VII
La invención del espíritu de equipo

1. Un camino pavimentado con buenas intenciones

Y éste es el truco. Sólo una mala persona

necesita arrepentirse: sólo una buena persona

puede arrepentirse perfectamente. Cuanto más

malo es uno, más lo necesita y menos puede

hacerlo. La única persona que podría hacerlo

perfectamente sería una persona perfecta

—y ella no lo necesitaría—.

C. S. Lewis, Mere Christianity

Todo sistema de control está diseñado para proteger algo, independientemente de si es el sistema nervioso de un animal, el sistema de crecimiento y autorreparación de una planta o un artefacto de la ingeniería, tal como el sistema de orientación de un aeroplano. ¡Y ese algo debe incluirse a sí mismo! (Si éste «muere» prematuramente, fallará en su misión, cualquiera que ésta sea). Sin embargo, el «autointerés» con que de este modo se define la maquinaria de evaluación de todos los sistemas de control puede astillarse cuando un sistema de control se vuelve reflexivo. Nuestra capacidad humana de reflexión nos abre un rico campo de oportunidades para revisar nuestros objetivos, incluidos nuestros mayores propósitos. Cuando uno puede empezar a pensar acerca de las ventajas y las desventajas de unirse a una coalición en lugar de separarse y de intentar comenzar una nueva, o acerca de cómo manejar los problemas de lealtad entre sus familiares, o la necesidad de cambiar la estructura de poder de su ambiente social, crea nuevos caminos para escapar de las presunciones a las que, por defecto, nos forzaba el diseño inicial.

Toda vez que un agente —o un sistema intencional, de acuerdo con mi terminología— toma una decisión respecto de cuál es el mejor curso de acción después de haber sopesado todas las opciones, podemos preguntar desde qué perspectiva se está juzgando este óptimo. A falta de otro, el supuesto más o menos estándar, al menos en el mundo occidental, y especialmente entre los economistas, es tratar a cada agente humano como una suerte de punto de bienestar individual y aislado. Y en ello, ¿qué hay para mi auto-interés racional?. Sin embargo, aunque algo debe haber en el rol del yo —algo que conteste la pregunta del ¿cui bono? cuando se está examinando al que toma la decisión— no es necesario que, por defecto, debamos acudir a este tratamiento, pese a que es tan común. Entendido como un último beneficiario, un yo en principio puede estar indefinidamente distribuido en el espacio y en el tiempo. Puedo preocuparme por los demás, o por una estructura social más grande, por ejemplo. No hay nada que me restrinja a ser un yo [me] en contraste con un nosotros[1]. Incluso puedo dedicarme a la tarea de cuidar al Número Uno* e incluir, bajo Número Uno, no sólo a mí mismo, y no sólo a mi familia, sino también al islamismo, a la Oxfam, o a los Chicago Bulls. La posibilidad, abierta por la evolución cultural, de instalar tan novedosas perspectivas en nuestros cerebros es lo que le da a nuestra especie, y sólo a nuestra especie, la capacidad de tener pensamiento moral —e inmoral—.

He aquí una trayectoria bien conocida: usted comienza con un sentido deseo de ayudar a los demás, y con la convicción —no importa cuán bien o mal fundamentada esté— de que su gremio, su club o su iglesia es la coalición más adecuada para incrementar el bienestar de los demás. Si las circunstancias son particularmente duras, es posible que esta protección condicional —estoy haciendo lo que es bueno para el gremio pues eso será lo mejor para todo el mundo— sea desplazada por una preocupación más estrecha en favor de la integridad del gremio mismo, y con razón: si usted cree que la institución en cuestión es el mejor camino para alcanzar aquello que es bueno, la meta de preservarla para proyectos futuros, todavía inimaginados, puede ser la meta más alta y más racional que usted pueda definir. En este punto basta un paso muy pequeño para perder de vista, o incluso para olvidar, aquel propósito mayor, y así entregarse firmemente, y a cualquier costo, al fomento de los intereses de la institución. Una lealtad instrumental o condicional puede entonces volverse indistinguible, en la práctica, de un compromiso con algo que es «bueno en sí mismo». Y basta tan sólo otro pequeño paso para pervertir ese summum bonum parroquial y convertirlo en la meta, mucho más egoísta, de hacer lo que sea necesario para mantenerse a la cabeza de la institución («¿Quién es mejor que yo para conducirnos al triunfo sobre nuestros adversarios?»).

Todos hemos asistido a esto muchas veces, e incluso quizás hayamos quedado atrapados en el acto de olvidar precisamente por qué, en primer lugar, queríamos ser líderes. Dichas transiciones llevan a que las decisiones conscientes participen en los asuntos que previamente habían sido rastreados por el proceso, totalmente carente de visión de futuro, de la replicación diferencial por selección natural (de los memes o de los genes), y esto crea nuevos rivales para las respuestas a la pregunta por el ¿cui bono? Una vez que se han considerado todas las opciones, lo que es bueno puede no coincidir con lo que es bueno para la institución, y puede no ser aquello que hace más fácil la vida del líder de la institución. No obstante, tan distintas tasaciones de algún modo logran ser sustituidas unas por otras bajo la presión del control reflexivo en tiempo real. Cuando esto ocurre, las justificaciones independientes ciegamente esculpidas por las competencias anteriores pueden llegar a ser aumentadas, o incluso reemplazadas, por justificaciones representadas, justificaciones que no sólo están ancladas en las mentes individuales, en los diagramas, en los planos y en las conversaciones, sino que son usadas —se argumenta sobre ellas, se razona sobre ellas, se hacen acuerdos sobre ellas—. Entonces, las personas se vuelven guardianes conscientes de sus memes, que ya no dan por sentado su supervivencia del modo en que damos por sentado nuestro lenguaje, sino que asumen el reto de fomentar, proteger, enaltecer y divulgar la Palabra[2].

¿Por qué las personas quieren ser guardianes de las religiones? Es obvio, ¿no? Creen que ésta es la manera de llevar una vida moral, una buena vida, y sinceramente quieren ser buenas. ¿Están en lo cierto? Nótese que no estamos preguntando si las religiones han incrementado la aptitud biológica humana. La aptitud biológica y el valor moral son asuntos enteramente diferentes. Pospuse la pregunta por la aptitud hasta que pudiéramos ver que, aunque es una buena pregunta empírica —una pregunta que debemos tratar de responder—, responderla dejaría aún completamente abierta la pregunta respecto de por qué debemos ser los guardianes de la religión. Mas habiendo ya establecido firmemente este punto, ahora vamos a considerar —no a responder— la pregunta de si, a fin de cuentas, las religiones populares, y las religiones organizadas en las que éstas se han transformado, han conferido beneficios a la aptitud de aquellos que las practican. Esta pregunta ha preocupado a los antropólogos y a otros investigadores durante siglos, frecuentemente debido a que la confunden con la pregunta a propósito del valor (moral) final de la religión, y la verdad es que una vez que se ha despejado el terreno no enfrentamos propiamente una carencia de hipótesis que explorar. Dos de las más plausibles recibirán más atención en capítulos subsiguientes, de modo que ahora simplemente voy a reconocerlas. Dunbar (2004:191) resume muy bien una de ellas:

Seguramente no es un accidente que casi todas las religiones prometan a sus adherentes que ellos —y sólo ellos— son «los elegidos de dios», y les garanticen la salvación sin importar qué ocurra, asegurándoles que el todopoderoso (o cualquiera que sea la forma que adopten sus dioses) los asistirá durante sus actuales dificultades si se realizan las plegarias y los rituales correctos. Esto, sin duda, introduce un profundo consuelo en tiempos de adversidad.

Adviértase que este consuelo, en y por sí mismo, no sería un estimulante para la aptitud genética a menos que también proporcionara (como muy probablemente lo hace) las ventajas prácticas de la resolución y la confianza, tanto para la toma de decisiones como para la acción. ¡Que la Fuerza esté contigo! Cuando usted se enfrenta a la incertidumbre, a menudo aterrorizante, de un mundo peligroso, la creencia de que alguien lo está cuidando muy posiblemente sea un estimulante decisivo y efectivo para levantar la moral, capaz de convertir en robustos agentes a personas que de otro modo se habrían visto inhabilitadas ante el miedo y la indecisión. Ésta es una hipótesis acerca de la efectividad individual en tiempos de lucha, y es posible que sea verdad —pero puede que no lo sea—.

Una hipótesis enteramente distinta es que la participación en la religión (en horrendos ritos de iniciación, por ejemplo) crea o fortalece lazos de confianza que permiten a grupos de individuos actuar conjuntamente de un modo mucho más efectivo. Distintas versiones de esta hipótesis de aptitud grupal han sido desarrolladas por Boyer, Burkerty Wilson, entre muchos otros. Es posible que sea verdad —pero puede que no lo sea—. De hecho, ambas hipótesis podrían ser verdad, y debemos tratar de confirmarlas o de rebatirlas, aunque sólo sea —y nada más que— por la luz que puedan arrojar sobre la pregunta respecto del valor moral de la religión.

2. La colonia de hormigas y la corporación

Las religiones existen primariamente

para que las personas logren juntas

lo que no pueden lograr solas.

David Sloan Wilson, Darwin's cathedral

Pero, ¿cuáles son los beneficios? ¿Por qué

las personas quieren religión? La quieren

porque la religión es la única fuente plausible

de ciertas recompensas para las que existe

una demanda general e inextinguible.

Rodney Stark y Roger Finke, Acts of faith

¿Por qué la gente se une a grupos? Porque quieren. ¿Pero por qué quieren? Por muchas razones, incluidas las más obvias: por protección mutua y seguridad económica, para promover la eficiencia en la cosecha y en otras actividades necesarias, para lograr proyectos de gran escala que de otro modo serían imposibles. Pero, por sí misma, la utilidad manifiesta de estos arreglos grupales no explica cómo fue que llegaron a darse, pues no sólo existen barreras que hay que sortear, en forma de miedo mutuo y de hostilidad, sino que siempre acechará la posibilidad de la defección oportunista o de la traición. Nuestra inhabilidad para conseguir cooperaciones verdaderamente globales, a pesar de los persuasivos argumentos que demuestran los beneficios que podrían obtenerse, y a pesar de las muchas campañas fallidas pensadas para crear instituciones promotoras, demuestra que la limitada cooperación y la lealtad de las que gozamos son un raro logro. De algún modo nos las hemos arreglado para civilizarnos hasta cierto punto, de maneras que, por lo que sabemos, ninguna otra especie siquiera ha intentado. A menudo, otras especies forman poblaciones que se agrupan en manadas, bandadas o escuelas, y es bastante claro por qué, cuando ocurren, estos agrupamientos son adaptativos. Pero nosotros no somos animales que apacienten, por ejemplo, y entre los simios buscadores (y predadores), que son nuestros parientes animales más cercanos, los grupos estables más grandes generalmente se restringen a los parientes cercanos, a las familias extendidas en las que se admiten advenedizos sólo después de una lucha y de un examen (entre los chimpancés, los recién llegados siempre son hembras que emigran del grupo que antes fuera su hogar para encontrar pareja; cualquier macho que intente unirse a otro grupo sería sumariamente asesinado). No existe ningún misterio respecto de por qué nosotros, al igual que los otros simios, habríamos desarrollado un fuerte apetito por la compañía de nuestros congéneres, pero ese instinto de ser gregarios tiene sus límites.

Es notable que hayamos llegado a sentirnos a gusto en compañía de extraños, como dice Seabright (2004), y es una idea perennemente persuasiva respecto de la religión el que ésta funcione para promover precisamente dicha cohesión grupal, convirtiendo en familias fuertemente entretejidas, o incluso en superorganismos altamente efectivos —casi como colonias de hormigas o panales— a las que, de otro modo, serían desdichadas poblaciones de personas mutuamente sospechosas y sin ninguna relación. La impresionante solidaridad conseguida por muchas organizaciones religiosas no está en duda, pero ¿puede esto explicar el ascenso y la continua existencia de las religiones? Muchos así lo han pensado, pero ¿cómo podría funcionar esto exactamente? Teóricos de todas las convicciones están de acuerdo con que la I + D que se requiere para poner en pie y mantener un sistema tal tienen que conseguirse de algún modo, y parece haber, a primera vista, tan sólo dos caminos a elegir: la ruta de la colonia de hormigas y la ruta de la corporación. La selección natural ha moldeado el diseño de las hormigas a lo largo de los siglos, haciendo de los tipos individuales de hormigas especialistas que coordinan automáticamente sus esfuerzos de manera que resulte una colonia vigorosa y normalmente armónica. No hubo hormigas individuales heroicas que lo resolvieron todo y que luego lo implementaron. No tuvieron que hacerlo, pues la selección natural se encargó del proceso de ensayo y error en lugar de ellas, y no sólo no hay ahora, sino que nunca hubo, ninguna hormiga individual —o un consejo de hormigas— que interpretara el rol de un gobernador. Por el contrario, son precisamente las elecciones racionales de los seres humanos individuales las que hacen que aparezca una corporación: ellos diseñan la estructura, establecen acuerdos para incorporar y luego gobiernan sus actividades. Los agentes racionales individuales, preocupados por sus propios intereses y haciendo sus propios análisis individuales de costos y beneficios, toman las decisiones que dan forma, directa o indirectamente, a las características de la corporación.

Acaso la robustez de la religión, su habilidad para preservar y prosperar en su desafío a la segunda ley de la termodinámica, ¿es como la robustez de una colonia de hormigas o de una corporación? La religión, ¿es el producto del instinto evolutivo ciego o de la decisión racional? ¿O acaso existe otra posibilidad? (¿Podría ser, por ejemplo, un regalo de Dios?). La incapacidad para formular —y no hablo de responder— esta pregunta es el cargo que se ha utilizado por mucho tiempo para desacreditar a la escuela funcionalista de la sociología iniciada por Émile Durkheim. De acuerdo con sus críticos, los funcionalistas trataron a las sociedades como si fueran objetos vivos, que mantienen su salud y su vigor a partir de una gran cantidad de ajustes en sus órganos, sin demostrar el modo en el que se consiguió el proceso de I + D requerido para diseñar y ajustar estos superorganismos. Esta crítica es esencialmente la misma que los biólogos evolucionistas hacen a la hipótesis Gaia de Lovelock (1979) y otros. De acuerdo con la hipótesis Gaia, la biosfera de la Tierra es, en sí misma, una especie de superorganismo, que mantiene sus diversos equilibrios con el fin de preservar la vida en la Tierra. Una bonita idea, pero, como dice Richard Dawkins (1982, 1999: 236) de un modo muy sucinto: Para que la analogía pueda aplicarse estrictamente, tendría que haber un conjunto de Gaias rivales, probablemente en planetas diferentes. Las biosferas que no desarrollaron regulaciones homeostáticas eficientes de sus atmósferas planetarias tendieron a extinguirse. […] Además, tendríamos que postular algún tipo de reproducción, mediante la cual los planetas exitosos engendraran copias de sus formas de vida en nuevos planetas.

Si pretenden que se los tome en serio, los fanáticos de Gaia tienen que plantearse, y responder, el interrogante por el modo en el que sistemas supuestamente homeostáticos llegaron a ser diseñados e instalados. Los funcionalistas de las ciencias sociales deben asumir la misma carga.

Veamos cómo David Sloan Wilson (2002) y su «teoría de la selección de niveles múltiples» tratan de sacar del apuro a una vertiente del funcionalismo, fundándola en el proceso de diseño de la misma clase de algoritmos de I + D que pueden explicar el resto de la biosfera. De acuerdo con Wilson, las innovaciones en el diseño, que funcionan sistemáticamente para unir entre sí a los grupos humanos, son el resultado de la descendencia darwiniana con modificación guiada por la replicación diferencial del más apto, y que ocurre a muchos niveles, incluido el nivel del grupo. Para decirlo rápidamente, él acepta el desafío de demostrar que la competencia entre grupos rivales conduce a la extinción de los grupos mal diseñados porque fallan en la competencia con los grupos mejor diseñados, que fueron los beneficiarios de las justificaciones independientes (para decirlo a mi manera) que ninguno de sus miembros necesitó entender. ¿Cui bono? La aptitud del grupo debe prevalecer sobre la aptitud individual de sus miembros, y si los grupos han de ser los beneficiarios finales, ellos deben ser los competidores. Con todo, la selección puede continuar en varios niveles a la vez, gracias a que hay competencias en varios niveles.

Durante mucho tiempo los críticos se han mofado del hecho de que los funcionalistas invocan una especie de sabiduría mística social (como la imaginaria sabiduría de Gaia), pero Wilson acierta cuando insiste en que no es necesario que haya nada místico o incluso misterioso respecto de las funciones durkheimianas que favorecen la organización grupal, ni respecto de cómo ellas llegan a instalarse a través de procesos evolutivos —pero sólo si él es capaz de demostrar los procesos de selección grupal—. La sabiduría distribuida de una colonia de hormigas, que realmente es una especie de superorganismo, ha sido analizada en profundidad y en detalle por los biólogos evolucionistas, y no existe ninguna duda respecto de que el proceso puede dar forma a adaptaciones grupales bajo ciertas condiciones especiales, como aquellas que prevalecen entre los insectos sociales. Pero las personas no son hormigas —ni siquiera se parecen mucho a las hormigas—, y sólo las órdenes religiosas más regimentadas se aproximan al cerrado paso fascista de los insectos sociales. Las mentes humanas son dispositivos de exploración inmensamente complejos, son interrogadores corrosivos de cada detalle del mundo con el que se encuentran, de modo que para que haya alguna posibilidad de éxito a través de la ruta de la selección grupal la evolución tendrá que añadir a sus adaptaciones algunos accesorios formidables para el agrupamiento humano.

Wilson piensa que la competencia entre grupos religiosos, que conlleva la supervivencia diferencial y la replicación de algunos de esos grupos, puede generar (y «pagar por los costos de») las excelentes características del diseño que observamos en las religiones. El polo teórico opuesto —lo que a primera vista parece ser la única alternativa— está ocupado por los teóricos de la elección racional, quienes recientemente se han pronunciado para desafiar el presupuesto popularizado por los científicos sociales de que la religión es una especie de locura. Como comentan con desprecio Rodney Stark y Roger Finke (2000: 42): «Durante más de tres siglos, la sabiduría científica social estándar era que el comportamiento religioso debía ser irracional precisamente porque las personas hacen sacrificios en nombre de su fe —dado que, obviamente, ninguna persona racional haría tal cosa—». Empero, como ellos mismos insisten:

No es necesario ser una persona religiosa para poder entender la racionalidad que subyace al comportamiento religioso, como no es necesario ser un criminal para poder imputarle racionalidad a muchos actos desviados (como hacen las principales teorías del crimen y la desviación) […]. Lo que decimos es que el comportamiento religioso —en la medida en que ocurre— generalmente está basado en cálculos de costo y beneficio, y es, por lo tanto, un comportamiento racional precisamente en el mismo sentido en el que otro comportamiento humano es racional (ibid.: 36).

Ellos aseguran que las religiones son de hecho como corporaciones: «Las organizaciones religiosas son empresas sociales cuyo propósito es crear, mantener y ofrecer religión a algún conjunto de individuos, y apoyar y supervisar sus intercambios con un dios o con unos dioses» (ibid.: 103). La demanda de los bienes que la religión tiene para ofrecer es inelástica; en un mercado libre de elección religiosa (como en los Estados Unidos, donde no hay una religión estatal sino que compiten muchas denominaciones) hay una competencia vigorosa entre las denominaciones por la dominación del mercado —una aplicación directa de la economía de «el lado de la oferta»—. No obstante, como afirma Wilson[3] (2002: 82) en una útil comparación entre su teoría y la de ellos, aun si aceptásemos la idea de que para los miembros de la iglesia ahora resulta racional tomar decisiones que, básicamente, son decisiones de mercado respecto de en qué religión invertir (un supuesto que pronto examinaremos), esto no responde la pregunta a propósito del proceso de I + D:

¿Pero cómo fue que la religión adquirió esa estructura que adaptativamente restringe las opciones de los maximizadores de utilidad, precisamente del modo acertado? Debemos explicar la estructura de la religión, junto con el comportamiento de los individuos, toda vez que la estructura estuvo en su lugar. ¿Acaso las extrañas vestimentas conscientemente inventadas por los actores racionales intentaban maximizar sus utilidades? Y si es así, ¿por qué ellos tienen la utilidad de maximizar el bien común de la iglesia? ¿Debemos realmente atribuir todas las características adaptativas de una religión a un proceso psicológico de razonamiento en términos de costos y beneficios? ¿Acaso no es posible un proceso de variación ciega y de retención selectiva? Después de todo, miles de religiones nacen y mueren sin que se note, pues nunca atraen más que a unos cuantos miembros (Stark y Bainbridge, 1985). Quizá las características adaptativas de los pocos que sobreviven son más parecidas a las mutaciones aleatorias que al producto de una decisión racional.

Wilson está en lo correcto cuando hace hincapié en la alternativa de una variación ciega y de un proceso de retención selectivo, pero al aferrarse a su versión radical de selección grupal deja pasar una oportunidad mucho mejor: el proceso de diseño evolutivo que nos ha dado religiones involucra la replicación diferencial de memes, no de grupos? Wilson menciona brevemente esta posibilidad como una alternativa, pero la descarta luego de darle apenas un vistazo, en gran medida porque toma su doctrina definitoria como aquella según la cual las características religiosas deben ser disfuncionales. Piensa que la teoría de los memes requiere que todos los memes religiosos deben ser parásitos (reductores de aptitud genética), y que rara vez —si acaso ocurra— son comensales neutros con respecto a la aptitud genética, o mutualistas que podrían engrandecerla[4]. Pero aquí Wilson se deja desviar por un malentendido común: Richard Dawkins, quien acuñó el término meme, no es amigo de la religión y con frecuencia ha vinculado a los memes —a los memes religiosos en particular— con los virus, al hacer hincapié en la capacidad que tienen los memes para proliferar a pesar de los deletéreos efectos sobre sus anfitriones humanos. Aun cuando tan discordante aseveración necesita ser tenida en cuenta como si fuera una posibilidad importante, no debemos olvidar que la inmensa mayoría de los memes, al igual que la inmensa mayoría de los simbiontes bacteriales y virales que habitan en nuestros cuerpos, son neutrales o incluso colaboradores (desde el punto de vista de la aptitud de sus anfitriones). He aquí, entonces, mi alternativa memética moderada a la hipótesis del nivel grupal de Wilson:

Los memes que fomentan la solidaridad en los grupos humanos resultan particularmente aptos (en tanto que memes) en circunstancias en las que la supervivencia de su anfitrión (y por tanto la aptitud del anfitrión) depende más directamente de que los anfitriones junten sus fuerzas en grupos. El éxito de tales grupos infestados de memes es, en sí mismo, un potente dispositivo de difusión que fortalece la curiosidad (y la envidia) afuera del grupo, permitiendo así que las barreras lingüísticas, étnicas y geográficas sean más fácilmente penetradas.

Al igual que la más radical teoría de la selección grupal de Wilson, en principio esta hipótesis puede explicar la excelencia en el diseño que encontramos en la religión sin postular diseñadores racionales (la ruta de la religión como corporación). Además, puede dar cuenta del hecho de que, en las religiones, la aptitud individual está aparentemente subordinada a la aptitud del grupo. De acuerdo con esta teoría, no necesitamos postular torneos de replicación grupal sino únicamente un ambiente cultural en el que las ideas compiten. Como resultado de esta tendencia al agrupamiento, las ideas que inciten a la gente a actuar conjuntamente en grupos (a la manera en que el Toxoplasma gondii incita a las ratas a aproximarse audazmente a los gatos) se dispersarán más efectivamente que aquellas ideas que realicen un trabajo mucho menos efectivo a la hora de unir a sus anfitriones en milicias[5].

Si usamos la perspectiva del meme, podemos no sólo unir los dos polos «opuestos» de la teoría —la colonia de hormigas versus la corporación—, sino también explicar la I + D del instinto gregario como una mezcla de procesos ciegos y previsores, incluidos los procesos de selección intermedia para cada variedad de saberes. Dado que las personas no son como hormigas sino, más bien, bastante racionales, es muy poco probable que sean incitadas a invertir fuertemente en actividades grupales a menos que perciban (o crean que perciben) beneficios que hacen que merezca la pena la inversión. De ahí que las ideas que maximizan el instinto gregario sean aquellas que apelan, tal y como nos lo dicen Stark y Finke, a las «recompensas para las que existe una demanda general e inextinguible».

Una bonificación inesperada de esta perspectiva unificada es que ella abre un margen de maniobra para una posición intermedia sobre el estatus de la religión, que modifica una de las características más problemáticas del modelo de la elección racional. A Stark, a Finke y a los demás teóricos de la elección racional de la religión les gusta presentarse a sí mismos como defensores de los que tienen fe religiosa cuando, en efecto, dicen que «ellos no son locos, ¡son astutos!». Sin embargo, este análisis racional del mercado de bienes religiosos, que resulta tan deliberadamente desalmado, ofende profundamente a muchas personas religiosas[6]. Ellas no quieren verse a sí mismas como si, astutamente, estuvieran haciendo una inversión en el más efectivo abastecedor de beneficios sobrenaturales. Quieren verse a sí mismas como si hubieran dejado de lado todas esas consideraciones egoístas, como si hubieran cedido su control racional a un poder superior.

La teoría de los memes explica esto. De acuerdo con esta teoría, los beneficiarios finales de las adaptaciones religiosas son los mismos memes, pero su proliferación (en competencia con los memes rivales) depende de su habilidad para atraer anfitriones de uno u otro modo. Una vez que se ha capturado la lealtad, el anfitrión es convertido en un sirviente racional. Sin embargo, la captura inicial no necesita ser —de hecho, no debería ser— una elección racional por parte del anfitrión. Algunas veces los memes necesitan ser insertados gentilmente dentro de sus nuevos hogares, y lo hacen al sobrepasar la resistencia «racional» incitando una cierta pasividad o receptividad en el anfitrión. William James ([1902], 1986: 230), un memeticista que se adelantó a su tiempo, advierte la importancia de esta característica para algunas religiones, y útilmente llama nuestra atención sobre una contraparte secular: el profesor de música que dice a sus alumnos «no insistan y saldrá solo». Solo relájese y libere su mente, y deje que este pequeño paquete de información, esta pequeña receta de un hábito, asuma el poder.

Se puede decir que la evolución del cristianismo hacia la interioridad consistió en poca cosa más que en el crecimiento que generó estas crisis de autorrendición (ibid.: 235).

Si escribiésemos la historia de la mente, sin ningún tipo de interés religioso, desde el punto de vista de la historia natural, tendríamos todavía que explicar la facilidad del hombre para convertirse de repente y por entero como una de sus peculiaridades más curiosas (ibid.: 254).

Vale la pena recordar que la palabra árabe islam significa «sumisión». La idea de que los musulmanes deben poner la proliferación del islam por delante de sus propios intereses está empotrada justo ahí, en la etimología de su nombre —y el islam no es la excepción—. Si esto viene al caso, para los cristianos devotos, ¿qué es más importante que su propio bienestar, que sus propias vidas? Ellos dirían: la Palabra. Divulgar la Palabra de Dios es su summum bonum, y si son llamados a renunciar a la posibilidad de tener hijos y nietos por el bien de la divulgación de la Palabra, ése será un mandato que se esforzarán por obedecer. No retroceden ante la idea de que un meme los haya reclutado a la fuerza y que haya embotado su instinto reproductivo; la aceptan gustosos. Y además declaran que es esto precisamente lo que los distingue de los meros animales; les da un valor que perseguir que trasciende los imperativos genéticos que limitan el horizonte de decisiones de todas las demás especies. Sin embargo, en la búsqueda de ese valor, serán tan racionales como les sea posible. Cuando estén cuidando al Número Uno, el Número Uno será la palabra, no su propio pellejo, ni mucho menos sus propios genes egoístas.

Ninguna hormiga puede ponerse a sí misma al servicio de la Palabra. Ella no tiene lenguaje, o una cultura de la que hablar. Pero nosotros, los usuarios del lenguaje, no sólo tenemos una sino muchas Palabras, y estas palabras compiten por nuestra atención, y al combinarse pueden formar coaliciones que luchan por nuestra lealtad. Aquí es donde la teoría de la elección racional entra en juego, dado que, como ya hemos visto, una vez que las personas se han convertido en guardianes de sus propios memes favoritos, se produce una carrera armamentista entre las aspirantes a convertirse en mejoras. Todo el trabajo del diseño es a fin de cuentas un asunto de ensayo y error. Sin embargo, gran cantidad de dicho trabajo ocurre offline, en las representaciones de las decisiones en las mentes de las personas, quienes las consideran cuidadosamente antes de decidir, de verdad, respecto de lo que ellas creen que funcionará mejor, dada su limitada información acerca del cruel mundo en el que los diseños deberán finalmente ser puestos a prueba. Pensar las cosas detenidamente es más rápido y más barato que realizar los ensayos en el mundo mientras dejamos que la naturaleza se encargue de darnos impulso, pero la previsión humana que provee la velocidad extra es falible y sesgada, de modo que con frecuencia cometemos errores. Si no tenemos cuidado, la ingeniería memética, al igual que la ingeniería genética, puede engendrar monstruos, y si ellos se escapan del laboratorio, quizá proliferen a pesar de nuestros mejores esfuerzos. Debemos recordar siempre la Segunda Regla de Orgel: la evolución es más astuta que tú.

(Permítanme hacer una pausa aquí por un momento para indicar qué fue lo que acabamos de hacer. Tradicionalmente, en humanidades y en ciencias sociales los ardorosos antidarwinistas han temido que el enfoque evolutivo pudiera ahogar su adorada manera de pensar —ahí están sus autores heroicos, sus artistas, sus inventores, y demás defensores y amantes de ideas—. De modo que han tendido a declarar, con desesperada convicción pero sin ninguna evidencia o argumento, que la cultura humana y la sociedad humana sólo pueden ser interpretadas y que jamás podrán ser explicadas causalmente, haciendo uso de métodos y presuposiciones que son completamente inconmensurables con, o intraducibies a, los métodos y las presuposiciones de las ciencias naturales. «¡No se puede llegar allá desde aquí!», podría ser su lema. «¡El abismo es insalvable!». Y aun así, acabamos de completar un paseo, incompleto, sí, pero nada milagroso y sumamente prosaico, que comenzó con una naturaleza ciega, mecánica y robótica, y terminó con la apasionada defensa y la descripción de las más eminentes ideas conocidas por la humanidad. El abismo fue un invento de la imaginación temerosa. Podremos realizar un trabajo mucho mejor de comprensión de nosotros mismos, en tanto que campeones de ideas y defensores de valores, si primero observamos cómo fue que llegamos a desempeñar un papel tan especial).

Una vez que hay alternativas que ofrecer en «el mercado de las ideas», los mejores y más grandes rivales competirán por la lealtad, lo que incluye no sólo a las mutantes religiones sino también —eventualmente— a las instituciones seculares. Entre las coaliciones que no se basan en parentescos genéticos y que han prosperado en la historia humana reciente están los partidos políticos, los grupos revolucionarios, las organizaciones étnicas, los sindicatos, los equipos deportivos y, por último, pero no por ello menos importante, la Mafia. Las dinámicas grupales de pertenencia (las condiciones de entrada y salida, la lealtad y su imposición a través de castigos y demás) han sido estudiadas intensamente en años recientes por pensadores evolucionistas de una gran variedad de disciplinas: economía, ciencia política, psicología cognitiva, biología y, por supuesto, filosofía[7]. Los resultados arrojan luz sobre el tema de la cooperación y el altruismo en contextos tanto seculares como religiosos, y esto ayuda a resaltar las características que distinguen a las organizaciones religiosas de las demás.

3. El mercado de crecimiento en la religión

Proposición 75: En la medida en que

las economías religiosas sean competitivas

y no estén reguladas, los niveles generales

de participación religiosa serán altos.

(Por el contrario, si carecen de competencia,

la[s] firma[s] dominante[s] serán demasiado

ineficientes para sostener esfuerzos de mercado

vigorosos, y el resultado será un bajo nivel

general de participación religiosa, en el que

la persona promedio minimizará y retrasará

el pago de los costos religiosos).

Rodney Stark y Roger Finke, Acts of faith

En cada aspecto de la vida religiosa, la fe norteamericana

se ha enfrentado con la cultura norteamericana

—y la cultura norteamericana ha triunfado—.

Alan Wolfe, The transformation of American religion

Tenemos un producto que es mejor que el jabón

o que los automóviles. Tenemos vida eterna.

Reverendo Jim Bakker[8]

¿Por qué hacer grandes sacrificios con el fin de promover las perspectivas a futuro de las religiones organizadas? Por ejemplo, ¿por qué uno escogería ser leal a la religión cuando, al mismo tiempo, quizá sea un miembro contribuyente de un sindicato, o de un partido político, o de un club social? Estas preguntas tipo «por qué» comienzan ubicándose en un terreno neutral entre dos clases diferentes de respuesta: ellas podrían estar preguntando porqué es racional escoger ser leal a una religión, o podrían preguntar por qué es natural (de algún modo) que las personas se dejen atraer por una religión que luego las obliga a ser leales. (Considérese la pregunta: ¿por qué tantas personas tienen temor a las alturas? Una respuesta es: porque es racional tener temor a las alturas; ¡uno puede caerse y hacerse daño! Otra es: hemos desarrollado un instinto de precaución que se dispara ante la percepción a la que nos exponemos cuando nos encontramos a una gran altura; en algunas personas esta ansiedad es exagerada más allá de lo que resulta útil; su miedo es natural —podemos explicar su existencia sin que nos quede ningún residuo misterioso—, pero es irracional). Si echamos un buen vistazo a la primera respuesta con respecto a la religión, como lo propone la teoría de la elección racional, ello nos ayudará a ver las fuerzas y las exigencias que dan forma a las alternativas.

Durante las últimas dos décadas, Rodney Stark y sus colegas realizaron el notable trabajo de expresar la respuesta de la elección racional, y afirman que, gracias a sus esfuerzos, «ahora es imposible realizar un trabajo creíble en el estudio científico social de la religión basado en el supuesto de que la religiosidad es un signo de estupidez, neurosis, pobreza, ignorancia, falsa conciencia, o que representa una fuga de la modernidad» (Stark y Finke, 2000:18). Ellos se concentran en la religión en los Estados Unidos de América, y su modelo básico es una aplicación directa de la teoría económica:

De hecho, con más de dos siglos de desarrollo bajo las condiciones del mercado libre, la economía religiosa norteamericana supera los sueños más dorados de Adam Smith respecto de las fuerzas creativas de un mercado libre (Moore, 1994). Hay más de 1.500 «denominaciones» religiosas (Melton, 1998), muchas de las cuales son de gran magnitud -24 de ellas tienen más de un millón de miembros cada una—. Cada uno de estos cuerpos depende enteramente de contribuciones voluntarias, y hoy las donaciones religiosas suman, en los Estados Unidos, un total de más de 60 000 millones de dólares al año, más de 330 dólares por cada persona mayor de 18 años. Estos totales omiten muchas contribuciones a fondos para la construcción de iglesias (la construcción de una nueva iglesia ascendió a 3.000 millones de dólares en 1993), así como la mayor parte de las donaciones a las escuelas religiosas, los hospitales y las misiones extranjeras. En 1996, más de 2.300 millones de dólares fueron donados para apoyar a los misioneros, y parte significativa de este dinero fue gastada en misiones a Europa (Stark y Finke, 2000: 223).

H. L. Mencken opinó alguna vez: «Los únicos protestantes realmente respetables son los fundamentalistas. Desafortunadamente, ellos también son evidentemente idiotas». Muchos comparten esa opinión, especialmente en la academia, pero no es ése el caso de Stark y Finke (ibid.: 30), que están particularmente dispuestos a disipar la idea tan familiar de que cuanto más evangelista o más fundamentalista sea la denominación, menos racional es:

Entre las muchas sugerencias corrientes respecto de por qué crecen las iglesias evangélicas se encuentran la represión sexual, el divorcio, la urbanización, el racismo, el sexismo, las ansiedad por el estatus y el rápido cambio social. Los proponentes del viejo paradigma nunca exploran siquiera las posibles explicaciones religiosas: por ejemplo, que las personas son atraídas a las iglesias evangélicas por un producto superior.

Las personas cargan con los pesados gastos de la pertenencia a una iglesia, y en compensación la iglesia se compromete «a apoyar y supervisar sus intercambios con un dios o unos dioses» (ibid.: 103). Stark y Finke han resuelto este asunto cuidadosamente, y su premisa conductora es su Proposición 6: «En su búsqueda de recompensas, los humanos tratarán de utilizar y manipular lo sobrenatural» (ibid.: 90). Algunas personas andan por su cuenta, pero muchas piensan que necesitan ayuda, y eso es lo que las iglesias proporcionan. (¿Acaso las iglesias realmente manipulan lo sobrenatural? ¿Están Stark y Finke comprometidos con la tesis de que los intercambios con un dios o con unos dioses realmente ocurren? No, como estudiosos ellos son agnósticos —o al menos eso dicen a este respecto. Con frecuencia señalan que, después de todo, puede ser perfectamente racional invertir en acciones que resultan no tener ningún valor).

En un libro posterior, One true God: Historical consequences of monotheism, Stark (2001:2) adopta el papel de un ingeniero memético cuando analiza las ventajas y las desventajas de la doctrina como si él fuera un consultor en publicidad. «¿Qué tipo de dioses son los que más llaman la atención?». Aquí distingue dos estrategias: Dios en tanto que esencia (tal como el Dios de Tillich, en tanto que es el Fundamento de Todo Ser, enteramente no antropomórfico, abstracto y no localizable en el espacio ni en el tiempo), y Dios en tanto que ser sobrenatural (un Dios que escucha y contesta las plegarias en tiempo real, por ejemplo). «No existe diferencia religiosa más profunda que la que se da entre la fe que involucra seres divinos y aquellas que se limitan a las esencias divinas», dice, y juzga que las últimas son vanas, pues «sólo los seres divinos hacen alguna cosa» (ibid.: 10). Los seres sobrenaturales conscientes venden mucho mejor, pues «lo sobrenatural es la única fuente plausible de muchos de los beneficios que deseamos fuertemente» (ibid.: 12):

La gente se interesa en los Dioses porque, si éstos existen, ellos serían potenciales compañeros de intercambio y poseedores de inmensos recursos. Más aun, un incalculable número de personas aseguran que los Dioses existen, precisamente porque creen que han experimentado largas y satisfactorias relaciones de intercambio con ellos (ibid.: 13). […] Dado que los Dioses son seres conscientes, ellos constituyen potenciales compañeros de intercambio, pues se asume que todos los seres desean alguna cosa por la que pueden ser inducidos a ofrecer algo valioso (ibid.: 15)[9].

Y luego agrega que un Dios sensible y paternal «se convierte en un compañero de intercambio extremadamente atractivo con el que se puede contar para maximizar los beneficios humanos» (ibid.: 21). E incluso propone que un Dios sin un Satán con el que compensar es un concepto inestable —«irracional y perverso»—. ¿Por qué? Porque «un Dios con un alcance infinito debe ser responsable de todo, tanto del mal como del bien, y por tanto debe ser peligrosamente caprichoso, debe cambiar sus intenciones de modos impredecibles y sin ninguna razón» (ibid.: 24). Ésta es, poco más o menos, la misma raison d'être que Jerry Siegel y Joe Shuster, los creadores de Superman, debían tener en mente cuando inventaron la kriptonita, eso con lo que se podía contraatacar al Hombre de Acero: ¡no es posible que haya drama —ningún fracaso que superar, ni situaciones tensas— si nuestro héroe es tan poderoso! Sin embargo, contrarios al concepto de kriptonita, los conceptos de Dios y de Satán poseen justificaciones independientes, y no son la creación de ningún autor particular:

No intento sugerir que este retrato de los Dioses sea el producto de la «creación» humana consciente. Nadie se sentó y decidió: «vamos a creer en un Dios supremo, vamos a rodearlo (o a rodearla) con seres subordinados, y vamos a postular un ser maligno inferior a quien podamos culpar del mal». Más bien, esta perspectiva tendió a evolucionar a lo largo del tiempo, pues es la conclusión más razonable y satisfactoria a partir de la cultura religiosa disponible (ibid.: 25-26).

No hay que pasar por alto la nota 1 al pie de página que Stark vincula con este pasaje: «Tampoco estoy preparado para negar que esta evolución refleje el descubrimiento humano y progresivo de la verdad». ¡Eso es! No sólo se trata de que la historia se pone mejor, sino de que resulta que se acerca a la verdad. ¿Un golpe de suerte? Quizá no. ¿No será que en realidad Dios organizó las cosas de ese modo? Tal vez, pero el hecho de que consideraciones dramáticas dicten tan convenientemente los detalles de la historia no nos proporciona una explicación respecto de por qué los detalles son lo que son capaz de rivalizar con el supuesto tradicional de que éstos son, simplemente, «la honesta verdad de Dios».

4. Un Dios al que se le puede hablar

Tradicionalmente, cada Pascua el Papa reza por

la paz, y el hecho de que eso nunca haya tenido

ni el más mínimo efecto en prevenir o terminar

una guerra jamás lo ha detenido. ¿Qué se le pasará

al Papa por la mente cuando se ve rechazado todo

el tiempo? ¿Será que Dios se la tiene jurada?

Andy Rooney, Sincerely, Andy Rooney

Independientemente de lo que podamos pensar del agnosticismo profeso de Stark sobre este tema, con seguridad él está en lo cierto respecto de cuál es la principal desventaja de las concepciones sumamente abstractas de Dios: «Puesto que las esencias divinas son incapaces de realizar intercambios, ellas bien pueden presentar misterios, pero no formulan interrogantes tácticos y por tanto no dan lugar a que se descubran nuevos términos para el intercambio» (ibid.: 16). ¿Quién puede serle leal a un Dios al que no puede pedírsele nada? No tiene que ser maná del cielo. Como dijo alguna vez el comediante Emo Phillips: «Cuando era niño, solía implorarle a Dios por una bicicleta. Pero luego me di cuenta de que Dios no obra de ese modo —¡así que robé una bicicleta e imploré por su perdón!». Y como afirma Stark (ibid.: 117): «Las recompensas siempre tienen un suministro limitado y algunas de ellas no están disponibles del todo— al menos no están disponibles aquí y ahora a través de medios convencionales—». Así, un problema clave del marketing para la religión es cómo convencer al consumidor de que espere:

Recuperarse de un cáncer es realmente menor cuando se lo compara con la vida eterna. Pero quizás el aspecto más significativo de las recompensas del más allá es que la idealización de dichas recompensas se pospone (a menudo hasta después de la muerte). Consecuentemente, en busca de recompensas en el mundo espiritual, los humanos aceptarán una relación de intercambio extendida con Dioses. Es decir, los humanos realizarán pagos periódicos durante un sustancial período de tiempo, a menudo hasta la muerte (ibid.: 19).

¿Qué se puede hacer para lograr que la gente siga realizando sus pagos? Por supuesto que las curas milagrosas y los giros de la fortuna por los que se ha rezado son bastante efectivos, en tanto proporcionan evidencia de los beneficios recibidos, por uno mismo o por los demás, en este mundo. No obstante, aun si éstos faltaren, hay características del diseño que pagan sus propios costos de una manera práctica. La más interesante es el efecto de inversión del precio descrito por Stark y Finke (2000:145):

La respuesta puede encontrarse en la economía elemental. El precio es sólo un factor en cualquier intercambio; la calidad es otro, y combinados producen una estimación del valor. Ahí yace el secreto de la fuerza de los grupos religiosos de tensión más alta: a pesar de lo costosos que son, ofrecen un valor mucho más grande; de hecho, son capaces de ofrecerlo porque son costosos.

«La tensión se refiere al grado de peculiaridad, separación y antagonismo entre un grupo religioso y el mundo exterior» (ibid.: 143). Así, en un espectro que va de alto a bajo, las iglesias establecidas desde hace mucho tiempo son de baja tensión, mientras que las sectas y los cultos son de alta tensión. Una religión costosa es aquella que es elevada en «los costos materiales, sociales y psicológicos de pertenecer a ella». No sólo cuesta el tiempo gastado en los deberes religiosos y el dinero en el plato de la colecta; pertenecer a ella puede ocasionar una pérdida en la posición social, e incluso exacerbar —que no mejorar— el sufrimiento y la ansiedad. Pero se obtiene aquello por lo se que pagó: al contrario que el pagano, uno queda salvado por toda la eternidad:

En la medida en que uno está motivado por el valor religioso, debe preferir un proveedor de precio más alto. No sólo los grupos religiosos más costosos ofrecen productos más valiosos, sino que, al hacerlo, generan los niveles de compromiso necesarios para maximizar los niveles individuales de confianza en la religión —en la verdad de las doctrinas fundamentales, en la eficacia de sus prácticas y en la certeza de sus promesas del mundo espiritual (ibid.: 146-147).

Cuanto más haya invertido usted en una religión, más motivado estará para proteger esa inversión. Stark y Finke no son los únicos que han observado que, en algunas oportunidades, el hecho de ser costoso puede tener todo el sentido económico del mundo. Por ejemplo, los economistas evolucionistas Samuel Bowles y Herbert Gintis (1998; 2001:345) han desarrollado modelos formales de comunidades que fomentan las normas pro-sociales: «rasgos culturales que gobiernan las acciones que afectan al bienestar de los demás pero que no pueden ser reguladas por contratos que se ejecutan sin ningún costo». Sus modelos muestran que estos efectos pro-sociales dependen del «acceso de bajo costo a la información acerca de otros miembros de la comunidad», así como de la tendencia a favorecer las interacciones con miembros del grupo y a restringir las migraciones hacia dentro y hacia fuera —cosa que también señalan Stark y Finke—[10].

Los altos costos de entrada y de salida son tan cruciales para la supervivencia de dichos acuerdos como lo es la membrana que rodea a una célula: la automanutención es costosa y se hace más eficiente con una estricta distinción entre yo [me] y el resto del mundo (en el caso de la célula) o entre nosotros y ellos (en el caso de una comunidad). El trabajo de Bowles y Gintis no sólo proporciona un apoyo formal a algunas de las proposiciones defendidas por Stark y Finke, sino que también muestra que la deplorable xenofobia que encontramos en las comunidades religiosas «de alta tensión» no es una característica específicamente religiosa. Sostienen que la xenofobia es el precio que cualquier comunidad o grupo debe pagar para obtener un elevado nivel de confianza y armonía internas. Más aun, quizás éste sea el precio que, finalmente, decidamos que debemos estar dispuestos a pagar: Lejos de ser anacronismos vestigiales, creemos que en los años venideros las comunidades podrían volverse más, y no menos, importantes en los nexos con las estructuras de gobernabilidad, ya que es posible que las comunidades reclamen haber tenido algo de éxito diligenciando problemas administrativos que no eran susceptibles de recibir una solución estatal o de mercado (Bowles y Gintis, 2001: 364).

Las aplicaciones de la teoría de la elección racional que hacen Stark y Finke (2000: 202) a muchas de las tendencias y las disparidades observables en las denominaciones religiosas norteamericanas aún no están probadas, y tienen además enérgicos detractores, pero no cabe duda de que vale la pena adelantar su investigación. Es más, las implicaciones de algunas de sus proposiciones son claramente provocativas. Por ejemplo:

Proposición 76: Incluso donde la competencia es limitada, las firmas religiosas pueden generar altos niveles de participación hasta el punto en que las firmas llegan a servir como los vehículos organizacionales primarios para el conflicto social (en cambio, si las firmas religiosas se vuelven significativamente menos importantes en tanto que vehículos para el conflicto social, de modo correspondiente serán menos capaces de generar compromiso).

En otras palabras, hay que esperar que las «firmas» religiosas exploten y exacerben los conflictos sociales siempre que sea posible, dado que es una manera de mover el negocio. Esto puede ser bueno (la resistencia católica polaca al comunismo) o malo (el interminable conflicto en Irlanda). Los detractores dirán que esto era algo que ya sabíamos respecto de las religiones, pero la afirmación de que se trata de una característica sistemática, que se sigue de otras características y que interactúa con otras características de maneras predecibles, es, en caso de que sea cierta, precisamente el tipo de hecho que procuraremos entender en profundidad a medida que nos enfrentemos con los conflictos sociales del futuro. Cuando los líderes religiosos y sus críticos, tanto en el interior como por fuera de sus religiones, consideran posibles reformas y mejoras, lo que están haciendo es volviéndose ellos mismos —lo quieran o no— ingenieros meméticos que juguetean con diseños legados por la tradición con el fin de ajustar los efectos observables. De hecho, algunas de las observaciones más reveladoras del libro de Stark y Finke son sus críticas mordaces de las reformas bien intencionadas que fracasaron. En cuanto a la principal razón que subyace al precipitado declive en el número de católicos que buscan su vocación en la iglesia después del Concilio Vaticano II, ¿estarán ellos en lo cierto?:

Previamente, la Iglesia Católica había enseñado que los sacerdotes y los [monjes y monjas] religiosos se encontraban en un estado superior de santidad. Ahora, a pesar de sus votos, ellos son simplemente como cualquier otra persona (ibid.: 177).[…] Los seglares habrían ganado algunos de los privilegios del sacerdocio sin compartir la carga del celibato o sin tener que reportar directamente ante la jerarquía eclesiástica. Para muchos, después de los renovados esfuerzos del Vaticano II, el sacerdocio ya no era un buen negocio (ibid.: 185).

¿O se equivocarán? El único modo de averiguarlo es haciendo la investigación. Que sea difícil de aceptar no es un signo confiable de falsedad, y es necesario confirmar, desconfirmar o, de lo contrario, ignorar las piadosas homilías que a menudo guiaron a los primeros reformadores. Hay demasiado en juego como para meter la pata cual bienintencionados principiantes. Como antes, en mis discusiones con respecto al trabajo de Boyer, Wilson y los demás, no estoy emitiendo un veredicto sobre cuán válido o cuán concluyente es ninguno de sus trabajos; sólo estoy presentando los que considero ejemplos de trabajos que de ahora en adelante deben ser tomados con seriedad, y que o bien deben refutarse firme y justamente, o bien deben reconocerse por su genuina contribución a nuestro conocimiento —aun si es a regañadientes—. En el caso de la refrescante y cándida visión de Stark, yo mismo tengo profundas dudas, algunas de las cuales surgirán cuando dirijamos nuestra atención a complicaciones que él, con toda resolución, deja de lado. Stark y Finke (ibid.: 146) expresan bien su actitud fundamental cuando desacreditan el libro de Don Cuppit After God: The future of religion (1997), en el que aboga por un tipo de religión del que se hayan removido todos los rastros de lo sobrenatural:

Pero, ¿por qué una religión sin Dios podría tener futuro? La receta de Cupitt nos parece que es un poco como esperar que la gente continúe comprando boletos para el fútbol y que luego se reúna en las graderías a mirar a unos jugadores que, en ausencia del balón, simplemente se quedan ahí parados. Si no hay seres sobrenaturales, entonces no habría milagros, entonces no habría salvación, la oración no tendría objeto, los mandamientos no serían más que sabiduría antigua, y la muerte sería el fin. En cuyo caso la persona racional no tendría nada que ver con la iglesia. O, más precisamente, una persona racional no tendría nada que ver con una iglesia como aquélla.

El lenguaje es fuerte, pero ellos deben reconocer que tanto Cupitt como los demás, quienes se han apartado de la visión de un Dios Negociador, eran bastante conscientes de sus atractivos y debían haber tenido sus razones (explícitas o no) para oponerse a ella tan hábilmente y por tanto tiempo. ¿Qué se puede decir en favor de la alternativa de tomar a Dios como una esencia (o más bien las alternativas, pues ha habido muchas maneras de tratar de concebir a Dios en términos menos antropomórficos)? Creo que la clave puede encontrarse en algunas observaciones de los mismos Stark y Finke (ibid.: 257):

Dado el hecho de que la religión es un bien de riesgo y de que la gente con frecuencia puede incrementar su flujo de beneficios inmediatos a través de la inactividad religiosa, parece muy poco probable que cualquier cantidad de pluralismo y vigoroso mercadeo logre jamás conseguir algo cercano a la penetración total del mercado. La proporción de norteamericanos que actualmente pertenecen a la congregación de una iglesia específica (a diferencia de los que simplemente mencionan una preferencia religiosa cuando se les pregunta) ha rondado el 65 por ciento a lo largo de muchas décadas, sin mostrar ninguna tendencia a responder siquiera a los ciclos económicos más importantes.

Será interesante tratar de aprender más acerca de ese 35 por ciento que simplemente no está hecho para la iglesia, así como de la proporción de practicantes que no están hechos para las religiones costosas y de alta tensión como las que Stark favorece. Ellos existen por todo el mundo; de acuerdo con Stark y Finke (ibid.: 290, II.): «Hay religiones «sin dios», pero sus seguidores están restringidos a pequeñas élites —como es el caso de las formas elitistas de budismo, taoísmo y confucianismo—». Los atractivos del unitarianismo, el episcopalianismo y el judaísmo reformista no se restringen a las tradiciones abrahámicas, mas si las «élites» advierten que ellas, sencillamente, no pueden llegar a convencerse de «creer que han experimentado largas y satisfactorias relaciones de intercambio con Dios», ¿por qué se empeñan en ser (algo que ellas denominan) religiones?

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Capítulo 7. La proclividad humana por el agrupamiento es menos calculadora y prudencial de lo que parece según algunos modelos económicos, pero también es más complicada que el instinto de manada que ha evolucionado en algunos animales. Lo que complica la imagen es la cultura y el lenguaje humanos, y la perspectiva de los memes nos permite comprender el modo en que el fenómeno de la lealtad humana se ve influido por una mezcla de justificaciones tanto independientes como bien ligadas. Podremos lograr algún progreso si reconocemos que no es necesario formular la sumisión a la religión en términos de una decisión económica deliberativa, en tanto que reconozcamos también el poder analítico y predictivo de la perspectiva que considera las religiones como si fueran sistemas diseñados compitiendo en un mercado dinámico por adherentes con distintos gustos y necesidades.

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Capítulo 8. La protección de las ideas religiosas crea un fenómeno poderoso: la creencia en la creencia. Éste transforma radicalmente el contenido de las creencias subyacentes, haciendo que la investigación racional de las mismas sea muy difícil, si no imposible.