El centro médico del condado de Erie era un complejo gigantesco, lo bastante cercano a la autopista de Kensington como para que los pacientes pudieran oír en la distancia los sonidos del tráfico si escuchaban con atención. Pocos lo intentaban. La mayoría de los enfermos estaban demasiado preocupados por vivir, morir o intentar conciliar el sueño como para reparar en los lejanos ecos del tráfico, atenuados por el zumbido de la calefacción o el aire acondicionado, las campanillas y anuncios de la megafonía, o la charla en los pasillos y habitaciones. El horario de visitas terminaba oficialmente a las nueve de la noche, sin embargo, los últimos visitantes se marchaban alrededor de las diez.
A las diez y cuarto de aquella noche de octubre, un caballero delgado y alto, ataviado con un sencillo chubasquero y un sombrero estilo bávaro rematado con una pluma roja, salió del ascensor hacia el ala oeste de la zona de cuidados intensivos. El hombre portaba un pequeño ramo de flores. Aparentaba unos cincuenta y tantos años y tenía unos ojos tristes que le otorgaban una expresión ligeramente distraída a un rostro al que rara vez asomaba una sonrisa apagada y adornada por un bien cuidado bigote pelirrojo. Sus guantes negros eran de bastante buena calidad.
—Lo siento, señor, las horas de visita han terminado —le dijo la enfermera de guardia, interceptándolo con la mirada antes casi de que saliera del ascensor.
El hombre se detuvo. Por un momento pareció muy perdido.
—Sí… lo siento —dijo con un ligero acento europeo—. Acabo de llegar de Stuttgart. Mi madre…
—La puede visitar por la mañana, señor. Las horas de visita comienzan a las diez de la mañana.
El hombre asintió, comenzó a darse la vuelta, pero de nuevo se dirigió a la enfermera, con la mano de las flores extendida.
—La señora Haupt. Está en su lista, ¿sí? Acabo de llegar de Stuttgart, y mi hermano dice que mami se encuentra en una condición muy delicada.
Al oír el nombre, la enfermera miró la pantalla del ordenador. Lo que vio le hizo morderse el labio.
—¿La señora Haupt es su madre, señor?
—Sí. —El hombre cambió el peso de su cuerpo al otro pie y fijó sus ojos tristes en las flores—. Hace demasiados años que no la veo. Debí de haber venido antes, pero el trabajo… mi vuelo de regreso sale mañana mismo.
La enfermera de guardia dudó. Otras enfermeras y sanitarios iban de aquí para allá, ocupados en administrarles las medicinas nocturnas a los pacientes.
—¿Señor… Haupt?
—Sí.
—Entenderá que su madre lleva varias semanas en coma. No sabrá que ha venido.
El hombre de la mirada triste asintió.
—Yo sí sabré que estuve con ella.
Los ojos de la enfermera resplandecieron, literalmente.
—Al fondo de ese pasillo, señor. La señora Haupt está en una de las habitaciones privadas, la 1108. Haré que una de las enfermeras vaya para allá en unos minutos.
—Muchas gracias —dijo el hombre del chubasquero, mezclándose entre la marea de personas que hacía su trabajo en el pasillo.
Varios tubos entraban y salían del cuerpo en estado comatoso de la señora Haupt. Una dentadura sonreía en un vaso de agua sobre la mesita de noche de al lado de la cama. El hombre del chubasquero y el sombrero rematado con la pluma despegó el papel de los tallos de las flores y las puso en el vaso de los dientes de la anciana. Seguidamente, sacó la cabeza por la puerta para mirar si venía alguien por el pasillo y, al no ver a nadie, se dirigió tranquilamente hacia la habitación 1123.
No había guardias. Al entrar en la habitación, el hombre encontró a Carl dormido y sedado. La cabeza del guardaespaldas de los Farino estaba cubierta de vendas; su rostro era una acumulación de heridas adornado con una máscara que mantenía la mandíbula cerrada. Ambas piernas estaban escayoladas y conectadas por una complicada estructura de cables, contrapesos y poleas metálicas. Llevaba el brazo derecho en cabestrillo, y el izquierdo adherido a una tabla de madera para que el conducto del suero hiciera su labor. El del suero era solamente uno de los muchos tubos enganchados a su cuerpo. Con una tranquilidad absoluta, el hombre alto desconectó el botón de llamada del panel y lo puso fuera del alcance de Carl. Después, extrajo una jeringa sin aguja del bolsillo del chubasquero y la sostuvo en la mano derecha, usando la izquierda para apretar la cableada mandíbula de Carl.
—¿Carl? ¿Carl? —La voz del hombre era suave y atenta.
Carl soltó un gemido, seguido de un gruñido quejumbroso. Trató de darse la vuelta, pero estaba demasiado limitado por todos los cables y agarres. Al abrir el ojo bueno y mirar a su visitante resultó obvio que el hombre del chubasquero era un desconocido para él.
El hombre quitó el tapón de la aguja con los dientes y tiró del émbolo hacia fuera, llenando de aire la jeringuilla. Escupió el tapón delicadamente en la misma mano en la que la sostenía.
—¿Estás despierto, Carl?
El ojo de Carl pasó de un confuso estupor al puro terror cuando vio cómo el hombre desconectaba la vía del monitor, quitaba la alarma, e introducía la aguja en el tubo de la vía. Carl intentó volverse para apretar el botón de llamada. El extraño le agarró con fuerza el brazo de la vía.
—Los Farino quieren agradecerte los servicios prestados, Carl, y decirte que sienten mucho que fueras tan idiota —dijo el hombre con voz aterciopelada. Ahondó la aguja de la jeringa en la boquilla dispuesta para ello en el tubo de la vía. Una serie de terribles sonidos surgió a través de los alambres de la boca de Carl, que se batía como un enorme pez al que estuvieran pescando.
—¡Chsss! —le decía el hombre, tranquilizador aunque sin dejar de empujar el émbolo hacia abajo. La burbuja de aire se hizo visible en el tubo de la vía y avanzó poco a poco en dirección al antebrazo de Carl.
El espigado extranjero volvió a tapar la jeringa con un movimiento experto, guardándola de nuevo en el bolsillo del chubasquero. Así, sosteniendo la muñeca izquierda de Carl mientras examinaba su reloj para controlar el tiempo, cualquiera que hubiese pasado por allí le hubiera tomado por un médico tomándole el pulso a su paciente durante su última ronda antes de irse a casa.
La mandíbula rota de Carl crujió audiblemente y el alambre se salió de su lugar. El sonido en el que prorrumpió no pareció humano.
—Otros cuatro o cinco segundos —dijo la voz de terciopelo del hombre del chubasquero—. Así, ya estamos.
La burbuja de aire alcanzó el corazón de Carl, provocando en él una explosión inmediata y literal. Carl arqueó tan salvajemente la espalda que dos de los cables de metal se tensaron como los de un poste de alta tensión sacudido por una tempestad de viento. Los ojos del guardaespaldas estaban a punto de salírsele de las órbitas o reventar en el intento. De repente, se relajaron. Un hilillo de sangre descendió por ambos agujeros de la nariz.
El hombre soltó la muñeca de Carl, salió de la habitación, bajó por el pasillo en dirección opuesta al mostrador de la enfermera y tomó las escaleras de atrás para descender al sótano y salir por la rampa de las ambulancias.
Sophia Farino le esperaba fuera, en el interior de su Porsche Boxster. La capota dura soportaba estoica la lluvia que caía incansablemente. El hombre alto se sentó en el asiento del pasajero. Ella no le preguntó cómo había ido todo.
—¿Al aeropuerto? —le dijo en vez de eso.
—Sí, por favor —le contestó el hombre con el mismo tono dulce y agradable que usara con Carl.
Se dirigieron al este por la Kensington.
—El tiempo de Buffalo siempre es agradable —comentó el hombre rompiendo el silencio—. Me recuerda a Copenhague.
Sophia sonrió.
—¡Oh, casi lo olvido! —La pequeña de los Farino abrió la pequeña consola central y sacó un grueso sobre blanco.
El hombre sonrió ligeramente, cortés, y se guardó el sobre en el bolsillo del chubasquero sin contar el dinero.
—Por favor, transmítale mis cordiales recuerdos a su padre —le rogó.
—Lo haré.
—Y si hay cualquier otro servicio que pueda prestarle a su familia…
Sophia apartó la vista un momento del runrún del limpiaparabrisas. Quedaban pocos kilómetros para llegar al aeropuerto.
—Bueno, de hecho —dijo—, hay algo más…