Kurtz casi había olvidado el caos y la locura de las celdas de los juzgados, en comparación con la organizada demencia de la vida diaria en la prisión del condado. Para empezar, no apagaron las luces en ningún momento. Por si fuera poco, a medianoche ya convivían en su celda una docena de hombres, y el ruido y los olores habrían puesto a un budista de los nervios. Uno de los yonquis no cesaba de gritar y vomitar, hasta que Kurtz se acercó para ayudarle a relajarse presionándole la arteria carótida con los dedos. Ninguno de los guardias entró para limpiar el vómito.
Contando al yonqui inconsciente, eran tres los blancos en la celda. Los negros entraron en su dinámica acostumbrada de dominio territorial, lanzando miradas amenazadoras en dirección a Kurtz. Sabía que si cualquiera de ellos le reconocía, estaría al tanto del asunto de la fetua de la Mezquita de la Muerte; si era así, sería una noche larga. Kurtz no disponía de ningún objeto punzante que pudiera usar como arma —ya fuera muelle, clip o bolígrafo—, así que decidió mantenerse alerta, al tiempo que intentaba dormir un poco. Kurtz tiró al yonqui inconsciente de uno de los cuatro pequeños bancos y convenció al otro prisionero blanco de que durmiera en el suelo haciendo uso del dorso de la mano. Entonces, dispuso las dos figuras inertes como una especie de valla protectora a un metro de su improvisada cama. No les costaría mucho esfuerzo superarla, pero al menos entorpecería un poco su ataque. Por supuesto, Kurtz no estaba discriminando a los demás prisioneros por su raza. Los afroamericanos eran más numerosos, y la posibilidad de que hubieran oído el asunto de la recompensa era mayor.
Las cucarachas correteaban por el suelo, poniéndose moradas con el charco de vómitos y explorando los pliegues de la ropa del yonqui y los tobillos desnudos del otro prisionero blanco.
Kurtz se acurrucó en el duro banco y se relajó un poco, con los ojos cerrados, pero encarando a la pequeña turba de prisioneros negros. Pasados unos minutos, sus murmullos se apagaron, y la mayoría de ellos se echó a descansar o se sentó a maldecir. Los polis arrastraban putas y yonquis por el pasillo, camino de las otras celdas. Era evidente que quedaban bastantes plazas por cubrir en este albergue.
Alrededor de las dos de la madrugada, Kurtz se despertó repentinamente y adoptó una posición instintiva de combate, con los puños prestos para golpear. No se relajó al descubrir que solamente se trataba de un policía uniformado abriendo la celda.
—Joe Kurtz.
Kurtz salió de la celda pleno de desconfianza, sin darles la espalda a los otros prisioneros ni al poli. Esto bien podría ser un plan de Hathaway; era posible que el muy hijo de puta siguiera aún por allí. Además, existía la posibilidad de que otro de los polis hubiera visto el informe de su arresto y lo relacionara con la recompensa de la Mezquita de la Muerte.
El policía uniformado era un tipo gordo que parecía muerto de sueño. Como el resto de policías encargados del pasillo de las celdas, dejaba su arma al otro lado de la cancela corrediza al entrar. En cambio, llevaba una porra grande en la mano y un bote de aerosol en el cinturón. Las cámaras de vigilancia seguían todos sus movimientos. Kurtz pensó que si Hathaway o cualquier otro le estaba esperando al doblar la esquina, el mejor plan era arrebatarle la porra al guardia gordo, usarlo como escudo humano para que no le dispararan y tratar de acercarse a la cancela. Era un plan de mierda, pero sin tener acceso a otro tipo de armas era lo único que podía hacer.
No hubo sorpresas al girar por el pasillo. Cruzaron las puertas y la gran cancela de la entrada sin incidente alguno. En otra sala, un sargento somnoliento le entregó la cartera, las llaves y las monedas sueltas en una bolsa marrón y le acompañó por las escaleras hacia el vestíbulo principal. Por fin, abrieron la última cancela y le dejaron ir.
Una preciosa morena de grandes pechos, pelo largo, delicada piel y ojos vivos, le esperaba sentada en la destartalada sala de espera. Se levantó nada más verlo salir. Kurtz se preguntó vagamente cómo era posible que alguien pudiera lucir ese aspecto tan fresco y centrado a las dos de la madrugada.
—Señor Kurtz, parece que se ha revolcado en mierda —dijo la morena.
Kurtz asintió.
—Señor Kurtz, me llamo…
—Sophia Farino —dijo Kurtz—. El Pequeño Jaco me enseñó una foto suya.
Ella sonrió ligeramente.
—En la familia le llamamos Stephen.
—Los demás lo llamamos Pequeño Jaco, o simplemente Jaco —dijo Kurtz.
Sophia Farino asintió.
—¿Nos vamos?
Kurtz no se movió de donde estaba.
—¿Ha pagado mi fianza, eso intenta decirme?
Asintió.
—¿Por qué usted? —dijo Kurtz—. Si la familia quisiera hacer tal cosa, ¿por qué no enviaron a Miles, el abogado? ¿Y por qué en mitad de la noche? ¿Por qué no esperar al proceso?
—Porque no iba a haber ningún proceso —dijo Sophia—. Se le iba a acusar de violar la condicional al llevar un arma de fuego, y habría estado de vuelta en la prisión del condado mañana mismo a primera hora.
Kurtz se frotó la barbilla y notó la áspera barba.
—¿Violación de la condicional?
Sophia sonrió y echó a andar. Kurtz la siguió por las escaleras, camino del oscuro exterior. Permaneció muy alerta, con los nervios a flor de piel. Tratando de no resultar demasiado obvio en su comportamiento, se fijaba en cada detalle, reaccionaba a cualquier movimiento entre las sombras.
—Hay muchas pistas en el asesinato de Richardson, pero ninguna conduce a usted —dijo Sophia—. Ya han averiguado el grupo sanguíneo del semen que encontraron en la mujer. No es el suyo.
—¿Cómo lo sabe?
—Alguien realizó una llamada anónima informando de que se pasó ayer por la casa de los Richardson. Si le dijeron que su nombre estaba en la agenda, mintieron. Ella garabateó algo sobre un tal señor Quotes.
—La señora Richardson nunca fue muy buena con los nombres —dijo Kurtz.
Sophia iba delante cuando entraron en el frío aunque bien iluminado aparcamiento. Desbloqueó el Porsche Boxster negro con un pitido.
—¿Le llevo a alguna parte? —se ofreció.
—Iré andando —dijo Kurtz.
—Eso no sería muy inteligente —dijo la mujer—. ¿Sabe por qué se ha tomado alguien tantas molestias para meterlo de nuevo en la prisión del condado?
Kurtz lo sabía, por supuesto. Una caída. Un navajazo. Tuvo suerte de que no le pasara nada durante el interrogatorio o en la celda. Era casi seguro que Hathaway había tenido algo que ver con todo esto. ¿Qué le impidió al policía de homicidios acabar el asunto, usar la porra o la Glock y reclamar los diez mil? ¿Su joven compañero? Kurtz nunca lo sabría. Sin embargo, estaba seguro de que alguien más esperaba noticias, y de que Hathaway se habría llevado su pedazo del pastel.
—Será mejor que se monte en el coche —dijo Sophia.
—¿Cómo sé que no ha sido usted? —dijo Kurtz.
La hija de don Farino echó la cabeza hacia atrás para reírse. Era una risa franca y rica, la risa completamente sincera de una mujer adulta.
—Me va a poner colorada —dijo—. Tengo algo de lo que hablar con usted, Kurtz, y ahora es un buen momento. Creo que puedo ayudarle a esclarecer quién anda detrás de todo esto y por qué. Es mi última oferta. ¿Quiere que le lleve?
Kurtz dio la vuelta y se sentó en el asiento del pasajero del robusto y achaparrado Boxster.