Kurtz se sentó en la pequeña oficina del centro cívico, al otro lado del escritorio arañado se encontró con su agente de la condicional. Era una monada.
Su nombre era Peg O’Toole. Kurtz rara vez usaba palabras como «monada», pero no se le venía ninguna otra a la cabeza para definir mejor a la señorita O’Toole; era ni más ni menos que una monada. Rondaría probablemente los treinta años, sobre su rostro pecoso de ojos azules claros y diáfanos lucía una cabellera pelirroja de una tonalidad no tan pura como la de Sam, sino quizá bordeando algo similar a un castaño rojizo de rizos naturales que le caían libres por los hombros. Le sobraban unos cuantos kilos para los estándares modernos, cosa que a Kurtz, lejos de molestarle, le encantaba. Una de las sentencias favoritas que Kurtz había leído de Tom Wolfe se refería a las mujeres anoréxicas de Nueva York, describiéndolas como «rayos X sociales». Kurtz se preguntó vagamente qué pensaría la agente de la condicional Peg O’Toole si le dijera que era lector habitual de la obra de Tom Wolfe. Acto seguido, Kurtz consideró si tendría algo de malo preguntarle tal cosa.
—¿Dónde vive, señor Kurtz?
—Aquí y allá —respondió Kurtz. Reparó en que no le hablaba con familiaridad ni había usado su nombre de pila, mantenía las distancias. No obstante no era del todo fría, se podría definir como profesional.
—Va a necesitar una dirección fija. Tendré que visitar su lugar de residencia en un plazo de alrededor de un mes para comprobar si entra en los parámetros aceptables para los términos de la condicional.
Kurtz asintió.
—He estado durmiendo en un motel mientras encuentro algo permanente. —No le pareció conveniente mencionar el saco de dormir prestado y la vieja fábrica de hielo a la que ahora llamaba hogar.
La señorita O’Toole apuntó algo al respecto en su ficha.
—¿Ha comenzado la búsqueda de un empleo?
—Lo he encontrado —dijo Kurtz.
Ella alzó las cejas ligeramente. Kurtz se fijó en que eran espesas, del mismo tono castaño rojizo de su pelo.
—Por cuenta propia —aclaró Kurtz.
—Eso no me vale —dijo Peg O’Toole—. Necesitamos saber los detalles.
Kurtz asintió.
—He montado una agencia de investigación.
La agente se dio golpecitos en el labio con el bolígrafo.
—¿Se da cuenta, señor Kurtz, de que no recuperará su licencia para ejercer como investigador privado en el estado de Nueva York, y que es ilegal que posea o porte armas encima o que se asocie con convictos?
—Sí —dijo Kurtz. La agente no dijo nada, así que continuó hablando—. Es un negocio registrado. Busca a tu amor.
La señorita O’Toole no sonrió.
—¿«Busca a tu amor»? ¿Es un servicio de rastreo de alguna clase?
—De algún modo —dijo Kurtz—. Es un servicio buscador web. Mi secretaria y yo realizamos el noventa y nueve por ciento del trabajo desde el ordenador.
La agente se daba ahora los golpecitos con el bolígrafo en los dientes.
—Existen alrededor de cien servicios semejantes en la red —le dijo.
—Eso es lo que dice mi secretaria, Arlene.
—¿Y por qué opina que va a ganar dinero con ese negocio?
—Primero, porque creo que hay cien millones de sesentones a punto de retirarse, deseando abandonar a su esposa actual y probablemente acordándose de sus viejos novios y novias del instituto —dijo Kurtz—. Ya sabe, aquellos primeros recuerdos lujuriosos en el asiento trasero de un Mustang del 66 y esa clase de cosas.
Ahora la señorita O’Toole sí sonrió.
—El asiento trasero de un Mustang del 66 no es muy grande —dijo. No es que estuviera haciéndose la recatada, simplemente comentaba un hecho innegable.
Kurtz asintió.
—¿Le gustan los antiguos Mustang?
—No estamos aquí para discutir mis preferencias en cuanto a coches —le dejó claro—. ¿Por qué esos sesentones a punto de retirarse van a acudir a su servicio cuando en Internet ya existen todas esas páginas baratas para buscar a antiguos compañeros de clase?
—Bueno, sí —dijo Kurtz—, Arlene y yo estamos siendo más proactivos. —Hizo una pausa—. ¿He dicho «proactivos»? Dios, odio esa palabra. Arlene y yo estamos siendo más… imaginativos.
La señorita O’Toole pareció vagamente sorprendida por segunda vez.
—Verá, se lo explicaré. Nosotros echamos una ojeada a los anuarios de los institutos —dijo Kurtz—, para buscar a alguien que pudo ser popular ese año, empezando por la década de los sesenta. Entonces, le mandamos esa información a sus antiguos compañeros de clase. Por ejemplo: «¿Sabes lo que fue de Billy Benderbix? Averígualo con Busca a tu amor». Esa clase de cosas.
—¿Está familiarizado con las leyes de privacidad?
—Sí —afirmó Kurtz—. Todavía no existen suficientes para Internet. Rastreamos a los antiguos compañeros de clase por medio de los típicos buscadores de personas y les mandamos un correo para que se apunten a nuestra página.
—¿Funciona?
Kurtz se encogió de hombros.
—En los pocos días que llevamos ya hemos contabilizado varios cientos de clics. —Hizo una pausa. Sabía que la agente de la condicional tenía tan pocas ganas de charla como él mismo, pero quería compartir una historia con alguien y no había mucha gente en su vida—. ¿Quiere que le cuente nuestro primer intento?
—Claro —dijo la agente.
—Bueno. Arlene ha estado reuniendo anuarios en los últimos días. Hemos tenido acceso a muchos de todo el país y hemos pedido por correo otros tantos. Estamos comenzando por la zona de Buffalo con anuarios en papel, hasta que podamos permitirnos disponer de una base de datos.
—Tiene sentido.
—Bueno, pues ayer estábamos listos para empezar. Me dije, vamos a escoger a alguien al azar para que sea nuestro primer señor o señorita corazón solitario… bueno, señora corazón solitario.
—Eso suena mal —dijo O’Toole—. Señorita corazón solitario es mejor.
Kurtz asintió.
—Entonces Arlene saca un anuario del montón, el del instituto Kenmore West de la clase del sesenta y seis, y lo abre. Pongo el dedo en una página y escojo a alguien al azar. El nombre era raro, pero pensé, ¡qué demonios! Arlene se echó a reír…
La expresión de O’Toole era neutra, pero estaba escuchando con atención.
—Wolf Blitzer —dijo Kurtz—. «Creo que sus compañeros lo saben todo sobre él», me dijo Arlene. Le pregunté por qué y comenzó a reírse de mí.
—¿No conoce a Wolf Blitzer? —le dijo extrañada la agente de la condicional.
Kurtz se encogió de hombros.
—Supongo que no hace mucho que es popular, seguramente empezó a serlo por la época en la que tuvo lugar mi juicio, y no he visto mucho la CNN desde entonces.
O’Toole estaba sonriendo.
—En cualquier caso —continuó Kurtz—. Arlene dejó de reírse, me explicó quién era Wolf Blitzer y por qué no sería una buena elección, y cogió otro anuario del montón, el del instituto West Seneca. Lo abre. Pone el dedo en una foto al azar. Otro tipo. Tim Russert.
O’Toole rio suavemente.
—NBC —dijo.
—Sí, bueno, tampoco sabía nada de él. En ese momento, Arlene se doblaba de risa.
—Una gran coincidencia.
Kurtz negó con la cabeza.
—No creo en las coincidencias. Arlene me puso la trampa. Tiene un sentido del humor muy rebuscado. En cualquier caso, al final encontramos a alguien de la zona de Buffalo que no era un periodista famoso y…
En ese momento sonó el teléfono, O’Toole le pidió disculpas y respondió. Kurtz se sintió aliviado por la interrupción, la conversación llevaba un rato renqueando.
—Sí… sí… de acuerdo —decía O’Toole—. Entiendo. De acuerdo. Bien.
Cuando colgó, la mirada de la agente se había tornado gélida.
La puerta se abrió. Un policía de homicidios llamado Jimmy Hathaway y un poli más joven al que nunca había visto entraron en el despacho con sus pistolas Glock de nueve milímetros desenfundadas y las placas visibles en el cinturón. Kurtz miró a Peg O’Toole y vio que se había sacado una Sig Pro del bolso y la apuntaba directamente a su cara.
—Las manos detrás de la cabeza, gilipollas —le gritó Hathaway.
Esposaron a Kurtz y lo cachearon. Estaba limpio, claro, no hubiera sido muy lógico llevar armas a su primera reunión con la agente de la condicional. Lo levantaron, y el poli joven le vació los bolsillos de monedas, llaves y caramelos de menta.
—No vas a ver a este puto perdedor de nuevo —le dijo Hathaway a O’Toole mientras sacaba a Kurtz a empujones del despacho—. Va a volver a Attica, y esta vez no va a salir de allí jamás.
Kurtz echó la vista atrás para mirar a Peg O’Toole antes de que otro empellón del policía le alejara de la entrada de su oficina. La agente ya se había guardado la pistola. Su expresión era difícil de definir.