Hay un estado de ánimo que los hombres
religiosos conocen, pero no los otros, para los que
la voluntad de afirmación y mantenimiento quedó
desplazada por el de cerrar la boca y ser nada ante
las inundaciones y las plagas del Señor. En tal estado
de ánimo lo que más temíamos se convirtió en
la morada de nuestra seguridad, y la hora de nuestra
muerte moral se convirtió en el día de nuestro
nacimiento espiritual. Se acabó el tiempo de tensión
de nuestra alma, y ha llegado el de la tranquilidad feliz,
el del respirar profundo tranquilo, el del presente eterno
sin tener que preocuparse por un futuro desacorde.
William James, Las variedades de la experiencia religiosa*
La mayoría de las personas creen en la creencia en Dios, incluso aquellas que no pueden creer en Dios (todo el tiempo). ¿Por qué creen en esto? Una respuesta obvia es que desean ser buenas. Es decir, que no sólo desean llevar unas vidas buenas y significativas, sino que también lo desean para los otros, y no encuentran mejor modo para hacerlo que de ponerse a sí mismas al servicio de Dios. Es posible que esta respuesta sea la correcta, y también es posible que ellos estén en lo cierto, pero antes de considerar esta respuesta con el cuidado que merece necesitamos encarar un reto. Algunas personas —y usted puede ser una de ellas— consideran que el modo en que presenté este asunto es objetable. Voy a dejar que el Profesor Fe intente expresarse de manera que haga justicia a este punto de vista:
Sí, lo escucho. Deliberadamente le di a este capítulo un título provocativo para revitalizar esta preocupación y poner esta objeción en primer plano. Reconozco el estado que usted está describiendo, y ofrecería una enmienda amistosa: no es sencillamente como enamorarse; es una clase de enamoramiento. El malestar, o incluso la sensación de ultraje que siente cuando se enfrenta a mi pacífica invitación a considerar los pro y los contras de su religión, es la misma reacción que uno tiene cuando le piden una sincera evaluación de su verdadero amor: «A mí no sólo me gusta mi amada porque, después de la debida consideración, creo que todas sus maravillosas cualidades claramente compensan sus pocas fallas. Sé que ella es la indicada para mí, y la amaré siempre con toda mi alma y con mi corazón». Los granjeros de Nueva Inglaterra son famosos por ser tan tacaños con sus emociones como lo son con sus billeteras y sus palabras. He aquí un viejo chiste de Maine:
¿Cómo está tu esposa, Jeb?
¿Comparada con qué?
Al parecer, Jeb ya no está enamorado de su esposa. Y si alguien está tan dispuesto siquiera a pensar en la posibilidad de comparar su religión con otras religiones, o con el hecho de carecer absolutamente de religión, seguramente no está enamorado de su religión. Se trata de un amor muy personal (no como el amor por el jazz, o el béisbol, o los paisajes montañosos), aunque no haya ninguna persona en particular —ni el sacerdote, ni el rabino, ni el imán—, y ni siquiera un grupo de personas —la congregación de los fieles—, digamos que corresponda al ser querido. Su lealtad inmortal no es una lealtad dirigida hacia ellos —ni como individuos ni como grupo—, sino hacia el sistema de ideas que los une. Por supuesto que la gente a veces se enamora —con amor romántico— de su sacerdote o de un compañero feligrés, y puede ser duro para ellos distinguir tal cosa del amor por su religión, pero no estoy sugiriendo que ésta sea la naturaleza del amor que experimenta la mayoría de la gente que ama a Dios. Lo que sugiero es que su incuestionada lealtad, su falta de voluntad incluso para considerar las virtudes versus los vicios, es un tipo de amor, y que se parece más al amor romántico que al amor fraternal o al amor intelectual.
Seguramente, no es un accidente el hecho de que el lenguaje del amor romántico y el de la devoción religiosa sean indistinguibles. Tampoco debe ser un accidente que casi todas las religiones (con algunas excepciones austeras, como los puritanos, los shakers y los talibanes) les hayan dado a sus seguidores una cornucopia de belleza para deleitar sus sentidos: una elevada arquitectura con decoraciones aplicadas a cada superficie, música, velas e incienso. El inventario de las más grandes creaciones artísticas del mundo está coronado por obras maestras religiosas. Gracias al islamismo tenemos la Alhambra y las exquisitas mezquitas de Isfahan y Estambul. Gracias al cristianismo tenemos la Iglesia de Santa Sofía y las catedrales de Europa. No hay que ser creyente para quedar extasiado ante los templos hindúes, budistas y sintoístas, de proporciones sublimes y complejidad surrealista. La Pasión según San Mateo de Bach, el Mesías de Händel y esas maravillas en miniatura que son los villancicos navideños son unas de las más apasionadas canciones de amor jamás compuestas; y las historias que musicalizan son ellas mismas composiciones con un extraordinario poder emocional. Quizás el cineasta George Stevens no exageraba cuando a su película de 1965, en la que narra la vida de Jesús, le puso el título La más grande historia jamás contada. Cuando se trata de grandes narrativas de la literatura universal la competencia es reñida: están La Odisea, La Ilíada, Robin Hood, Romeo y Julieta, Oliver Twist, La isla del tesoro, Huckleberry Finn y El diario de Ana Frank, entre muchas otras. Pero cuando se trata de alegrías, peligros, patetismo, tragedias, héroes y villanos (sin un alivio cómico), es difícil de vencer. Y por supuesto que la historia tiene una moraleja. Amamos las historias, y Elie Wiesel (1966, Prefacio [no Wiesel, 1972, como lo citan muchas páginas de Internet]) utiliza una historia para explicarlo:
No sólo hemos estado brindando arte, historias y ceremonias espectacularmente preciosas, sino una gran cantidad de amor. A lo largo de la historia, las acciones diarias de las personas religiosas han resultado en innumerables obras de bien, aliviando el sufrimiento, alimentando al hambriento y cuidando al enfermo. Las religiones han brindado el consuelo de la pertenencia a un grupo y compañía a muchas personas que, de otro modo, habrían pasado a través de esta vida totalmente solos, sin gloria ni aventura. En efecto, no sólo han proporcionado primeros auxilios a personas en dificultades, sino también los medios para cambiar el mundo de maneras que removerían esas dificultades. Como dice Alan Wolfe (2003:139): «La religión puede liberar a la gente de sus ciclos de pobreza y dependencia así como liberó a Moisés de Egipto». En cada una de sus tradiciones, son muchas las cosas por las que los amantes de la religión deben sentirse orgullosos, y mucho por lo que nosotros debemos estar agradecidos.
Es realmente un hecho importante el que tantas personas amen su religión tanto como, o más que, cualquier otra cosa en sus vidas. Estoy inclinado a pensar que nada puede ser más importante que aquello que la gente ama. En cualquier caso, no soy capaz de pensar en ningún valor al que pudiera darle un lugar más elevado. No querría vivir en un mundo sin amor ¿Sería un mundo mejor un mundo que tuviera paz, pero que no tuviera amor? No lo sería si el medio para alcanzar la paz fuera drogamos hasta extraer de nosotros el amor (y el odio), o suprimirlo. ¿Sería un mundo mejor un mundo con justicia y libertad, pero sin amor? No lo sería si el medio para alcanzarlo fuera convertirnos a todos en seguidores de la ley, totalmente faltos de amor, y sin ninguno de los anhelos, envidias u odios que son la fuente de la injusticia y la subyugación. Es difícil considerar estas situaciones hipotéticas y dudo que debamos confiar en nuestras primeras intuiciones acerca de ellas, pero, en todo caso, conjeturo que casi todos queremos un mundo en el que el amor, la justicia, la paz y la libertad estén tan presentes como sea posible; y si tuviéramos que renunciar a uno de ellos, no sería —y no debería ser— al amor. Es triste, pero aun cuando sea cierto que nada puede ser más importante que el amor, de eso no se sigue que carezcamos de razones para cuestionar las cosas que amamos, y que otros aman. Como dicen, el amor es ciego, y porque es ciego suele conllevar tragedias: conflictos en los que un amor se opone a otro, uno de los cuales debe ceder, y en los que se garantiza el sufrimiento cualquiera sea la resolución.
Supongamos que amo la música más que la vida misma. Si el resto de las cosas son iguales, debería ser libre de encaminar mi vida en la búsqueda de la exaltación musical, que es lo que más amo con todo mi corazón y mi alma. Si embargo, eso no me da el derecho de obligar a mis hijos a que toquen sus instrumentos día y noche, o el derecho de imponer la educación musical a todos los habitantes del país del que soy dictador, o de amenazar las vidas de aquellos que no sienten amor por la música. Si mi amor por la música es tan grande que soy incapaz de considerar sus implicaciones objetivamente, entonces ésta es una desafortunada incapacidad, y otros pueden, con razón, declarar su derecho de actuar como mis sucedáneos, decidiendo concienzudamente lo mejor para todos, pues mi amor por la música me ha enloquecido y no puedo participar racionalmente en la evaluación de mi conducta y de sus respectivas consecuencias. Es posible que no haya nada más maravilloso que el amor, pero el amor no es suficiente. Un mundo en el que el amor que sienten los fanáticos del béisbol por sus equipos los llevara a odiar a los otros equipos y a sus fanáticos, a tal punto que las eliminatorias estuvieran acompañadas de guerras sanguinarias, sería un mundo en el que el amor puro y libre de culpa llevaría a consecuencias inmorales e intolerables.
De modo que aun cuando entiendo y simpatizo con aquellos que se ofenden ante mi invitación de considerar los pro y los contras de la religión, insisto en que no tienen derecho de darse el gusto de declarar su amor y luego esconderse detrás del velo de la recta indignación o de los sentimientos heridos. El amor no basta. ¿Alguna vez se ha enfrentado al desgarrador problema de ver a una amiga perdidamente enamorada de alguien que no merece su amor? Si llega a sugerirle esto, se arriesga a perder su amistad o a ser golpeado en la cara como agradecimiento por la molestia que se ha tomado, pues, como manifestación de su honor, la gente enamorada suele reaccionar violenta e irracionalmente frente a cualquier desaire a su amado. Después de todo, esto es parte del sentido de estar enamorado. Cuando se dice que el amor es ciego, se dice sin ningún reparo. Es común que se asuma que el amor debe ser ciego; cuando se trata del amor verdadero, la sola idea de una evaluación debe estar prohibida. Pero, ¿por qué? La sabiduría popular no tiene una respuesta, y los economistas, duros de mollera, han calificado la idea como un sinsentido romántico. El economista evolucionista Robert Frank (1988:195-196) ha señalado, sin embargo, que de hecho existe una excelente justificación (independiente) para el fenómeno del amor romántico en el díscolo mercado de la búsqueda de pareja:
Como dice Steven Pinker (1997: 418),
Esta debilidad demostrada (o al menos pasionalmente profesada) es la señal que con más acierto garantiza que uno ya no se encuentra en la búsqueda de pareja. Sin embargo, al igual que con todas las señales comunicativas, si su señal de compromiso puede fingirse fácilmente entonces no será efectiva, y el resultado de ello, como sucede tan a menudo en el mundo de la comunicación animal, es una espiral inflacionaria de costosas señalizaciones (Zahavi, 1987). No son sólo los jóvenes flechados por el amor los que llenan a sus amadas de regalos que difícilmente pueden pagar; las enramadas de los pájaros capulineros son inversiones costosas, al igual que los «obsequios nupciales» de comida y otros bienes que proporcionan las polillas macho, los escarabajos, los grillos y muchas otras criaturas.
¿Acaso nuestra evolucionada capacidad para el amor romántico ha sido explotada por memes religiosos? Sería, seguramente, un Buen Truco. Llevaría a las personas a pensar que de hecho es honorable sentirse ofendidas, atacar furiosamente a todos los escépticos y dar latigazos salvajemente y sin ninguna preocupación por su propia seguridad —por no mencionar la seguridad de la persona que se está atacando—. Creen que su amado no merece nada menos que esto: un compromiso total con la erradicación del blasfemo. Las fatwas están hechas de este material, pero dicho meme de ninguna manera está restringido al islamismo. Hay muchos cristianos mal encaminados que contemplarían con deleite la posibilidad de demostrar la profundidad de su compromiso, dejando caer sobre mí una lluvia de invectivas por atreverme a cuestionar el amor que le guardan a su Jesús. Espero que antes de actuar según sus fantasías autoindulgentes, se detengan a considerar que cualquier acción semejante sería de hecho deshonrosa para su fe.
Uno de los más tristes espectáculos del último siglo ha sido la manera en que los fanáticos de todas las religiones y etnias han profanado sus propios sepulcros y sus lugares sagrados, y con sus actos de celosa lealtad han traído la vergüenza y la deshonra a sus causas. Aunque Kosovo puede haber sido un lugar sagrado para los serbios después de la batalla de 1389, luego de los acontecimientos recientes es difícil ver cómo puedan seguir abrigando su recuerdo. Cuando destruyeron los monumentos budistas «idólatras» que se encontraban en Afganistán, los talibanes se deshonraron a sí mismos y a su tradición de manera que la expiación tomará varios siglos de buenas obras. El asesinato de cientos de musulmanes, como represalia por el asesinato de docenas de hindúes en el templo de Akshardham en Gujarat, mancilla la reputación de ambas religiones, a cuyos devotos fanáticos debería recordárseles que el resto del mundo no sólo no está conmovido por ello, sino que está enfermo y cansado de las manifestaciones de su devoción. Lo que realmente nos impresionaría a nosotros, los infieles, sería un anuncio, ya sea unilateral o conjunto, de que el lugar impugnado será considerado en adelante como un Salón de la Vergüenza; ya no un lugar sagrado, sino un recordatorio de todos de los males a los que conduce el fanatismo.
Desde el 11 de septiembre de 2001, he pensado con frecuencia que quizá fue afortunado para el mundo que el objetivo de los atacantes fuera el World Trade Center en lugar de la Estatua de la Libertad. Temo que si hubieran destruido nuestro símbolo sagrado de la democracia, nosotros, los norteamericanos, habríamos sido incapaces de reprimir la satisfacción de regodearnos en paroxismos de venganza de una clase que el mundo nunca habría visto antes. De haber sucedido, habría contaminado de tal manera el significado de la Estatua de la Libertad que no habría esperanza de una posterior redención —si es que hubieran quedado algunas personas a las que les importara—. He aprendido de mis estudiantes que este inquietante pensamiento está sujeto a una serie de interpretaciones erróneas y desafortunadas, de manera que lo ampliaré para evitarlas. El asesinato de miles de personas inocentes en el World Trade Center es un crimen atroz, mucho más malvado de lo que hubiera sido la destrucción de la Estatua de la Libertad. Ocurre que el World Trade Center era un símbolo de la ira de Al Qaeda mucho más apropiado de lo que habría sido la Estatua de la Libertad, pero, por esa misma razón, como símbolo no significaba tanto para nosotros. Eran Mammón, los Plutócratas y la Globalización, no la Dama Libertad. Sospecho que la furia con la que muchos norteamericanos habrían respondido a la innombrable profanación de nuestro amado símbolo nacional, la más pura imagen de nuestras aspiraciones como democracia, habría hecho extraordinariamente difícil una respuesta sana y mesurada. Éste es el gran peligro de los símbolos: pueden volverse demasiado «sagrados». Una tarea importante que deben realizar los creyentes de todos los credos en el siglo XXI será divulgar la convicción de que no hay acto más deshonroso que herir a los «infieles», de una u otra vertiente, por haber «faltado el respeto» a una bandera, a una cruz o a un texto sagrado.
Cuando pido que se hagan cuentas de los pros y los contras de la religión me arriesgo a recibir un codazo en la nariz, o quizás algo peor, pero aun así persisto en hacerlo. ¿Por qué? Porque considero muy importante romper este hechizo y lograr que todos revisemos cuidadosamente la pregunta con la que comencé esta sección: ¿la gente está en lo cierto cuando dice que la mejor manera de llevar una vida buena es por medio de la religión? William James ([1902], 1986: 373) enfrentó debidamente el mismo problema cuando dictó las Conferencias Gifford que luego integraron su gran libro, Las variedades de la experiencia religiosa, y me haré eco a su súplica de abstención:
La palabra Dios se refiere a una «profundidad»
y una «completitud» distintas de cualquier cosa
que los hombres sepamos o podamos saber.
Ciertamente, está más allá de nuestra habilidad
para discriminar y etiquetar.
James B. Ashbrook y Carol Rausch Albright, The humanizing brain
Un misterio es un misterio. Si, por otra parte,
consideramos que es importante estudiar la manera
en que la gente se comunica acerca de la idea
de que algo es misterioso, no hay ninguna
razón a priori para que este estudio esté fuera
del alcance el método científico.
Ilkka Pyysiainen, How religion works
Oponerse al torrente de la religión escolástica
con máximas tan débiles como éstas: es imposible
que una misma cosa sea y no sea, que el todo es mayor que
la parte, que dos más tres suman cinco, es como querer
estancar el océano con un junco. ¿Cómo se pueden oponer
razones profanas al misterio sagrado? Ningún castigo
es demasiado grande para tal impiedad. Y los mismos
fuegos que fueron encendidos para los herejes servirán
también para la destrucción de los filósofos.
David Hume, Historia natural de la religión*
James intentaba impedir el rechazo de los devotos, pero ellos no son los únicos que recurren al proteccionismo. Una barrera contra la investigación directa de la naturaleza de la religión, mucho más sutil y menos franca, aunque igualmente frustrante, ha sido erigida y mantenida por los académicos que simpatizan con la religión, muchos de los cuales son conocedores ateos o agnósticos, no defensores de ningún credo. Ellos quieren estudiar la religión pero sólo a su manera y no en la forma que yo propongo, que consideran «cientificista», «reduccionista» y, por supuesto, filistea. Ya aludí a esta oposición en el capítulo 2, cuando discutí la legendaria brecha que muchos desean ver entre las ciencias naturales y las ciencias interpretativas —Naturwissenschaften y Geisteswissenschaften—. Quien intente incorporar una perspectiva evolucionista para estudiar algún elemento de la cultura humana —no sólo la religión— puede esperar desaires que van desde aullidos de indignación hasta un altivo desprecio por parte de los expertos literarios, históricos y culturales en humanidades y ciencias sociales.
Cuando se trata del fenómeno de la religión, la jugada más popular consiste en una descalificación preventiva, lo que es bien sabido desde el siglo XVIII, cuando se acostumbraba desacreditar a los primeros ateos y deístas (como David Hume, el Barón d'Holbach y algunos de los grandes héroes norteamericanos como Benjamín Franklin y Thomas Paine). He aquí una versión de este rechazo, propuesta por Émile Durkheim (1915: XVII) a principios del siglo XX: «¡Aquel que al estudiar la religión no traiga consigo algún tipo de sentimiento religioso no podrá hablar de ella! Sería como un hombre ciego intentando hablar sobre el color». Y he aquí, medio siglo más tarde, la versión comúnmente citada del gran académico religioso Mircea Eliade (1963: III):
Es posible encontrar reclamos semejantes de descalificación preventiva que buscan proteger otros tópicos. Sólo las mujeres están calificadas para llevar a cabo investigaciones sobre las mujeres (de acuerdo con algunas feministas radicales), pues sólo ellas pueden vencer el falocentrismo que predispone a los hombres y los hace obtusos de maneras que ni siquiera podrían reconocer o contrarrestar. Algunos multiculturalistas insisten en que los europeos (incluidos los norteamericanos) nunca podrían suprimir su eurocentrismo incapacitante para llegar a entender la subjetividad de los habitantes del Tercer Mundo. Todas estas son variaciones de un mismo tema: hay que ser uno de ellos. ¿Deberíamos entonces acomodarnos a nuestros enclaves aislados y esperar a que la muerte nos lleve, dado que nunca podremos entendernos unos a otros? Y luego encontramos la marca del derrotismo en mi propia disciplina, la filosofía de la mente, bajo la forma de la doctrina misterianista, que insiste en que el cerebro humano no está capacitado para entenderse a sí mismo y que la conciencia no es un acertijo sino un misterio insoluble (por lo cual debemos abandonar los intentos por explicarla). Lo que resulta transparente en todas estas aseveraciones es que son, no tanto derrotistas, como proteccionistas: ¡ni siquiera lo intente, pues tenemos miedo de que pueda lograrlo! «Nunca podrá entender la magia callejera de la India a menos que sea un indio nacido en la casta de los magos. Es imposible». Pero claro que es posible (Siegel, 1991). «Nunca llegará a entender la música a menos que haya nacido con un gran oído para la música-y con oído absoluto—». Tonterías. De hecho, las personas que tienen dificultades en su entrenamiento musical algunas veces llegan a generar verdaderas revelaciones acerca de la naturaleza de la música y de la manera de interpretarla, inaccesibles para aquellos que sin esfuerzo alguno llegan a desarrollar una maestría musical. De modo similar, Temple Grandin (1996), que es autista y tiene por consiguiente un oído de lata para la perspectiva intencional y para la psicología popular, ha hecho notables observaciones acerca de la manera en que la gente se presenta a sí misma e interactúa; observaciones que han pasado inadvertidas para el resto de nosotros, los que somos normales.
Nunca dejaríamos que los magnates de los negocios dijeran que los que no somos plutócratas no podemos entender el mundo de las altas finanzas y estamos, por tanto, descalificados para investigar sus contratos. Los generales no podrían escapar de la supervisión civil alegando que sólo los uniformados pueden apreciar lo que ellos hacen. Los médicos han tenido que abrir sus métodos y prácticas al escrutinio de otros expertos que no son doctores en medicina. Sería un descuido en nuestro deber si permitiéramos a los pedófilos insistir en que sólo aquellos que aprecian el compromiso con la pedofilia pueden entenderlos verdaderamente. De manera que a aquellos que insisten en que sólo es posible confiar la investigación de los fenómenos religiosos a los creyentes que aprecian profundamente lo sagrado podemos decirles que están sencillamente errados, tanto en los hechos como en los principios. Se equivocan acerca del poder investigativo e imaginativo que poseen aquellos a quienes quieren excluir, y se equivocan al suponer que es justificable limitar la indagación acerca de la religión a los investigadores religiosos. Si sostenemos esto con delicadeza, firme y frecuentemente, es posible que dejen de jugar con esa carta y nos permitan seguir adelante con nuestras investigaciones, aunque nuestra falta de fe pueda ser un obstáculo. Sencillamente tendremos que trabajar más duro.
Existe una cortina de humo muy semejante en la declaración general según la cual los métodos de las ciencias naturales no pueden llevar a un progreso en la cultura humana, que requiere, por su parte, «semiótica» o «hermenéutica», en lugar de experimentos. Uno de los exponentes favoritos de esta posición es el antropólogo Clifford Geertz (1973: 5), que lo ha planteado de la siguiente manera:
¿«Por lo tanto»? Es posible que en 1973 este argumento fuera aceptable, pero hoy está bastante desactualizado. No hay duda de que los seres humanos tejemos redes de significaciones, pero esas redes pueden ser analizadas utilizando métodos que involucren de manera crítica experimentos y los métodos disciplinados de las ciencias naturales. En las ciencias naturales, la experimentación no se opone a la interpretación, y la ciencia no consiste únicamente en subsumir todos los fenómenos bajo una ley que los cobije a todos por igual. Por ejemplo, toda ciencia cognitiva y toda biología evolutiva son interpretativas en maneras que se asemejan mucho a las estrategias interpretativas de las humanidades y de la antropología (Dennett, 1983,1995b).
De hecho, una de las pocas diferencias serias que hay entre las ciencias naturales y las humanidades es que demasiados pensadores de estas últimas han decidido que los posmodernistas tienen razón: todo son historias y toda verdad es relativa. Un antropólogo cultural, que permanecerá en el anonimato, anunció recientemente a sus estudiantes que una de las cosas más fascinantes de su disciplina es que dado el mismo conjunto de datos no hay dos antropólogos que lleguen a una misma interpretación. Fin de la historia. Frecuentemente, los científicos tienen desacuerdos semejantes con respecto a la interpretación de un conjunto de datos, pero para ellos éste es el principio en la tarea de llegar a una resolución: ¿cuál de ellos está equivocado? Entonces se diseñan experimentos y análisis estadísticos para responder a la pregunta —y así se encuentra la verdad (no la verdad sobre todo, con «V» mayúscula, sino sólo una verdad corriente acerca de este pequeño desacuerdo fáctico). El proceso subsiguiente (que puede durar años) es el que estos ideólogos han calificado como imposible o innecesario, pues se burlan de la idea misma de que acerca de estos asuntos existan verdades objetivas que puedan ser descubiertas. Claro está que no pueden comprobar que no existe algo como una verdad objetiva, pues eso implicaría una contradicción descarada y por lo menos guardan este mínimo de respeto por la lógica. Se contentan entonces con cacarearle a la presunción y a la ingenuidad de cualquiera que todavía crea en la verdad. Es difícil expresar lo tedioso que resulta esta implacable descarga de sarcasmo defensivo, así que no es sorprendente que algunos investigadores hayan abandonado sus intentos por rebatirla y se hayan conformado con encontrarle el lado gracioso:
Todos los pioneros, cuyo trabajo científico acerca de la religión he estado presentando, han tenido que lidiar con este problema —Atran, Boyer, Diamond, Dunbar, Lawson, McCauley, McClenon, Sperber, Wilson, y los demás—. Al final puede llegar a ser divertido ver cómo todos se fortalecen para enfrentar este violento ataque y, siguiendo los pasos de James, ruegan por un público sin prejuicios. ¡Tantos ruegos! La ironía está en que en sus intentos por obtener una visión amable y bien informada de la religión estos intrusos han sido mucho más cuidadosos de lo que lo han sido los autoproclamados defensores de la religión en el intento por entender la perspectiva y los métodos propuestos por aquellos a quienes rechazan. Sólo cuando los defensores humanistas hayan estudiado la biología evolutiva y la neurociencia cognitiva (y la estadística, y demás) con la misma energía e imaginación que los científicos han invertido en el estudio de la historia, los ritos y los credos de las distintas religiones, se volverán dignos críticos del trabajo que tanto temen.
Cuando Walter Burkert, el clasicista de Zurich, se atrevió a exponer ante sus compañeros humanistas el pensamiento biológico acerca del origen de la religión en sus Conferencias Gifford de 1989, se convirtió realmente en el primer humanista que intentó cruzar el abismo en la dirección opuesta. Burkert es un distinguido historiador de la religión antigua, ampliamente leído por antropólogos, sociólogos y lingüistas, que ha comenzado a educarse en la biología evolutiva que, como él claramente opina, debe fundamentar sus propios esfuerzos teóricos. Uno de los mayores deleites que conlleva la lectura de su libro Creation of the sacred: Tracks of biology in early religions (1996) es la posibilidad de apreciar el valor que adquiere este tesoro oculto de revelaciones históricas cuando éstas se sitúan en el contexto de las preguntas biológicas. Y una de las causas de mayor consternación se halla en cuan cautelosamente cree él que debe abordar la sensibilidad de sus compañeros humanistas cuando introduce estas detestadas nociones biológicas (Dennett, 1997,1998b).
Los científicos tienen mucho que aprender de los historiadores y de los antropólogos culturales. La infraestructura para estas colaboraciones constructivas existe ya en la forma de publicaciones interdisciplinarias, como el Journal for the Scientific Study of Religion, Method and Theory in the Study of Religion y el Journal of Cognition and Culture, al igual que bajo la forma de sociedades profesionales y páginas de Internet. Uno de los objetivos de este libro es facilitar a futuros investigadores el acceso a estas zonas prohibidas y el encuentro con «nativos amistosos» dispuestos a colaborar, sin tener que abrirse camino a través de la jungla de defensores hostiles. Descubrirán que los antropólogos y los historiadores ya han pensado la mayoría de sus ideas «nuevas», y que tienen mucho que decir acerca de los problemas que éstas presentan. Recomiendo entonces que se comporten modestamente, que hagan muchas preguntas y que ignoren las desatenciones, muchas veces groseras y condescendientes, que los científicos inspiran a aquellos que detestan este enfoque[1].
Hoy cambiaremos nuestra actitud, pasando
de la descripción a la apreciación; y hemos de
preguntarnos si los frutos en cuestión nos
pueden ayudar a juzgar el valor absoluto
de lo que la religión aporta a la vida humana.
William James, Las variedades de la experiencia religiosa*
No es sólo que yo no crea en Dios
y que, naturalmente, ¡espere que no haya
un Dios! No quiero que haya un Dios;
no quiero que el universo sea así.
Thomas Nagel, The last word, 1997
Antes de dirigirnos con seguridad a la pregunta principal, debemos eliminar de nuestro camino un último desvío. ¿Por qué creer en la creencia en Dios? Mucha gente respondería: ¡simplemente porque Dios existe! Ellos creen en árboles, montañas, mesas, sillas, personas, lugares, viento y agua —y en Dios—. Efectivamente, esto explica su creencia en Dios, pero no explica el hecho de que creer en Dios sea para ellos algo tan importante. En particular, ¿por qué a la gente le importa tanto lo que otras personas crean acerca de Dios? Creo que el centro de la Tierra está compuesto principalmente por hierro y níquel derretidos. En relación con otras cosas que creo, éste es un hecho bastante grandioso y emocionante. Sólo imagínelo: cerca de nosotros hay una bola de hierro y níquel fundidos; tiene más o menos el tamaño de la luna y está mucho más cerca; ¡de hecho, está entre Australia y yo! Mucha gente no lo sabe, y lo siento por ellos, porque la verdad es que se trata de un hecho bastante encantador. Pero realmente no me molesta que ellos no compartan mi creencia ni mi deleite. ¿Por qué debería ser tan importante que otros compartan su creencia en Dios?
¿A Dios le importa? Entiendo que Jehová de veras podría enfurecerse si viera que muchas personas se han olvidado de su grandeza y de su poder. Parte de lo que hace a Jehová un personaje tan fascinante en las historias del Antiguo Testamento son Sus celos y Su orgullo, semejantes a los de un rey, y Su gran apetito por la alabanza y los sacrificios. Pero hemos superado a este Dios (¿cierto?). La Inteligencia Creativa que, muchos suponen, hizo el trabajo de diseño que nosotros, los evolucionistas, atribuimos a la selección natural no es la clase de Ser que podría sentir celos, ¿o sí? Conozco profesores que pueden molestarse profundamente si uno pretende no haber oído acerca del trabajo que han publicado, pero sería muy difícil entender por qué a la Inteligencia Creativa que inventó el ADN, el ciclo metabólico, los árboles de mangle y los cachalotes, podría importarle que cualquiera de Sus criaturas crea o no en Su autoría. A la segunda ley de la termodinámica no puede importarle si alguien cree en ella o no, y yo pensaría que el Fundamento de Todo Ser debe ser un motor inmóvil similar.
Alguna vez un antropólogo me contó acerca de una tribu africana (no recuerdo su nombre) cuyo trato con sus vecinos procedía en una paz majestuosa. El emisario, que caminaba hasta el poblado de la tribu vecina, tomaba un día de descanso tras su llegada, antes de ocuparse de cualquier asunto oficial, pues debía esperar a que su alma lo alcanzara. Aparentemente, en esa cultura las almas no caminan muy rápido. Vemos una demora semejante en la migración que muchos creyentes han hecho desde la creencia en un Dios altamente antropomórfico hacia un Dios más abstracto y difícil de imaginar. Aún utilizan un lenguaje antropomórfico cuando hablan de un Dios quien (sic) no es en absoluto un ser sobrenatural, sino una esencia (para usar la terminología de Stark, que, aunque útil, es filosóficamente errónea). La razón para ello es suficientemente obvia; les permite acarrear todas las connotaciones requeridas para hablar con sentido de un amor personal hacia Dios. Supongo que uno puede sentir cierto afecto o gratitud por una Ley de la Naturaleza —«¡La buena gravedad nunca nos decepciona!»—, pero el objeto apropiado de la adoración debe ser algún tipo de persona, sin que importe cuan inconcebiblemente distinta sea de nosotros, bípedos parlantes y sin plumas. Sólo una persona podría decepcionarse si uno se comporta inadecuadamente; sólo una persona podría responder a las plegarias o perdonar. Por ello, los expertos no sólo toleran, sino que promueven sutilmente, la «incorrección teológica» que persiste en imaginar a Dios como el Viejo Sabio que está en el Cielo.
A comienzos del siglo XX William James ([1902], 1986:367) opinó que «hoy en día, una deidad que necesitase sangrientos sacrificios para apaciguarse sería demasiado cruel para ser tomada en serio». No obstante, un siglo después pocos habrían estado de acuerdo públicamente con Thomas Nagel cuando afirmó cándidamente que no querría que existiera un Dios semejante (no sé si Nagel encuentra repugnante la sentencia de Spinoza, Deus sive Natura —Dios, o la Naturaleza— y él podría ser tan indiferente como yo ante el Fundamento de Todo Ser, sea lo que sea). Si se las presiona, muchas personas dirían que el lenguaje antropomórfico que usan para describir a Dios es metafórico, no literal. Uno podría suponer, entonces, que el curioso adjetivo «temeroso de Dios» habría caído en desuso a lo largo de los siglos y que sería tan sólo una huella fosilizada de un período juvenil y vergonzoso de nuestro pasado religioso. Nada de eso. La gente quiere un Dios que pueda ser amado y temido de la misma manera que se ama y se teme a una persona. «Resumiendo, pues, la religión es un momento o capítulo en la historia del egoísmo humano; los dioses en los que se cree —tanto por los primitivos como por los hombres intelectualmente disciplinados— tienen en común reconocer la llamada personal», observó James (ibid.: 539). «Actualmente, como en cualquier tiempo anterior, el individuo religioso exige que la divinidad se reúna con él a partir de sus intereses personales» (ibid.).
Claro está que para muchos creyentes todo esto es sencillamente obvio. Dios es —por supuesto— una persona que les habla directamente, quizá no todos los días, pero sí al menos en una revelación que sucede una vez en la vida. No obstante, como señaló James (ibid.: 263), los creyentes no deberían apostar demasiado a estas experiencias:
De manera que más allá de cuan convencidas puedan estar muchas personas de sus poderosas experiencias personales, estas revelaciones no pueden llevarse a otros contextos. No pueden utilizarse como contribuciones en la discusión pública que estamos conduciendo ahora. Con frecuencia los filósofos y los teólogos han discutido si las obras son buenas porque Dios las ama, o si Dios las ama porque son buenas, y aunque estas cuestiones puedan tener algún sentido dentro de una tradición teológica, en cualquier escenario ecuménico donde se aspire a un consenso «universal» debemos escoger la última presunción. Más aun, la evidencia histórica deja claro que con el paso del tiempo ha cambiado el sentido moral de la gente acerca de lo que es permisible y de lo que es infame, y junto con ello han cambiado sus convicciones acerca de lo que Dios ama y odia. Gracias al cielo, los que todavía creen que la blasfemia y el adulterio son crímenes que merecen la pena de muerte son hoy una minoría menguante. Sin embargo, la razón por la que a la gente le importa tanto lo que otros crean acerca de Dios es buena: quieren que el mundo sea un lugar mejor. Consideran que la mejor manera para lograrlo es hacer que otros compartan sus creencias, aunque esto es algo que está lejos de ser obvio.
Yo también quiero que el mundo sea un lugar mejor. Es la razón por la que quiero que la gente entienda y acepte la teoría evolucionista: ¡creo que su salvación puede depender de ella! ¿De qué manera? Mostrándole el peligro que representan las pandemias, la degradación ambiental, la pérdida de la biodiversidad, e informándola acerca de las debilidades de la naturaleza humana. Entonces, ¿mi creencia en que la creencia en la evolución es el camino hacia la salvación es una religión? No; hay una diferencia primordial. ¡Los que amamos la evolución no honramos a aquellos cuyo amor por la evolución les impide pensar clara y racionalmente acerca de ella! Por el contrario, somos particularmente críticos con aquellos cuyos malentendidos y evaluaciones románticamente erróneas sobre estas ideas grandiosas los engañan, no sólo a ellos sino también a otros. En nuestra visión no hay un lugar seguro para el misterio o la incomprensibilidad. Sí hay humildad y sobrecogimiento, y deleite ante la gloria del panorama evolutivo, pero no están acompañados por, ni están al servicio de, un abandono voluntario (y mucho menos apasionado) de la razón. Siento, entonces, el imperativo moral de hacer correr la voz de la evolución, pero la evolución no es mi religión. No tengo una religión.
Así que ahora, y tras pedir disculpas a aquellos cuya ecuanimidad se vea perturbada por el hecho de yo haga una pregunta tan fundamental, quisiera saber ¿cuáles son los pros y los contras de la religión? ¿Es digna de la intensa lealtad que ha despertado en la mayoría de la gente en el mundo? William James también guió esta investigación y me valdré de sus palabras para enmarcar este asunto, no sólo porque son maravillosas, sino también porque revelan algo del progreso que hemos logrado en el último siglo en la tarea de clarificar y aguzar nuestros pensamientos acerca de una cantidad de cuestiones. Mucho antes de que alguien hablara de memes y meméticas, James (1902: 370) advirtió que las religiones efectivamente habían evolucionado, pese a todos sus reclamos de contar con principios «eternos» e «inmutables», y también advirtió que la evolución siempre ha respondido a los juicios de valor del hombre:
Cuando James habla de lo «humanamente inadecuado», quiere decir algo así como «inadecuado para el uso humano», en lugar de «biológicamente» o «genéticamente» inadecuado, pero la elección de las palabras hace borrosa su visión. A pesar de su deseo de observar la historia sin prejuicios, su frase parcializa el juicio en la dirección del optimismo: los únicos memes que han resistido la extinción a lo largo de los siglos son aquellos que efectivamente engrandecen a la humanidad. ¿Qué es exactamente lo que engrandecen? ¿La aptitud genética de la humanidad? ¿La felicidad humana? ¿El bienestar humano? James presenta una versión muy victoriana del darwinismo: lo que sobrevive debe ser bueno, porque la evolución siempre es un camino de progreso hacia lo mejor. ¿La evolución fomenta el bien? Como hemos visto, todo depende de cómo hagamos y respondamos la pregunta ¿cui bono?
Pero ahora, por primera vez en este libro, nos estamos alejando de la explicación y de la descripción, y estamos volviéndonos hacia la apreciación al preguntarnos, como dijo James ([1902], 1986:262), por lo que debe ser y no sólo por lo que es (y por cómo llegó a ser como es):
¿Acaso la religión nos hace mejores? James distinguió dos maneras principales en las que esto podría ser cierto. La religión puede hacer a la gente más efectiva, tanto física como mentalmente, en su vida cotidiana; puede tornarla más firme y serena, más fuerte frente a la tentación, menos atormentada y desesperada, más apta para sobrellevar los infortunios sin darse por vencida. Llama a éste «el movimiento de cura mental». O bien, la religión puede hacer a la gente mejor moralmente. Denomina «santidad» a la manera en que la religión busca lograr esto. Finalmente, podría lograr ambos objetivos en distintos grados, de acuerdo con las circunstancias. Hay mucho por decir con respecto a cada uno de ellos, y el resto de este capítulo estará dedicado a la primera posibilidad, pues dejaremos la importantísima pregunta del papel de la religión en la moralidad para otro capítulo.
La religión en forma de mind-cure nos
proporciona, a algunos, serenidad, equilibrio
moral y felicidad, y previene algunas clases
de enfermedades, como hace la ciencia, o actúa
incluso sobre un tipo de persona determinada.
William James, Las variedades de la experiencia religiosa*
Nadie se atreve a sugerir que los avisos
de neón que muestran el mensaje «Jesús salva»
puedan ser publicidad engañosa.
R. Laurence Moore, Selling God
Rezar: Pedir que sean anuladas las leyes
del universo en favor de un único peticionario,
quien confesadamente se considera indigno.
Ambrose Bierce, The devil's dictionary
En un mundo peligroso siempre habrá
más gente cuyas plegarias por su propia
seguridad han sido respondidas, que gente
que no ha recibido respuesta a sus plegarias.
Ley de la eficacia de la plegaria
de Nicholas Humphrey [2004][2]
James especuló acerca de que puede haber dos tipos enteramente distintos de personas: los mentalmente saludables y los mentalmente enfermos, y ambos necesitan cosas diferentes de la religión. Advirtió también que las iglesias enfrentan «su eterna lucha interna entre la religiosidad intensa de la minoría contra la religiosidad crónica de la mayoría» (ibid.: 133). No es posible complacer a todo el mundo todo el tiempo, de manera que cada religión debe asumir ciertos compromisos. Sus encuestas e indagaciones informales fueron las precursoras de la investigación de mercado, bastante intensiva y muchas veces sofisticada, llevada a cabo por los líderes religiosos del siglo XX, así como de las investigaciones más académicas conducidas por psicólogos y otros científicos sociales que intentaban evaluar las declaraciones hechas en nombre de la religión. En los días de James florecieron los movimientos de renacimiento religioso, pero también lo hicieron los promotores seculares de todo tipo de productos y regímenes fantásticos. Los «infocomerciales» de autoayuda que se encuentran hoy en la televisión son los descendientes de una larga línea de vendedores ambulantes que ofrecían sus mercancías con espectáculos en tiendas de campaña y teatros alquilados.
James preguntó si las religiones suministraban un refuerzo tan bueno como, o mejor que, el de sus contrapartes seculares y observó que a pesar de las protestas por su distancia respecto de la ciencia, las religiones dependen a cada paso de «experimentos y verificaciones»: «Vive como si fuese verdad —dice [la religión]— y cada día te probará que es cierto» (ibid.: 138). En otras palabras: verá los resultados por sí mismo; inténtelo, le gustará. «Aquí, en plena expansión de la autoridad de la ciencia, [la religión] continúa una guerra agresiva contra la filosofía científica, que resurge usando los métodos y las armas peculiares de la ciencia» (ibid.: 138-139).
Los mejores vendedores son los clientes satisfechos; y aun cuando no sea ése el propósito de ser miembro de una iglesia, no hay nada malo en examinar los factores que puedan mejorar la salud, tanto física como espiritual, de los miembros leales y activos. Por ejemplo, si yo estuviera diseñando una organización secular para promover la paz mundial, ciertamente mantendría mis ojos abiertos hacia cualquier rasgo que implicara un beneficio incidental para la salud o la prosperidad de los miembros, pues reconozco que dicha organización siempre estaría compitiendo con todas las otras maneras en las que la gente puede invertir su tiempo y su energía. Aun si yo esperara y fomentara sacrificios por parte de los miembros, debería sopesarlos cuidadosamente y eliminar las inconveniencias gratuitas —y si es posible reemplazarlas por beneficios— con el fin de reforzar los sacrificios esenciales[3].
¿O sea que la religión es buena para la salud? Hay evidencia creciente en favor de que en este aspecto muchas religiones triunfan notablemente, mejorando tanto la salud como el estado de ánimo de sus miembros, independientemente de las buenas obras que hayan realizado para beneficiar a otros. Por ejemplo, la anorexia nerviosa y la bulimia son mucho menos comunes en los países musulmanes, donde el atractivo físico de la mujer juega un papel relativamente menor con respecto a los países occidentalizados (Abed, 1998). Actualmente ha surgido interés por el uso de las herramientas estadísticas de la epidemiología y de la salud pública para responder cuestiones tales como si las personas que asisten regularmente a la iglesia viven o no más tiempo, o si son menos propensas a tener infartos que aquellas que no lo hacen, etc.; y muchos de los resultados de las encuestas son positivos, con frecuencia de manera sólida. (Para una visión general, que está en rápido proceso de desactualización, véase Koenig et al., 2000). Los primeros resultados fueron lo suficientemente impresionantes como para provocar un rechazo escéptico inmediato por parte de algunos ateos que no se han detenido a considerar cuan independientes son estas preguntas del hecho de que las creencias religiosas sean ciertas o no. Gracias a algunos estudios que involucran distintos tipos de desempeños, sabemos que si a la mitad de las personas de un grupo, escogidas al azar, se les dice que están «por encima del promedio» en esa tarea determinada, les irá mejor que al resto. El poder de las falsas creencias para incrementar las capacidades humanas ya ha sido demostrado. De acuerdo con algunos investigadores (por ejemplo, Taylor y Brown, 1988), hay estudios que demuestran que las ilusiones positivas incrementan la salud mental; sin embargo, hay críticos que afirman que esto no ha sido confirmado (Colvin y Block, 1994).
Bien podría ser que creer en Dios (e involucrarse en todas las prácticas que acompañan a esta creencia) mejore su estado mental y, por ende, su salud, digamos que en un 10 por ciento. Deberíamos llevar a cabo la investigación para saberlo con certeza, teniendo en cuenta que también es posible que la creencia en que la Tierra está siendo invadida por extraterrestres que planean llevarnos a su planeta y enseñarnos a volar (así como el comportamiento apropiado para esa creencia) mejore su estado mental y su salud en un 20 por ciento. No lo sabremos hasta que llevemos a cabo los experimentos. No obstante, dado que la literatura mundial está llena de historias de gente que se ha beneficiado enormemente por engaños de conocidos bien intencionados, no deberíamos sorprendernos de encontrar resultados positivos sobre algunas falsedades bien escogidas; y si estos inventos resultan más efectivos que cualquier credo religioso conocido, deberíamos enfrentarnos a la pregunta ética de si cualquier cantidad de beneficios en materia de salud puede justificar estas tergiversaciones deliberadas.
Hasta ahora los resultados han sido fuertes, pero se necesita investigación adicional[4]. Dado que los efectos benignos que parecen tener las religiones probablemente disminuirían si se asentara el escepticismo, independientemente de si es o no justificado, es necesaria cierta cautela. Muchos de los efectos que los psicólogos han estudiado dependen de sujetos ingenuos que están relativamente poco informados acerca de los mecanismos y de las condiciones de estos fenómenos. Cuando los sujetos reciben más información, los efectos disminuyen o bien se eliminan por completo. Debemos estar alertas ante la posibilidad de que, si son sometidos a un examen posterior, los efectos benignos puedan peligrar a causa de cualquier cosa que arroje demasiada luz sobre su escrutinio público. Por otra parte, los efectos pueden ser robustos ante un aluvión de atención escéptica. Aún está por verse. Por supuesto que si los resultados tienden a evaporarse en la medida en que se los estudia con mayor intensidad, podemos anticipar que aquellos que están convencidos de que estos efectos son reales protestarán diciendo que el «clima de escepticismo» es hostil a los efectos, haciendo que fenómenos perfectamente reales se desvanezcan bajo la implacable luz de la ciencia. Y quizás estén en lo cierto. O quizá no. Esto, también, es comprobable indirectamente.
Aquí, más que en cualquier otra área de conflicto entre la ciencia y la religión, aquellos que dudan o temen de la autoridad de la ciencia tendrán que revisar su alma. ¿Acaso ellos reconocen el poder de la ciencia, apropiadamente diligenciada, para resolver estas preguntas tan controvertidas? ¿O se reservan su juicio para el momento en el que surja el veredicto? Si resulta que a pesar de la evidencia anecdótica y de las montañas de testimonios la religión no es mejor que las fuentes alternativas de bienestar, ¿estarían dispuestos a aceptar el resultado y abandonar la publicidad? Actualmente, algunas de las grandes compañías farmacéuticas se encuentran en problemas por su intento de suprimir la publicación de estudios que ellas mismas han financiado y que han fallado en el propósito de demostrar la efectividad de sus productos. Parece claro ahora que en el futuro estas compañías se verán obligadas a consentir, de antemano, la publicación de todas las investigaciones que financien, independientemente de los resultados que éstas arrojen. Tal es el ethos de la ciencia: el precio que uno paga por la confirmación autorizada de su hipótesis favorita es el riesgo de recibir una refutación autorizada de la misma. Aquellos que quieren afirmar los beneficios en materia de salud que otorga la religión tendrán que seguir las mismas reglas: compruébelo o abandónelo. Y si usted se embarca en busca de la prueba y falla, estará obligado a decírnoslo.
En lo que concierne a estos asuntos, los beneficios potenciales de unirse a la comunidad científica son enormes: ganar el respaldo de la autoridad científica en lo que usted dice creer con todo su corazón y su alma. No es en vano que las nuevas religiones del último siglo se hayan denominado Ciencia Cristiana o Cienciología. Incluso la Iglesia Católica Romana, con todo su desafortunado legado de persecución a sus propios científicos, recientemente se ha mostrado ansiosa por buscar la confirmación científica —y aceptar el riesgo de la refutación— de sus tradicionales afirmaciones acerca del Sudario de Turín, por ejemplo[5].
Una tendencia de la actual ola de investigación acerca de la religión plantea una cuestión innegablemente más fundamental. Se están realizando estudios sobre la eficacia de la oración intercesora, es decir, «el acto de rezar con la esperanza y la intención reales de que Dios intervenga por el bien de alguna otra persona(s) o entidad(es) específica» (Longman, 2000). En cuanto a su importancia, éstos difieren bastante de los estudios antes mencionados. Como acabamos de señalar, la ciencia cuenta ya con muchos recursos que podrían explicar los beneficios en materia de salud que obtienen las personas que rezan, practican la religión y pagan el diezmo; no es necesario invocar ninguna fuerza sobrenatural para dar cuenta de estos beneficios ambientales en la salud. No obstante, si se realizara un estudio adecuadamente conducido, imparcial, rigurosamente controlado, y que contara con una población lo suficientemente grande, con el fin de demostrar que las personas por las que se reza tienen probabilidades significativamente mayores de curarse que las que reciben los mismos tratamientos médicos pero por las que no se reza, sería imposible que la ciencia lograse explicarlo sin antes sobrellevar una considerable revolución.
Muchos ateos y otros escépticos confían tanto en que dichos efectos no pueden existir que están ansiosos por que tales pruebas se realicen. En contraste, aquellos que creen en la eficacia de la oración intercesora se enfrentan a una difícil decisión. Es mucho lo que está en juego, pues si los estudios se realizan apropiadamente y no arrojan ningún resultado positivo, entonces las religiones que practican la oración intercesora se verían obligadas, por los principios de verdad de la publicidad, a abandonar todas las declaraciones acerca de la eficacia de estas oraciones —exactamente igual que las compañías farmacéuticas—. Por otro lado, un resultado positivo detendría a la ciencia en seco. Después de quinientos años de un retroceso parejo ante el avance de la ciencia, la religión podría demostrar que sus reclamos de verdad no eran totalmente vacuos, en términos que los científicos tendrían que respetar.
En octubre de 2001, el New York Times informó acerca de un notable estudio, llevado a cabo en la Universidad de Columbia, que proponía demostrar que las mujeres infértiles por las que se ha rezado tienen el doble de probabilidades de embarazarse que las mujeres por quienes no se ha rezado. Los resultados, publicados en una importante revista científica —el Journal of Reproductive Medicine—, alcanzaron los titulares, dado que por el hecho de que no se trata de una institución perteneciente al Cinturón de la Biblia*. la Universidad de Columbia no es inmediatamente sospechosa. Su Facultad de Medicina, bastión del establishment médico, apoyó los resultados en un comunicado de prensa que describía las medidas que se habían tomado para asegurar que la investigación fuera adecuadamente controlada. Pero para acortar el cuento, de por sí largo y sórdido, el estudio resultó un caso de fraude científico. De los tres autores, dos dejaron sus puestos en la universidad y el tercero, Daniel Wirth, que no tenía conexión alguna con Columbia, recientemente ha sido declarado culpable en un caso de conspiración para cometer fraude por correo y otro de fraude bancario, ninguno de los cuales está relacionado con el fraude científico —además, resultó que no tenía ninguna credencial médica (Flamm, 2004)—. Si bien un estudio desacreditado y otros que han sido severamente criticados se están llevando a cabo, incluida una investigación considerable que realizan el doctor Herbert Benson y sus colegas de la Facultad de Medicina de Harvard, financiado por la Fundación Templeton. Por lo tanto hasta ahora no hay ningún veredicto sobre la hipótesis de que la oración intercesora efectivamente funciona (véase, por ejemplo, Dusak et al, 2002). Aun si los estudios demuestran eventualmente que no funciona, seguirá habiendo mucha evidencia de beneficios menos milagrosos que trae consigo ser un miembro activo de una iglesia, que es lo que todas las iglesias siempre han sostenido. El reverendo Raymond J. Lawrence, Jr, director del cuidado pastoral en el Hospital Presbiteriano de Nueva York/Centro Médico de la Universidad de Columbia ha expresado su visión liberal:
No hay manera de poner a Dios a prueba y eso es exactamente lo que hacen cuando diseñan un estudio para ver si Dios responde a las plegarias. Todo este ejercicio rebaja a la religión y promueve una teología infantil según la cual Dios está allá afuera preparado para desafiar milagrosamente las leyes de la naturaleza en respuesta a una oración (Carey, 2004:32).
La exposición prolongada al humo del incienso y a las velas encendidas puede provocar efectos perjudiciales para la salud; ésta es una conclusión alcanzada en un estudio reciente (Lung [no estoy bromeando]* et al, 2003). Pero hay mucha más evidencia que sostiene que la participación activa en organizaciones religiosas puede incrementar el buen ánimo, y por ende la salud, de los participantes. Más aún, los defensores de la religión pueden señalar con razón algunos beneficios, menos tangibles pero más sustanciosos, que obtienen sus seguidores, ¡como el de dar sentido a sus vidas! Aun si su ánimo no mejora de una manera mensurable, las personas que sufren pueden encontrar solaz en el simple hecho de saber que son reconocidas, advertidas y que se piensa en ellas. Sería un error suponer que estas bendiciones «espirituales» no tienen lugar alguno en el inventario de razones que los escépticos tratamos de apreciar, y también sería un error suponer que la inexistencia de efectos producidos por la oración intercesora haría de ella una práctica inútil. Hay beneficios más sutiles que deben ser evaluados, pero antes deben ser identificados.
Capítulo 9. Antes de que podamos preguntarnos, tras haber estudiado todas las posibilidades, si la religión es una buena cosa, debemos primero atravesar varias barreras protectoras, tales como la barrera del amor, la barrera de la territorialidad académica y la barrera de la lealtad hacia Dios. Entonces podremos, de manera calma, considerar las ventajas y las desventajas de la lealtad religiosa, considerando primero la pregunta de si la religión es buena para la gente. Hasta la fecha, la evidencia acerca de esta pregunta es mixta. Sí parece proporcionar algunos beneficios para la salud, por ejemplo, pero todavía es muy pronto para poder determinar si hay otras maneras, quizá mejores, de brindar estos mismos beneficios, así como es muy pronto para decir si los efectos secundarios superan a los beneficios.
***
Capítulo 10. Finalmente, la pregunta más importante es si la religión es el fundamento de la moral. ¿Acaso obtenemos de la religión el contenido de la moral? ¿Es ella la infraestructura irremplazable de la organización de la acción moral? ¿Nos proporciona fuerza moral o espiritual? Muchos piensan que las respuestas son obvias, y afirmativas, pero se trata de preguntas que es necesario reexaminar a la luz de lo que hemos aprendido.