VI
La evolución de la protección*

1. La música de la religión

Eso no quiere decir nada si no tiene swing.

Duke Ellington

La tesis central de este capítulo es que la religión popular se convirtió en religión organizada de un modo muy parecido a como la música popular engendró lo que podríamos llamar «música organizada»: con músicos profesionales y compositores, reglas y representaciones escritas, salas de concierto, críticos, agentes y todo lo demás. En ambos casos el cambio se dio por muchas razones, pero principalmente porque a medida que la gente se volvió más reflexiva acerca de sus prácticas y de sus reacciones, empezó a volverse también más y más inventiva en sus exploraciones del espacio de posibilidades. Gradualmente, tanto la música como la religión se volvieron más «artísticas» o sofisticadas, más elaboradas, más semejantes a una producción. No necesariamente mejores en un sentido absoluto, pero sí más capaces de responder a las demandas cada vez más complicadas de la población, las que, biológicamente hablando, eran muy similares a las de sus distantes ancestros, salvo porque habían sido culturalmente ampliadas, tanto en equipos como en estorbos.

El diseño y la ejecución de las prácticas religiosas requieren cierta destreza, como lo sabe cualquiera que haya tenido que sufrir una ceremonia religiosa efectuada de una manera inepta. Un ministro prosaico y tartamudo, una liturgia aburrida, el tembloroso canto del coro, la gente olvidándose de cuándo tiene que ponerse de pie, o de lo que tiene que decir o hacer: un desempeño tan defectuoso puede alejar incluso al más bien intencionado de los congregantes. Ceremonias celebradas con mucha más habilidad pueden elevar a la congregación al éxtasis sublime. Podemos analizar la habilidad presente en las ceremonias y en los textos religiosos como podríamos analizar la destreza mostrada en la literatura, la música, la danza, la arquitectura y en las otras artes. Un buen profesor de teoría musical puede desmontar una sinfonía de Mozart o una cantata de Bach y mostrar cómo las distintas características del diseño trabajan para alcanzar su «magia». Sin embargo, algunas personas prefieren no ahondar en estos asuntos, por la misma razón por la que no quieren que se les expliquen los trucos de magia: para ellas, la explicación disminuye el «asombro». Tal vez sea así, pero compárese la reverente incomprensión con la que el lego en música se enfrenta a una sinfonía con la igualmente superficial apreciación hacia un partido de fútbol de alguien que no conoce las reglas o los pormenores del juego, y que sólo ve en él una cantidad de patadas al balón que van y vienen, y un vigoroso correteo por todas partes. «¡Hay mucha acción!», podrían llegar a decir, pero se están perdiendo la mayor parte de la excelencia que el juego tiene para ofrecer. Mozart y Bach —y el Manchester United— se merecen algo mejor. Los diseños y las técnicas de la religión también pueden ser estudiados con la misma desprendida curiosidad, y con valiosos resultados.

Considérese la adopción de la misma actitud inquisitiva hacia la religión, especialmente hacia la propia religión. Se trata de una amalgama finamente sintonizada de brillantes juegos y estratagemas, capaz no sólo de mantener cautiva y leal a la gente a lo largo de todas sus vidas, y de sacarla de su egoísmo y de la rutina de un modo muy similar a como lo hace la música, sino incluso de mucho más. Entender cómo funciona es un preámbulo, tanto para apreciarla mejor, o para hacerla funcionar mejor, como para tratar de desmantelarla. Y el análisis por el que estoy abogando es, después de todo, sólo una continuación del proceso reflexivo que ha traído a la religión al estado en el que ahora se encuentra. Cualquier ministro de cada fe es como un músico de jazz, que mantiene las tradiciones vivas cuando toca las adoradas canciones, no sólo del modo en que se supone que deben ser tocadas, sino también calibrando y decidiendo incesantemente, disminuyendo el ritmo o acelerándolo, eliminando o añadiendo otra frase a la oración, mezclando familiaridad y novedad en las proporciones exactas para cautivar las mentes y los corazones de los oyentes en la audiencia. Las mejores interpretaciones no sólo son similares a la buena música; son una clase de música. Escuchen, por ejemplo, los sermones grabados del reverendo C. L. Franklin (padre de Aretha Franklin y famoso entre los predicadores del evangelio antes de que ella grabase un éxito musical), o al predicador bautista blanco, el hermano John Sherfey[1].

Estos compositores-intérpretes no sólo son vocalistas; su instrumento es la congregación, y ellos lo tocan con la apasionada y conocedora habilidad de un violinista al que se le ha confiado un Stradivarius. Hoy, además de los efectos inmediatos —una sonrisa, un «amén» o un «¡aleluya!»— y de los efectos a corto plazo —el de volver a la iglesia el domingo siguiente, poner otro dólar en el plato de las donaciones— hay también efectos a largo plazo. Cuando escoge el pasaje de la Escritura que será replicado esa semana, el ministro moldea no sólo el orden del culto sino también la mente de los fieles. A menos que uno sea un notable y raro académico, en la memoria personal llevamos con nosotros tan sólo una fracción de los textos sagrados de nuestra fe, aquellos que hemos oído una y otra vez desde la niñez, algunas veces entonándolos al unísono con la congregación, sin que importe si nos hemos empeñado deliberadamente o no en mantenerlos en nuestra memoria. Así como las mentes latinas de la antigua Roma dieron paso a las mentes francesas, italianas y españolas, las mentes cristianas de hoy son bastante distintas de las mentes de los primeros cristianos. Las religiones más importantes de la actualidad son tan diferentes de sus versiones ancestrales como lo es la música actual respecto de la música de la Grecia y la Roma antiguas. Los cambios que se han establecido están lejos de ser aleatorios. Ellos han seguido la insaciable curiosidad y las cambiantes necesidades de nuestra especie ilustrada.

La capacidad humana de reflexión ha producido una habilidad para atender y evaluar patrones en nuestro propio comportamiento («¿Por qué seguimos dejándonos engañar por eso?» «En su momento parecía una buena idea pero, ¿por qué…?»). Esto incrementa nuestra habilidad para representar posibilidades y oportunidades futuras, las que, a su vez, amenazan la estabilidad de cualquier práctica social mal fundamentada que no sea capaz de sobrevivir a tan escéptica atención. Una vez que la gente empieza a «caer en la cuenta», un sistema que ha «funcionado» durante generaciones puede implosionar de la noche a la mañana. Las tradiciones pueden erosionarse más rápidamente que las murallas de piedra y los techos de pizarra, y el mantenimiento preventivo de los credos y las prácticas de una institución pueden convertirse en una ocupación de tiempo completo para los profesionales. Pero no todas las instituciones obtienen, o requieren de, dicho mantenimiento.

2. La religión popular como know-how práctico

Entre los nuer es particularmente

prometedor sacrificar un toro, pero

dado que los toros son particularmente

valiosos, la mayor parte del tiempo

un cohombro funciona igual de bien.

E. Thomas Lawson y Robert N. McCauley,

Bringing ritual to mind

Si se considera el inevitable desgaste natural, nada que haya sido diseñado persistirá por mucho tiempo si no se renueva ni se replica. Las instituciones y los hábitos de la cultura humana están tan sujetos a este principio —el de la segunda ley de la termodinámica como lo están los organismos, los órganos y los instintos de la biología. Pero no todas las prácticas culturalmente transmitidas necesitan protección. Los lenguajes, por ejemplo, no requieren de los servicios de los gramáticos ni de una policía del uso— aunque en los lenguajes europeos, durante mucho tiempo, ha habido un exceso de los autodesignados protectores de la integridad—. Una de las principales tesis del capítulo anterior es que las religiones populares son como los lenguajes en el siguiente aspecto: pueden cuidar de sí mismas bastante bien. Los rituales que persisten son aquellos que se perpetúan a sí mismos, sin que importe que haya o no alguien que dedique un serio esfuerzo al objetivo de mantenerlos. Los memes pueden adquirir nuevos trucos —adaptaciones que los ayuden a asegurar la longevidad de sus linajes sin que importe si hay o no alguien que los aprecie. Así, la pregunta respecto de si alguna vez las religiones populares han proporcionado un claro beneficio a las personas— tanto si los memes que las componen son memes mutualistas, memes no comensales o parásitos por el momento pueden dejarse sin respuesta. Los beneficios de la religión popular pueden parecer obvios, quizá tan obvios como los beneficios del lenguaje, pero debemos recordar que un beneficio para la aptitud genética humana no es lo mismo que un beneficio para la felicidad humana o para el bienestar humano. Es posible que lo que nos hace felices no nos haga más prolíficos, y esto es todo lo que les importa a los genes.

Incluso el lenguaje debe ser visto con tanta neutralidad como nos sea posible. ¡Quizás el lenguaje sea sólo un mal hábito que se dispersó! ¿Cómo demonios pudo pasar eso? Así: una vez que el lenguaje se convirtió en una moda entre nuestros ancestros, aquellos que no lo comprendieron enseguida fueron básicamente excluidos del juego de apareamiento. O uno conversaba o se quedaba sin hijos (ésta sería la teoría de la selección sexual del lenguaje: como si en el Homo sapiens la labia fuera el equivalente de la cola del pavo real. De acuerdo con esta teoría, es posible que sea cierto que si ninguno de nosotros hubiera tenido nunca lenguaje nos habría ido mejor en lo relativo a la descendencia. Sin embargo, una vez que la costosa tara del lenguaje tuvo éxito entre las hembras, los hombres que carecían de ella tendieron a morir sin dejar descendencia, de modo que no podían permitirse no hacer la inversión, a pesar de la dificultad que pudo haber ocasionado a sus vidas). A diferencia de las colas de plumas, que uno tiene que desarrollar cualquiera sea el equipo de que nuestros padres nos han dotado, los lenguajes se dispersan horizontal o culturalmente, de modo que debemos considerar que también son actores en este drama, y que tienen sus propios prospectos de reproducción. Según esta teoría, la razón por la que amamos hablar es como la razón por la que a los ratones infectados con Toxoplasma gondii les encanta mofarse de los gatos: ¡los lenguajes han esclavizado nuestros pobres cerebros y nos han convertido en cómplices ansiosos de su propia propagación!

Pero ésta es una hipótesis descabellada, pues las contribuciones del lenguaje a la aptitud genética son realmente muy obvias. Hoy día somos un poco más de seis mil millones de personas las que poblamos y monopolizamos los recursos de este planeta, mientras que nuestros parientes más cercanos —los babuinos, los chimpancés, los orangutanes y los gorilas—, ninguno de los cuales posee lenguaje, están en peligro de extinción. Si dejamos de lado las hipótesis de que nuestra capacidad de correr o nuestra falta de pelo son el secreto de nuestro éxito, podemos estar suficientemente seguros de que los memes del lenguaje han sido mutualistas, y no parásitos, que han ayudado a realzar nuestra aptitud genética. Sin embargo, enmarcar así la hipótesis nos recuerda que la evolución genética no fomenta directamente la felicidad o el bienestar; ésta sólo se preocupa por el número de nuestros descendientes que sobrevivan para crear más y más descendientes. Es posible que la religión popular haya jugado un papel importante en la propagación del Homo sapiens, pero aún no lo sabemos. Tal cosa no se establece por el hecho de que, por lo que sabemos, todas las poblaciones humanas han tenido una u otra versión de religión popular. Todas las poblaciones humanas conocidas han tenido también el resfrío común, que, por lo que sabemos, no es mutualista.

¿Durante cuánto tiempo nuestros ancestros pudieron cargar consigo a la religión popular antes de que la reflexión comenzara a transformarla? Es posible que adquiramos algo de perspectiva sobre este asunto si observamos a las otras especies. Es obvio que los pájaros no necesitan entender los principios de la aerodinámica que dictaminan las formas de sus alas. Es menos obvio —pero sigue siendo cierto— que los pájaros pueden ser ignaros partícipes en rituales tan elaborados como los leks —lugares de reunión para el apareamiento que algunas veces son llamados «los clubes nocturnos de la naturaleza»—, donde las hembras de la población local de una especie se reúnen a observar el desempeño competitivo por parte de los machos, quienes aprovechan para pavonearse. La justificación de los leks, que también puede encontrarse entre algunos mamíferos, peces e incluso insectos, es clara: los leks pagan sus propios costos en la medida en que son métodos de selección de pareja bajo condiciones que pueden especificarse. Pero los animales que participan en los leks no necesitan comprender absolutamente nada respecto de por qué hacen lo que hacen. Los machos se presentan y presumen, y las hembras les prestan atención y permiten que sus elecciones estén guiadas por «los dictámenes de sus corazones» que, sin que ellas lo sepan, han sido moldeados por la selección natural a lo largo de muchas generaciones[2].

¿Acaso nuestra proclividad a participar en rituales religiosos tiene una explicación similar? El hecho de que nuestros rituales sean transmitidos por medio de la cultura y no de los genes no excluye en absoluto esta posibilidad. Sabemos que los lenguajes específicos son transmitidos a través de la cultura, no de los genes, pese a que también ha habido una evolución genética que ha calibrado nuestros cerebros para que adquiramos y hagamos uso del lenguaje de un modo mucho más experto[3]. Nuestros cerebros han evolucionado para convertirse en procesadores de palabras mucho más efectivos, y quizá también hayan evolucionado para convertirse en implementadores más efectivos de los hábitos, transmitidos culturalmente, de las religiones populares. Ya hemos visto cómo la capacidad de hipnotizar puede ser el talento para el que ha sido formado el centro «de tal y tal», que imaginamos en el capítulo 3. La sensibilidad por lo ritual (y por la música) puede ser parte del mismo paquete.

Realmente no hay ninguna razón para suponer que los animales tengan la más mínima idea respecto de por qué hacen lo que instintivamente hacen, y los seres humanos no somos la excepción; los propósitos más profundos de nuestros «instintos» casi nunca son transparentes para nosotros. ¡La diferencia entre nosotros y las otras especies radica en que somos la única especie que se preocupa respecto de esta ignorancia! Al contrario de las otras especies, sentimos una necesidad general de entender, de modo que aun cuando nadie tiene que entender o desear alguna de las innovaciones del diseño que crearon las religiones populares, debemos reconocer que habría sido mucho más probable que las personas (y no los pájaros), por ser naturalmente curiosas y reflexivas, y por tener un lenguaje en el que formular y reformular sus inquietudes, se preguntasen a sí mismas de qué se trataban todos estos rituales. No todo el mundo, claro. Aparentemente, el gusanillo de la curiosidad no es tan fuerte en algunas personas. A juzgar por la variedad que hoy puede observarse a nuestro alrededor, no es absurdo decir que sólo una pequeña minoría de nuestros ancestros alguna vez tuvo el tiempo o la inclinación para cuestionar las actividades en las que se encontraba participando con sus parientes y con sus vecinos.

Es probable que nuestros ancestros cazadores-recolectores de la época paleolítica hayan vivido una vida relativamente sencilla, con momentos de ocio y comida abundantes (Sahlins, 1972), en comparación con el duro trabajo que empezó a ser requerido para poder subsistir una vez inventada la agricultura, hace más de diez mil años, cuando las poblaciones tuvieron un crecimiento explosivo. Desde su puro comienzo en el período neolítico, hasta hace relativamente muy poco tiempo, en realidad, si se consideran los estándares de la escala temporal biológica —las últimas doscientas generaciones—, para más o menos todos nuestros ancestros la vida era, como bien lo dijera Hobbes, «difícil, brutal y corta», con apenas unos mínimos ratitos de tiempo libre en los que pudieron tornarse… teóricos. Así que probablemente es seguro imaginar que el pragmatismo comprimió sus horizontes. Entre las gemas de la sabiduría popular que se encuentran a lo largo del mundo está la idea de que un poquito de conocimiento puede ser algo peligroso. Un corolario, que con frecuencia pasa desapercibido, es que, por lo tanto, algunas veces puede ser más seguro sustituir un conocimiento incompleto por un mito potente. Como dijo el antropólogo Roy Rappaport (1999:452) en su último libro:

[…] en un mundo en el que los procesos que gobiernan sus elementos físicos son en cierta medida desconocidos, e incluso en mayor medida impredecibles, el conocimiento empírico de dichos procesos no puede reemplazar el respeto por su más o menos misteriosa integridad, y quizá sea más adaptable —es decir, adaptablemente cierto— cubrir tales procesos con velos sobrenaturales en lugar de exponerlos a los malentendidos que podría incitar un conocimiento empíricamente adecuado pero incompleto desde un punto de vista naturalista.

Las demandas prácticas por encontrar un modo con el cual reunir, sobre la marcha, todos los retazos del lienzo de la vida no son las mismas que las demandas prácticas de la ciencia, y como afirma Dunbar (2004:171): «La ley del rendimiento decreciente significa que siempre habrá un punto después del cual sencillamente no vale la pena invertir más tiempo ni esfuerzo en averiguar cuál es la realidad subyacente. En las sociedades tradicionales, cualquier cosa que sirva será suficiente».

De modo que podemos esperar que nuestros ancestros, pese a lo curiosos que puedan haber sido dado su temperamento, hubieran hecho más o menos lo que nosotros hacemos hoy: apoyarse en «lo que todo el mundo sabe». La mayor parte de lo que usted (piensa que) sabe sencillamente lo acepta por fe. Pero no me refiero a la fe de la creencia religiosa, sino a algo mucho más simple: la política práctica y siempre revisable de confiar simplemente en la primera cosa que le venga a la mente sin tener que obsesionarse respecto de por qué ocurre tal cosa. ¿Cuál es la probabilidad de que «todo el mundo» esté sencillamente equivocado cuando piensa que bostezar es inofensivo o que hay que lavarse las manos después de utilizar el baño? (¿Recuerdan aquellos «buenos y saludables bronceados» que solíamos desear fervientemente?). A menos que alguien publique un estudio que nos sorprenda a todos, damos por sentado que la sabiduría popular que adquirimos de nuestros mayores y de los demás es correcta. Y es prudente hacerlo; necesitamos grandes cantidades de conocimiento ordinario para conducirnos a través de la vida, y no hay suficiente tiempo para revisarlo todo, para evaluar la validez de cada elemento[4]. Y así, en una sociedad tribal en la que «todo el mundo sabe» que es necesario sacrificar una cabra con el fin de dar a luz a un bebé saludable, la gente se asegurará de sacrificar una cabra. Es mejor prevenir que lamentar.

Esta característica marca una profunda diferencia entre la religión popular y la religión organizada: aquellos que practican la religión popular no se consideran a sí mismos, en absoluto, como practicantes de una religión en absoluto. Sus prácticas «religiosas» son una parte indistinguible de sus vidas prácticas, junto con la caza y la recolección, o el arado y la cosecha. Y un modo de darnos cuenta de que ellos realmente creen en los dioses a los que les ofrecen sus sacrificios consiste en que no están incesantemente hablando acerca de lo mucho que creen en sus deidades, no más de lo que usted y yo nos la pasamos asegurándonos que sí creemos en gérmenes y en átomos. Donde no hay un ambiente de duda en el que hablar, no hay necesidad de hablar de fe.

La mayor parte de nosotros sabemos acerca de los átomos y de los gérmenes tan sólo por rumores, y seríamos vergonzosamente incapaces de dar una buena respuesta si un antropólogo marciano nos preguntase cómo llegamos a saber que existen tales cosas, pues no podemos verlas, oírlas, saborearlas o sentirlas. Si nos presionan, muchos de nosotros probablemente elaboraríamos algún conocimiento, muy equivocado, acerca de estas cosas invisibles (¡pero importantes!). No somos los expertos; simplemente vamos con «lo que todo el mundo sabe», que es exactamente lo que hace la población tribal. Simplemente ocurre que sus expertos están equivocados[5]. Muchos antropólogos han hecho la observación de que cuando les preguntan a sus informantes nativos a propósito de los detalles «teológicos» —el paradero de sus dioses, sus historias específicas y los métodos con que actúan en el mundo— sus informantes miran con perplejidad la mera indagación. ¿Por qué debería esperarse que ellos supieran o se interesaran por tal cosa? Dada esta reacción ampliamente registrada, no debemos rechazar la corrosiva hipótesis de que muchas de las doctrinas, verdaderamente exóticas y probablemente incoherentes, descubiertas por los antropólogos a lo largo de los años son artefactos de la investigación y no credos preexistentes. Es posible que el cuestionamiento persistente de los antropólogos haya compuesto una especie de ficción de inocente colaboración, dogmas recientemente acuñados y cristalizados, generados cuando el entrevistador y el informante se enredan en un diálogo de sordos hasta que resulte una historia mutuamente convenida. Los informantes creen fervientemente en sus dioses —«¡Todo el mundo sabe que ellos existen!— pero es posible que nunca antes hayan pensado respecto de estos detalles (¡quizá nadie lo haya hecho en esa cultura!), lo que explicaría por qué sus convicciones son vagas e indeterminadas. Obligados a elaborar, elaboran, tomando sus pistas de las preguntas que se les formulan»[6].

En el siguiente capítulo echaremos un vistazo a algunas sorprendentes implicaciones de estos asuntos metodológicos, una vez que hayamos bosquejado más cabalmente una explicación que pueda servirnos como banco de pruebas. Por el momento, tal vez sea útil tratar de ponerse en los zapatos del informante de un antropólogo. Ahora que el mundo moderno, con sus particulares complejidades, está descendiendo sobre las poblaciones tribales, ellas se ven forzadas a hacer revisiones masivas en sus visiones acerca de la naturaleza, y no es de sorprenderse que la sola perspectiva les resulte desalentadora. Me atrevo a decir que si los marcianos arribaran con una tecnología maravillosa que a todos nos pareciera «imposible» y nos dijeran que debemos abandonar nuestros gérmenes y nuestros átomos y adoptar su programa, sólo nuestros científicos de mente más ágil y dispuesta serían capaces de hacer una rápida y gustosa transición. El resto nos aferraríamos a nuestros viejos y queridos átomos y gérmenes tanto como nos fuera posible, y adoctrinaríamos prosaicamente a nuestros hijos acerca de cómo el agua está compuesta de átomos de hidrógeno y de oxígeno —al menos eso es lo que siempre se nos ha dicho—, y les advertiríamos con respecto a los gérmenes, sólo por si acaso. El problema que se cierne sobre la vida de cada persona es el de qué hacer ahora, y hay muy pocas incomodidades más estresantes que el dilema de no saber qué hacer, o qué pensar al respecto, cuando nos ataca una novedad incomprensible. En ocasiones como ésta, todos buscamos refugio en lo que nos resulta familiar. Lo que ya está probado como cierto puede que en realidad no sea cierto, pero al menos ya está probado, de modo que nos da algo qué hacer y que sabemos cómo hacer. Y usualmente esto funcionará bastante bien, en todo caso casi tan bien como ha venido funcionado hasta ahora.

3. La reflexión progresiva y el nacimiento del secreto en la religión

Algunas veces se puede engañar

a todo el mundo, o a algunas personas

todo el tiempo, pero no se puede

engañar a todo el mundo todo el tiempo.

Abraham Lincoln

Aquellos a quienes su palabra les fue revelada

siempre estaban solos en algún remoto lugar,

como Moisés. Tampoco había nadie más

en las cercanías cuando Mahoma recibió

la palabra. El mormón Joseph Smith y la científica

cristiana Mary Baker Hedl tuvieron audiencias

exclusivas con Dios. Tenemos que confiar

en ellos en tanto que son reporteros… y usted

sabe cómo son los reporteros. Ellos harían

cualquier cosa por una buena historia.

Andy Rooney, Sincerely, Andy Rooney

Por lo general, la física popular, la biología popular y la psicología popular de la vida cotidiana funcionan bastante bien, al igual que la religión popular. Sin embargo, a veces surgen dudas ocasionales. De algún modo, las reflexiones exploratorias de los seres humanos logran aumentar progresivamente hasta convertirse en olas de dudas, y si éstas amenazan nuestra ecuanimidad, es de esperar que nos aprovechemos de cualquier respuesta que tienda a reforzar el consenso o a mitigar el desafío. Cuando la curiosidad se tropieza con algún evento inesperado, por algún lado la cosa tiene que ceder: si «lo que todo el mundo sabe» tiene un contraejemplo, entonces o bien la duda florece y se convierte en un descubrimiento, que conduce al abandono o a la extinción de una pieza dudosa de sabiduría local, o bien el elemento dudoso se asegura a sí mismo con una reparación ad hoc de uno u otro estilo, o bien éste se alía con otros elementos que, de un modo u otro, se han puesto a sí mismos más allá del alcance del corrosivo escepticismo[7].

Esta reducción tiene el efecto de secuestrar a un subconjunto especial de elementos culturales detrás del velo de la invulnerabilidad sistemática a la refutación, un patrón que en las sociedades humanas puede encontrarse casi en cualquier parte. Como muchos lo han propuesto (véanse, por ejemplo, Rappaport, 1979; Palmer y Steadman, 2004), esta división entre proposiciones diseñadas para ser inmunes a la refutación y todas las demás parece ser una hipotética coyuntura que bien podría reflejar una articulación natural. Estos autores sugieren que es precisamente aquí donde la (proto)ciencia y la (proto)religión se separan, lo que no significa que los dos tipos de sabiduría no se mezclen a fondo, y con frecuencia, en muchas culturas. La historia natural detallada de la religión local, con los hábitos y las propiedades de todas las distintas especies que se han observado con agudeza, con frecuencia está entremezclada con mitos y rituales que involucran a dichas especies: qué deidades informan a qué pájaros, qué sacrificios es necesario ofrecer antes de cazar qué presas, y así sucesivamente. Sin embargo, la línea divisoria puede resultar desvanecida en la práctica; por un, lado habrá un padre que le cuente a su hijo cómo es que el estornino emite un llamado de alarma a sus parientes que es escuchado por casualidad por el jabalí salvaje, mientras que, por otro lado, habrá otro padre que le cuente a su hijo que él no sabe cómo es que el jabalí advierte al estornino —quizás un dios lleva consigo el mensaje—, y este hijo quizá le cuente a su propio hijo una historia acerca del dios que protege a los estorninos y a los jabalíes pero no a los antílopes.

Los aspirantes a científicos conocen la tentación: cada vez que su teoría favorita origina una predicción que resulta equivocada, ¿por qué no permitir que su hipótesis se metamorfosee un poco hasta convertirse en una que, de modo conveniente, no pueda ser verificable precisamente bajo esas condiciones? Se supone que los científicos deben ser cautelosos respecto de estas migraciones que los apartan de la refutación, pero ésta es una lección difícil de aprender. Apegarse a su hipótesis y permitir que los hechos decidan es un acto poco natural y hay que juntar fuerzas para llevarlo a cabo. Los chamanes tienen en mente un propósito distinto: ellos intentan curar y aconsejar a la gente en tiempo real, y pueden esconderse tranquilamente detrás del misterio cuando algo inesperado ocurre (hay una caricatura que muestra a un médico brujo de pie observando abatido el cuerpo de su difunto paciente mientras le dice a su doliente viuda: «¡Hay tantas cosas que todavía desconocemos!»).

En las religiones, la postulación de efectos invisibles e indetectables que (al contrario de los átomos y los gérmenes) son sistemáticamente inmunes a la confirmación o a la refutación es tan común que en ocasiones tales efectos se toman como si fueran definitivos. Ninguna religión carece de ellos, y cualquier cosa que carezca de ellos no es realmente una religión, a pesar de lo mucho que pueda parecerse a una religión en otros aspectos. Por ejemplo, los elaborados sacrificios a los dioses pueden encontrarse en todos lados, y por supuesto en ningún lugar los dioses emergen de la invisibilidad y se sientan a comer el precioso cerdo asado o a beber el vino. En lugar de ello, el vino es vertido sobre el suelo o sobre el fuego, donde los dioses pueden disfrutarlo en su inobservable intimidad, mientras el consumo de la comida se logra, o bien reduciéndola a cenizas, o bien delegándosela a los chamanes, quienes tienen que comérsela como parte de sus deberes oficiales en tanto que representantes de los dioses. Como exclamaría la Dama de la Iglesia de Dana Carvey: «¡qué conveniente!». Como es usual, nosotros no tenemos que implicar a los chamanes —ni individualmente ni tampoco como si fueran un grupo difuso de conspiradores— en la ideación de esta justificación, pues ésta bien pudo emerger a partir de la replicación diferencial de los ritos, pero los chamanes tendrían que ser muy tontos para no apreciar esta adaptación, e incluso para no apreciar la necesidad de desviar la atención lejos de ella. En algunas culturas ha emergido una conveniencia más igualitaria: todo el mundo llega a comerse la comida que, de algún modo invisible y no destructivo, también ha sido ingerida por los dioses. Los dioses pueden comerse su pastel y también nosotros podemos comerlo. ¿Acaso no es riesgosa la transparencia de estos arreglos tan sumamente convenientes? Sí, razón por la cual casi siempre está protegida por un segundo velo: ¡Éstos son misterios que están más allá de nuestra comprensión! ¡Ni siquiera intentes entenderlos! Y, las más de las veces, se le proporciona un tercer velo: ¡está prohibido hacer demasiadas preguntas acerca de estos misterios!

¿Qué ocurre con los chamanes mismos? ¿Acaso su propia curiosidad se ve embotada por estos tabúes? No siempre, obviamente. Como todo trabajador obsequioso, puede esperarse que los chamanes adviertan, o al menos sospechen, los defectos de sus propios desempeños y que experimenten luego con métodos alternativos: «Ese chamán se está ganando mis clientes; ¿qué es lo que hace que yo no estoy haciendo? ¿Hay una mejor manera de hacer los rituales de curación?». Una idea popular, que también nos es familiar, respecto de la hipnosis es que el hipnotizador de algún modo inhabilita a los centinelas del sujeto, esos escépticos mecanismos de defensa —cualesquiera que sean— que inspeccionan todo el material que ingresa en pos de su credibilidad. (¡Tal vez adormezca a los guardias!). Una idea mejor es que el hipnotizador no inhabilita a los centinelas sino que más bien los coopta, los convierte en sus aliados, haciendo que, en efecto, le respondan al hipnotizador. Un modo de hacerlo es arrojándoles algunos pequeños hechos («Te está dando sueño, sientes que tus párpados están pesados…») cuya exactitud pueden chequear y confirmar fácilmente. Si para el sujeto no es obvio que el hipnotizador podría conocer estos hechos, ello crea una moderada ilusión de inesperada autoridad («¿Cómo pudo saber eso?»), y luego, armado con la bendición de los centinelas, el hipnotizador puede continuar sin problemas.

Este pedazo de sabiduría popular, más o menos secreta, recibe algo de apoyo a partir de algunos experimentos: el éxito que un hipnotizador tiene sobre un sujeto se ve significativamente afectado según si al sujeto se le ha dicho antes que el hipnotizador es un novato o un experto (Small y Kramer, 1969; Coe et al, 1970; Balaschak et al., 1972), y esta táctica ha sido descubierta y explotada una y otra vez por los chamanes. Donde quiera que se encuentren, ellos son recolectores asiduos y discretos de hechos poco conocidos acerca de los individuos que puedan llegar a convertirse en sus clientes. Sin embargo, no se detienen ahí. Hay otras maneras de demostrar una maestría inesperada. Como señala McClenon (2002), el ritual de caminar sobre carbones ardientes sin hacerse daño ha sido presenciado en todo el mundo, por ejemplo, en India, China, Japón, Singapur, Polinesia, Sri Lanka, Grecia y Bulgaria. Otras prácticas chamánicas ampliamente difundidas son meras jugadas de prestidigitación, como la ocultación de entrañas de animales que pueden ser milagrosamente «removidas» del torso de la persona afligida en una «cirugía psíquica», y el truco de estar atado de pies y manos y luego, de algún modo, hacer que la carpa se sacuda ruidosamente. En el inmenso Espacio del Diseño de posibilidades, éstas tres parecen ser las maneras más asequibles de crear sorprendentes efectos «sobrenaturales» para impresionar a los propios clientes, pues han sido redescubiertas una y otra vez. «Las cercanas equivalencias entre culturas parecen ser más que coincidencias: es posible que los chamanes utilicen formas de conjurar sin tener ningún entrenamiento formal y sin haber tenido contacto con otros que usan las mismas estrategias», afirma McCleon (ibid.: 149), de modo que cualquier «explicación por difusión parece poco plausible».

Uno de los hechos más interesantes acerca de estos inconfundibles actos de engaño es que, cuando se ven presionados por los investigadores antropólogos, los practicantes exhiben un abanico de respuestas. A veces, lo que obtenemos es la cándida aceptación de que, a sabiendas de ellos, están utilizando trucos de magia de escenario para timar a sus clientes, y algunas veces lo defienden como si fuera una especie de «deshonestidad sagrada» (por la causa) a la que se refiere el teólogo Paul Tillich (véase el apéndice B). Pero lo que resulta más interesante es que algunas veces una suerte de sagrada niebla de incomprensión y misterio desciende rápidamente sobre quien está respondiendo para protegerlo de cualquier pregunta corrosiva posterior. Estos chamanes no son exactamente estafadores —en todo caso, no todos ellos—, pero aun así ellos saben que los efectos que consiguen son secretos del negocio que no deben ser revelados a los no iniciados por temor a que tales efectos disminuyan. Todo buen médico sabe que unos cuantos trucos sencillos de autopresentación, que formen parte de su buen tacto con los enfermos, pueden hacer una gran diferencia[8]. Esto no es, en realidad, deshonesto, ¿o sí? Todo sacerdote y todo ministro, todo imán y todo rabino, y todo gurú sabe lo mismo, y la misma gradación entre conocimiento e inocencia puede encontrarse hoy en las prácticas de los predicadores «revivalistas», como nos lo fuera vívidamente revelado en Marjoe el filme documental ganador del Óscar en 1972 que siguió a Marjoe Gortner, un joven y carismático predicador evangélico que, aunque perdió su fe, logró hacer una reaparición como predicador con el fin de revelar los trucos del oficio. En este inquietante pero inolvidable documental, él muestra cómo hace que las personas se desmayen cuando les impone las manos, cómo despierta en ellas declaraciones apasionadas de su amor a Jesús, y cómo hace que vacíen sus billeteras dentro de la canasta de la colecta[9].

4. La domesticación de las religiones

Una vez que una raza de plantas se ha establecido

bastante bien, los cultivadores de semillas

no seleccionan las mejores plantas, sino

que meramente inspeccionan sus semilleros

y sacan a las «pícaras», que es como ellos llaman

a las plantas que se desvían del estándar adecuado.

Charles Darwin, El origen de las especies

Ahora empezamos a ver que lo que llamamos

cristiandad —y lo que identificamos como

la tradición cristiana— en realidad representa

sólo una pequeña selección de fuentes específicas,

escogidas de entre docenas de otras. ¿Quién hizo

tal selección, y por qué razones? ¿Por qué estos

otros escritos fueron excluidos y prohibidos como

si fueran «herejes»? ¿Qué los hizo tan peligrosos?

Elaine Pagels, The gnostic Gospels

Las religiones populares surgieron de las vidas diarias de las personas que, por todo el mundo, vivían en pequeños grupos y compartían características comunes. ¿Cómo y cuándo se metamorfosearon en religiones organizadas? Entre los investigadores, existe un consenso general a propósito de que el gran cambio responsable residió en la emergencia de la agricultura y de los grandes asentamientos que ésta hizo tanto posibles como necesarios. Sin embargo, los investigadores están en desacuerdo respecto de qué es lo que hay que enfatizar en esta importante transición. La creación de almacenamientos de alimento no transportables, y el cambio resultante hacia la residencia fija, permitieron el surgimiento de una división de labores sin precedentes (especialmente claro respecto de este punto es Seabright, 2004), y esto, a su vez, dio lugar a los mercados, creó oportunidades para ocupaciones aun más especializadas. Estas nuevas formas en las que las personas podían interactuar crearon nuevas oportunidades y nuevas necesidades. Cuando uno advierte que diariamente tiene que habérselas con personas que no son sus familiares cercanos, la posibilidad de que unas cuantas personas con ideas afines formasen una coalición que fuera bastante diferente a la de una familia extendida siempre debió haber estado presente, y con frecuencia debió ser una opción atractiva. Boyer (2001: 275) no es el único que arguye que la transición de la religión popular a la religión organizada fue básicamente uno de estos fenómenos de mercado:

A lo largo de la historia, los gremios y otros grupos de artesanos y especialistas han tratado de establecer precios comunes y estándares comunes, y de impedir que los que no son miembros del gremio ofrezcan servicios comparables. Al casi establecer un monopolio, se aseguran de que toda la clientela vaya hacia ellos. Al mantener los precios comunes y los estándares comunes, hacen que, para un miembro eficiente y particularmente hábil, sea muy difícil vender a un precio más bajo que los otros. Así que la mayoría de la gente paga un pequeño precio por ser miembros de un grupo que garantiza una participación mínima en el mercado a cada uno de sus miembros.

El primer paso hacia dicha organización es un gran paso, pero los siguientes pasos de un gremio de sacerdotes o chamanes hacia lo que son, en efecto, firmas (y franquicias y nombres de marca) son una consecuencia casi inevitable del crecimiento de la autoconciencia y del conocimiento mercantil de estos individuos que, en un principio, se reunieron a formar los gremios. ¿Cui bono? Cuando los individuos comienzan a preguntarse cuál es el mejor modo de realzar y de preservar las organizaciones que ellos mismos han creado, al hacerlo cambian radicalmente el foco de la pregunta, haciendo que aparezcan nuevas presiones selectivas.

Darwin se dio cuenta de ello, y utilizó la transición desde lo que él llamó selección «inconsciente» hasta la selección «metódica», como si fuera un puente pedagógico a fin de explicar su gran idea de la selección natural en el capítulo inicial de su obra maestra (dicho sea de paso, El origen de las especies es un libro muy agradable de leer. Al igual que los ateos que, con frecuencia, leen «la Biblia como si fuera literatura», y salen profundamente conmovidos por su poesía y sus enseñanzas sin haberse convertido, así también los creacionistas, y todos aquellos que no han tenido el valor de creer en la evolución, aún pueden sentirse emocionados tras la lectura del documento fundacional de la teoría evolutiva moderna, sin que importe si cambia o no sus modos de pensar respecto de la evolución).

En la actualidad, criadores eminentes, a través de selecciones metódicas, y con un objeto distinto en la mira, intentan crear una nueva variedad o subespecie, superior a cualquiera que ya exista en el país. Pero para nuestros propósitos, resulta más importante aquella clase de Selección, que podríamos llamar Inconsciente, y que es el resultado de que cada uno intente poseer y criar a partir de los mejores especímenes animales. Así, un hombre que intente criar pointers naturalmente tratará de conseguir perros tan buenos como le sea posible, y luego razas a partir de sus mejores perros, aunque no tenga el más mínimo deseo o la esperanza de alterar permanentemente la raza. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que este proceso, al ser continuado durante siglos, mejorará y modificará cualquier raza… Tenemos razones para creer que el spaniel del rey Carlos ha sido inconscientemente modificado, en gran medida, desde la época de ese monarca (Darwin, 1981: 34-35).

La domesticación, tanto de plantas como de animales, ocurre sin ninguna intención o invención prevista por parte de los cuidadores de semillas y sementales. ¡Pero qué gran golpe de suerte para aquellos linajes que se volvieron domésticos! Todo lo que nos queda de los ancestros de los granos de hoy son pequeños y dispersos parches de su prima, la hierba salvaje, y los parientes más cercanos de todos los animales domésticos que aún sobreviven podrían ser cargados en unas cuantas arcas. Qué astuta fue la oveja al haber adquirido la adaptación más versátil de todas: ¡el pastor! Al formar una alianza simbiótica con el Homo sapiens, las ovejas pudieron contratar a terceros para que realizaran sus principales tareas de supervivencia: encontrar alimento y evadir predadores. E incluso, de paso, se ganaron la posibilidad de tener refugio y atención médica. El precio que pagaron —perder la libertad de elegir pareja y ser sacrificadas en el matadero en lugar de ser asesinadas por sus predadores (si es que tal cosa constituye un costo)— fue una miseria en comparación con la ganancia que consiguieron en lo que respecta a la supervivencia de su descendencia. Mas por supuesto no fue su astucia lo que explica el que hayan hecho tan buen negocio. Fue la astucia ciega y no previsora de la Madre Naturaleza, de la evolución, la que ratificó la justificación independiente de este arreglo. De hecho, las ovejas y los demás animales domésticos son significativamente más estúpidos que sus parientes salvajes —porque pueden serlo—. Sus cerebros son más pequeños (en relación con su tamaño y su peso), lo que no sólo se debe a que han sido alimentados para aumentar su masa muscular (la carne). Puesto que tanto los animales domésticos como sus domesticadores han gozado de inmensas explosiones poblacionales (al pasar de menos del 1 por ciento de la biomasa terrestre vertebrada hace diez mil años a más del 98 por ciento hoy día —véase el apéndice B—), no puede haber duda alguna al respecto de que esta simbiosis fue mutualista, en tanto mejoró la aptitud de ambas partes.

Lo que quiero sugerir ahora es que, junto con la domesticación de animales y plantas, hubo un proceso gradual en el que los memes salvajes (autónomos) de la religión popular se volvieron completamente domésticos. Adquirieron guardianes. Los memes que fueron suficientemente afortunados como para conseguir guardianes —personas que trabajarían duro y que utilizarían su inteligencia para fomentar su propagación y protegerlos de sus enemigos— se han liberado de gran parte de la carga de mantener la continuidad de sus linajes. En casos extremos, algunos memes ya no necesitan ser particularmente pegadizos, o apelar, en absoluto, a nuestros instintos sensuales. Por ejemplo, es difícil decir que el meme de la tabla de multiplicar, por no mencionar a los memes del cálculo, sea algo que satisfaga a la gente, y sin embargo ellos son debidamente propagados por laboriosos profesores —guardianes de memes—, cuya responsabilidad es mantener fuertes a dichos linajes. En otras palabras, los memes salvajes del lenguaje y de la religión popular son como las ratas, las ardillas, las palomas y los virus de la gripe: se han adaptado magníficamente para vivir con nosotros y para explotarnos sin que importe si los deseamos o no. Los memes domésticos, por el contrario, dependen de la ayuda de los guardianes humanos para mantenerse.

Las personas han estado escudriñando sus instituciones y sus prácticas religiosas durante casi tanto tiempo como el que han empleado en refinar sus prácticas y sus instituciones agrícolas, y todos estos examinadores reflexivos tienen en mente sus propios objetivos —que bien pueden ser concepciones individuales o compartidas de lo qué es valioso y por qué—. Algunos han sido sabios y otros tontos, algunos ampliamente informados y otros bastante ingenuos, algunos puros y santos y otros venales y viciosos. La hipótesis de Jared Diamond acerca de la búsqueda, prácticamente exhaustiva, que nuestros ancestros hicieran para conseguir especies domesticables en sus vecindarios (discutida en el capítulo 5) puede ser extendida. Los practicantes curiosos también descubrirán cualquier Buen Truco que haya en los vecindarios más cercanos en el interior del Espacio del Diseño de las religiones posibles. Diamond ve a la transición que va de las bandas de menos de cien personas, y que pasa por las tribus de cientos y los clanes de miles de personas, hasta llegar a los estados con más de cincuenta mil personas, como si fuera una inexorable marcha «del igualitarianismo a la cleptocracia», el gobierno de los ladrones. Cuando habla de los clanes, Diamond (1997: 276) señala:

En el mejor de los casos, a ellos les va bien en tanto que proporcionan servicios costosos que son imposibles de contratar individualmente. En el peor de los casos, ellos funcionan descaradamente como si fueran cleptocracias, transfiriendo riquezas netas de los plebeyos a las clases superiores… ¿Por qué los plebeyos toleran la transferencia de los frutos de su difícil labor a los cleptócratas? Esta pregunta, formulada por teóricos políticos desde Platón hasta Marx, es formulada nuevamente por los votantes en cada elección moderna.

Sugiere que hay cuatro maneras a través de las cuales los cleptócratas han tratado de mantener su poder: 1) desarmando a la población y armando a la élite, 2) haciendo felices a las masas al redistribuir una buena cantidad del tributo recibido, 3) a través del uso del monopolio para forzar la promoción de la felicidad, manteniendo el orden público o frenando la violencia, o (4) construyendo una ideología o una religión para justificar la cleptocracia (ibid.: 277).

¿Cómo es posible que una religión apoye a una cleptocracia? A través de una alianza entre un líder político y los sacerdotes, por supuesto, en la que, en primer lugar, se declare que el líder es divino, o que ha descendido de los dioses, o, como dice Diamond (ibid.: 278), que al menos tiene «una línea directa con los dioses»:

Además de justificar la transferencia de la riqueza a los cleptócratas, la religión institucionalizada trae otros dos importantes beneficios a las sociedades centralizadas. Primero, compartir una ideología o una religión ayuda a resolver el problema de cómo pueden vivir juntos, sin matarse entre sí, unos individuos que no tienen ninguna relación; lo hace proporcionándoles un vínculo que no está basado en el parentesco. Segundo, le da a la gente un motivo, distinto al propio interés genético, para sacrificar sus vidas en nombre de los demás. A expensas de unos cuantos miembros de la sociedad que mueren en batalla como soldados, la sociedad entera se vuelve mucho más efectiva para conquistar otras sociedades y resistir ataques.

De modo que nos encontramos con que los mismos dispositivos se han inventado una y otra vez, en casi todas las religiones, así como también en muchas otras organizaciones no religiosas. Nada de esto es nuevo hoy —como dijo Lord Acton hace más de un siglo: «Todo el poder tiende a corromper; el poder absoluto corrompe absolutamente»—. Pero esto fue novedoso hace algún tiempo, cuando nuestros ancestros comenzaban a explorar la posibilidad de revisar nuestras más potentes instituciones.

Por ejemplo, aceptar que uno tiene un estatus inferior al de un dios invisible es una astuta estratagema, sin que importe si esta astucia es o no reconocida conscientemente por aquellos que dan con ella. Quienes se apoyan en ella prosperarán, lo sepan o no. Como sabe todo subalterno, las órdenes son más efectivas si se logra acompañarlas con la amenaza de contarle al jefe superior si ocurre alguna desobediencia. (Variaciones de esta estratagema son bien conocidas, entre otros, por los subalternos de la mafia y por los vendedores de autos usados —«No estoy autorizado para hacerle esa oferta, así que me toca consultarlo con mi jefe. Excúseme un momento»).

Esto nos ayuda a explicar lo que de otro modo resulta un tanto problemático. Cualquier dictador depende de la fidelidad de su personal inmediato —en el sentido obvio de que dos o tres de ellos podrían fácilmente dominarlo (el «no se puede estar a punto de matar a alguien toda su vida»)—. ¿Cómo puede usted, como dictador, asegurar que su personal inmediato le otorgue toda su fidelidad por encima de cualquier pensamiento que bien pueda tener referido a reemplazarlo? Una buena estrategia es la de poner en sus cabezas el temor a un poder mayor. Sin duda, con frecuencia hay una distensión tácita entre un jefe sacerdotal y un rey: cada uno necesita del otro para tener su poder, y ambos necesitan de los dioses de arriba. Walter Burkert (1996:91) es particularmente maquiavélico a la hora de explicar el modo en que, a raíz de esta estratagema, se produce la institución de los rituales de alabanza, y acentúa un poco su útil complejidad:

A través de la fuerza de su competencia verbal [el sacerdote] no sólo se eleva a un nivel superior en la imaginación, sino que consigue invertir la estructura de la atención: es el superior quien fue hecho para hacerle caso a la canción o al discurso de alabanza del inferior. La alabanza es la forma reconocida de hacer ruido en presencia de los superiores; en una forma bien estructurada, ésta tiende a convertirse en música. La alabanza asciende a las alturas como el incienso. De ahí que la tensión entre alto y bajo sea tensa y relajada, a tal punto que es el de abajo quien establece su lugar dentro de un sistema que él acepta a partir de la empatía.

Los dioses vendrán por ti si tratas de meterte con alguno de nosotros. Ya hemos hablado del rol que los rituales —tanto las repeticiones individuales como las sesiones de absorción de errores al unísono juegan en el mejoramiento de la fidelidad de la transmisión memética, y señalamos que éstos se refuerzan al hacer que la falta de participación, de uno u otro modo, sea costosa. Más aun, como sugiere Joseph Bulbulia (2004: 40): «Puede ser que los rituales religiosos pongan en evidencia el poder natural de la comunidad religiosa, una sobrecogedora exhibición, dirigida a los desertores, de aquello a lo que se oponen». ¿Pero qué es lo que anima en primer lugar al espíritu de la comunidad? ¿Acaso el proyecto de mantener unidos a los grupos se debe tan sólo a que los cleptócratas inventan estrategias para mantener a sus ovejas? ¿O acaso hay una historia más benigna por descubrir?

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Capítulo 6. La transmisión de la religión se ha visto asistida por una voluminosa revisión, frecuentemente prevista y deliberada, en la medida en que las personas empezaron a convertirse en guardianes de las ideas que adquirían, domesticándolas. El secreto, la decepción y la sistemática invulnerabilidad a la refutación son algunas de las características que han emergido, y a medida que los motivos de los guardianes entran en el proceso, dichas características empiezan a ser diseñadas por procesos sensibles a nuevas respuestas a la pregunta del ¿cui bono?

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Capítulo 7. ¿Por qué la gente se une a grupos? ¿Es ésta simplemente una decisión racional de su parte, o estarán operando fuerzas relativamente mecánicas de selección de grupos? Aunque hay mucho que decir en favor de estas dos propuestas, ellas no agotan el número de modelos plausibles que intentan explicar nuestra propensión a formar alianzas duraderas.