntó cuál sería la capacidad del tanque de agua caliente del ático. Pasado un momento, ella le besó y empezó a moverse de nuevo.
—No he sentido que te hayas corrido. ¿No quieres correrte?
—Después —dijo Kurtz, levantándola un poco más. Sophia gimió ligeramente cuando salió de dentro de ella y le tocó los huevos mientras la erección se paseaba por su vello púbico.
—Dios mío —dijo ella, sonriente—, parece que he sido yo la que se ha pasado doce años en la cárcel.
—Once y medio —aclaró Kurtz. Cortó el agua de la ducha y salieron de ella enroscados en sendas toallas. Eran gruesas y suaves.
—Sigues igual de duro. ¿Cómo puedes soportarlo? —le preguntó ella mientras se secaba entre las piernas.
Por toda respuesta, Kurtz la levantó en brazos y se la llevó al dormitorio.