VIII
La creencia en la creencia

1. Es mejor que lo creas

Pienso que Dios se siente orgulloso

del hecho de que yo quiera creer en él,

me sienta seguro o no.

Un informante anónimo citado por Alan Wolfe, en The transformation of American religion

La prueba de que el Demonio existe,

actúa y tiene éxito es, precisamente,

que ya no creemos en él.

Denis de Rougemont, The devil's share

Al final del capítulo 1 prometí regresar a la pregunta de Hume en sus Diálogos sobre la religión natural, la pregunta acerca de si tenemos o no buenas razones para creer en Dios, y en este capítulo cumpliré esa promesa. Aunque los capítulos precedentes asentaron nuevos cimientos para esta investigación, también dejaron al descubierto algunos problemas que la acosan y que deben ser tratados antes de que pueda darse cualquier confrontación efectiva entre el teísmo y el ateísmo.

Una vez que nuestros ancestros se volvieron reflexivos (e incluso hiperreflexivos) acerca de sus propias creencias, autodesignándose, en consecuencia, guardianes de las creencias que consideraron más importantes, el fenómeno de creer en una creencia se convirtió por derecho propio en una fuerza social sobresaliente, eclipsando en ocasiones el fenómeno, de rango inferior, que sería su objeto. Consideremos algunos casos contundentes en la actualidad. Dado que muchos de nosotros creemos en la democracia y reconocemos que la seguridad de la democracia en el futuro depende de manera crítica de que se mantenga la creencia en ella, estamos dispuestos a citar (y a citar, y a citar) la famosa frase de Winston Churchill: «La democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de todas las demás que se han probado». Como guardianes de la democracia, con frecuencia nos enfrentamos a conflictos internos: estamos dispuestos a señalar las fallas que deben ser reparadas, pero estamos igualmente dispuestos a asegurarle a la gente que las fallas no son tan malas, que la democracia puede cuidarse a sí misma y que, por tanto, no es un error tener fe en ella.

Lo mismo puede decirse respecto de la ciencia. Dado que la creencia en la integridad de los procedimientos científicos es casi tan importante como la verdadera integridad, siempre existe una tensión entre los denunciantes internos y las autoridades, aun cuando saben que por equivocación le han conferido respetabilidad científica a un resultado obtenido fraudulentamente. ¿Acaso deben rechazar silenciosamente el trabajo infractor y despedir discretamente al perpetrador, o deben, más bien, generar un gran escándalo?[1].

Y, ciertamente, parte de la intensa fascinación pública por los juicios a las celebridades puede explicarse por el hecho de que la creencia en el Estado de derecho se considera un ingrediente vital en nuestra sociedad; de modo que si se ve que la gente famosa está por encima de la ley, se pone en peligro la confianza general en el Estado de derecho. De ahí que estemos interesados no sólo en el juicio, sino también en las reacciones públicas al juicio, y en las reacciones a esas reacciones, con lo que se crea una inflación en espiral de cobertura mediática. Quienes vivimos en democracias nos hemos vuelto, hasta cierto punto, obsesivos con los indicadores de opinión pública sobre toda clase de temas, y no sin razón: en una democracia, en realidad sí importa lo que la gente crea. Si la opinión pública no puede ser movilizada hacia largos períodos de indignación a partir de informes de corrupción, por ejemplo, o de torturas de prisioneros por parte de nuestros representantes, nuestros mecanismos de equilibrio de poderes se encuentran en peligro. En su esperanzador libro Desarrollo y libertad (1999), además de en otros textos (véase especialmente Sen, 2003), el economista y ganador del premio Nobel Amartya Sen hace un importante planteo: que no hay necesidad de ganar una elección para conseguir los objetivos políticos. Incluso en democracias muy poco firmes, lo que los líderes creen respecto de las creencias que prevalecen en sus países ejerce una profunda influencia sobre las que ellos consideran sus opciones realistas, de manera que mantener las creencias es, por derecho propio, una meta política importante.

Para muchos, aun más importantes que las creencias políticas son aquellas que podríamos llamar «creencias metafísicas». Por razones obvias, muchos consideran que el nihilismo —la creencia en la nada es un virus profundamente peligroso. Cuando a Friedrich Nietzsche se le ocurrió la idea del eterno retorno— pensó que había probado que revivimos nuestra vida muchas veces, infinitamente—, su primera inclinación (de acuerdo con algunas historias) fue la de suicidarse sin revelar la prueba, con el fin de librar a los demás de esta creencia tan desmoralizadora[2]. La creencia en la creencia de que algo importa es, comprensiblemente, no sólo fuerte sino también generalizada. Por las mismas razones, la creencia en el libre arbitrio es otra visión vigorosamente protegida, y a aquellos cuyas investigaciones son consideradas por otros como si lo pusieran en peligro, con frecuencia se los malinterpreta deliberadamente con el fin de desacreditar lo que es percibido como una tendencia peligrosa (Dennett, 2003c). Recientemente, el físico Paul Davies (2004) ha defendido la perspectiva de que la creencia en el libre arbitrio es tan importante que bien puede ser «una ficción que vale la pena mantener». Resulta interesante el hecho de que él no parece pensar que su propio descubrimiento de tan horrible verdad (o lo que él considera que es una horrible verdad) lo incapacite moralmente, pero sí cree que otros, más frágiles que él, deben ser protegidos de ella.

Ser el inconsciente o descuidado portador de buenas o de malas noticias es una cosa; pero ser el autodenominado defensor de un meme es algo totalmente diferente. Una vez que las personas comienzan a comprometerse con ideas particulares (ya sea en público, ya sea tan sólo en sus «corazones»), se genera un extraño proceso dinámico, en el que los compromisos originales son enterrados bajo las capas perladas de la reacción defensiva y la metarreacción. El psiquiatra George Ainslie observa en su notable libro Breakdown of will (2001: 88) que «las reglas personales son mecanismos recursivos; ellas continuamente toman su propio pulso y, si lo sienten vacilar, ese mismísimo hecho causará aun más vacilación». Ainslie describe la dinámica de estos procesos en términos de compromisos estratégicos rivales que pueden competir por el control en una organización —o en un individuo—. Una vez que se empieza a vivir de acuerdo con un conjunto explícito de reglas, lo que se pone en juego es mucho más: cuando se tiene un desliz, ¿qué hay que hacer? ¿Castigarse a uno mismo? ¿Perdonarse a uno mismo? ¿Pretender que no nos dimos cuenta?

Después de un desliz, el interés a largo plazo se encuentra en la incómoda posición de un país que ha amenazado con ir a la guerra en una circunstancia particular que precisamente ha ocurrido. El país quiere evitar la guerra sin destruir la credibilidad de su amenaza, y por lo tanto es posible que busque alternativas para ser percibido como si no hubiera detectado dicha circunstancia. Su interés a largo plazo sufrirá si usted advierte que ha ignorado un desliz, pero quizá no lo haga si usted se las arregla para ignorarlo sin advertirlo. Asimismo, este acuerdo también debe pasar inadvertido, lo cual significa que el proceso exitoso de ignorar debe estar entre los muchos gastos mentales que surgen por ensayo y error —aquellos que uno mantiene simplemente porque lo hacen sentir mejor sin que uno sepa muy bien por qué— (ibid.: 50).

La idea de que hay mitos por los que vivimos, mitos que no deben ser perturbados a ningún costo, siempre está en conflicto con nuestro ideal de buscar y de decir la verdad, algunas veces con resultados lamentables. Por ejemplo: finalmente, el racismo es ampliamente percibido como un mal social mayor, de manera que mucha gente pensante ha llegado a apoyar la creencia de segundo orden de que la creencia en la igualdad de todas las personas independientemente de su raza ha de ser vigorosamente fomentada. ¿Cuán vigorosamente? En esto la gente de buena voluntad difiere de manera tajante. Algunos creen que la creencia en que existen diferencias raciales es tan perniciosa que, aun cuando sea cierta, debe ser suprimida. Esto ha conducido a algunos excesos verdaderamente desafortunados. Por ejemplo, hay datos clínicos claros acerca de que las personas de distintas etnias son susceptibles a las enfermedades de maneras diferentes, o de que responden de modo distinto a varias drogas. No obstante, tales datos se consideran vedados por algunos investigadores, así como por algunos patrocinadores de investigaciones, lo que conlleva el efecto perverso de evitar deliberadamente nuevas vías de investigación, claramente indicadas, en buena medida en detrimento de la salud de los grupos étnicos involucrados[3].

Ainslie descubre el estratégico mantenimiento de la creencia en una amplia variedad de apreciadas prácticas humanas:

Las actividades que se estropean cuando se las cuenta, o cuando se cuenta con ellas, han de ser emprendidas indirectamente, si de lo que se trata es de que sigan siendo valiosas. Por ejemplo, el romance que se emprende por sexo o tan sólo «para ser amado» se considera una estupidez, como también ocurre con algunas de las profesiones más lucrativas cuando se emprenden por dinero, o con la práctica artística si tan sólo se hace por causar efecto. Prestar demasiada atención a las contingencias motivacionales por el sexo, los efectos, el dinero o el aplauso daña el esfuerzo, y no sólo porque ello desengañe a las personas involucradas. Las creencias respecto del valor intrínseco de estas actividades son valoradas más allá de cualquier exactitud que dichas creencias puedan tener, pues ellas promueven la falta de dirección requerida [en prensa].

Aunque no está restringida sólo a ella, en ningún otro lugar la creencia en la creencia es un motor de elaboración tan fecundo como en la religión. Ainslie (2001:192) sostiene que la creencia en la creencia explica algunos de los tabúes epistémicos, bastante desconcertantes por lo demás, que encontramos en algunas religiones:

Desde el sacerdocio hasta la predicción del futuro, el contacto con lo intuitivo parece necesitar algún tipo de adivinación. Esto es aun más cierto para los enfoques que cultivan un sentido de empatía con un dios. Varias religiones prohíben los intentos por hacer a su deidad más tangible a través de sus imágenes, y el judaísmo ortodoxo incluso prohíbe nombrarla. Se supone que la experiencia de la presencia de Dios viene a través de algún tipo de invitación que él puede o no aceptar, y no a través de la invocación.

¿Qué hace la gente cuando descubre que ya no cree en Dios? Algunas personas no hacen nada; no dejan de ir a la iglesia, y ni siquiera se lo dicen a sus seres queridos. Simplemente, continúan silenciosamente con su vida, viviendo tan moralmente (o tan inmoralmente) como vivían antes. Otros, como Don Cupitt, el autor de After God: The future of religion, sienten la necesidad de tratar de encontrar otro credo religioso que puedan apoyar seriamente. Tienen la firme creencia de que la creencia en Dios es algo que hay que preservar, de modo que no se rinden cuando consideran que los conceptos tradicionales de Dios son francamente increíbles. Buscan un sustituto. Y, de nuevo, la búsqueda no necesita ser tan consciente ni tan deliberada. Sin siquiera ser francamente consciente de que un ideal apreciado se encuentra de algún modo en peligro, las personas pueden verse fuertemente motivadas por un innominado temor, la agobiante sensación de la pérdida de una convicción, una amenaza intuida, aunque no expresa, que necesita ser vigorosamente contrarrestada. Esto los pone en un estado mental que los hace particularmente receptivos a las significaciones novedosas que, de algún modo, parecen correctas o convenientes. Tal como ocurre con la fabricación de salchichas y con la elaboración de la legislación en una democracia, la revisión de un credo es un proceso que resulta desconcertante si se lo observa desde muy cerca, así que no es de extrañar que una niebla de misterio descienda con tanto donaire sobre ella.

A lo largo de los siglos mucho es lo que se ha escrito acerca del proceso histórico a través del cual los politeísmos se convirtieron en monoteísmo —la creencia en dioses fue reemplazada por la creencia en Dios—. Pero se pone mucho menos énfasis en cómo esta creencia en Dios juntó fuerzas con la creencia en la creencia en Dios para motivar en las religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islamismo) la migración del concepto de Dios, alejándolo de un antropomorfismo concreto y acercándolo a conceptos más abstractos y despersonalizados. Lo que resulta tan notable en este caso puede ser iluminado si se lo contrasta con otros cambios conceptuales que han ocurrido durante el mismo período. Ciertamente, conceptos fundamentales pueden cambiar a lo largo del tiempo. Nuestro concepto de materia ha cambiado de un modo bastante radical desde los días de los antiguos atomistas griegos. Nuestras concepciones científicas actuales sobre el tiempo y el espacio también son bastante distintas de las suyas, gracias a los relojes, a los telescopios, a Einstein y a muchos otros. Algunos historiadores y filósofos han sostenido que estos cambios no son tan graduales como inicialmente podría parecer, sino que se trata más bien de saltos abruptos, tan drásticos que los conceptos anteriores y posteriores son, de algún modo, «inconmensurables»[4].

¿Será que alguna de estas revisiones conceptuales es en realidad tan revolucionaria como para hacer imposible la comunicación entre las épocas, como han sostenido algunos? En realidad, es difícil dar sustento a este argumento, ya que aparentemente podemos hacer un gráfico de los cambios con precisión y detalle, entendiéndolos todos a medida que lo vamos haciendo. En particular, parece no haber razón para creer que nuestros conceptos cotidianos de espacio y tiempo pudieran siquiera parecerle un poco extraños a Alejandro Magno, digamos, o a Aristófanes. Tendríamos muy poca dificultad para conversar con cualquiera de ellos acerca de hoy, de mañana, del año pasado, o de los miles de kilómetros o de pasos que hay entre Atenas y Bagdad. Pero si tratáramos de conversar con los antiguos respecto de Dios, encontraríamos que nos separa un abismo mucho más grande. No puedo pensar en ningún otro concepto que haya sufrido una deformación tan dramática. Es como si su concepto de leche se hubiera convertido en nuestro concepto de salud, o como si su concepto de fuego se hubiera convertido en nuestro concepto de energía. No se puede, literalmente, beber salud o, literalmente, extinguir energía, y (de acuerdo con muchos, aunque no con todos los creyentes) no se puede, literalmente, escuchar a Dios o, literalmente, sentarse junto a Él, si bien éstas serían sin duda afirmaciones extrañas para los monoteístas originales. El Jehová, o Yahvé, del Antiguo Testamento era, definitivamente, un superhombre (un Él, no una Ella) que podía tomar partido en las batallas, y que no sólo podía ser celoso sino también colérico. El original Señor del Nuevo Testamento es más misericordioso y amable, pero sigue siendo un Padre, no una Madre o una Fuerza sin sexo, y sigue estando activo en el mundo, sobra decir, a través de su Hijo, que hace milagros. La Persona sin sexo y sin cuerpo que, sin embargo, contesta plegarias en tiempo real (el ser sobrenatural consciente de Stark) es aún demasiado antropomórfico para algunos, quienes prefieren hablarle a un Poder Superior (la esencia de Stark) cuyas características están más allá de toda comprensión —además del hecho de que éstas son, de alguna incomprensible manera, buenas y no malas[5]. ¿Acaso el Poder Superior tiene inteligencia (creativa)? ¿De qué modo? ¿Acaso Eso (no Él ni Ella) se preocupa por nosotros? ¿Se preocupa por todo? La niebla de misterio ha descendido convenientemente sobre todas las características antropomórficas que no han sido completamente abandonadas.

Y se ha insertado una posterior adaptación: es descortés preguntar respecto de estos asuntos. Si persiste, es muy probable que termine recibiendo una respuesta de este estilo:

Dios puede verte cuando estás haciendo algo malo en la oscuridad, pero Él no tiene párpados, y nunca parpadea. Eres una persona tonta y descortés. Por supuesto que él puede leer tu mente aun cuando te cuidas de no hablarte a ti mismo, aunque Él prefiere que eleves tus plegarias con palabras, y no me preguntes cómo ni por qué. Ésos son misterios que nosotros, mortales finitos, jamás entenderemos.

A personas de todos los credos se les ha enseñado que esta clase de preguntas son de algún modo insultantes o que degradan su fe, y que sólo son intentos por ridiculizar sus puntos de vista. Qué buena malla protectora proporciona este virus: ¡permite deshacerse de los anticuerpos del escepticismo sin ningún esfuerzo!

Pero no siempre funciona, y cuando el escepticismo se vuelve más amenazador, pueden invocarse medidas más fuertes. Una de las más efectivas es también una de las más transparentes: la vieja mentira diabólica, un término que proviene de Rougemont (1944), quien habla de «la putativa proclividad de «El Padre de las Mentiras» para aparecer como si fuera su propio contrario». Se trata, casi literalmente, de un truco de espejos, y, al igual que muchos trucos mágicos muy buenos, es tan simple que resulta difícil creer que alguna vez pueda haber funcionado. (A los magos novicios con frecuencia les toca armarse de valor la primera vez que llevan a cabo trucos en público —es que simplemente no parece posible que las audiencias vayan a caer, pero lo hacen—.) Si, como un juego, yo diseñara una religión, seguramente incluiría una versión de esta gema —aunque me sería muy difícil decirla con seriedad—:

Si alguien llegase alguna vez a formular preguntas u objeciones acerca de nuestra religión que no pudieras contestar, casi con total seguridad esa persona es Satanás. De hecho, cuanto más razonable es una persona, cuanto más dispuesta esté a involucrarte en una discusión abierta y afable, ¡más seguro podrás estar de que estás hablándole a Satanás disfrazado! ¡Voltéate! ¡No escuches! ¡Es una trampa!

Lo que resulta particularmente atractivo de este truco es que resulta un «comodín» perfecto; su carencia de contenido hace que cualquier secta, credo o conspiración pueda utilizarlo efectivamente. A las células comunistas puede advertírseles que cualquier crítica con la que se encuentren es, casi con total seguridad, el trabajo de infiltrados del FBI disfrazados, y los grupos de discusión feministas radicales pueden acallar cualquier crítica incontestable declarándola propaganda falocéntrica, que está siendo difundida inconscientemente por un incauto al que el malvado patriarcado le ha lavado el cerebro. Y así sucesivamente. Este reforzador de lealtad multipropósito es una píldora de paranoia, que asegura mantener a los críticos mudos, o al menos con la boca cerrada. ¿Acaso alguien inventó esta brillante adaptación? ¿O será más bien que es un meme salvaje que se domesticó a sí mismo anexándose a cualquier meme que estuviera en competencia en su vecindario? Nadie lo sabe, pero ahora está disponible para quien quiera usarlo —aunque, si este libro tiene algún éxito, su virulencia debería disminuir a medida que la gente comience a reconocerlo como lo que en realidad es—.

(Una respuesta más apacible y constructiva frente al implacable escepticismo es la vigorosa industria académica de discusión e investigación teológica, que muy respetuosamente cuestiona las posibles interpretaciones de los varios credos. Este sobrio ejercicio intelectual satisface las necesidades escépticas de aquellas pocas personas que no están conformes con los credos que les enseñaron cuando eran niños, aunque es ignorado por todas las demás. La mayoría de las personas no sienten la necesidad de examinar los detalles de las proposiciones religiosas de la religión que profesan).

Se ha declarado que el misterio ha de rodear las diversas concepciones de Dios, y sin embargo nada hay de misterioso en el proceso de transformación, que no sólo puede ser visto claramente por todo el mundo, sino que además ha sido descrito (y con frecuencia vituperado) por generaciones de aspirantes a guardianes de esta importante idea. ¿Por qué será que los guardianes no acuñan nuevos términos para las concepciones examinadas y por tanto no abandonan los términos tradicionales junto con las concepciones descartadas? Después de todo, no seguimos utilizando la terminología médica, ya pasada de moda, de humores y apoplejías, ni insistimos en encontrar en la física o en la química contemporánea algo que podamos identificar como flogisto. Nadie ha propuesto que hayamos descubierto la identidad del élan vital (el ingrediente secreto que distingue las cosas vivas de la mera materia), esto es el ADN (los vitalistas sencillamente no tenían la concepción correcta de ello, pero sabían que debía haber algo). ¿Por qué la gente insiste en llamar «Dios» a aquel Poder Superior en el que creen? La respuesta es clara: los creyentes en la creencia en Dios han advertido que la continuidad del profesar requiere una continuidad en la nomenclatura, que aquella lealtad de marca es una característica tan valiosa que sería tonto adulterarla. Así, no importa qué otras reformas se quieran instituir, con tal de que no se trate de reemplazar la palabra «Dios» («Jehová», «Theos», «Deus», «El Todopoderoso», «Nuestro Señor», «Alá») cuando esté jugueteando con su religión[6]. En el principio era la Palabra.

Debo decir que, en cierto modo, ha funcionado bastante bien. Durante aproximadamente mil años hemos considerado una multitud de diversos conceptos desantropomorfizados e intelectualizados de Dios, todos los cuales existen más o menos pacíficamente en las mentes de los «creyentes». Dado que todo el mundo llama a su versión «Dios», hay algo en lo que «todos podemos estar de acuerdo»: todos creemos en Dios; ¡no somos ateos! Pero por supuesto que esto no funciona así de bien. Si Lucy cree que Rock (Hudson) es para morirse, y Desi cree que Rock (la música) es para morirse, en realidad ellos no están de acuerdo en algo, ¿o sí? El problema no es nuevo. Hace un tiempo atrás, en el siglo XVIII, Hume ([1777], 1966: 61) había decidido ya que «nuestra idea de deidad» había cambiado tanto que los dioses de la antigüedad simplemente ya no contaban, pues eran demasiado antropomórficos:

A cualquiera que considere el asunto con ecuanimidad habrá de parecerle que los dioses de todos los politeístas no son mejores que los elfos y las hadas de nuestros antepasados y que merecen tan poca reverencia o veneración como éstos. Aquellos pretendidos religiosos son, en realidad, una especie de supersticiosos ateos y no reconocen ningún ser que corresponda a nuestra idea de divinidad, ningún primer principio de la mente o del pensamiento, ningún gobierno o administración suprema, ninguna intención o voluntad divina en la conformación del mundo.

Más recientemente, pero esta vez refunfuñando en la dirección opuesta, Stark y Finke (2000) expresan su consternación ante las perspectivas «ateístas» de John Shelby Spong, obispo episcopal en Newark, cuyo Dios no es suficientemente antropomórfico. En su libro de 1998, Why christianity must change or die, Spong descarta la divinidad de Jesús, declara que la crucifixión fue «barbárica» y opina que el Dios de los cristianos más tradicionales es un ogro. Otro eminente clérigo episcopal me confesó alguna vez que cuando descubrió en qué creían algunos mormones cuando decían que creían en Dios, ¡el habría deseado que mejor no creyeran en Dios! ¿Por qué no dice eso desde el púlpito? Porque no quiere defraudar a su bando. Después de todo, allá afuera hay una gran cantidad de personas malvadas, de gentes «sin Dios», y jamás haría nada que pudiera trastornar la frágil ficción de que «nosotros no somos ateos» (¡el cielo no lo permita!).

2. Dios como un objeto intencional

Dice el necio en su corazón: «no hay Dios».

Salmos 14:1 [también 53:1]

La creencia en la creencia en Dios hace que la gente sea renuente a reconocer lo obvio: que gran parte de la sabiduría tradicional acerca de Dios no es más digna de ser creída de lo que lo es la sabiduría popular acerca de Papá Noel o de La Mujer Maravilla. Curiosamente, no importa si uno se ríe de ello. Piense en todas las caricaturas que representan a Dios como un tipo severo y barbudo sentado en una nube con una pila de rayos a su lado —por no mencionar todos los chistes, decentes e indecentes, acerca de las personas que llegan al cielo y que tienen uno u otro contratiempo—. Este tesoro de humor provoca sinceras risillas en todo el mundo salvo en los puritanos más mojigatos, pero son pocos los que se encuentran a gusto reconociendo, justamente, cuánto nos hemos alejado del Dios del Génesis 2:21, quien literalmente le saca a Adán una costilla y luego le cierra la carne (con sus dedos, imagina uno) antes de esculpir a Eva en el acto. En su libro El capellán del diablo, Richard Dawkins (2003a: 150) da un consejo prudente —aunque sabe de antemano que no será atendido, pues la gente puede ver cómo terminará el asunto—:

[…] los teístas modernos podrían reconocer que, cuando se trata de Baal y el Becerro de Oro, Thor y Wotan, Poseidón y Apolo, Mithras y Amón Ra, ellos son realmente ateos. Todos nosotros somos ateos en lo que respecto a la mayor parte de los dioses en los que la humanidad ha creído alguna vez. Es sólo que algunos de nosotros contamos un dios más.

El problema reside en que, y puesto que este consejo no será atendido, las discusiones sobre la existencia de Dios suelen tener lugar entre una piadosa niebla de límites indeterminados. Si los teístas fueran tan amables de hacer una pequeña lista de todos los conceptos de Dios a los que renuncian, por considerarlos pura jerigonza, antes de proseguir, nosotros, los ateos, sabríamos exactamente qué temas seguirían estando sobre la mesa. No obstante, debido a una mezcla de precaución, lealtad y poca voluntad para ofender a nadie «de su bando», los teístas en general rehúsan a hacerlo[7]. No hay que poner todos sus huevos en el mismo cesto, supongo. Esta doble moral se encuentra habilitada —aunque, en realidad, puede estar permitida— por una confusión lógica que continúa desafiando a los filósofos que han trabajado en ella a que lleguen a una resolución: el problema de los objetos intencionales[8]. En una frase (que resultará poco satisfactoria, como veremos pronto): los objetos intencionales son las cosas acerca de las cuales alguien puede pensar.

¿Que si creo en brujas? Todo depende de lo que se quiera decir. Si se refiere a mujeres de mal corazón que hacen conjuros, que vuelan de modo sobrenatural montadas en escobas y que visten sombreros negros y puntiagudos, la respuesta es obvia: no. Creo tanto en brujas como creo en el conejo de Pascua o en el ratón Pérez. Si se refiere a las personas, tanto hombres como mujeres, que practican Wicca, un nuevo culto popular de la Nueva Era de estos días, la respuesta es igualmente obvia: sí, creo en brujas; ellas no son más sobrenaturales de lo que lo son las niñas scout o los rotarios. ¿Que si creo que esas brujas pueden hacer hechizos? Sí y no. Ellas pronuncian sinceramente imprecaciones de diversos estilos, a la espera de alterar el mundo de varias maneras sobrenaturales, pero se equivocan cuando creen que tendrán éxito, pese a que es posible que, a partir de ello, alteren sus propias actitudes y su comportamiento. (Si yo le hago un Mal de Ojo, es posible que usted se debilite gravemente, al punto de enfermarse gravemente. Pero si eso ocurre se debe a que usted es crédulo, no a que yo tengo poderes mágicos[9]). Así que todo depende de a qué se refiera.

Hace cerca de cuarenta años, vi en Inglaterra un programa de noticias de la BBC en el que se entrevistaba a niños de una guardería acerca de la Reina Isabel II. ¿Qué sabían acerca de ella? Las respuestas fueron encantadoras: la Reina vestía su corona mientras «pasaba la aspiradora» por el palacio de Buckingham, se sentaba en el trono mientras observaba la tele, y en general actuaba como un intermediario entre Mamá y la Reina de Corazones. Esta Reina Isabel II, el objeto intencional cuya existencia (como una abstracción) surgió a partir de un consenso en las convicciones de estos niños, era mucho más interesante y entretenida que la mujer real. ¡Y una fuerza política mucho más potente! Y así, justo ahí, hay dos entidades distintas: la mujer real y la Reina imaginada. Pero si ése es el caso, ¿no habrá entonces millones o miles de millones de distintas entidades —la Reina Isabel II en la que creen los adolescentes en Escocia, y la Reina Isabel II en la que cree el personal del castillo de Windsor, y mi Reina Isabel II, y así sucesivamente—? Los filósofos han discutido vigorosamente durante la mayor parte del siglo acerca de cómo acomodar en sus ontologías —sus catálogos de las cosas que existen— los objetos intencionales, sin que haya surgido un consenso. Otro eminente inglés es Sherlock Holmes, en quien se piensa con frecuencia aun cuando jamás existió en realidad. En uno u otro sentido, hay tanto verdades como falsedades en lo que respecta a dichos objetos (meramente) intencionales: es verdad que Sherlock Holmes (el objeto intencional creado por Sir Arthur Conan Doyle) vivía en la calle Baker y que fumaba, y es falso que tenía una nariz verde brillante. Es verdad que Pegaso tenía alas además de cuatro piernas ordinarias de caballo, y es falso que el presidente Truman una vez lo poseyera y lo montara desde la Casa Blanca hasta Missouri. Pero por supuesto que ni Sherlock Holmes ni Pegaso son o han sido alguna vez reales.

Algunas personas pueden tener la impresión equivocada de que en realidad Sherlock Holmes sí existió y de que las historias de Conan Doyle no son ficticias. Estas personas creen en Sherlock Holmes en un sentido fuerte (digamos). Otros, conocidos como los «sherlockianos», dedican su tiempo libre a convertirse en estudiosos de Sherlock Holmes, y pueden entretenerse los unos a los otros con su conocimiento enciclopédico del canon de Conan Doyle, sin siquiera cometer el error de confundir hechos con ficciones. La sociedad más famosa de estos estudiosos son «Los irregulares de la calle Baker», así llamada por una pandilla de pillos callejeros que, durante muchos años, Holmes enlistara para diversos propósitos. Los miembros de estas sociedades (pues hay muchas sociedades «sherlockianas» a lo largo del mundo) se deleitan sabiendo qué tren tomó Holmes desde Paddington el 12 de mayo, pese a que saben perfectamente bien que no hay ningún hecho del que uno pueda enterarse con respecto a si él le estaba dando la cara al frente o a la parte trasera del tren, pues Conan Doyle no lo especificó ni dijo nada que pudiera implicarlo. Saben que Holmes es un personaje ficticio, pero sin embargo dedican gran parte de sus vidas a estudiarlo, y están dispuestos a explicar por qué su amor por Holmes está mejor justificado que el amor de algún otro fanático por Perry Mason o por Batman. Ellos creen en Sherlock Holmes en un sentido débil (digamos) . Se comportan de un modo muy similar a los estudiosos principiantes que dedican su tiempo libre a tratar de descubrir quién fue Jack el Destripador. Un observador que ignorara que las historias de Holmes son ficción mientras que Jack el Destripador fue un asesino real naturalmente supondría que los Irregulares de la calle Baker están investigando a un personaje histórico.

Es bastante posible que un mero objeto intencional como Sherlock Holmes obsesione a las personas aun cuando ellas saben perfectamente bien que no es real. De manera que no es sorprendente que tal cosa (si es que resulta correcto, a fin de cuentas, decir que es un tipo de cosa) pueda dominar las vidas de las personas cuando creen en ella en el sentido fuerte, como ocurre con las personas que gastan fortunas cazando al monstruo del lago Ness o al Bigfoot. Y cada vez que una persona real, como la Reina Isabel II, domina las vidas de las personas, esta dominación usualmente se consigue de modo indirecto, disponiendo de una variedad de creencias, y dándole a la gente un objeto intencional para que aparezca en sus pensamientos y en las decisiones que tome. No puedo odiar a mi rival o amar a mi prójimo sin tener un conjunto de creencias bastante claras y suficientemente adecuadas que sirvan para distinguir a esta persona en medio de una muchedumbre, de manera que pueda reconocerla, rastrearla e interactuar efectivamente con ella.

En la mayor parte de las circunstancias, las cosas en las que creemos son perfectamente reales, y las cosas reales son aquellas en las que creemos, así que usualmente podemos ignorar la distinción lógica entre un objeto intencional (el objeto de la creencia) y aquella cosa en el mundo que inspira/causa/fundamenta/ancla la creencia. Pero no siempre. La Estrella Matutina resulta no ser otra que la Estrella Vespertina. «Ellas» no son estrellas; «ellas» son una y la misma cosa —a saber, el planeta Venus—. ¿Un planeta y dos objetos intencionales? Usualmente, las cosas que nos importan se las arreglan para que aseguremos su conocimiento de modos muy variados, que nos permitan rastrearlas a lo largo de sus trayectorias. Sin embargo, a veces las situaciones cambian. Podría pasarme frustrando a hurtadillas sus proyectos, o, alternativamente, podría desearle «buena suerte», y entonces, de uno u otro modo, dominar su vida sin que usted jamás llegue siquiera a sospechar que yo existí en tanto que persona, o en tanto que cosa, o incluso como una fuerza en su vida; pero ésta es una posibilidad muy remota. En general, las cosas que hacen la diferencia en la vida de una persona aparecen, de una u otra forma, como objetos intencionales, a pesar de lo mal identificados o de lo mal interpretados que puedan ser. Cuando hay malas interpretaciones, aparecen problemas respecto de cómo describir la situación. Supongamos que usted me ha estado haciendo favores subrepticiamente durante meses. Si «le agradezco a mi estrella de la suerte» cuando realmente es a usted a quien debería agradecerle, decir que yo creo en usted y que le estoy agradecido representaría la situación incorrectamente. Quizá yo soy un necio por decir, en mi fuero interno, que es sólo a mi estrella de la suerte a la que le debo agradecer —en otras palabras, por decir que no hay nadie a quien agradecerle—, pero eso es lo que yo creo; en este caso no hay un objeto intencional que pueda ser identificado como usted.

Ahora supongamos que yo estaba convencido de que tenía un ayudante secreto pero que no era usted —era Cameron Diaz— Dado que le escribía tarjetas de agradecimiento, pensaba amorosamente en ella y me maravillaba ante su generosidad conmigo, con seguridad sería engañoso decir que usted era el objeto de mi gratitud, aun cuando usted, de hecho, fue el que hizo los favores por los que estoy agradecido. Y ahora suponga que, gradualmente, empecé a sospechar que yo había sido ignorante y que había estado equivocado, y que eventualmente llegué a advertir, correctamente, que en realidad era usted el verdadero receptor de mi gratitud. Acaso sería extraño que lo anunciara del siguiente modo: «Ahora lo entiendo: ¡usted es Cameron Diaz!». Sin duda sería muy extraño; y sería falso —a menos que algo más hubiera pasado en el ínterin—. Supongamos que mis allegados se han acostumbrado tanto a que cante alabanzas a Cameron Diaz y a sus generosas labores que el término se ha convertido, tanto para ellos como para mí, en la representación de quien quiera que fuera el responsable de mi dicha. En ese caso, aquellas sílabas no tendrían ya ni su uso ni su significado originales. Las sílabas «Cameron Diaz» —supuestamente el nombre propio de un individuo real— se habrían tornado, gradual e imperceptiblemente, una especie de expresión referencial comodín: el «nombre» de el que sea (o lo que sea) responsable de… lo que sea aquello por lo que estoy agradecido. Pero entonces, si el término fuera realmente indefinido de esta manera, cuando yo le agradezco «a mi estrella de la suerte» le estoy agradeciendo exactamente a la misma cosa a la que le estoy agradeciendo cuando le agradezco a «Cameron Diaz» —y usted resulta ser mi Cameron Diaz— La Estrella Matutina resulta ser la Estrella Vespertina (cómo convertir a un ateo en un teísta con sólo juguetear con palabras: si «Dios» fuera solamente un nombre para lo que sea que haya producido a todas las criaturas, grandes y pequeñas, entonces podría resultar que Dios sea el proceso de evolución por selección natural).

Esta ambigüedad ha sido explotada desde el canto del salmo acerca del necio. El necio no sabe de qué está hablando cuando en su fuero interno dice que no hay Dios, así que es ignorante del mismo modo en que lo es alguien que piensa que Shakespeare en realidad no escribió Hamlet (Alguien lo hizo; si Shakespeare es por definición el autor de Hamlet, entonces quizá Marlowe era Shakespeare, etc). Desde luego, cuando la gente escribe libros acerca de «la historia de Dios» (Armstrong, 1993; Stark, 2001; Debray, 2004, son ejemplos recientes), en realidad están escribiendo acerca de la historia del concepto de Dios, rastreando a través de los siglos las modas y las controversias acerca de Dios en tanto que objeto intencional. Un sondeo histórico tal puede ser neutral en dos aspectos: puede ser neutral respecto de qué concepto de Dios es correcto (¿acaso fue Shakespeare el que escribió Hamlet o fue Marlowe el que escribió Hamlet), y puede ser neutral respecto de si la empresa en su totalidad se refiere a hechos o a ficciones (¿somos acaso los Irregulares de la calle Baker o estamos más bien intentando identificar a un asesino de verdad?). Rodney Stark (2001:1) inicia One true God: Historical consequences of monotheism con un pasaje que exhibe esta ambigüedad:

Todos los grandes monoteístas proponen que su Dios trabaja a través de la historia, y mi plan es demostrar que, al menos sociológicamente, ellos están en lo cierto: que una gran cantidad de historia —tanto de triunfos como de desastres— ha sido llevada a cabo en nombre de Un Dios Verdadero. ¿Qué podría ser más obvio?

Su título —un Dios verdadero— sugiere que él no es neutral, pero el libro entero está escrito «sociológicamente»— lo que significa que no es acerca de Dios, sino acerca de los objetos intencionales que se encargan de hacer todo el trabajo político y psicológico, el Dios de los católicos, el Dios de los judíos y el Dios de los adolescentes que viven en Escocia, quizás—. Sin duda es obvio que Dios, el objeto intencional, ha jugado un rol potente, pero eso nada nos dice respecto de si Dios existe o no, y resulta bastante poco sincero por parte de Stark esconderse detrás de la ambigüedad. Después de todo, la historia del desacuerdo no ha sido divertida en absoluto, como sí lo ha sido la de los Irregulares de la calle Baker versus el Club de fanáticos de Perry Masón. La gente ha muerto por sus teorías. Es posible que Stark sea neutral, pero el comediante Rich Jeni no lo es. A sus ojos, la guerra religiosa es patética: «Básicamente, ustedes se están matando entre sí para ver quién tiene el mejor amigo imaginario». ¿Cuál es la opinión de Stark sobre eso? ¿Y cuál es la suya? ¿Será que está bien, e incluso podría ser obligatorio, pelear por un concepto, tanto si el concepto se refiere a alguna cosa real como si no? Después de todo, se podría agregar, ¿acaso la contienda no nos ha dejado una grandiosa recompensa de arte y literatura, tras su carrera armamentista de glorificación competitiva?

Me he encontrado con que algunas personas que se consideran creyentes en realidad sólo creen en el concepto de Dios. Yo mismo creo que el concepto existe —como dice Stark, ¿qué podría ser más obvio?—. Más aun, esta gente cree que vale la pena pelear por el concepto. ¡Repárese en que ellos no creen en la creencia en Dios! Ellos son demasiado sofisticados para eso; son como los Irregulares de la calle Baker, que no creen en la creencia en Sherlock Holmes, sino sólo en estudiar y enaltecer su saber. Ellos sí creen que su concepto de Dios es mucho mejor que otros conceptos de Dios, tanto que deben dedicarse a difundir la Palabra. No obstante, no creen en Dios en el sentido fuerte.

Se podría pensar que, por definición, los teístas creen en Dios (después de todo, el ateísmo es la negación del teísmo). No obstante, hay muy pocas esperanzas de poder llevar a cabo una investigación efectiva en el interior de la pregunta de si Dios existe o no, cuando hay quienes se describen a sí mismos como teístas que «consideran que proporcionar una ética teísta satisfactoria requiere renunciar a la idea de que Dios es alguna especie de entidad sobrenatural» (Ellis, 2004). Si Dios no es alguna especie de entidad sobrenatural, entonces, ¿quién sabe si usted o yo creemos en él (o en eso)? Las creencias en Sherlock Holmes, en Pegaso y en brujas sobre escobas son casos fáciles, y también puede ser relativamente fácil resolverlos prestando un poco de atención a los detalles. Por otra parte, cuando se trata de Dios no existe una manera directa para atravesar la niebla de incomprensión y llegar así a un consenso acerca del tema que se está considerando. Y hay razones interesantes respecto de por qué la gente se resiste a tener una definición específica de Dios impuesta en ellos (aun si es sólo por el bien del argumento). Las brumas de incomprensión y las fallas de comunicación no son sólo molestos impedimentos para una refutación rigurosa; ellas mismas son características del diseño de las religiones que vale la pena examinar más cuidadosamente por separado.

3. La división de la labor doxástica

Finja hasta que lo logre.*

Alcohólicos Anónimos

En consecuencia, nos encontramos ante

el extraño fenómeno, según nos asegura Kant,

de una mente que cree con toda su fuerza

en la presencia real de un conjunto de cosas

de las que no se puede formar noción alguna.

William James, Variedades de la experiencia religiosa**

El lenguaje nos ofrece muchos regalos, incluida la capacidad de memorizar, de transmitir, de apreciar y, en general, de proteger fórmulas que no entendemos. He aquí una oración en cuya verdad creo firmemente:

(1) Her insan doğar, yaşar ve ölür".

No tengo la más remota idea de lo que (1) significa, pero sé que es verdad, porque le pedí a un confiable colega turco que me suministrara una oración verdadera precisamente para este propósito. Apostaría una gran suma de dinero a que esta oración es verdadera —para que vean cuan seguro estoy de que es verdadera—. No obstante, como ya he dicho, no sé si (1) es acerca de árboles, o personas, o historia, o química… o Dios. No hay nada metafísicamente peculiar, o difícil, o indecoroso, o avergonzante acerca de mi estado mental. Es sólo que no sé qué proposición expresa esta oración, pues no soy un «experto» en turco. En el capítulo 7 mencioné los problemas metodológicos a los que se enfrentan los antropólogos en su intento por entender otras culturas, y sugerí que parte del problema consiste en que los informantes particulares pueden no considerarse a sí mismos como expertos en las doctrinas sobre las que se les pide una elucidación. Los problemas que surgen por estas «ideas medio entendidas» se exacerban en el caso de las doctrinas religiosas, aunque se encuentran con tanta frecuencia en ciencia como en religión.

Aquí —podría decirse— está la división definitiva de labores, la división de la labor doxástica, que ha sido posible gracias al lenguaje: nosotros, la gente corriente, nos encargamos de creer —nos matriculamos en la doxología— ¡y relegamos la comprensión de aquellos dogmas a los expertos! Considérese la máxima fórmula talismánica de la ciencia:

(2) e = mc2

¿Usted cree que e = mc2?. Yo sí. Todos sabemos que ésta es la gran ecuación de Einstein, y que es, de algún modo, el corazón de su teoría de la relatividad, y muchos de nosotros sabemos a qué se refieren la e, la m y la c, e incluso logramos descifrar las relaciones algebraicas básicas y detectamos errores obvios al interpretarla. Pero sólo una diminuta fracción de aquellos que saben que «e = mc2» es una verdad fundamental de la física en realidad la entiende de un modo sustantivo. Por fortuna, el resto de nosotros no tenemos que hacerlo; tenemos físicos expertos en los que hemos delegado amablemente la responsabilidad de entender la fórmula. En estos casos, lo que realmente estamos haciendo no es creer en la proposición. Para ello uno tiene que entender la proposición. Lo que estamos haciendo es creer que cualquiera sea la proposición expresada por la fórmula «e = mc2» es verdad[10].

Para mí, la diferencia entre (1) y (2) es que sé bastante —¡aunque no lo suficiente!— acerca de lo que trata (2). En el infinito espacio de las proposiciones posibles, puedo reducir sus posibles significados a un grupo bastante cerrado de variaciones casi idénticas. Probablemente un físico podría engañarme si me hiciera sostener una paráfrasis casi correcta que revelase mi ignorancia (eso es lo que pueden hacer los exámenes de elección múltiple realmente difíciles: separar a los estudiantes que realmente entienden el material de aquellos que sólo entienden a medias el material). Con (1), sin embargo, todo lo que sé es que expresa una de las proposiciones verdaderas —corta el espacio de las proposiciones por la mitad, pero aún deja un número infinito de proposiciones que, para mí, resultan indistinguibles cuando se trata de encontrar su mejor interpretación—. (Puedo adivinar que, probablemente, no se refiere a esa ocasión en que los Red Sox vencieron a los Yankees en cuatro juegos seguidos, lo que les permitió ganar el campeonato de la liga americana en octubre de 2004, pero cortar así, de a poquito, no nos llevará muy lejos).

Extraje un ejemplo de la ciencia para mostrar que no se trata de una vergonzosa flaqueza que aqueja sólo a las creencias religiosas. Incluso los científicos se apoyan cada día en fórmulas que saben que son correctas pero en cuya interpretación ellos mismos no son expertos. Y algunas veces incluso fomentan la separación entre la comprensión y la memorización. Un ejemplo vivido puede encontrarse en las ya clásicas conferencias introductorias a la electrodinámica cuántica de Richard Feynman, QED: The strange theory of light and matter (1985: 9-10), en las que lisonjea graciosamente a la audiencia para que se relaje un poco y no trate de entender el método que está enseñando:

Así que ahora ustedes saben de qué voy a hablar. La siguiente pregunta es: ¿entenderán lo que voy a decirles? […] No, no serán capaces de entenderlo. Entonces, ¿por qué voy a molestarlos con todo esto? ¿Para qué van a sentarse aquí, durante todo este tiempo, si no serán capaces de entender lo que voy a decirles? Mi tarea es convencerlos para que no se retiren por no entender nada. Verán, mis estudiantes de física tampoco lo entienden. Eso es porque yo no lo entiendo. Nadie lo entiende. […] Éste es un problema que los físicos han aprendido a manejar: ellos han aprendido a darse cuenta de que el que les guste o no una teoría no es una cuestión esencial. Más bien, es si la teoría les proporciona o no predicciones que concuerdan con el experimento. No es un asunto de si la teoría es filosóficamente deleitable o no, o si es fácil de entender, o perfectamente razonable desde el punto de vista del sentido común. […] Por favor, no se retiren porque no pueden entender que la Naturaleza sea tan extraña. Sólo escuchen lo que tengo que decirles; y espero que, cuando terminemos, ustedes queden tan encantados como lo estoy yo.

Luego pasa a describir los métodos para calcular amplitudes de probabilidad en términos que, deliberadamente, desalientan su comprensión: «Les va a tocar prepararse para lo que sigue, no porque sea difícil de entender, sino porque es absolutamente ridículo: todo lo que vamos a hacer es dibujar pequeñas flechas en un pedazo de papel —¡eso es todo!—» (ibid.: 24). No obstante, él defiende este enfoque pues los resultados que el método genera son increíblemente precisos:

Para darles una idea de la exactitud de estos números, lo que resulta es algo como esto: si usted fuera a medir la distancia entre Los Ángeles y Nueva York con este nivel de precisión, sería exacto al punto del grosor de un cabello humano. Así, tan delicadamente, es como en los últimos quince años se ha corroborado la precisión de la electrodinámica cuántica, tanto teórica como experimentalmente (ibid.: 7).

Y ésa es la diferencia más importante entre la división de labores en la religión y en la ciencia: a pesar de lo poco habitual y de lo muy modesta que es la negatividad de Feynman, los expertos entienden los métodos que utilizan —no entienden absolutamente todo sobre ellos, pero sí lo suficiente como para explicarse, no sólo entre sí sino también a sí mismos, por qué producen resultados tan impresionantemente acertados—. Sólo porque confío en que los expertos realmente entienden las fórmulas es que puedo, honesta y desvergonzadamente, cederles la responsabilidad de precisar dichas proposiciones (y, por lo tanto, de entenderlas). Sin embargo, en el caso de la religión los expertos no están exagerando con el fin de obtener algún efecto cuando dicen que no entienden de qué están hablando. Se insiste en nuestra fundamental incapacidad para comprender a Dios como si fuera un principio central de la fe, y se declara que las proposiciones en cuestión son sistemáticamente esquivas para todo el mundo. Aunque podemos seguir a los expertos cuando nos aconsejan en qué oraciones debemos decir que creemos, ellos también insisten en que ellos mismos no pueden utilizar su experiencia para probar —incluso entre ellos— que saben de qué están hablando. Estos asuntos son un misterio para todo el mundo, tanto para los expertos como para la gente común y corriente. ¿Por qué alguien estaría de acuerdo con esto? La respuesta es obvia: la creencia en la creencia.

Mucha gente cree en Dios. Mucha gente cree en la creencia en Dios. ¿Cuál es la diferencia? Las personas que creen en Dios están seguras de que Dios existe, y se regocijan, pues sostienen que Dios es lo más maravilloso de todo lo que existe. Por otra parte, la gente que cree en la creencia en Dios está segura de que la creencia en Dios existe (y ¿quién podría dudarlo?), y consideran que ésta resulta una muy buena situación, algo que debe ser fuertemente fomentado cada vez que sea posible: ¡si tan sólo la creencia en Dios estuviera más generalizada! Uno debería creer en Dios. Uno debería esforzarse por creer en Dios. Si uno descubriese que no cree en Dios, uno debería sentirse desasosegado, pesaroso e incompleto, uno debería sentirse incluso culpable. Es una falla, pero ocurre.

Es enteramente posible ser ateo y creer en la creencia en Dios. Una persona así no cree en Dios pero, en todo caso, piensa que creer en Dios sería un maravilloso estado mental en el que uno podría encontrarse —si tan sólo eso pudiera arreglarse—. La gente que cree en la creencia en Dios trata de que los demás crean en Dios, y cuando percibe que su propia creencia en Dios flaquea, hace lo que sea necesario para restaurarla.

Aunque es raro, es posible que las personas crean en algo al tiempo que se arrepienten de creer en ello. ¡No creen en su propia creencia! (Si yo me diera cuenta de que creo en fantasmas malvados o en el monstruo del lago Ness me sentiría, claro, avergonzado. Pensaría en ello como en uno de esos pequeños y sucios secretos sucios que quisiera erradicar, ¡y que me alegra que nadie más conozca! Quizá me cueste trabajo curarme a mí mismo de tan incómodo bulto en la que, de otro modo, es una ontología impecablemente obstinada y racional). Algunas veces, las personas de pronto advierten que son racistas, sexistas, o que han perdido su amor por la democracia. Ninguno de nosotros quiere descubrir cosas así sobre uno mismo. Todos tenemos ideales de acuerdo con los cuales medimos las creencias que descubrimos en nosotros mismos, y la creencia en Dios ha sido uno de los ideales más notables durante mucho tiempo y para mucha gente.

En general, si uno cree en alguna proposición también cree que cualquier persona que no crea en ella está equivocada. Y casi siempre resulta bastante desafortunado que la gente esté equivocada, o mal informada, o sea ignorante. En general, el mundo sería un lugar mejor si la gente compartiera más verdades y creyera menos falsedades. Ésa es precisamente la razón por la que tenemos educación, campañas públicas de información, periódicos y demás. Hay algunas excepciones —secretos estratégicos, por ejemplo, casos en los que creo algo y estoy agradecido de que nadie más comparta mi creencia—. Algunas creencias religiosas pueden consistir en secretos personales, pero la regla general es que las personas no sólo compartan sus propias creencias religiosas, sino que intenten persuadir a los otros para que también las crean, especialmente a sus propios hijos.

4. ¿El mínimo común denominador?

Dios es tan grandioso que su grandiosidad

excluye su existencia.

Raimundo Panikkar, The silence of God

La prueba final de la omnipotencia de Dios

es que él no necesita existir para salvarnos.

Sermón del extremadamente liberal

Reverendo Mackerel, héroe de The Mackerel Plaza,

por Peter De Vries

La Iglesia Militante y La Iglesia

Triunfante se han convertido en

La Iglesia Social y La Iglesia Bizarra.

Robert Benson, comunicación personal, 1960

Mucha gente cree en Dios. ¡Mucha más gente cree en la creencia en Dios! (Podemos estar seguros de que, puesto que casi todo el mundo que cree en Dios también cree en la creencia en Dios, en realidad hay más personas en el mundo que creen en la creencia en Dios que aquellos que sólo creen en Dios). La literatura universal —que incluye innumerables sermones y homilías— abunda en historias de gente destruida por la duda y con la esperanza de recuperar su creencia en Dios. Acabamos de ver que nuestro concepto de creencia permite que haya una clara diferencia empírica entre estos dos estados mentales, pero aquí aparece un interrogante sorprendente: de todas las personas que creen en la creencia en Dios, ¿qué porcentaje (aproximado) también cree realmente en Dios? Investigar esta duda empírica resulta extremadamente difícil.

¿Por qué? A primera vista parecería que uno simplemente podría darle a la gente un cuestionario con preguntas de elección múltiple:

Yo creo en Dios: Sí____No____No____sé

O acaso la pregunta debería ser:

Dios existe: Sí____No____No____sé

¿Haría alguna diferencia el modo en el que se planteen las preguntas? (Precisamente, yo mismo he empezado a desarrollar una investigación sobre estas preguntas, y los resultados son sumamente llamativos, si bien no están lo suficientemente confirmados como para publicarlos). El principal problema de este enfoque tan simple es obvio. Dado el modo en el que han sido diseñados los conceptos y las prácticas religiosas, los mismos comportamientos que serían clara evidencia de la creencia en Dios son comportamientos que también constituirían clara evidencia de (únicamente) la creencia en la creencia en Dios. Si a aquellos que tienen dudas su iglesia les ha ordenado que afirmen sus creencias a pesar de sus dudas, que digan las palabras con tanta convicción como les sea posible, una y otra vez, con la esperanza de que revivan la convicción, que junten sus manos y reciten el credo, que oren varias veces al día en público, que hagan todas las cosas que un creyente hace, entonces ellos marcarán la casilla del «Sí» con presteza, aun cuando realmente no crean en Dios; pero creen fervientemente en la creencia en Dios. Este hecho dificulta la posibilidad de distinguir entre los que realmente creen en Dios —¡si es que los hay!— además de creer en la creencia en Dios.

Como ya habrán podido imaginarse, gracias a la división de labores, en realidad resulta peor que eso. Quizá podría darse cuenta, tras examinar en su interior, de que simplemente no sabe si usted mismo cree en Dios. ¿De qué Dios estamos hablando? A menos que usted sea un experto, y esté seguro de que entiende las fórmulas que oficialmente expresan las proposiciones de su credo, su estado mental debe encontrarse en algún punto intermedio entre mi estado mental con respecto a (1) (la oración en turco) y mi estado mental con respecto a (2) (la fórmula de Einstein). Usted no está tan perdido como yo con respecto a (1); ha estudiado y probablemente ha memorizado incluso las fórmulas oficiales, y cree que esas fórmulas son ciertas (sea lo que sea que signifiquen), mas tiene que admitir que usted no es ninguna autoridad cuando se trata de su significado. Muchos norteamericanos se encuentran en esa posición. Como observa Alan Wolfe (2003: 72) en su reciente sondeo sobre el desarrollo de la religión en los Estados Unidos, The transformation of American religion: How we actually live our faith: «Éstas son personas que creen en Dios, con frecuencia de manera apasionada, aun si no pueden decirles a otros mayor cosa acerca del Dios en el que creen». Si pertenece a esta categoría, debe admitir, contrariamente a la manera en que lo dice Wolfe, que si bien es posible que usted sea uno de aquellos que creen en la creencia en Dios, en realidad no se encuentra en una buena posición para juzgar si de verdad cree (apasionadamente o no) en el Dios de su credo particular, o en algún otro Dios. (Y, casi con total seguridad, nunca debe haber rendido un examen difícil de elección múltiple para verificar si, de manera confiable, puede distinguir entre la concepción de Dios del experto y la de los sutiles impostores que aciertan casi en todo).

Por otro lado, usted puede constituirse en su propia autoridad: «Sé lo que yo quiero decir cuando rezo el credo, ¡y eso es suficiente para mí!». Y en estos días eso es suficiente también para un sorprendente número de organizaciones religiosas. Sus líderes han llegado a advertir que la fortaleza de la institución religiosa no depende en absoluto de la uniformidad de la creencia, sino de la uniformidad de su profesar. Durante mucho tiempo, ésta ha sido una característica de algunas vertientes del judaísmo: finja y no se preocupe si lo logra (como me dijo alguna vez, vívidamente, mi alumno Uriel Meshoulam). Tras reconocer que la misma idea de obligarle a alguien a creer en algo es, de plano, incoherente —una invitación a la falta de sinceridad y al autoengaño—, muchas congregaciones judías rechazan la demanda de la ortodoxia, la creencia correcta, y se conforman con la ortopraxia, el comportamiento correcto. En lugar de que la gente se ulcere en secreto con culposo escepticismo, convierten la cándida duda, respetuosamente expresada, en una virtud.

En la medida en que las fórmulas sean transmitidas por generaciones, los memes sobrevivirán y florecerán. Una actitud muy por el estilo ha sido adoptada recientemente por muchas denominaciones evangélicas cristianas, especialmente en el nuevo y popular fenómeno de las «megaiglesias», que, como Wolfe describe con algún detalle, se salen de la norma para dar a sus miembros suficiente libertad como para que formulen sus interpretaciones personales de las palabras que, ellos aseguran, son sagradas. Wolfe (2003:36) distingue tajantemente entre evangelicalismo y fundamentalismo, que «tiende a estar más preocupado por asuntos teológicamente sustanciales». Se supone que su conclusión busca ser alentadora:

Pero todos aquellos que temen por las consecuencias que pueda traer a los Estados Unidos el retorno de las creencias religiosas fuertes no deben dejarse engañar por el rápido crecimiento del evangelicalismo. Por el contrario, la popularidad del evangelicalismo se debe tanto a sus impulsos populistas y democráticos —su determinación a descubrir exactamente qué quieren los creyentes para luego ofrecérselo— como a las certidumbres de su fe.

Wolfe demuestra que el enfoque del mercadeo franco abogado por Stark y Finke no es del todo ajeno a los mismos líderes religiosos. Sin ironía, menciona algunas de las concesiones que están dispuestos a hacer por la cultura secular contemporánea, concesiones que van más allá de los sitios en Internet y de los multimillonarios programas de televisión, o del uso de guitarras eléctricas, tambores y presentaciones en PowerPoint durante sus ceremonias. Por ejemplo, el término «santuario» es evitado por una iglesia «debido a sus fuertes connotaciones religiosas» (ibid.: 28), y se presta mucha mayor atención a que haya suficientes estacionamientos gratuitos y servicios de niñeras que a la propia interpretación de los pasajes de las Escrituras. Wolfe ha realizado varias entrevistas de investigación con sus informantes, en las que éstos revelan que, a menudo, es muy difícil distinguir la revisión de la tradición de su total rechazo. Estos ingenieros meméticos han acuñado un término jocoso para describir la imagen que con tanto esfuerzo tratan de esconder: «iglesianismo» (ibid.: 50):

De hecho, Lars y Ann, al igual que muchos evangélicos a lo largo del país, dicen que la fe es tan importante para ellos que se debe impedir que la «religión» —que asocian con discordia y desacuerdo, y por lo tanto, tal vez de un modo inesperado, con la doctrina interfiera con su ejercicio (ibid.: 73).

No se pueden negar los resultados de esta maestría en el mercadeo. La Capilla del Calvario del pastor Chuck Smith tiene cerca de seiscientas iglesias, algunas de las cuales albergan a diez mil fieles a la semana (ibid.: 75). La Iglesia de los Transformadores del Mundo del doctor Creflo Dollar tiene veinticinco mil miembros, «aunque sólo un treinta por ciento de ellos eran contribuyentes regulares» (Sanneh, 2004:48). De acuerdo con Wolfe (2003:35), «Todas las religiones de los Estados Unidos se enfrentan al mismo imperativo: personaliza o muere. Cada una lo hace de diversas maneras». Tal vez esté en lo cierto, pero su argumento en favor de esta contundente conclusión es impreciso y anecdótico, y aunque es posible que no quepa duda de la existencia de los fenómenos que él describe, la cuestión de si ellos, de ahora en adelante, serán características permanentes de la religión o tan sólo una moda pasajera es una pregunta que pide a gritos una teoría verificable y no sólo un conjunto de observaciones, no importa cuan sensibles sean. Cualquiera que sea su poder de permanencia, y sus razones para serlo, el ejemplo de dicha religión laissez-faire y «sin credo» contrasta vívidamente con el continuo énfasis doctrinario de la Iglesia Católica Romana.

5. Creencias diseñadas para ser profesadas

Un montañista que de manera tonta estaba

escalando solo se resbaló en un precipicio y terminó

colgando de la punta de su soga de seguridad, a unos

mil pies de altura sobre una hondonada. Incapaz

de escalar la soga o de volverse hacia un lugar

seguro, empezó a gritar con desesperación: "¡Auxilio!

¡Auxilio! ¿Hay alguien que pueda ayudarme?". Para

su sorpresa, las nubes se abrieron, una hermosa luz

se coló entre ellas, y una poderosa voz le contestó:

"Sí, hijo mío, yo puedo ayudarte. ¡Toma tu cuchillo

y corta la soga!". El montañista tomó su cuchillo pero

luego se detuvo, y pensó y pensó. Y luego volvió

a gritar: «¿Hay alguien más que pueda ayudarme?».

De acuerdo con la vieja máxima, una acción vale más que mil palabras. No obstante, en realidad esta máxima no expresa su verdadero significado. Los actos de habla también son acciones, y una persona que dice, por ejemplo, que los infieles merecen la muerte está realizando una acción que tiene efectos potencialmente mortales —que es lo más lejos adonde que puede llegar una acción—. Cuando uno reflexiona, lo que la máxima significa es que las acciones distintas de los actos de habla son, típicamente, una mejor evidencia de lo que el actor realmente cree, de lo que podrían ser las palabras que el mismo actor podría llegar a decir. Es suficientemente fácil hablar de dientes para afuera (¡qué maravillosa expresión!), pero cuando las consecuencias concretas de sus acciones dependen de si usted cree en algo —si usted cree que el arma está cargada, si usted cree que la puerta no está asegurada, si usted cree que no está siendo observado—, lo que se diga de dientes para afuera resultará un dato insignificante y que puede verse fácilmente nublado por el abrumador comportamiento no verbal que expresa —de hecho, que traiciona— sus verdaderas creencias.

Y he aquí un hecho interesante: la transición de la religión popular a la religión organizada está marcada por un cambio en las creencias, desde aquellas que tienen consecuencias concretas y muy claras, hasta aquellas cuyas consecuencias son sistemáticamente elusivas —en cuyo caso, hablar de dientes para afuera es casi la única manera en la que uno puede actuar a partir de ellas—. Si realmente cree que el dios de la lluvia no le proveerá de lluvias a menos que usted sacrifique un buey, entonces en caso de que quiera que llueva usted sacrificará un buey. Si realmente cree que el dios de su tribu lo ha vuelto invulnerable a las flechas, no tendrá ningún problema en correr de frente hacia un enjambre de flechas mortales para llegar hasta su enemigo. Si realmente creyera que su Dios lo salvará, cortaría la soga. Si realmente cree que su Dios lo está observando y que no quiere que se masturbe, no se masturbará. (¡No se masturbaría si su madre lo estuviera viendo! ¿Cómo demonios podría masturbarse si Dios estuviera mirándolo? ¿Usted realmente cree que Dios está mirándolo? Tal vez no).

No obstante, ¿qué podría hacer para mostrar que realmente cree que el vino en el cáliz se ha transformado en la sangre de Cristo? Podría apostar una gran suma de dinero a que así fue, y luego enviar el vino al laboratorio de biología para ver si hay hemoglobina en él (¡y aprovechar para recuperar el genoma de Jesús a partir de su ADN!) —excepto, claro, por el hecho de que el credo ha sido astutamente protegido para que no se le practiquen exámenes tan concretos—. Sería un sacrilegio remover el vino de la ceremonia, y, además, sacar el vino del contexto sagrado seguramente lo destransustanciaría, transformándolo nuevamente en un vino ordinario. En realidad, sólo hay una acción que puede realizar para demostrar esta creencia: puede decir que cree en ello, una y otra vez, tan fervientemente como lo demande la ocasión.

Este tema se presenta, de una manera muy elocuente, en «Dominus Iesus: sobre la unidad y la universalidad salvadora de Cristo Jesús y de la Iglesia», una declaración escrita por el cardenal Ratzinger (quien fuera electo Papa Benedicto XVI), y ratificada por el Papa Juan Pablo II en una sesión plenaria el 16 de junio de 2000. En varias oportunidades este documento especifica que los fieles católicos deben «creer firmemente» (cursivas en el original), si bien en varios puntos, a lo largo de la declaración, varía la expresión y habla de «lo que el católico fiel está obligado a profesar» (cursivas en el original). Por el hecho de que yo mismo soy un profesor, encuentro irresistible el uso de este verbo. Lo que comúnmente se llama «creencia religiosa» o «convicción religiosa» se prestaría para muchos menos malentendidos si se la llamase «profesión religiosa». Al contrario de los profesores académicos, los profesores religiosos (no sólo los sacerdotes sino también todos los fieles) pueden no sólo no entender lo que están profesando sino también no creerlo. Ellos únicamente están profesando, ya que es lo mejor que pueden hacer, y están obligados a profesar. El cardenal Ratzinger cita la epístola de Pablo a los Corintios: «Porque predicar el Evangelio no es para mí un motivo de gloria; es una obligación que tengo, ¡y pobre de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Corintios 9:16).

Aunque se obliga a hablar de dientes para afuera, eso no es suficiente: uno debe creer firmemente en lo que está obligado a decir. ¿Cómo es posible obedecer este mandato? Profesar es voluntario, creer no. Creer —cuando se distingue de creer que alguna oración expresa una verdad— requiere entender, cosa que es difícil de lograr en este caso, incluso para los expertos en estos asuntos. Sencillamente, no se puede creer en algo tan sólo intentándolo, de modo que ¿qué se puede hacer? La declaración del cardenal Ratzinger ofrece un poco de ayuda al respecto: «La fe es la aceptación en la gracia de la verdad revelada, lo que «hace imposible penetrar el misterio de alguna manera en la que se nos permita entenderla coherentemente» [citando la Epístola Encíclica de Juan Pablo II Fides et Ratio: 13]». De modo que usted debe creer eso. Y si lo logra, creer eso le ayudará a creer que entiende el misterio (aun cuando le parezca que no lo entiende) y, por lo tanto, a creer firmemente en lo que sea que profese creer. Pero, ¿cómo puede usted creer en eso?. Se necesita fe.

¿Para qué molestarse en tratar? ¿Qué pasa si en lo personal usted simplemente no comparte la creencia en la creencia en la doctrina en cuestión? Aquí es donde la perspectiva del punto de vista del meme puede proporcionarnos alguna explicación. En su análisis original sobre los memes, Dawkins (1976: 212) se percató de este problema y de su solución tradicional: «Muchos niños e incluso algunos adultos creen que ellos sufrirán espantosos tormentos después de su muerte si no obedecen las reglas sacerdotales. […] La idea del fuego del infierno es, sencillamente, autoperpetuadora, debido a su profundo impacto psicológico». Si ha recibido alguna vez un e-mail en cadena advirtiéndole de las cosas terribles que le ocurrirían si no llegase a reenviarlo, entonces podrá reconocer la estrategia, incluso si no se dejó convencer. Las promesas de un sacerdote confiable pueden ser mucho más convincentes.

Si el fuego del infierno es la vara, el misterio es la zanahoria. ¡Las proposiciones en las que se cree deben ser desconcertantes! Como lo dijo tan mordazmente Rappaport (1979:165): «Si los postulados han de ser incuestionables, es importante que sean incomprensibles». No sólo contraintuitivos, en el sentido técnico de Boyer —de contradecir sólo uno o dos de los supuestos de una categoría básica que tenemos de antemano—, sino sencillamente ininteligibles. Las aseveraciones prosaicas no son buena carnada; más aun, su exactitud es fácilmente verificable. Cuando se trata de una proposición verdaderamente imponente y difícil de entender, no hay nada que le gane a una buena paradoja admitida con vehemencia. En un ensayo posterior, Dawkins (1993:21) llamó la atención sobre lo que podríamos llamar «la inflación del atletismo de los credos»: alardear de que mi fe es tan fuerte que puedo aceptar mentalmente una paradoja más grande que la que puede aceptar:

Resulta fácil y nada misterioso creer que en algún sentido simbólico o metafórico el vino de la eucaristía se convierte en la sangre de Cristo. Sin embargo, la doctrina católica romana de la transustanciación va mucho más allá. La «sustancia entera» del vino se convierte en la sangre de Cristo; el que la apariencia de vino se mantenga es «meramente accidental», «no es inherente a ninguna sustancia». Coloquialmente se enseña que la transustanciación significa que el vino «literalmente» se transforma en la sangre de Cristo[11].

Hay muchas razones por las cuales esta inflación de la incomprensión podría ser una adaptación que fortalecería la aptitud de un meme. En primer lugar, como acabamos de mencionar, ésta tiende a despertar curiosidad y a llamar la atención sobre sí misma. Es una verdadera cola de pavo real de extravagante ostentación, y la memética predeciría que podría generarse algo similar a una carrera armamentista de la paradoxología cuando las religiones se enfrenten a una alianza menguante. Las colas de los pavos reales están finalmente limitadas por la pura incapacidad física de los pavos reales para cargar colas todavía más grandes, y también la paradoxología tendrá que detenerse en algún punto. La inconformidad de la gente con la pura incoherencia es fuerte, de modo que siempre hay elementos muy llamativos de narrativas que ayudan a dar sentido, acentuadas con trocitos de incomprensibilidad seriamente desconcertantes. Las anomalías dan a los cerebros de los anfitriones algo que masticar, como una cadencia musical irresuelta, y por lo tanto algo que repetir, una y otra vez, y así desconcertarse gustosamente[12]. Segundo, como mencioné en el capítulo 5, la imposibilidad de comprensión desanima la paráfrasis —lo que puede ser mortal para la identidad de un meme—, dejando al anfitrión sin ninguna opción viable más que la mera transmisión al pie de la letra. («En realidad, no sé lo que el papa Juan Pablo II quiso decir, pero les puedo contar que lo que él dijo fue: «Jesús es la Palabra Encarnada —una persona única e indivisible»—.»).

Dawkins (1976: 212-213) ha mencionado una extensión o refinamiento de esta adaptación: «Para la fe ciega el meme asegura su propia perpetuación a través del simple e inconsciente recurso de desalentar la investigación racional». En una época en la que «las iniciativas basadas en la fe», y otros usos similares del término, han hecho que «fe», en la mente de muchos, sea casi un sinónimo del término «religión» (como en la expresión «personas de todas las creencias religiosas»), es importante recordar que no todas las religiones tienen lugar para dicho concepto, ni siquiera para algo parecido a él. Para la fe, el meme exhibe una aptitud dependiente de la frecuencia: él florece particularmente en compañía de memes racionalistas. En un vecindario con pocos escépticos, el meme de la fe no atrae mucha atención, y por lo tanto tiende a refugiarse en mentes adormecidas, y con muy poca frecuencia es reintroducido a la memosfera (Dennett, 1995b: 349). De hecho, ésta es principalmente una característica cristiana, y como lo hemos señalado recientemente, en realidad el judaísmo ha animado un vigoroso debate intelectual sobre el significado, e incluso sobre la verdad, de muchos de sus textos sagrados. No obstante, hay un atletismo similar que sí es respetado en la práctica judía, como nos lo explica un rabino:

Que la mayoría de las leyes Kashrut [kosher] sean ordenanzas divinas para las que no hay ninguna razón es ciento por ciento pertinente. Es muy fácil no asesinar gente. Muy fácil. No robar es un poquito más difícil, pues ocasionalmente uno está tentado a hacerlo. Así que ésa no es una gran prueba de que yo creo en Dios o de que estoy cumpliendo Su voluntad. Pero si Él me dice que no tome una taza de café con leche junto con mi carne picada y mis arvejas durante el almuerzo, eso sí es una prueba. La única razón por la que lo hago es porque se me ha dicho que lo haga. Esto es hacer algo difícil (Guardian, 29 de julio de 1991, citado en Dawkins, 1993: 22).

Mientras tanto, el islamismo obliga a sus fieles a dejar de hacer lo que estén haciendo cinco veces al día para rezar, sin que importe lo inconveniente o incluso peligroso que dicho acto de lealtad pueda resultar. La idea de que probamos nuestra fe a través de uno u otro acto extravagante —tal como escoger la muerte en vez de retractarnos de un elemento de la doctrina que no entendemos— nos permite trazar una marcada distinción entre la fe religiosa y el tipo de fe que yo, por ejemplo, tengo en la ciencia. Mi fe en la experiencia de físicos como Richard Feynman, por ejemplo, me permite respaldar —y, si llega el caso, apostar seriamente a la verdad de— una proposición que no entiendo. Hasta ahí, mi fe no es distinta de la fe religiosa, pero no tengo ni la más mínima motivación para escoger mi muerte en lugar de desmentir las fórmulas de la física. Vean:

e no es igual a mc2. No lo es. ¡No lo es! ¡Ven que estaba mintiendo!

No siento ninguna culpa cuando hago esa pequeña broma, al contrario de las personas que encontrarían profundamente difícil pronunciar palabras blasfemas o desmentir su credo. Pero, ¿acaso mi fe en la verdad de las proposiciones de la mecánica cuántica, que admití no entender, no es en todo caso una especie de fe religiosa?. Permítanme inventar una persona profundamente religiosa, el Profesor Fe[13], para dar un pequeño discurso que expresaría esta acusación. El Profesor Fe quiere enseñarme una nueva palabra: «apofático»:

Dios es un Algo que es Maravilloso. Él es un receptor apropiado de plegarias, y eso es básicamente todo lo que podemos decir acerca de Él. ¡Mi concepto de Dios es apofático! Usted podrá preguntarse, ¿y eso qué significa? Significa que defino a Dios como inefable, incognoscible, algo que está más allá de la comprensión humana. Escuche lo que Simon Oliver, hablando acerca del reciente libro de Denys Turner, Faith seeking (2003:32), ha dicho:

[…] el Dios rechazado por el ateísmo moderno no es el Dios de la cristiandad ortodoxa y premoderna. Dios no es un tipo de cosa cuya existencia pueda ser rechazada del modo en el que uno podría rechazar la existencia de Papá Noel. El Dios de Turner —que debe mucho a los místicos medievales— es profundamente apofático, una oscuridad totalmente distinta y, al final, incognoscible. Empezamos nuestro viaje hacia la alteridad con nuestro reconocimiento de que nuestro ser es un don de la gracia.

Y ahora Raimundo Panikkar (1989: 14), refiriéndose al budismo:

El término «apofático» se utiliza usualmente con referencia a un apofaticismo epistemológico, postula meramente que la realidad última es inefable —que la inteligencia humana es incapaz de captarla, o de comprenderla— aun cuando esta misma realidad última pueda ser representada como si fuera inteligible, incluso supremamente inteligible, in se. El apofaticismo gnoseológico, entonces, involucra una inefabilidad por parte de la realidad última únicamente quoad nos. Por otro lado, el apofaticismo budista busca transportar esa inefabilidad al corazón de la misma realidad última, declarando que esta realidad —en tanto que su logos (su expresión y su comunicación) no pertenece ya al orden de la realidad última sino, precisamente, a la manifestación de ese orden— es inefable no meramente en lo que respecta a nosotros, sino como tal, quoad se. Así, el apofaticismo budista es un apofaticismo óntico.

Sostengo que estas aseveraciones no son en realidad tan diferentes de lo que ustedes, los científicos, dicen. Los físicos han llegado a la conclusión de que la materia no está compuesta de grupos de esferas pequeñas y duras (átomos). Reconocen que la materia es mucho más extraña que eso, a pesar de que todavía la llaman materia, aun cuando lo que principalmente saben es lo que la materia no es, no lo que es. Todavía los llaman átomos, pero los físicos ya no piensan en ellos como si fueran, pues, atómicos. Han cambiado su concepción de los átomos y su concepción de la materia de un modo muy radical. Y si les pregunta qué es lo que creen que la materia es, confesarán que ésta es un poco misteriosa. ¡Su concepto también es apofático! Si los físicos pueden moverse de lo concreto al misterio, los teólogos también pueden hacerlo.

Espero que el Profesor Fe haya hecho justicia a este tema, con el que, frecuentemente, me he topado en discusiones. Empero, no me persuade en absoluto. Hay una gran diferencia entre la fe religiosa y la fe científica: los cambios en los conceptos de la física no han sido conducidos sólo por el fortalecido escepticismo de una clientela cada vez más mundana y sofisticada, sino por una oleada de resultados positivos exquisitamente detallados, del estilo de las predicciones confirmadas a las que aludió Feynman cuando defendía su campo. Y esto implica una inmensa diferencia, pues da a las creencias en las verdades de la física un punto de contacto donde se puede hacer mucho más que meramente profesar. Por ejemplo, puede construir alguna cosa que dependa, para poder operar con seguridad, de las verdades de aquellas oraciones, y puede arriesgar su vida intentando pilotearla hasta la luna. Al igual que con las creencias de los religiosos populares acerca de que deben sacrificar una cabra o de que son invulnerables a las flechas, éstas son creencias a partir de las cuales uno puede actuar de maneras que dicen más que las palabras. La gente que se desprende de todas sus pertenencias y escala el pico de alguna montaña anticipándose al inminente fin del mundo no sólo cree en la creencia en Dios. Sin embargo, cuando de trata de convicciones religiosas ellos son la excepción, no la regla.

6. Lecciones desde el Líbano: los extraños casos de los drusos y Kim Philby

Hay algo que todavía sigue siendo sistemáticamente curioso acerca del fenómeno que la gente llama creencia religiosa, pero que podría ser mejor si se llamase profesión religiosa. Se trata de una característica que me ha cautivado desde hace mucho tiempo, a la vez que me ha persuadido de que el proyecto de Hume de la religión natural (el de evaluar los argumentos en favor y en contra de la existencia de Dios) es, en gran medida, un esfuerzo desperdiciado. Mi interés por esta característica nació de dos experiencias; ambas involucran acontecimientos que tuvieron lugar en el Líbano, hace más de cuarenta años (aunque, por lo que sé, esto fue pura coincidencia). Pasé algunos de mis primeros días en Beirut, donde mi padre, historiador especialista en el Islam, era el agregado cultural (y un espía para la OSS*). El ritmo de los muecines llamando a los fieles a la oración desde un minarete cercano era mi experiencia diaria, junto con mi osito de peluche y mis camiones de juguete, y, aún hoy, esta bella y perturbadora llamada no deja de producirme escalofríos cada vez que la escucho. Pero salí de Beirut cuando sólo tenía 5 años, y no regresé hasta 1964, cuando fui a visitar a mi madre y a mi hermana, que entonces vivían allí. Pasamos algún tiempo en las montañas en las afueras de Beirut, en una villa habitada principalmente por drusos, con algunos cristianos y musulmanes por aquí y por allá. Pedí a algunos de los residentes del pueblo que no eran drusos que me hablaran acerca de la religión drusa, y esto es lo que me dijeron:

Ah, los drusos son un grupo muy triste. El primer principio de la religión drusa es el de mentir a los forasteros acerca de sus creencias: ¡nunca le digas la verdad a un infiel! De modo que nunca debes aceptar nada de lo que te diga un druso como si fuera dicho por una autoridad. De hecho, algunos de nosotros creemos que los drusos solían tener un libro sagrado, su propia escritura, pero lo perdieron, y están tan avergonzados por ello que se inventan toda clase de sinsentidos solemnes para prevenir que eso salga a relucir. Te darás cuenta de que las mujeres no participan en absoluto en las ceremonias drusas; ¡eso es porque no podrían guardar el secreto!

Escuché esta historia de mucha gente que aseguraba tener conocimiento, y también escuché que unos cuantos drusos, por supuesto, la negaban. Pero si era verdad, esto podría crear un dilema para cualquier antropólogo: el método usual para interrogar a los informantes sería un medio de búsqueda totalmente inútil, y si él mismo llegase a realizar el sacrificio final de convertirse en un druso, de manera de poder ganarse la entrada al sanctasantórum, tendría que admitir que nosotros, los que estamos afuera, no deberíamos creer en su tratado académico, Lo que los drusos realmente creen, pues fue escrito por un druso devoto (y todo el mundo sabe que los drusos mienten). Cuando era un joven filósofo, estaba fascinado por esta versión de la vida real de la paradoja del mentiroso (Epiménides el Cretense dice que todos los cretenses son mentirosos; ¿está diciendo la verdad?), y también por el inconfundible eco de otro famoso ejemplo de la filosofía: el del escarabajo en la caja, de Ludwig Wittgenstein. En sus Investigaciones filosóficas (1953: § 293), Wittgenstein dice:

Supongamos que cada uno tuviera una caja y dentro hubiera algo que llamamos «escarabajo». Nadie puede mirar en la caja del otro; y cada uno dice que él sabe lo que es un escarabajo sólo por la vista de su escarabajo. —Aquí podría muy bien ser que cada uno tuviese una cosa distinta en su caja. Sí, se podría imaginar que una cosa así cambiase continuamente—. ¿Pero y si ahora la palabra «escarabajo» de estas personas tuviese un uso? —Entonces no sería el de la designación de una cosa. La cosa que hay en la caja no pertenece en absoluto al juego de lenguaje; ni siquiera como un algo: pues la caja podría incluso estar vacía—. No, se puede «cortar por lo sano» por la cosa que hay en la caja; se neutraliza, sea lo que fuere*.

Se ha escrito mucho sobre la caja del escarabajo de Wittgenstein, pero no sé si alguien ha propuesto alguna vez su aplicación a las creencias religiosas. En cualquier caso, a primera vista parece fantástico que los drusos pudieran ser un ejemplo real de dicho fenómeno. ¿Acaso no estoy, sencillamente, inflando una calumnia malintencionada sobre los drusos, que me fue comunicada por sus vecinos, para poder sostener una idea filosófica? Quizá, pero considérese lo dicho por Scott Atran (2002: IX) acerca de sus intentos, como antropólogo, para escribir sobre las creencias de los drusos:

Cuando era estudiante de posgrado, hace casi tres décadas, pasé algún tiempo con los drusos en el Medio Oriente. Quería aprender acerca de sus creencias religiosas, que parecían entrelazar ideas de todas las grandes creencias religiosas monoteístas de maneras muy intrigantes. Aprender sobre la religión drusa es un proceso gradual inscrito en la tradición socrática, que involucra la interpretación de parábolas en un formato de pregunta y respuesta. Aunque, en tanto yo no era un druso, nunca pude ser iniciado formalmente en la religión, los ancianos parecían deleitarse con mis intentos por entender el mundo según ellos lo concebían.

Pero cada vez que alcanzaba algún nivel de conciencia respecto del problema, los ancianos drusos me recordaban que cualquier cosa que fuera dicha o aprendida más allá de ese punto no podía ser discutida con personas no iniciadas, incluidos otros drusos. Nunca escribí sobre la religión drusa y terminé con una tesis sobre las bases cognitivas de la ciencia.

Al parecer, todavía no sabemos qué es lo que los drusos realmente creen. Incluso podríamos empezar a preguntarnos si ellos mismos lo saben. Y quizá también podríamos empezar a preguntarnos si en realidad importa, lo que me lleva a la segunda lección desde el Líbano.

En 1951, Kim Philby, un oficial de alto rango del Servicio de Inteligencia Británico (SIS), cayó bajo la sospecha de ser un agente doble, un traidor importante que trabajaba para la KGB soviética. El SIS organizó un tribunal secreto. Sin embargo, a partir de la evidencia presentada se encontró que no era culpable. Aunque el SIS fue incapaz de condenarlo, muy razonablemente se rehusó a reincorporarlo en una posición tan delicada, por lo que Philby renunció y se mudó al Líbano, donde trabajó como periodista. En 1963, un desertor soviético en Londres confirmó el rol de Philby como agente doble, y cuando la SIS fue a Beirut para interrogarlo, él huyó a Moscú, donde pasaría el resto de su vida trabajando para la KGB.

¿Fue así? Apenas Philby apareció en Moscú, la KGB (aparentemente) sospechaba que él era un impostor británico —un agente triple, si se quiere—. Pero, ¿lo era en realidad? Durante años, en los círculos de la oficina de inteligencia circuló una historia que así lo afirmaba. La idea era que cuando el SIS «exoneró» a Philby en 1951, encontraron una brillante manera para ocuparse de su delicado problema de lealtad:

¡Felicitaciones, Kim! ¡Viejo amigo! Siempre pensamos que tú eras leal a nuestra causa. Y para tu siguiente misión, queremos que pretendas que has renunciado al SIS —¿no es cierto que te amargó no haber sido reincorporado?— y que te mudes a Beirut y tomes un trabajo como periodista en el exilio. Nos proponemos darte a su debido tiempo una razón para tener que «volar» a Moscú, donde eventualmente serás apreciado por tus camaradas, pues podrás derramar una buena cantidad de información, relativamente inocua, que ya conoces. Te proporcionaremos luego varios regalitos de inteligencia, cuidadosamente controlados, así como algo de información errónea, que a los rusos les encantará aceptar, incluso cuando tengan dudas. Una vez que te tengan en muy buena estima, queremos que empieces a contarnos todo lo que puedas sobre lo que ellos están tramando, qué preguntas te hacen, y cosas por el estilo.

Cuando el SIS le dio a Philby su nueva misión, sus preocupaciones terminaron. Simplemente, no importaba ya si era verdaderamente un patriota británico que pretendía ser un agente poco contento, o si verdaderamente era un leal agente soviético que pretendía ser un agente británico (que pretendía ser un agente poco contento…). En cualquier caso, él se comportaría exactamente del mismo modo; sus actividades podrían ser interpretadas y predichas desde cualquiera de los dos perfiles contrapuestos de la perspectiva intencional. En uno, él cree profundamente que vale la pena arriesgar la vida por la causa británica, y en el otro cree profundamente que tiene una oportunidad de oro para convertirse en un héroe de la Unión Soviética, pretendiendo que cree profundamente que vale la pena arriesgar la vida por la causa británica, y así sucesivamente. Mientras tanto, los soviéticos sin duda harían la misma inferencia y no se molestarían en tratar de averiguar si Philby era realmente un agente doble o un agente triple o un agente cuádruple. De acuerdo con esta historia, Philby habría sido diestramente convertido en una especie de teléfono humano, un mero conducto de información que ambos lados podían explotar para cualquier propósito que pudieran soñar, confiando en que él sería un transmisor de alta fidelidad de cualquier información que le dieran, y sin tener que preocuparse respecto de dónde descansarían sus lealtades fundamentales.

En 1980, cuando (aparentemente) mejoraba la confianza que le mostraban a Philby sus supervisores en Moscú, yo era profesor visitante en el All Souls College en Oxford. Y ocurrió que, en ese tiempo, otro profesor visitante era Sir Maurice Oldfield, el jefe —ya retirado del MI6, la agencia responsable del contraespionaje inglés en el exterior, y uno de los maestros espías responsables de la trayectoria de Philby. (Sir Maurice fue el modelo de «M», de Ian Fleming, en las novelas de James Bond). Una noche, después de la cena, le pregunté si la historia que había escuchado era cierta, a lo que replicó, bastante irritado, que no eran sino una cantidad de patrañas. Que su deseo era que la gente simplemente dejara al pobre Philby vivir en paz y en silencio el resto de sus días en Moscú. Le contesté que me alegraba haber recibido su respuesta, aunque ambos debíamos reconocer que ésta era, no obstante, la misma respuesta que me habría dado ¡si la historia hubiese sido cierta! Sir Maurice frunció el ceño y no dijo nada[14].

Estas dos historias ilustran de manera extrema los problemas fundamentales a los que se enfrenta cualquiera que intente estudiar las creencias religiosas. Muchos comentadores han mencionado que las creencias religiosas típicas, canónicas, no pueden ser examinadas para saber si son verdad. Como sugerí antes, ésta es una característica prácticamente definitoria de los credos religiosos. Ellos tienen que ser «aceptados por fe» y no pueden ser objeto de confirmación (científica o histórica). Pero, más que eso, por ésta y por otras razones, las expresiones de creencias religiosas no pueden aceptarse sin más. Los antropólogos Craig Palmer y Lyle Steadman (2004:141) citan el lamento de su distinguido predecesor, el antropólogo Rodney Needham (1972:1-2), frustrado con su trabajo con los penan en Borneo:

Advertí que yo no podía describir con certeza su actitud hacia Dios, tanto si era una creencia como si era alguna otra cosa. […] De hecho, como tristemente tuve que concluir, simplemente no supe cuál era su actitud psíquica hacia el personaje en quien yo había asumido que ellos creían. […] Claramente, una cosa era registrar las ideas aceptadas que la gente suscribía, pero era un asunto bastante diferente poder decir cuál era su estado interno (sus creencias, por ejemplo) cuando expresaban o abrigaban esas ideas. Sin embargo, si un etnógrafo dijera que la gente cree en algo cuando él no puede en realidad saber qué les pasa en su interior, entonces seguramente su descripción de esas personas sería, creo, sumamente defectuosa en aspectos bastante fundamentales.

Palmer y Steadman (2004:141) interpretan que esta revelación de Needham indica la necesidad de reformular las teorías antropológicas en tanto explicaciones del comportamiento religioso, no de las creencias religiosas:

Mientras que las creencias religiosas no son identificables, el comportamiento religioso sí lo es, y este aspecto de la experiencia humana puede ser comprendido. Lo que se necesita es una explicación para este comportamiento religioso observable que se restrinja a lo que puede ser observado.

Continúan diciendo que Needham está virtualmente solo cuando se da cuenta de las profundas implicaciones de este hecho acerca de la inescrutabilidad de los compromisos religiosos, pero ellos mismos pasan por alto una implicación aun más profunda: ¡que los nativos están en la misma situación que Needham! Ellos son —tanto como Needham— sencillamente incapaces de acceder al interior de las mentes de sus parientes y de sus vecinos.

Cuando se trata de interpretar los compromisos religiosos de los otros, todo el mundo es un extraño. ¿Por qué? Porque los compromisos religiosos conciernen a asuntos que van más allá de la observación, más allá de cualquier examen significativo, de modo que en lo único en lo que alguien puede apoyarse es en el comportamiento religioso, y, más específicamente, en el comportamiento de la profesión. Después de todo, un niño que está creciendo en una cultura se parece a un antropólogo rodeado de informantes cuya profesión requiere de una interpretación. Lo único que le da el hecho de que sus informantes sean su padre y su madre, y que hablen en su lengua materna, es una mínima ventaja circunstancial sobre el antropólogo adulto, que tiene que apoyarse en una cadena de intérpretes bilingües para interrogar a sus informantes[15]. (Y piense en su propio caso: ¿alguna vez estuvo confundido o desconcertado respecto de lo que se suponía que debía creer? Sabe perfectamente bien que usted no tiene acceso privilegiado a los principios de la fe en la que fue criado. Simplemente le estoy pidiendo que generalice esta idea, para así poder advertir que los demás no se encuentran en mejor posición para hacerlo).

7. ¿Existe Dios?

Si Dios no existiera, habría que inventarlo.

Voltaire

Por fin doy paso a la prometida consideración de los argumentos en favor de la existencia de Dios. Una vez examinados los obstáculos —diplomáticos, lógicos, psicológicos y tácticos— a los que se enfrenta cualquier persona que quiera hacer esto de modo constructivo, simplemente voy a presentar una breve visión panorámica del dominio de la investigación, expresando mis propios veredictos, aunque no los razonamientos que me han llevado a ellos, y proporcionando unas cuantas referencias a ciertos textos que pueden ser desconocidos para muchos. Hay un espectro de objetos intencionales para considerar, que oscilan dentro de la escala del antropomorfismo, y que van desde «el tipo en el cielo» hasta una u otra «fuerza benigna atemporal». Y hay un espectro de argumentos, que se alinean muy irregularmente con el espectro de los Dioses. Podemos empezar con Dioses antropomórficos y con los argumentos de documentos supuestamente históricos, como éste: de acuerdo con la Biblia, que es la verdad literal, Dios existe, siempre ha existido, y creó el universo en siete días hace unos cuantos miles de años. Los argumentos históricos resultan aparentemente satisfactorios para aquellos que los aceptan, pero, sencillamente, no pueden ser considerados en una investigación seria, pues son manifiestamente circulares (si no le parece obvio, pregúntese si El libro del mormón [1829] o el documento fundacional de la Cienciología, el libro de L. Ron Hubbard, Dianetics [1950], debe ser considerado como evidencia irrefutable de las proposiciones que contiene. A ningún texto puede concedérsele el estatuto de «evangelio de la verdad» sin impedir toda investigación racional).

Esto nos deja con los argumentos tradicionales discutidos extensamente por los filósofos y los teólogos a lo largo de los siglos, algunos de los cuales son empíricos —como el Argumento del Diseño— y otros son puramente a priori o lógicos —como el Argumento Ontológico y el Argumento Cosmológico de la necesidad de una Primera Causa—.

Muchos pensadores, incluidos muchos filósofos que los han estudiado cuidadosamente durante años, consideran que los argumentos lógicos son trucos intelectuales o rompecabezas, en lugar de propuestas científicas serias. Consideremos el Argumento Ontológico, inicialmente formulado por San Anselmo en el siglo XI, como una respuesta directa al Salmo 14: 1 acerca de lo que el necio dice en su fuero interno. Si el necio entiende el concepto de Dios, dice Anselmo, debe entender que Dios es (por definición) el mayor ser concebible —o, según la famosa y complicada frase, el ser más grande del que nada puede ser concebido—. Pero entre las perfecciones que este mayor Ser concebible debería tener está la existencia, pues si Dios careciera de existencia sería posible concebir un ser aun más grande, a saber: Dios, con todas sus perfecciones, más su existencia. Un Dios que careciera de existencia no sería el Ser más grande del que nada puede ser concebido, pero como ésta es la definición de Dios, entonces Dios debe existir. ¿Le parece convincente? ¿O acaso sospecha que esto fue una suerte de «truco de espejos»? (¿No se podría utilizar el mismo esquema argumentativo para probar la existencia del cono de helado más perfecto que pueda concebirse —pues si no existiera podría concebirse un cono de helado aun más perfecto, a saber: uno que sí existiera?—.) Si le parece sospechoso, entonces usted está muy bien acompañado. Desde Immanuel Kant en el siglo XVIII se ha establecido la generalizada —aunque de ningún modo unánime— convicción de que no es posible probar la existencia de nada (distinto de una abstracción) por pura lógica. Usted puede probar que hay un número primo mayor que un billón, y que hay un punto en el que las bisectrices de los tres ángulos de cualquier triángulo han de encontrarse, y que hay una «sentencia de Gödel» por cada máquina de Turing que sea coherente y que pueda representar las verdades de la aritmética, pero no es posible probar que algo que tiene efectos en el mundo físico existe excepto a partir de métodos que son, al menos en parte, empíricos[16]. Existirán aquellos que estén en desacuerdo, y que continúen defendiendo versiones actualizadas del Argumento Ontológico de Anselmo, pero el precio que están pagando (voluntariamente, podría pensarse) por su acceso a pruebas puramente lógicas es el de un objeto intencional notablemente simple y sin características. Incluso si tiene que existir un ser más grande del cual nada pueda ser concebido, como insisten sus argumentos, hay un gran trecho entre esa especificación y la de un Ser que es misericordioso, justo o bondadoso —a menos que se asegure de definirlo de ese modo desde el principio, introduciendo así, como por arte de magia, un antropomorfismo que, sobra decir, no llegaría a persuadir a los escépticos— Ni tampoco lograría tranquilizar al fiel —o al menos ésa ha sido mi experiencia—.

El Argumento Cosmológico, que en su forma más simple sostiene que, puesto que cada cosa debe haber tenido una causa, el universo debe haber tenido una causa —a saber, Dios—, no puede permanecer siendo simple por mucho tiempo. Algunos niegan la premisa, ya que la física cuántica nos enseña (¿de veras?) que no es necesario que todo lo que ocurre necesite una causa. Otros prefieren aceptar la premisa y preguntar después: ¿cuál fue la causa de Dios? La respuesta de que Dios es (de algún modo) su propia causa genera entonces una réplica: si algo puede ser autocausado, ¿por qué no puede ser posible que el universo, como un todo, sea aquello que fue autocausado? Esto nos lleva, por un lado, a través de diversas direcciones arcanas, hacia los extraños precintos de la teoría de cuerdas, las fluctuaciones de probabilidad y cosas por el estilo, y, por otro lado, hacia las ingeniosas disquisiciones sobre las minucias respecto del significado del término «causa». A menos que le gusten las matemáticas o la física teórica, por un lado, o las sutilezas de la lógica escolástica, por el otro, no estará dispuesto a dejarse convencer por nada de eso, o siquiera a considerarlo comprensible.

No obstante, tal vez la gente quiera regresar a los argumentos a priori como si éstos fueran una suerte de red de seguridad, luego de haber visto lo que puede concluirse a partir del argumento empírico, el Argumento del Diseño, incluidas sus más recientes variaciones, que invocan el Principio Antrópico. El Argumento del Diseño es, con seguridad, el argumento más intuitivo y popular, y lo ha sido durante siglos. Ocurre que simplemente resulta obvio (¿no es cierto?) que todas las maravillas del mundo viviente tienen que haber sido dispuestas por algún Diseñador Inteligente. No es posible que todo haya sido un accidente, ¿o sí? Incluso si la evolución por selección natural explica el diseño de las cosas vivas, ¿no sería necesario que hubiera un Afinador que afinase perfectamente las leyes de la física que hacen posible toda esta evolución? (El Argumento del Principio Antrópico). No, no es obvio, y sí, sí es posible que todo sea sencillamente el resultado de «accidentes» explotados por las implacables regularidades de la naturaleza, y no, la afinación de las leyes de la naturaleza puede ser explicada sin la necesidad de postular un Afinador Inteligente. Ya expuse estos argumentos de manera bastante extensa en La peligrosa idea de Darwin (especialmente en los capítulos 1 y 7)[17], de modo que no repetiré mis contraargumentos sino sólo un resumen de la retirada que la peligrosa idea de Darwin ha impulsado durante el último siglo y medio:

Hemos empezado con una visión infantil de un antropomórfico Dios Artesano y hemos reconocido que esta idea, tomada literalmente, se encontraba en vías de extinción. Cuando miramos a través de los ojos de Darwin el proceso real de diseño del que nosotros y todas las maravillas de la naturaleza somos, hasta la fecha, sus productos, advertimos que Paley estaba en lo cierto cuando veía estos efectos como el resultado de una gran cantidad de trabajo de diseño, aunque encontramos una explicación nada milagrosa: un proceso algorítmico de diseño, no inteligente, masivamente paralelo y, en consecuencia, prodigiosamente derrochador, en el que, sin embargo, los mínimos incrementos de diseño han sido utilizados económicamente, copiados y vueltos a copiar a lo largo de miles de millones de años. La admirable particularidad o individualidad de la creación se debía, no a la inventiva genial de Shakespeare, sino a la incesante contribución del azar, una secuencia de crecimiento a la que Crick (1968) llamó «accidentes congelados».

Esta concepción del proceso creativo deja aún, en apariencia, un papel para Dios como legislador, pero esta alternativa concedida con el newtoniano papel del lawfinder también se ha evaporado, como hemos visto recientemente, sin dejar atrás ningún [A]gente [I]nteligente que participe en el proceso. Lo que queda es que este proceso, moviéndose con torpeza a través de la eternidad, encuentra, sin inteligencia (cuando encuentra algo), una eterna posibilidad platónica de orden. Esto es, naturalmente, algo bello, como los matemáticos exclaman siempre, pero no es en sí mismo algo inteligente sino, maravilla de las maravillas, algo inteligible. Ser abstracto y fuera del tiempo es la nada con una iniciación u origen que necesita explicación[18]. Es necesario que se explique su origen, el origen del universo concreto, como el Philo de Hume preguntaba hace mucho tiempo: ¿por qué no detenerse en el mundo material? Esto, como hemos visto, es una versión de la autosuficiencia, según la cual no se necesita nada de nadie; se crea a sí mismo ex nihilo o se crea a cualquier ritmo a partir de algo que es casi indistinguible de la nada. Al contrario de la misteriosa creación eterna, como un rompecabezas de Dios, esta autocreación es una destreza nada milagrosa que nos ha dejado muchas huellas. Y al no ser precisamente una creación concreta, sino el producto de un proceso histórico muy particular, es una creación absolutamente única —que incluye y empequeñece como creaciones todas las novelas, los cuadros y las sinfonías de todos los artistas— que ocupa un lugar en el hiperespacio de posibilidades que difieren unas de otras y de todas de las demás.

Baruch Spinoza, en el siglo XVII, identificó a Dios con la naturaleza argumentando que la investigación científica era el verdadero camino de la teología: por esta herejía fue perseguido. En la visión herética de Spinoza, Deus sive Natura (Dios o Naturaleza), hay una turbadora cualidad, algo así como las dos caras de Jano: cuando propuso su simplificación científica, ¿estaba Spinoza personificando a la naturaleza o despersonalizando a Dios? La concepción de Darwin, más generativa, aporta la estructura en la que podemos ver la inteligencia de la madre naturaleza (¿o es meramente inteligente?) como una característica de algo que se crea a sí mismo, nada milagrosa y nada misteriosa y, en consecuencia, todavía más admirable (Dennett, 1999:295-297 [del original: 1995b: 184-185]).

¿Deberíamos contar a Spinoza entre los ateos o entre los panteístas? Él vio la gloria de la naturaleza ¡y luego vio una manera para eliminar al intermediario! Como dije al final de mi mencionado libro:

El árbol de la vida ni es perfecto ni infinito en el espacio o el tiempo, pero es real, y si no es lo que pensaba San Anselmo, «Un ser más grande que todo lo que uno pueda concebir», es seguramente un ser que es mayor que cualquier cosa que cualquiera de nosotros concebiría en un detalle merecedor de su detalle. ¿Es algo sagrado? Sí, afirmo con Nietzsche. Yo no puedo rezarle, pero puedo apoyar la afirmación de su magnificencia. Este mundo es sagrado (ibid.: 520).

¿Eso me convierte en un ateo? Ciertamente, en el sentido más obvio. Si lo que considera sagrado no es una suerte de Persona a la que se le pueda rezar, o que pueda ser considerado un receptor apropiado de gratitud (o de furia, como cuando un ser querido es estúpidamente asesinado), en mi opinión usted es ateo. Si por razones de lealtad a una tradición, de diplomacia o de mero camuflaje autoprotector (que es muy importante hoy día, especialmente para los políticos), desea negar lo que es, ése es su problema —pero no se engañe—. Quizás en el futuro, si más brights como nosotros nos paramos al frente y anunciamos con calma que, por supuesto, ya no creemos en ninguno de esos Dioses, tal vez sería posible elegir a un ateo para algún puesto político más alto que el de senador. Ya tenemos senadores judíos y senadoras mujeres, y miembros del Congreso homosexuales, de modo que el futuro se percibe brillante*.

Suficiente respecto de la creencia en Dios. ¿Qué decir acerca de la creencia en la creencia en Dios? Aún no nos hemos preguntado respecto de los fundamentos de esta creencia en la creencia. ¿Acaso no es cierta? Es decir, ¿acaso no es cierto que, exista o no Dios, la creencia religiosa es al menos tan importante como la creencia en la democracia, en el Estado de derecho o en el libre arbitrio? La opinión generalizada (que en todo caso está lejos de ser universal) es que la religión es el baluarte de la moralidad y del significado. Sin la religión caeríamos en la anarquía y en el caos, sería un mundo en el que «todo vale».

En los últimos cinco capítulos he expuesto una variedad de trucos familiares que han sido redescubiertos una y otra vez y que tienden a generar el efecto de proteger las prácticas religiosas de la extinción o de la erosión hasta que dejan de ser reconocibles. Si el lado desconsolador de todo esto es el diseño de cleptocracias, y de otras organizaciones manifiestamente malvadas que pueden aprovecharse de personas inocentes, el lado positivo es el diseño de instituciones útiles y humanitarias que no sólo merecen la lealtad de las personas sino que logran, efectivamente, asegurarla. Pero todavía no hemos examinado seriamente la cuestión de si las religiones —varias religiones, alguna religión, cualquier religión— son fenómenos sociales que hacen más bien que daño. Ahora que ya podemos ver un poco más a través de esta niebla protectora, nos encontramos en posición de examinar esta pregunta.

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Capítulo 8. La creencia en la creencia en Dios es tan importante que no debe someterse al riesgo de ser refutada ni a las serias críticas que han llevado a los devotos a «salvar» sus creencias tornándolas incomprensibles incluso para sí mismos. El resultado es que aun quienes las profesan realmente no saben qué es lo que están profesando. Esto hace que la meta de demostrar o refutar la existencia de Dios sea una tarea quijotesca —y también, por esa misma razón, algo no muy importante—.

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Capítulo 9. La pregunta importante es si las religiones merecen la continua protección de sus feligreses. Muchas personas aman a sus religiones más que a ninguna otra cosa en la vida. ¿Acaso sus religiones merecen esta adoración?