Kurtz supo que no iba a ser un interrogatorio fácil cuando Hathaway, el policía de homicidios, corrió las persianas de delante del espejo que cubría una de las cuatro paredes de la sala y arrancó el cable del micrófono del conector. El segundo mal presagio se basaba en que Kurtz tenía las manos esposadas a la espalda de una silla de metal que a su vez estaba atornillada al suelo. La tercera pista se la dieron las manchas oscuras de la mesa arañada y otras similares que adornaban la moqueta. Kurtz se intentó convencer a sí mismo de que eran de café. Sin embargo, el indicio más contundente fue que Hathaway llevaba puestos un par de esos guantes que los técnicos de ambulancia usan para evitar el contagio del sida.
—Bienvenido de nuevo, Kurtz, cabrón —dijo Hathaway una vez las persianas estuvieron echadas. Dio tres pasos al frente y le cruzó la cara a Kurtz con el dorso de la mano.
Kurtz sacudió la cabeza y escupió sangre en la moqueta. La buena noticia era que Hathaway no llevaba puesto el enorme anillo de oro que solía lucir en la mano derecha, posiblemente porque no era una combinación conveniente junto a los guantes de látex. La mejilla de Kurtz aún conservaba una leve cicatriz desde la oreja a la boca, causada por una charla similar con Hathaway hacía ya doce años.
—Yo también estoy encantado de volver a verle, teniente —dijo Kurtz.
—Detective —le corrigió Hathaway.
Kurtz se encogió de hombros como pudo, a pesar de las esposas.
—Hace más de once años —dijo escupiendo sangre—, me imaginé que habría sido capaz de aprobar por fin el examen de teniente. O al menos el de sargento.
Hathaway se abalanzó contra él y le golpeó de nuevo, en esta ocasión con el puño cerrado.
Kurtz perdió el conocimiento durante un instante. Al recuperarlo oyó al poli joven:
—¡Por Dios santo, Jimmy!
—Cállate —espetó el detective Hathaway. Se paseó alrededor de la mesa, mirando su reloj. Kurtz supuso que al detective se le estaba acabando el tiempo para la sesión privada del interrogatorio.
Eso está bien, pensó Kurtz con la cabeza dándole vueltas.
—¿Dónde estuviste ayer por la mañana, Kurtz? —le gritó Hathaway.
Kurtz negó con la cabeza. Error. La sala desapareció y dio vueltas. Solo las esposas impidieron que se cayera de la silla.
—He dicho que dónde estuviste ayer —repitió Hathaway, acercándose.
—Abogado —dijo Kurtz. De su boca rezumaba sangre, pero los dientes permanecían milagrosamente en su lugar.
—¿Qué?
—Quiero un abogado.
—Tu abogado está muerto, saco de mierda —dijo Hathaway—. A ese perro sabueso chulo de Murrell le dio un ataque al corazón hace cuatro años.
Kurtz ya lo sabía.
—Abogado —repitió.
La respuesta de Hathaway fue sacar la Glock de nueve milímetros de la cartuchera de su axila y un pequeño revólver Smith y Wesson del 32 del bolsillo de la chaqueta. Arrojó el revólver a la mesa, cerca de Kurtz. El clásico desafío.
—Jimmy, por el amor de Dios —dijo el otro policía, más joven y más bajito. Kurtz no supo si era parte del teatrillo o si el novato estaba realmente preocupado por la situación. Si se trataba de la farsa del poli bueno y el poli malo, el chico era un actor bastante convincente.
—Quizá antes no te cacheamos lo bastante concienzudamente —dijo Hathaway, fijando sus ojos azul pálido en los de Kurtz. Siempre había pensado que Hathaway tenía la mirada bastante perdida; una década después el poli le parecía más loco que nunca.
Hathaway metió una bala en el cargador de la Glock.
—¿Dónde estuviste ayer por la mañana, Joey?
Kurtz se estaba aburriendo de aquello. Durante su estancia en prisión, había mantenido varias conversaciones con otros convictos sobre esa regla de oro de no matar a un poli. El punto de vista de Kurtz, para avivar los debates, siempre era el siguiente: «¿Por qué no?». La imagen que venía a menudo a su mente durante esos coloquios era la del detective Hathaway.
Kurtz apartó la vista del rostro congestionado del policía de homicidios y pensó en otros temas.
—Gilipollas miserable —dijo Hathaway. Enfundó la Glock, hizo desaparecer el revólver y golpeó a Kurtz en la clavícula con una porra muy similar a la que Joe usó contra Carl. El hombro y brazo izquierdos se le quedaron atontados enseguida, y un intenso dolor le invadió la zona.
El otro detective enchufó de nuevo el micrófono y abrió las persianas. Hathaway se había desprendido de sus guantes de látex. Las pistolas y la porra tampoco se veían ya por ninguna parte. La Glock estaba enfundada bajo su axila.
Bueno, pensó Kurtz, no ha ido del todo mal.
—¿Reconoce, Joe Kurtz, que ha sido informado de sus derechos? —dijo el detective Hathaway.
Kurtz gruñó. Era poco probable que tuviese rota la clavícula, pero pasarían varias horas antes de que pudiera hacer uso del brazo izquierdo.
—¿Dónde estuvo ayer por la mañana, entre las nueve y las once? —le preguntó Hathaway.
—Me gustaría hablar con un abogado —dijo Kurtz, vocalizando tan bien como le fue posible.
—Se ha hecho llamar a un abogado de oficio —le dijo Hathaway al micrófono—. Ha de ser certificado que esta conversación se está manteniendo con el consentimiento y a petición del señor Kurtz.
Kurtz se acercó al micro.
—Tu madre solía comer pollas en South Delaware, detective Hathaway. Yo era cliente habitual.
Hathaway olvidó que no llevaba guantes. Le dio un guantazo tan fuerte que la sangre de la nariz salpicó a dos metros de distancia.
Eso no ha sido inteligente, pensó Kurtz, pero de todas maneras editan estas cintas.
Sacudió la cabeza. Había girado el cuello antes del golpe, lo bastante para evitar la rotura de la nariz.
—¿Reconoce a esta mujer? —le preguntó el otro detective al tiempo que deslizaba y abría una carpeta blanca sobre la mesa.
—¡Cuidado con manchar las fotos, Kurtz! —le advirtió Hathaway.
Kurtz trató de complacerle, aunque había tanta sangre en aquellas fotos en blanco y negro que una poca más no hubiera representado mayor diferencia.
—¿Puede identificar a esta mujer? —repitió el otro detective.
Kurtz no dijo nada. Era difícil siquiera suponer que aquello de la foto era una mujer. No obstante, Kurtz supo perfectamente de quién se trataba. Reconoció las sillas de respaldo recto alrededor de la mesa Frank Lloyd Wright.
—¿Niega que estuvo ayer en la casa de esta mujer? —exigió saber el joven detective. Al no recibir respuesta, añadió al micrófono—: Conste que el señor Kurtz se niega a identificar la fotografía de Mary Anne Richardson, la mujer con la que mantuvo ayer un encuentro.
Ayer tenía nariz, ojos, pechos y la piel intacta, se vio tentado a decir Kurtz en voz alta. Estudió las fotos esparcidas en lo alto de la mesa. El asesino era un obseso de las armas blancas, un psicópata total con una innegable habilidad en el manejo de las hojas afiladas. A primera vista podría parecer una carnicería, sin embargo la vivisección había sido realizada con una eficiencia incuestionable. Kurtz dudaba que la señora Richardson compartiera aquella opinión; parecía que el cirujano la mantuvo con vida durante gran parte del procedimiento. Kurtz estudió los alrededores, intentando suponer la hora de la muerte a partir de la disposición del mobiliario. Todo estaba tal como lo había dejado cuando abandonó la casa. No hubo apenas lucha. O eso o el hombre del cuchillo era tan corpulento que la refriega se limitó al pequeño espacio ocupado por la alfombra encharcada de sangre del comedor. La colaboración de un cómplice era lo más probable. Uno para agarrar y otro para esculpir.
—¿Eso de su vestido es semen? —preguntó Kurtz.
—Cállate —dijo el detective Hathaway. Se acercó a él, tapó el micrófono con una mano y apretó el hombro de Kurtz con la otra. El gemido de Kurtz fue breve. El detective no apartó la mano del micro.
—Vas a escupirlo todo, Kurtz. Tenemos tu nombre en el libro de citas. Tenemos a un informador que te identificó en la escena del crimen.
Kurtz suspiró.
—Sabes que yo no hice esto, Hathaway. No es mi estilo. Cuando quiero hacer pedazos a un ama de casa siempre uso una Mac-10.
Hathaway le enseñó sus grandes dientes y apretó con más fuerza. Esta vez, Kurtz supo lo que venía después y no se quejó audiblemente, ni siquiera cuando sus clavículas crujieron como tablas.
—Quiero a este pedazo de mierda fuera de mi vista —ordenó Hathaway.
Al momento, dos enormes oficiales uniformados entraron en la sala, le soltaron las esposas, volvieron a esposarlo con las dos manos a la espalda y se lo llevaron de allí.
Uno de los polis uniformados traía un rollo de papel higiénico para limpiar la sangre que le caía a Kurtz por las mejillas y el mentón.
Kurtz echó una mirada a su camisa azul, su única camisa.
Maldita sea.
Los uniformados le acompañaron por el pasillo. Cruzaron varios corredores de paredes verdes, puntos de seguridad, y unas escaleras antes de llegar al sótano, donde le tomaron las huellas, lo volvieron a cachear y le hicieron una foto digital.
Kurtz sabía lo que venía después. Con sus antecedentes, era probable que no le procesaran hasta el día siguiente por la tarde. Kurtz meneó la cabeza. Hathaway no podía ir en serio con eso de acusarle de homicidio en primer grado. En el proceso, se le acusara de lo que coño se le acusara, Kurtz podría pagar una fianza y salir libre antes de la vista preliminar.
—¿De qué te ríes, saco de mierda? —le preguntó el poli, sin cesar en su empeño de tirar la gran bola de papel sanguinolenta a la papelera sin mancharse las manos en el intento.
Kurtz recuperó su expresión normal. Pensar en la fianza le había hecho gracia. Todo lo que tenía en el mundo se hallaba en su cartera: algo menos de veinte dólares. Arlene le había dejado seco con todo eso de poner por adelantado el dinero para los ordenadores y el material de oficina. No, tendría que esperar. Primero aquí en los juzgados y más tarde en la prisión del condado de Erie, hasta que alguien de la oficina del fiscal del distrito reparara en que no había caso y la acusación de Hathaway era puro humo.
Kurtz había aprendido hacía mucho tiempo a sentarse a esperar acontecimientos.