Podría repetirme a mí misma,
lentamente y con tono tranquilizador,
una lista de hermosas citas de mentes
profundas, si tan sólo pudiera
recordar alguna maldita cosa.
Dorothy Parker
Las cosas que al principio son lujos útiles, que nos dan cierta ventaja en este mundo que se mueve tan rápido, de algún modo se las arreglan para convertirse en una necesidad. Hoy nos preguntamos cómo podíamos vivir sin teléfono, sin nuestras licencias de conducir, sin nuestras tarjetas de crédito, sin nuestras computadoras. Así ocurrió alguna vez con el lenguaje, y también con la perspectiva intencional. A medida que nuestros ancestros se volvieron más y más sociales, más y más lingüísticos, lo que empezó como un Buen Truco rápidamente se convirtió en una necesidad práctica de la vida humana. Además, existe la posibilidad de que tengamos algo bueno en demasía, como ya lo señalamos para el caso más simple de DHDA. La experiencia continua de seres queridos muertos como si fueran fantasmas no es la única exageración de la perspectiva intencional en la vida de nuestros ancestros. La práctica de exagerar en la atribución de intenciones a las cosas móviles se llama animismo, que literalmente significa «darle un alma (del latín anima) a lo móvil». La gente que amorosamente engatusa a sus malhumorados automóviles, o que maldice a sus computadoras, está exhibiendo rastros fósiles de animismo. Probablemente no tomen enteramente en serio sus propios actos de habla, sino que simplemente se permiten hacer algo que los hace sentir mejor. El hecho de que efectivamente tienda a hacerlos sentir mejor, y que aparentemente se lo permitan tantas personas de tan diversas culturas, sugiere lo profundamente enraizado en la biología humana que se encuentra este impulso a tratar las cosas —especialmente las cosas frustrantes— como si fueran agentes con creencias y deseos. Si bien en la actualidad nuestros ataques de animismo tienden a ser irónicos y atenuados, hubo un tiempo en el que el deseo del río por correr hacia el mar, y el propósito benigno o maligno de las nubes cargadas de lluvia, eran tomados tan en serio y de un modo tan literal, que pudieron llegar a convertirse en un asunto de vida o muerte; por ejemplo, para aquellas pobres almas que fueron sacrificadas para aplacar los insaciables deseos del dios de la lluvia.
Es posible sostener que las formas simples de lo que podríamos denominar animismo práctico en absoluto son errores, sino más bien maneras extremadamente útiles de mantenerse al corriente de las tendencias en los objetos diseñados, tanto de los vivos como de los que son artefactos. El jardinero que trata de descubrir qué prefieren sus diferentes flores y vegetales, o que engaña a una rama de cornejo metiéndola en casa, donde está más caliente, para que piense que es primavera y abra sus capullos, tampoco tiene por qué pasarse de la raya y empezar a preguntarse con qué sueñan sus petunias cuando están despiertas. Algunas veces, incluso sistemas físicos que no han sido diseñados pueden ser útilmente descritos en términos intencionales o animistas: el río no desea literalmente retornar al océano, pero —como dicen— el agua busca su propio nivel, y los rayos buscan el mejor camino para llegar al suelo. No es sorprendente, entonces, que el intento por explicar patrones discernidos en el mundo con frecuencia haya dado con el animismo, en tanto que es una buena —y realmente predictiva— aproximación a algunos fenómenos subyacentes inimaginablemente complejos.
Pero algunas veces la táctica de buscar un punto de vista desde la perspectiva intencional se queda corta. Aunque a muchos de nuestros ancestros les habría encantado poder predecir el clima tan sólo averiguando qué era lo que él quería, o qué creencias abrigaría respecto de ellos, esta estrategia simplemente no funcionó. Sin duda, algunas veces pareció que funcionaba. De vez en cuando las danzas de la lluvia eran premiadas con lluvia. ¿Cuál podría ser el efecto? Hace muchos años, el psicólogo conductista B. E Skinner (1948) mostró un sorprendente efecto «supersticioso» en las palomas a las que se ponía bajo un programa de refuerzos aleatorios. De vez en cuando, sin importar qué hacía la paloma en ese momento, se hacía sonar un clic y se le entregaba una pastilla de comida como premio. Al poco tiempo, las palomas que habían sido puestas bajo este programa aleatorio empezaron a realizar elaboradas «danzas», sacudiendo, girando y estirando sus cuellos. Es difícil resistirse a suponer un soliloquio en el interior de los cerebros de estos pájaros: "Ahora, veamos: la vez pasada que obtuve el premio, di una vuelta una vez y luego estiré el cuello. Tratemos otra vez… No, nada. No hubo premio. Quizá no giré lo suficiente… No. Tampoco. Quizá deba sacudirme una vez antes de girar y de estirar el pescuezo… ¡Sííí! Listo, ahora, ¿qué es lo que acabo de hacer?…». Por supuesto que no es necesario tener un lenguaje para ser vulnerable a tan tentadoras ilusiones. El soliloquio dramatiza las dinámicas que producen el efecto, que no requiere de reflexión consciente sino únicamente de refuerzos. Pero una especie que sí se representa a sí misma y a los demás agentes puede multiplicar el efecto. Si en las palomas, con sólo haberlas conducido a una trampa de refuerzos aleatorios, puede producirse un efecto conductual tan extraordinariamente extravagante, no es difícil imaginar que felices accidentes hayan inculcado efectos similares en nuestros ancestros, cuyo amor incorporado hacia la perspectiva intencional tendería a instigarlos a que añadieran agentes invisibles, u otros homúnculos, a esos secretos titiriteros que se encontraban detrás de los fenómenos desconcertantes. Ciertamente, las nubes no parecen agentes con creencias y deseos, de modo que sin duda es natural suponer que ellas, de hecho, son cosas inertes y pasivas que están siendo manipuladas por agentes escondidos que sí parecen agentes: dioses de la lluvia, dioses de las nubes y similares. ¡Si tan sólo pudiéramos verlos!
Esta idea, curiosamente paradójica —algo invisible que parece una persona (que tiene cabeza, ojos, brazos y piernas, y que quizás usa un casco especial)— es distinta de otras combinaciones autocontradictorias. Considérese la idea de una caja que carece de espacio interior donde poner cosas, o de un líquido que no moja. Para decirlo crudamente: estas ideas no son lo suficientemente interesantes como para que resulten desconcertantes por mucho tiempo. Algunas cosas carentes de sentido llaman más la atención que otras cosas también carentes de sentido. ¿Por qué? Sencillamente porque nuestros recuerdos no son indiferentes al contenido de lo que almacenan. Consideramos que algunas cosas son más memorables que otras, que algunas cosas son tan interesantes que son casi inolvidables, e incluso que otras —como la secuencia aleatoria de palabras «voluntarios entrenador sin importar que corte ejercicio» (que extraje «al azar» de la primera noticia que leí en el periódico que acaba de caer en mis manos)— pueden ser recordadas por más de unos cuantos segundos, sólo si se las repite deliberadamente para sus adentros docenas de veces, o si se inventa alguna historia interesante que, de algún modo, haga que esas palabras tengan sentido precisamente en ese orden.
Hoy somos dolorosamente conscientes de que nuestra atención es un bien limitado, con muchos competidores disputándose más de lo que les corresponde. Esta sobrecarga de información, de anuncios bombardeándonos por todas partes, junto con una cantidad de otras distracciones, no es en absoluto nueva; ocurre sólo que acabamos de volvernos conscientes de ella, ahora que hay miles de personas que se especializan en diseñar cosas para que llamen, y para que mantengan, la atención. Nosotros —y, de hecho, todas las especies animadas— siempre nos hemos visto obligados a tener filtros y predisposiciones, incorporados en nuestros sistemas nerviosos, para poder detectar las cosas que vale la pena mantener del espectáculo que nos rodea, y estos filtros favorecen ciertos tipos de excepciones o anomalías. Pascal Boyer (2001) llama contraintuitivas a estas excepciones, aunque es a esto a lo que él se refiere de un modo un poco técnico y circunscrito: las anomalías contraintuitivas son especialmente dignas de atención y memorables si violan no más que uno o dos de los supuestos básicos, y a los que hay que recurrir por defecto, respecto de categorías fundamentales como persona, planta o herramienta. Las invenciones que no puedan clasificarse inmediatamente porque son demasiado absurdas no logran resistir en la competencia por conseguir la atención, mientras que aquellas que son demasiado sosas simplemente no son lo suficientemente interesantes. Un hacha invisible, sin mango y con una cabeza esférica, no es más que un sinsentido irritante; un hacha hecha de queso es un poquito más estimulante (hay artistas conceptuales que hacen buen dinero a punta de chistes como éste), pero un hacha parlante… ¡ah, ahora sí tenemos algo a lo que prestarle atención!
Si se juntan estas dos ideas —una hiperactiva predisposición a buscar agentes y una debilidad por ciertas clases de combos memorables— se obtendrá una especie de aparato generador de ficción. Cada vez que ocurra algo desconcertante, esto activa una suerte de sobresalto curioso, una respuesta del tipo «¿quién está ahí?» que, a su vez, empieza a producir una serie de —podríamos decir— «hipótesis»: «Quizá sea Sam, quizá sea un lobo, quizá sea una rama que cayó al suelo, quizás es… un árbol que puede caminar. ¡Oye, quizá sea un árbol que puede caminar!». Podemos suponer que este proceso casi nunca genera cosas que tengan poder de permanencia: serán millones, o quizá miles de millones de pequeñas exageraciones de la fantasía que se evaporan casi instantáneamente hasta un punto en que no pueden ya recobrarse, hasta que un día ocurre que una se presenta justo en el momento más preciso, justamente con la clase exacta de gustillo, para ser repetida no una, ni dos, sino muchas, muchas veces. Ha nacido un linaje de ideas: el linaje del árbol ambulante. Cada vez que la mente del iniciador torna a revisar la curiosa idea, no de un modo deliberado sino inadvertido, la idea se vuelve un poco más fuerte —en el sentido de que es más probable que vuelva a ocurrir en la mente del iniciador—. Una y otra vez. Ésta tiene un pequeño poder autorreplicativo, un poder autorreplicativo un poco mayor que las otras fantasías contra las que compite por permanecer más tiempo en el cerebro. Aún no es un meme, un elemento que se escapa de una mente individual y se difunde a lo largo de la cultura humana, pero es un buen protomeme: el pequeño caballito de madera, ligeramente obsesivo —es decir, muy recurrente y muy repetido— de una idea.
(La evolución tiene que ver, básicamente, con procesos que casi nunca ocurren. Cada nacimiento en cada linaje es un evento de especiación potencial, pero la especiación casi nunca ocurre, ni siquiera una vez en un millón de nacimientos. Pese a que la evolución depende de ella, la mutación en el ADN casi nunca ocurre; no alcanza siquiera a haber una cada billón de copias. Tomemos el conjunto de accidentes infrecuentes —cosas que casi nunca ocurren— y dividámoslo en accidentes felices, accidentes neutrales y accidentes fatales; ahora amplifiquemos los efectos de los accidentes felices, que ocurren automáticamente cuando se tiene replicación y competencia, y obtendremos evolución).
Con frecuencia los aspirantes a memetistas ignoran el hecho de que parte del ciclo de la vida de un meme es su competencia, momento a momento, con otras ideas dentro del cerebro; esto es, no sólo con otros memes, sino con cada una de las ideas en las que alguien pueda pensar. La repetición, deliberada o involuntaria, es replicación. Podemos intentar convertir algo en un meme —o simplemente en un recuerdo— repitiéndolo deliberadamente (un número de teléfono, una regla a seguir), pero si dejamos que «la naturaleza tome su curso», nuestras predisposiciones cerebrales innatas automáticamente producirán una serie de repeticiones de aquellas cosas que les caigan en gracia. De hecho, ésta es probablemente la fuente de la memoria episódica, nuestra habilidad para recolectar acontecimientos en nuestras vidas. ¿Qué comió de desayuno en su último cumpleaños? Es muy probable que usted no lo recuerde. ¿Cómo estaba vestido el día de su boda? Probablemente sí lo recuerde, pues lo ha repasado varias veces, antes, durante, y desde la boda. Al contrario que la memoria computacional, que es una bodega en la que inmediata e indiscriminadamente se graba cualquier cosa que se le arroje, la memoria humana no sólo es competitiva sino también sesgada. Ha sido diseñada durante años y años de evolución con el objeto de recordar algunas clases de cosas más fácilmente que otras. En parte lo logra por repetición diferencial, enfatizando lo que es vital y descartando lo trivial después de la primera pasada. Y hace un muy buen trabajo, pues prefiere características que, en el pasado, han estado alineadas con las cosas que han tendido a ser vitales. Éste es un buen consejo para un meme en potencia: si desea gran cantidad de repeticiones (replicaciones), ¡trate de parecer importante!
La memoria humana está sesgada en favor de combinaciones vitales, como muy probablemente también lo esté la memoria que podemos encontrar en los cerebros de todos los demás animales. Sin embargo, tal vez la memoria animal ha sido relativamente impermeable a la fantasía por una simple razón: la carencia de lenguaje; los cerebros animales no han tenido una manera para inundarse con la explosión de combinaciones que no se encuentran en el entorno natural. ¿Cómo podría confeccionar un gorila ansioso la combinación contraintuitiva de un árbol ambulante o de una banana invisible (ideas que, si tan sólo pudieran hacérsele presentes, bien podrían cautivar la mente de un simio)?
¿Acaso sabemos si algo similar a este proceso de generación de fantasías ha tenido lugar en nuestra especie (y sólo en nuestra especie) a lo largo de miles de años? No, pero ésta es una seria posibilidad que hay que investigar más. Utilizando sólo los materiales que habrían sido puestos en su lugar por la evolución para otros propósitos, esta hipótesis podría explicar la imaginación, impresionantemente fértil, que de algún modo debe ser responsable de los zoológicos de demonios y criaturas míticas que encontramos en el mundo. Dado que los monstruos, en sí mismos, nunca han existido, tienen que haber sido «inventados», o bien deliberadamente, o bien de manera inadvertida (como fueron inventados los lenguajes). Éstas son creaciones costosas, y el proceso de I + D requerido para la tarea tiene que haber sido generado por alguna cosa capaz de pagar sus costos. Por el momento, he presentado la hipótesis de una manera muy poco específica, si bien ya están disponibles algunas de sus formas más restrictivas, que tienen la gran ventaja de tener consecuencias evaluables. Podemos empezar a registrar las mitologías del mundo en busca de patrones que puedan predecirse a partir de algunas versiones de esta hipótesis, y no de otras.
Y no tenemos que restringirnos a la especie humana. Experimentos del estilo de los de Skinner cuando provocó supersticiones en las palomas pueden ayudarnos a descubrir las predisposiciones y los puntos de quiebre en los mecanismos de memoria de los simios, muy a la manera en que los conocidos experimentos con gaviotas, efectuados por Niko Tinbergen (1948,1959), demostraron sus bases perceptuales. La gaviota adulta hembra tiene una mancha anaranjada sobre su pico, que picotean sus polluelos instintivamente para estimular a la hembra a regurgitar y así alimentarlos. Tinbergen demostró que los polluelos picarían aun más rápidamente si se tratara de exagerados modelos de cartón de la mancha anaranjada —los denominados estímulos supernormales—. Pascal Boyer (2001:132— 133) señala que, durante miles de años, los seres humanos han descubierto y explotado sus propios estímulos supernormales:
¿Por qué no hay ninguna otra especie que tenga arte? De nuevo, la respuesta más sugerente —lo cual no significa que esté probada, sino sólo que es muy posible que pueda probarse— es que, al carecer de lenguaje, las otras especies carecen de las herramientas para crear combinaciones sucedáneas de estímulos y, por lo tanto, carecen de una perspectiva que les permita la exploración de las combinaciones de sus propios sentidos[1]. Utilizando la observación aguda y el método de ensayo y error, ingeniosamente Tinbergen diseñó el estímulo supernormal que indujo a sus pájaros (y a otros animales) a efectuar una multitud de comportamientos extraños. No hay duda de que, en ocasiones, los animales se dejan atrapar por el descubrimiento inadvertido de un estímulo supernormal en la naturaleza, al que le permiten actuar sobre sí mismos; pero, ¿qué hacen después? Pues si se siente bien, vuelven a hacerlo. Sin embargo, la generación de la diversidad, de la que depende la verdadera exploración del diseño, probablemente no será posible para ellos.
Resumamos la historia relatada hasta ahora: las memorables ninfas, hadas, duendes y demonios que atestan las mitologías de cada persona son las crías imaginativas del hábito hiperactivo de encontrar acción dondequiera que algo nos desconcierte o nos atemorice. De modo meramente mecánico, este proceso genera una sobrepoblación de ideas de agentes, muchas de las cuales son demasiado estúpidas como para cautivar nuestra atención por más de un instante. En el torneo de repeticiones, sólo unas pocas ideas bien diseñadas logran mantenerse, pues mutan y mejoran a medida que avanzan. Aquellas que logran ser compartidas y recordadas son los trucados campeones de miles de millones de competencias por obtener tiempo de repetición en los cerebros de nuestros ancestros. No se trata, por supuesto, de una idea nueva, sino simplemente de una clarificación y una extensión de una idea que ha estado rondando durante generaciones. Como el mismo Darwin (1886: 65) supuso:
Hasta ahora todo va bien, pero lo que hemos explicado es superstición, no religión. Andar buscando elfos en el jardín o «el coco» debajo de la cama no es (todavía) lo mismo que tener una religión.
¿Qué nos hace falta? ¡Nada más y nada menos que la creencia!, pues, aunque Darwin habla de creencia en entidades espirituales, hasta ahora no hemos proporcionado una explicación que asegure algo tan fuerte como esto. Hasta ahora no se ha dicho nada acerca de que haya que creer en la idea de juguete que sigue reciclándose en su mente; ésta bien podría no ser más que una corazonada, una pregunta, o incluso una pequeña pepita de paranoia que obsesivamente desacreditamos —o sencillamente el cautivador pedazo de un cuento—. Nunca nadie ha creído en la Cenicienta o en Caperucita Roja, pero sus cuentos de hadas han sido transmitidos muy fielmente (aunque con algunas mutaciones) a lo largo de muchas generaciones. Muchos cuentos de hadas compensan con moralejas el hecho de no ser historias verídicas, lo que les brinda un valor aparente —tanto a los que relatan como a los que escuchan la historia— que compensa el hecho de que no constituyan información acerca del mundo que los rodea. Notablemente, otras historias carecen de moraleja (¿cuál es la moraleja que «Ricitos de oro» les enseña a los niños: que no hay que invadir las casas de los extraños?) y deben persistir en el torneo de la transmisión por razones mucho menos obvias. Como es usual en circunstancias evolutivas, hay una rampa gradual de estados mentales intermedios que es necesario escalar, y que va desde la estremecedora duda (¿de verdad hay brujas malvadas en el bosque?) y la fascinación neutral (una alfombra voladora… ¡imagínense!), pasando por la acuciante incertidumbre (¿unicornios?…, pues nunca he visto ninguno), hasta llegar a la robusta convicción (Satanás es tan real como ese caballo que está allá). La fascinación es suficiente para potenciar la repetición y la replicación. Casi todo el mundo tiene una copia fuerte de la idea de unicornios, a pesar de que muy pocas personas creen en ellos. Sin embargo, casi nadie tiene la idea de pudúes, que tienen la distintiva ventaja de que son reales (bien pueden averiguarlo). La religión es mucho más que la fascinación por entidades similares a un agente y contraintuitivas.
Quienes habrían de saber
Me tienen en tan poca estima
Que te dejan ir…
Cole Porter, «Every time we say goodbye».
una idea bastante llamativa
para aquellos que están a punto
de convertirse en ancestros.
Steven Pinker, How the mind works
Mientras que otras especies hacen uso de la perspectiva intencional de un modo limitado —para anticipar los movimientos del depredador y de la presa, tal vez con algo de intimidación y engaño—, nosotros, los seres humanos, estamos obsesionados con nuestras relaciones personales con los demás: nos preocupamos por nuestras reputaciones, nuestras promesas y nuestras obligaciones incumplidas, y revisamos nuestros afectos y lealtades. Al contrario de otras especies, que deben preocuparse todo el tiempo por los depredadores que están al acecho y por la disminución en las fuentes de alimento, nosotros, los seres humanos, hace rato que cambiamos estas urgentes preocupaciones por otras. El precio que nuestra especie ha pagado por la seguridad de vivir en grandes grupos de comunicadores que interactúan según diferentes intereses es tener que mantener un registro de estos complejos intereses así como de las variables interrelaciones. ¿En quién puedo confiar? ¿Quién confía en mí? ¿Quiénes son mis rivales y quiénes mis amigos? ¿A quién le debo algo, y las deudas de quién debo perdonar o reclamar? El mundo humano está repleto de esta información estratégica, para usar el término de Pascal Boyer, y lo que más importa respecto de ella (al igual que en un juego de naipes) es lo siguiente: «En la interacción social, asumimos que el acceso a la información estratégica que las otras personas tienen no es ni perfecto ni automático» (Boyer, 2001:155). ¿Acaso ella sabe que yo sé que ella quiere dejar a su marido? ¿Alguien sabe que robé ese cerdo? Todas las tramas de las grandes sagas, las tragedias y las novelas, así como las comedias de situación y los libros de historieta, dependen de las tensiones y de las complejidades que surgen debido a que no todos los agentes en el mundo comparten la misma información estratégica.
¿Cómo manejan las personas toda esta complejidad[2]? Algunas veces, cuando las personas están aprendiendo un nuevo juego de naipes, sus profesores les aconsejan que desplieguen sobre la mesa, descubiertas, todas sus cartas, de manera que todos puedan ver lo que los demás tienen. Ésta es una manera excelente de enseñar las tácticas de un juego. Proporciona a la imaginación una muleta temporal, pues en realidad se puede ver lo que cada persona normalmente ocultaría, de modo que uno pueda basar su razonamiento en estos hechos. No es necesario seguirles la pista en la cabeza, pues sencillamente es posible mirar a la mesa cada vez que se necesite un recordatorio. Esto ayuda a mejorar la habilidad de visualizar dónde han de ir las cartas cuando ellas están escondidas. Empero, lo que funciona en la mesa de naipes no puede hacerse en la vida real. No podemos hacer que la gente divulgue todos sus secretos durante una sesión de práctica de la vida, pero sí podemos practicar «off-line» cuando contamos y escuchamos las historias narradas por un agente que puede ver todas las cartas de los personajes históricos o ficticios.
¡Qué tal si de verdad hubiera agentes que tuvieran acceso a toda la información estratégica! ¡Qué gran idea! Es suficientemente fácil apreciar que un agente tal —en términos de Boyer, un «agente con acceso total»— sería una invención que llamaría la atención, pero, aparte de eso, ¿cuán bueno sería? ¿Por qué para las personas sería más importante que cualquier otra fantasía? Pues bien, para simplificar el proceso de pensamiento que habría que llevar a cabo, quizás ayude averiguar primero cuál sería el siguiente paso. Un sondeo de las religiones del mundo nos muestra que casi siempre los agentes con acceso total resultan ser ancestros, que si bien han fallecido, en absoluto han sido olvidados. En la medida en que el recuerdo de Papá se incrementa y reelabora al repetir muchas veces la historia a sus hijos, a sus nietos y a sus bisnietos, es posible que su fantasma adquiera muchas propiedades exóticas, pero en el corazón de su imagen yace su virtuosismo en lo que concierne a la información estratégica. ¿Recuerdan cómo, con frecuencia, nuestra madre o nuestro padre parecían saber exactamente lo que estábamos pensando, justamente esa diablura que intentábamos encubrir? Los ancestros son de ese estilo, sólo que más aun: uno no puede esconderse ante ellos, ni siquiera puede ocultarles los pensamientos más secretos, y nadie puede hacerlo. Ahora podemos volver a formular nuestra perplejidad a propósito de cuál es el siguiente paso: ¿qué querrían mis ancestros que yo hiciera en mi situación actual? Quizá no sea capaz de decir qué es lo que estos agentes, tan vividamente imaginados, querrían que hiciera. Sin embargo, lo que quiera que sea, eso es lo que se debe hacer.
Pero, ¿por qué nosotros, los seres humanos, enfocamos con tanta constancia nuestras fantasías en nuestros ancestros? Nietzsche, Freud y muchos otros teóricos de la cultura han expresado conjeturas muy elaboradas acerca de motivaciones subliminales y recuerdos que surgieron a partir de profundas luchas míticas en nuestro pasado humano, y aunque tal vez haya una importante cantidad de oro que retinar en este lodo de especulación cuando se lo reexamina con la mirada puesta en las hipótesis verificables de la psicología evolutiva, entretanto podemos identificar, con mucha mayor confianza, la disposición mental básica que establece estas predisposiciones, ya que es considerablemente más antigua que nuestra especie. Al contrario que la mayoría de los demás animales, con frecuencia los pájaros y los mamíferos dedican una considerable cantidad de atención paternal a sus hijos, si bien en esto existe una amplia variedad: las especies precociales son aquellas en las que las crías —como dice el dicho— dan el do de pecho desde el principio, mientras que las especies altriciales tienen crías que requieren un cuidado y un entrenamiento paternales prolongados. Este período de entrenamiento proporciona una cantidad de oportunidades para la transmisión de información de padres a hijos que sobrepasa enteramente a los genes.[3].
Con frecuencia se acusa a los biólogos de gen centrismo: la idea de que en biología todo se explica a partir de la acción de los genes. Y algunos biólogos, en realidad, se sobrepasan en su infatuación con los genes. A ellos debe recordárseles que la Madre Naturaleza no es gen centrista. Es decir, que el proceso de selección natural, en sí mismo, no requiere que toda la información valiosa se mueva «a través de la vía de los gérmenes» (la vía de los genes). Por el contrario, si las continuidades en el mundo externo pueden asumir la carga de un modo fidedigno, la Madre Naturaleza no tiene el más mínimo problema con ello —de hecho le quita un peso de encima al genoma— Considérense las muchas continuidades en las que se apoya la selección natural: no sólo aquellas provistas por las leyes fundamentales de la física (la gravedad, etc.), sino también aquellas provistas por las estabilidades ambientales de largo plazo, aquellas que se puede «esperar», con seguridad, que perseveren (la salinidad del océano, la composición de la atmósfera, los colores de las cosas que pueden usarse como mecanismos de activación, etc.). Decir que la selección natural se apoya en estas regularidades significa, simplemente, lo siguiente: que ésta genera mecanismos afinados para funcionar correctamente en ambientes que exhiben esas regularidades. El diseño de estos mecanismos presupone tales regularidades, del mismo modo en que el diseño de un vehículo para la exploración del suelo de Marte presupone la gravedad del planeta, la solidez y las variaciones de temperatura de su superficie, y así sucesivamente. (No está diseñado para operar en los Everglades, por ejemplo). Entonces, hay algunas regularidades que pueden ser transmitidas de generación en generación a través del aprendizaje social. Éstas son un caso especial de regularidades ambientales fiables; ellas asumen una importancia aun mayor pues, en sí mismas, son objeto de la selección natural, tanto directa como indirectamente. A lo largo de los años, dos superautopistas informativas se han mejorado y extendido. Durante miles de millones de años, las mismas vías de información genética han sido objeto de un incesante perfeccionamiento, a través de la optimización en el diseño de los cromosomas, la invención y la mejora de las enzimas correctoras, etc., y con ello se ha conseguido una transmisión de información genética de banda muy ancha y de altísima fidelidad. La vía de la instrucción padres-hijos también ha sido optimizada a partir de un proceso recursivo o iterativo de mejora. Como apuntan Avital y Jablonka (2000:132), «La evolución de la transmisión de los mecanismos de transmisión tiene una importancia central para la evolución del aprendizaje y del comportamiento».
Dentro de las adaptaciones para mejorar la banda ancha y la fidelidad de la transmisión progenitor-cría encontramos la impronta, en la que el recién nacido tiene un poderoso impulso instintivo listo para ser activado, que lo lleva a acercarse, a mantenerse cerca y a prestar atención al primer objeto móvil y de gran tamaño que ve. En los mamíferos, el impulso de encontrar y de aferrarse al pezón viene ya implantado en los genes, y tiene el efecto secundario, explotado de un modo oportunista por adaptaciones posteriores, de mantener a las crías en un lugar desde el que pueden observar a su madre cuando ésta no los está alimentando. Los infantes humanos no son la excepción a esta regla de los mamíferos. Mientras tanto, y yendo esta vez en la dirección contraria, los padres han sido diseñados genéticamente para prestar atención a sus infantes. Mientras que los polluelos de las gaviotas se ven irresistiblemente abocados hacia una mancha anaranjada, los seres humanos son irresistiblemente cautivados por las especiales proporciones de una «carita de bebé». Hace decir al cascarrabias más insensible: «Ay, ¿no es una preciosura?». Como han sostenido Konrad Lorenz (1950) y otros, no es accidental que haya una correlación entre la apariencia facial de un infante y la respuesta protectora del adulto. No es que las caras de los bebés sean de algún modo intrínsecamente adorables (¿qué demonios podría significar tal cosa?), sino más bien que la evolución hizo que las proporciones faciales fueran la señal con la que activar las respuestas paternales, cosa que además ha sido refinada e intensificada a lo largo de muchos años y en muchos linajes. No amamos a los bebés y a los cachorritos porque son lindos. Es precisamente al contrario: los vemos como si fueran lindos porque la evolución nos ha diseñado para amar las cosas que se ven así. Es tan fuerte esta correlación que las medidas de los fósiles de los dinosaurios recién nacidos han sido utilizadas para apoyar la hipótesis radical de que algunas especies de dinosaurios eran altriciales (Hopson, 1977; Horner, 1984). El clásico análisis de Stephen Jay Gould (1980) sobre el rejuvenecimiento gradual de los rasgos de Mickey Mouse a lo largo de los años proporciona una elegante demostración del modo en que la evolución cultural es análoga a la evolución genética, en tanto se concentra en lo que los seres humanos instintivamente prefieren.
Sin embargo, aun más potente que la predisposición en los adultos a responder de modo paternal a las caritas de bebé de los infantes es la predisposición en estos infantes a responder con obediencia los mandatos de los padres —rasgo que puede observarse tanto en los oseznos como en los bebés humanos—. La justificación independiente para ello no es difícil de hallar: a los padres (¡aunque no necesariamente a los demás miembros de la especie!) genéticamente les conviene informar bien —y no de modo equivocado— a sus crías, de modo que es eficiente (y relativamente seguro) confiar en nuestros propios padres. (Sterelny [2003] hace observaciones particularmente agudas acerca de las concesiones que deben hacerse entre la confianza y la sospecha durante la carrera armamentista de la evolución de la cognición). Una vez que la evolución genética ha establecido la superautopista informativa entre los padres y los hijos, está lista para ser usada —o abusada— por cualquier agente, con sus propios intereses, o por cualquier meme que sencillamente tenga las características que se benefician de las predisposiciones incorporadas en la autopista?
Nuestros padres —o alguien que sea difícil de distinguir de nuestros padres— tienen algo que se aproxima a una línea directa a la aceptación, que no es tan potente como la sugestión hipnótica, pero que a veces se le acerca bastante. Hace muchos años, cuando mi hija tenía 5 años, intentando imitar la actuación de la gimnasta Nadia Comaneci en la barra horizontal, volcó la butaca del piano, y ésta, dolorosamente, aplastó la punta de dos de sus deditos. ¿Cómo calmaría yo a esta niña aterrorizada de manera que pudiera llevarla al hospital sin correr ningún peligro? Tuve un golpe de inspiración: sostuve mi propia mano cerca de su punzante manita y, con seriedad, le ordené lo siguiente: «¡Mira, Andrea! ¡Voy a enseñarte un secreto! Tú puedes empujar el dolor al interior de mi mano con tu mente. Adelante, empuja. ¡Empuja!». Ella lo intentó: ¡y funcionó! Había "empujado el dolor» al interior de la mano de su papá. Su alivio (y su fascinación) fueron instantáneos. El efecto duró sólo unos pocos minutos, pero con unas cuantas administraciones adicionales de improvisados analgésicos hipnóticos durante el camino, alcanzamos a llegar al hospital, donde pudieron darle el tratamiento adicional que necesitaba. (Si la ocasión se presenta, inténtelo con su propio hijo. Tal vez también tenga suerte). Yo estaba explotando sus instintos; aunque la razón por la que lo hacía no se me ocurrió sino unos años más tarde, cuando me encontraba reflexionando sobre el asunto. (Aquí surge un interesante interrogante empírico: ¿será que mi intento por conseguir una hipnosis instantánea habría funcionado tan efectivamente en alguna otra niña de 5 años, una que no tuviera una impronta mía como figura de autoridad? Y si el proceso de impresión está implicado, ¿cuán joven debe ser un niño para imprimir tan efectivamente a un padre? Nuestra hija tenía tres meses de edad cuando la adoptamos).
«La selección natural construye los cerebros de los niños con una tendencia a creer lo que sea que sus padres y los mayores de la tribu le digan» (Dawkins, 2004a: 12). No es sorprendente, entonces, encontrar en todas partes del mundo líderes religiosos que se valen de la autoridad adicional que les proporciona el haber adoptado el título de «Padre»… pero me estoy adelantado en nuestra historia. Todavía estamos en una etapa en la que, según afirma Boyer, nuestros ancestros, sin advertirlo, evocaban fantasías acerca de sus ancestros con el fin de aliviar algunos de sus dilemas acerca de qué hacer a continuación. Una característica importante de la hipótesis de Boyer es que típicamente se considera que estos supuestos agentes con acceso total no son omniscientes; si usted pierde su cuchillo, no supone automáticamente que ellos sabrían cuál es el paradero del cuchillo, a menos que alguien se lo haya robado o que usted lo haya dejado caer, durante una reunión, en un lugar incriminatorio, es decir, a menos que sea información estratégica. Y los ancestros conocen toda la información estratégica, pues están interesados en ella. Lo que usted y sus familiares hagan les concierne, por la misma razón por la que les concierne a sus padres, y por la misma razón por la que a usted le interesa lo que hacen sus hijos y cómo son percibidos por la comunidad. La sugerencia de Boyer es que la idea de omnisciencia —un dios que sabe absolutamente todo acerca de todo, incluso dónde se encuentran las llaves de su automóvil, cuál es el mayor número primo menor que un cuatrillón y cuál es el número de granos de arena en la playa— es una noción posterior, una ligera sofisticación o un arreglo intelectual mucho más reciente adoptado por los teólogos. Hay algo de evidencia experimental que apoya esta hipótesis. A las personas se les enseña desde la infancia, y por tanto admitirán, que Dios lo sabe todo. Sin embargo, no se apoyan en ello cuando no razonan acerca de Dios de una manera autoconsciente. La idea principal, aquella que las personas en realidad utilizan cuando no se están preocupando por ser "teológicamente correctas» (Barrett, 2000), es que los ancestros o los dioses conocen las cosas que son más importantes: los anhelos secretos, las intrigas, las preocupaciones, los remordimientos de culpa. Como reza el adagio, los dioses saben dónde están enterrados todos los cuerpos.
más precioso, que ser capaz de decidir.
Napoleón Bonaparte
Pero ¿qué bien nos trae el conocimiento de los dioses si no podemos hacer que nos lo traspasen? ¿Cómo es posible comunicarse con los dioses? Nuestros ancestros (¡cuando aún estaban vivos!) tropezaron con una solución extremadamente ingeniosa: la adivinación. Todos sabemos lo difícil que es tomar las decisiones más importantes de la vida: ¿deberé mantenerme firme o habré de admitir mi infracción? ¿Debo cambiar o más bien mantenerme en mi actual posición? ¿Será que debo ir a la guerra o no? ¿Debo obedecerle a mi mente o a mi corazón? Aún no hemos encontrado una manera sistemática satisfactoria para decidir estas cuestiones. Cualquier cosa que pueda liberarnos de la carga de tener que averiguar cómo tomar estas decisiones estará destinada a ser una idea atractiva. Consideremos, por ejemplo, el hecho de arrojar una moneda al aire. ¿Por qué lo hacemos? Para liberarnos de la carga de tener que encontrar una razón para escoger A en lugar de B. Nos gusta tener razones para hacer lo que hacemos, pero algunas veces nada suficientemente persuasivo nos viene a la mente, y como reconocemos que debemos decidir pronto, nos ingeniamos un pequeño dispositivo, un objeto externo que tomará las decisiones por nosotros. Pero si la decisión atañe a algo de gran trascendencia, como si ir o no a la guerra, o casarse, o confesare, cualquier cosa que se le parezca a arrojar una moneda al aire será, digamos, bastante frívola*. En tal caso, hacer una elección sin tener una buena razón sería un signo de incompetencia demasiado obvio; además, si la decisión es realmente tan importante, una vez que la moneda ha caído al suelo hay que enfrentarse a una elección adicional: ¿tendré que cumplir con el compromiso que acabo de aceptar y acatar lo que diga la moneda, o será mejor que lo reconsidere? Enfrentados a estos dilemas, reconocemos la necesidad de algún tratamiento más fuerte que el de arrojar una moneda. Algo más ceremonial, más impresionante, como la adivinación, que no sólo nos dice qué hacer sino que, además, nos da una razón (si aguzamos la vista lo suficiente y usamos la imaginación). Los estudiosos de estos asuntos han descubierto una profusión, cómicamente variopinta, de antiguas estrategias para delegar decisiones importantes en factores externos incontrolables. En lugar de lanzar una moneda se puede disparar flechas (belomancia), bastones (rabdomancia), huesos o cartas (sortilegios), y en lugar de observar hojas de té (taseografía), bien se puede examinar los hígados de los animales sacrificados (hepatoscopia), u otras entrañas (aruspicia), o incluso cera derretida vertida en agua (ceromancia). También está la melomancia (la adivinación a través de manchas y de los lunares), la miomancia (la adivinación a través del comportamiento de los roedores), la nefelomancia (la adivinación a partir de las nubes) y, por supuesto, las viejas favoritas: la numerología y la astrología, entre docenas de muchas otras[4].
Uno de los argumentos más plausibles que presenta Julian Jaynes en su brillante —aunque peculiar y poco confiable— libro The origins of consciousness in the breakdown of the bicameral mind (1976), es el de que esta desenfrenada explosión de modos distintos de desplazar la responsabilidad hacia un dispositivo de decisión externo fue una manifestación de las crecientes dificultades de los seres humanos con su autocontrol, a medida que los grupos empezaron a volverse más grandes y más complicados (capítulo 4, «Un cambio de mentalidad en Mesopotamia», pp. 223-254). Y como han señalado más recientemente Palmer y Steadman: «El efecto más importante de la adivinación es que reduce la responsabilidad en la toma de la decisión y, en consecuencia, reduce la acritud que puede resultar de las malas decisiones» (2004:145). Detrás de ello yace una justificación independiente bastante obvia: si usted va a «pasar la pelota», pásesela a alguien que no pueda, a su vez, esquivar la responsabilidad, alguien a quien pueda responsabilizárselo si las cosas no salen bien. Y, como es usual con las adaptaciones, usted no tiene que entender esta razón de ser para beneficiarse de ella. La adivinación —lo que Jaynes llamó "métodos exopsíquicos de pensamiento o de toma de decisiones» (p. 245)— pudo haber ganado popularidad, simplemente, porque a aquellos que llegaron a utilizarla les gustó el resultado lo suficiente como para hacerlo otra vez, y otra vez, y entonces los demás empezaron a copiarlos, y un día se convirtió en aquello que había que hacer aunque nadie en realidad sabía bien por qué.
Jaynes señala (ibid.: 240) que la idea misma de aleatoriedad o azar tiene un origen bastante reciente: hace algún tiempo atrás, no había ningún modo siquiera de sospechar que algún evento era completamente aleatorio; se presumía que todo significaba algo, si tan sólo pudiéramos saber qué. Probablemente, optar deliberadamente por una elección sin ningún significado, tan sólo para elegir una u otra cosa y poder seguir en paz con su propia vida, es una sofisticación muy posterior, aun cuando ésa sea la razón que subyace a la explicación de por qué, en realidad, les resultaba útil a las personas. En ausencia de dicha sofisticación, era importante creer que alguien, en algún lugar, y que sabe qué es lo correcto, me lo está diciendo. Al igual que la pluma mágica de Dumbo, algunas muletas para el alma sólo funcionan si uno cree que funcionan[5].
Pero, ¿qué significa decir que dicho método funciona? Sencillamente que éste, en realidad, ayuda a que las personas piensen en sus aprietos estratégicos y a que, entonces, tomen decisiones pausadas —aun cuando el proceso no haya hecho que las decisiones mismas estén más informadas—. Esto no es ninguna nimiedad. De hecho, puede ser un estímulo tremendo bajo varias circunstancias. Supóngase que las personas que se enfrentan a decisiones difíciles tienen, típicamente, toda la información que necesitan para tomar decisiones bien fundamentadas, aun cuando no se den cuenta de que es así, o cuando simplemente no confíen en su propio juicio tanto como deberían. Todo lo que necesitan para salir de su estupefacción y enderezar el lomo para poder actuar decididamente es… un poquito de ayuda de sus amigos, sus ancestros imaginarios que rondan invisiblemente en las cercanías y que les dicen qué hacer. (Por supuesto, tal ventaja psicológica se vería en peligro cuando los escépticos empiecen a menospreciar la integridad de la adivinación; y, probablemente, el reconocimiento de este hecho —incluso si es apenas subliminal e inexpresado— es lo que ha motivado siempre la hostilidad hacia los escépticos. ¡Chitón! No rompan el hechizo; esta gente necesita esta muleta para poder arreglárselas).
Incluso si las personas, por lo general, no son capaces de tomar buenas decisiones sobre la base de la información con que cuentan, puede parecerles que la adivinación ayuda a pensar acerca de sus líos estratégicos, y es posible que sea esto lo que proporcionó la motivación para aferrarse a la práctica. Por razones que no logran entender, la adivinación les proporciona alivio y las hace sentir bien (un poco como el tabaco). Nótese que nada de esto es transmisión genética. Estamos hablando de una práctica de la adivinación que se transmite culturalmente, no de un instinto. No tenemos que resolver ahora mismo la pregunta empírica sobre si los memes de la adivinación son memes mutualistas que, en realidad, incrementan la aptitud genética de sus anfitriones, o si más bien son memes parásitos sin los cuales estaríamos mucho mejor. Eventualmente, sería bueno llegar a tener una respuesta a esta pregunta que se apoyara en la evidencia, pero por el momento seguiremos con las preguntas que me interesan a mí. Adviértase también que esto deja totalmente abierta la posibilidad de que la adivinación (bajo circunstancias específicas que aún no han sido descubiertas ni confirmadas) sea un meme mutualista puesto que es verdad, puesto que existe un Dios que sabe lo que hay en el corazón de cada quien y que, en ocasiones especiales, les dice a las personas qué hacer. Después de todo, la razón por la que en cada cultura humana se considera que el agua es esencial para la vida es, precisamente, que el agua es esencial para la vida. No obstante, por el momento el punto es que la adivinación, que en la cultura humana aparece básicamente en todos lados (incluso, por supuesto, entre los buscadores de astrología y los numerólogos que aún habitan nuestra cultura occidental, tan sumamente tecnológica), puede ser entendida como un fenómeno natural, que se paga a sí mismo con la moneda biológica de la replicación, tanto si es o no una verdadera fuente de información fidedigna, bien estratégica, bien de otro estilo.
Cualquiera que vaya a un psiquiatra
tiene que hacerse examinar la cabeza.
Samuel Goldwyn
La adivinación es un género de rituales que encontramos por todo el mundo; otro son los rituales de curación conducidos por los chamanes (o «médicos brujos»). ¿Cómo surgieron éstos? En Armas, gérmenes y acero (1997), Jared Diamond demostró que, en una primera aproximación, en cada cultura de cada continente la exploración humana llevada a cabo durante siglos ha descubierto todas las plantas y los animales locales comestibles, incluidos muchos que requieren de preparaciones elaboradas para lograr que no sean venenosos. Más aun, ellos han domesticado cuanta especie local es susceptible de domesticación. Hemos tenido el tiempo, la inteligencia y la curiosidad para llegar a hacer una búsqueda casi exhaustiva de las posibilidades, algo que puede probarse ahora con métodos altamente tecnológicos para el análisis genético de especies domesticadas y de sus parientes salvajes más cercanos. Resulta perfectamente razonable, entonces, que habremos hecho un excelente trabajo a la hora de descubrir la mayoría, si no todas, las hierbas medicinales disponibles localmente, incluso aquellas que requieren elaborados perfeccionamientos y preparaciones. Estos procedimientos de búsqueda han demostrado ser tan poderosos y tan confiables que, en años recientes, las compañías farmacéuticas han invertido en investigación antropológica, adquiriendo enérgicamente —hurtando, en algunos casos— los frutos de este «primitivo» proceso de I + D de las poblaciones indígenas en cada selva tropical y en cada isla remota. Esta entusiasta apropiación de los «derechos sobre la propiedad intelectual» y los «secretos del negocio» de personas económicamente ingenuas, a pesar de lo deplorable, es un ejemplo excelente del razonamiento ¿cui bono? de la biología evolutiva. El proceso de I + D es costoso y requiere de mucho tiempo; cualquier información que haya pasado la prueba del tiempo, replicándose a través de los años, de algún modo debe haber pagado por sus costos, ¡de manera que probablemente vale la pena plagiarla! (¿Cui bono? Quizás haya pagado por sus propios costos ayudando a una larga cadena de estafadores a engañar a sus clientes, de modo que no debemos asumir que el pago fue beneficioso para todas las partes).
Que la gente consuma hierbas para aliviar sus síntomas o incluso para curar sus padecimientos no es ni desconcertante ni sorprendente, pero ¿cuál es la razón de los rituales (a veces horripilantes) con que se acompañan? El antropólogo James McClenon (2002) ha examinado los patrones de los rituales de los curanderos por todo el mundo y ha encontrado que éstos apoyan fuertemente la hipótesis de que lo que las personas han descubierto, una y otra vez, es el efecto placebo, más específicamente, el poder del hipnotismo, que con frecuencia es asistido por la ingestión o la inhalación de alucinógenos o de otras sustancias que alteran la mente (véase también Schumaker, 1990). El ritual de curación —sostiene McClenon— es ubicuo debido a que realmente funciona; no a la perfección, por supuesto, pero sí definitivamente mucho mejor de lo que la medicina occidental, por lo general, está dispuesta a conceder. De hecho, existe una convergencia: las enfermedades por las que las personas acuden —y pagan— a los chamanes para que las curen son aquellas que resultan particularmente receptivas a los tratamientos con efecto placebo, como el estrés psicológico y sus síntomas concomitantes, así como las terribles experiencias del parto, para mencionar el caso quizá más interesante.
Para el Homo sapiens, dar a luz es un evento particularmente estresante; obviamente, como el momento en que ha de llegar puede anticiparse con mucha precisión —al contrario de los traumas causados por accidentes o por agresiones— ésta se torna una ocasión ideal para elaborar ceremonias que requieren de un considerable tiempo de preparación. Dado que las tasas de mortalidad infantil y materna durante el parto eran, presumiblemente, tan altas en épocas pretecnológicas como lo son ahora en culturas sin tecnología, ha habido suficiente espacio para que se diera una fuerte presión selectiva por la coevolución de cualquier tratamiento (culturalmente transmitida) y por la susceptibilidad al tratamiento (genéticamente transmitida) que pudo incrementar las probabilidades. Como la tolerancia a la lactosa, que ha evolucionado en personas que tuvieron la cultura del pastoreo de ganado lechero, la capacidad hipnótica pudo haber evolucionado en personas que tuvieron la cultura de los rituales de curación. Mi hipótesis es que los rituales chamánicos constituyen inducciones hipnóticas, que las actuaciones chamánicas proporcionan sugestiones, que las respuestas de los usuarios son equivalentes a las respuestas producidas por la hipnosis, y que las respuestas al tratamiento chamánico están correlacionadas con la capacidad hipnótica del paciente (McClenon, 2002: 79).
Estas hipótesis son claramente verificables, y —sostiene McClenon— probablemente nos proporcionen las fuentes de algunas de las características (los rituales y las creencias) que pueden encontrarse entre las religiones de casi cualquier lugar. Curiosamente, existe una gran variabilidad en la capacidad hipnótica; cerca del 15 por ciento de las poblaciones humanas exhiben una fuerte capacidad hipnótica, y aparentemente existe un componente genético que (por lo que sé) aún no ha sido bien estudiado. Ser chamán suele ser cosa de familia, de acuerdo con una buena cantidad de pruebas antropológicas, aunque esto, por supuesto, puede deberse enteramente a la transmisión cultural vertical (de los memes chamánicos del padre al hijo).
Pero, en primer lugar, ¿por qué los seres humanos deben ser susceptibles al efecto placebo? ¿Se trata de una adaptación exclusivamente humana (que depende del lenguaje y de la cultura), o hay efectos relacionados discernibles en otras especies? Éste es un tema muy actual de investigación y controversia. Una de las hipótesis más ingeniosas que se discute es la de Nicholas Humphrey (2002): la hipótesis de "la administración económica de recursos». El cuerpo tiene muchos recursos para curar sus propios padecimientos: el dolor nos desanima a efectuar cualquier actividad que pueda causar más daño a la herida, las fiebres combaten la infección, el vómito libera de toxinas al sistema digestivo, y también están las respuestas inmunes, para mencionar el más poderoso de los recursos. Todos ellos, aunque efectivos, son costosos; su sobreuso, o su uso prematuro, por parte del cuerpo en realidad podría terminar causándole más daño que provecho. (Las respuestas inmunes a gran escala son particularmente costosas, y sólo los animales más saludables pueden mantener un ejército de anticuerpos totalmente armado). ¿Cuándo es necesario que un cuerpo no escatime en gastos con la esperanza de conseguir una cura rápida? Sólo cuando es seguro hacerlo, o cuando la ayuda se encuentra a la vuelta de la esquina. De lo contrario, para el cuerpo sería más prudente ser más parco con sus costosos autotratamientos. De acuerdo con esta hipótesis, el efecto placebo es un mecanismo de liberación, es decirle al cuerpo que toque en todos los registros, porque hay esperanza. Es probable que en otras especies la variable de la esperanza esté conectada a la información que el animal pueda recoger de su entorno actual, cualquiera que ésta sea (¿se está a salvo en su madriguera, o en el seno de su manada?, ¿hay suficiente comida a su alrededor?). En nuestro caso, la variable de la esperanza puede ser manipulada por figuras de autoridad. Éstas son preguntas que vale la pena seguir investigando.
En el capítulo 3 introduje brevemente la hipótesis de que nuestros cerebros pudieron haber desarrollado un «centro de dios», pero aclaré que, por el momento, sería mejor considerarlo como un centro «de tal y tal» que luego habría sido adaptado o explotado por elaboraciones religiosas de uno u otro tipo. Ahora tenemos un posible candidato para llenar el vacío: un sistema que posibilita la capacidad hipnótica. Más aun, en su reciente libro El gen de Dios, el neurobiólogo y genetista Dean Hamer (2004) sostiene haber encontrado un gen que puede aprovecharse para este rol. El gen VMAT2 es uno de los muchos que proveen recetas para las proteínas —las monoaminas— que realizan la mayor parte del trabajo en el cerebro. Éstas son las proteínas que llevan consigo las señales que controlan todo nuestro pensamiento y nuestro comportamiento: no sólo los neuromoduladores y los neurotransmisores que son enviados de un lado a otro entre las neuronas, sino también los transportadores entre las neuronas, que hacen todas las tareas domésticas al restaurar las existencias de neuromoduladores y de neurotransmisores. El Prozac y las muchas otras drogas psicoactivas o modificadoras del ánimo desarrolladas en años recientes funcionan fortaleciendo o reprimiendo la actividad de una u otra monoamina. En los seres humanos, el gen VMAT2 es polimórfico, lo que quiere decir que hay muchas mutaciones suyas distintas en diferentes personas. Las variantes del gen VMAT2 están idealmente localizadas, entonces, para dar cuenta de las diferencias en las respuestas emocionales o cognitivas de las personas frente al mismo estímulo, y ello podría explicar por qué algunas personas son relativamente inmunes a la inducción hipnótica, mientras que otras pueden ponerse fácilmente en trance. Nada de esto está siquiera próximo a ser probado, y el desarrollo que hace Hamer de su hipótesis está marcado más por el entusiasmo que por la sutileza, una manía que puede repeler a los investigadores que, de otro modo, lo tomarían seriamente. Sin embargo, algo parecido a esta hipótesis (aunque probablemente mucho más complicada) constituye una buena apuesta para ser confirmada en un futuro cercano, en la medida en que los roles de las proteínas y de sus recetas genéticas sean analizados todavía más.
Parte del atractivo de esta vía de investigación reside en que es muy poco reduccionista. Por lo que sé, McClenon y Hamer han trabajado con independencia el uno del otro. En cualquier caso, ninguno menciona al otro, y ninguno ha sido tratado por Boyer, o Atran, o ningún otro antropólogo, lo que no es sorprendente. Las colaboraciones entre los genetistas y los neurobiólogos, por un lado, y los antropólogos, los arqueólogos y los historiadores, por el otro, de las cuales Luigi Luca Cavalli-Sforza y sus colegas son pioneros, es una tendencia reciente y fragmentaria. En los primeros días de dicho trabajo interdisciplinario, los comienzos truncados y las decepciones estarán destinados a superar en número a los triunfos, y no me atrevo a hacer promesas acerca de las perspectivas de las hipótesis específicas ni de McClenon ni de Hamer. Sin embargo, ellos proporcionan un ejemplo vivido y accesible de las posibilidades con las que es posible contar. Recordemos lo dicho por Dawkins (2004b: 14) en la cita del capítulo 3:
Ahora contamos con una respuesta eventualmente verificable para la pregunta de Dawkins, y ésta invoca no sólo hechos bioquímicos, sino también todo un mundo de antropología cultural[6]. ¿Por qué sobrevivieron aquellos con la tendencia genética? Porque, a diferencia de los otros que carecían del gen, ellos ¡tenían seguro médico! En épocas anteriores a la medicina moderna, la curación chamánica era el único recurso con que se contaba cuando se estaba enfermo. Si se era constitucionalmente inmune a los servicios que los chamanes habían refinado pacientemente a lo largo de los siglos (evolución cultural), uno no tenía un proveedor de salud al que acudir. Si los chamanes no hubieran existido, no habría habido ninguna ventaja selectiva para tener dicho gen variante. Sin embargo, sus memes acumulados, su cultura de curación chamánica, pudieron haber creado una fuerte línea de presión selectiva en el panorama adaptativo que, de otro modo, no habría estado allí.
Esto aún no nos conduce a la religión organizada, pero sí nos lleva a lo que llamaré religión popular, las clases de religión que no tienen credos escritos, ni teólogos, ni una jerarquía de funcionarios[7]. Antes de que cualquiera de las grandes religiones organizadas existiera, había religiones populares, y éstas proporcionaron el ambiente cultural a partir del cual las religiones organizadas pudieron emerger. Las religiones populares tienen rituales, historias acerca de dioses o de ancestros sobrenaturales, así como prácticas obligatorias y prohibidas. Al igual que los cuentos populares, la autoría de los refranes de las religiones populares está tan supremamente distribuida, que es mejor decir que éstos no tienen autores en absoluto, en lugar de decir que sus autores son desconocidos. Al igual que la música popular[8], los rituales y las canciones de la religión popular no tienen compositores, así como sus tabúes y demás mandamientos morales carecen de legisladores. La autoría consciente y deliberada viene después, tras los diseños de los elementos culturales básicos que han sido afilados y pulidos a lo largo de muchas generaciones, sin ningún plan o intención premeditada, únicamente por medio del proceso de replicación diferencial durante la transmisión cultural. ¿Es posible todo esto? Por supuesto. El lenguaje es un artefacto estupendamente intricado y sumamente bien diseñado, si bien no existen diseñadores humanos particulares a los que se les dé crédito por ello. Y así como algunas de las características de los lenguajes escritos son vestigios claros de sus ancestros puramente orales[9], algunas de las características de la religión organizada resultarán ser vestigios de las religiones populares de las que descienden. Cuando digo «vestigios», quiero decir lo siguiente: la preservación de una religión a lo largo de muchas generaciones —su autorreplicación ante la inexorable competencia— exige adaptaciones que son peculiares a una tradición oral, y que aunque no son estrictamente necesarias (desde el punto de vista de la ingeniería inversa), persisten sencillamente porque aún no han sido lo suficientemente costosas como para que la selección las elimine.
Todo el corpus del conocimiento
baktaman está almacenado en la mente
de 183 baktamans, quienes sólo
cuentan con la ayuda de una modesta
colección de símbolos crípticos
concretos (cuyos significados dependen
de las asociaciones que se han construido
alrededor de ellos en las conciencias de unos
cuantos ancianos), y de una limitada y sospechosa
comunicación con los miembros de unas
pocas comunidades circundantes.
Fredrik Barth, Ritual and knowledge among
the Baktaman of New Guinea
Por lo que parece, los humanos
son los únicos animales que espontáneamente
participan en actividades de coordinación
corporal rítmica y creativa para aumentar
las posibilidades de cooperación (por ejemplo
cuando cantan y se balancean al trabajar juntos).
Scott Atran, In gods we trust
Toda religión popular tiene rituales. Para un evolucionista, los rituales sobresalen como lo hacen los pavos reales cuando los ilumina el sol. Usualmente, éstos son increíblemente costosos: con frecuencia involucran la destrucción deliberada de alimentos valiosos y de otras propiedades —por no mencionar los sacrificios humanos—, suelen ser físicamente agotadores o incluso perjudiciales para la salud de los participantes, y de manera típica su preparación requiere de una impresionante cantidad de tiempo y de esfuerzo. ¿Cui bono? ¿Quién o qué se beneficia tras tan extravagantes gastos? Hemos visto dos maneras en las que los rituales podrían pagar por sus propios costos: en tanto que características psicológicamente necesarias de las técnicas de adivinación, o como procedimientos de inducción hipnótica en la curación chamánica[10]. Una vez que ambas estén establecidas en la escena para alcanzar dichos propósitos, estarán disponibles para ser adaptadas —exaptadas, como diría el difunto Stephen Jay Gould— para otros usos. No obstante, hay más posibilidades por explorar.
Durante generaciones, los antropólogos y los historiadores de la religión han teorizado acerca del significado y de la función del ritual religioso, por lo común desde perspectivas bastante miopes que ignoran el trasfondo evolutivo. Antes de echar un vistazo a las especulaciones acerca de los rituales en tanto que expresiones simbólicas de una u otra necesidad o creencia profundas, debemos considerar las razones por las que podría argüirse que los rituales son procesos que ayudan a mejorar la memoria, y que han sido diseñados por la evolución cultural (¡no por ningún diseñador consciente!) para incrementar la fidelidad en la copia del proceso mismo de transmisión genética que ellos aseguran. Una de las enseñanzas más claras de la biología evolutiva es que la extinción temprana aparece en el futuro de cualquier linaje en el que la maquinaria de la copia se dañe o incluso se degrade sólo un poco. Sin el proceso de copia de alta fidelidad, cualquier mejora en el diseño que llegue a ocurrir en un linaje tenderá a desperdiciarse de un modo casi inmediato. Las ganancias que con arduo esfuerzo se han acumulado a lo largo de muchas generaciones pueden perderse en unas cuantas replicaciones defectuosas, y los preciosos frutos del proceso de I + D se evaporarían en una noche. De modo que podemos estar seguros de que las tradiciones que estén próximas a convertirse en religiones y que carezcan de buenas estrategias para preservar sus diseños, de manera confiable, a lo largo de los siglos, están condenadas a caer en el olvido.
Hoy podemos observar el nacimiento y la rápida muerte de cultos, en tanto que sus primeros partidarios van perdiendo la fe, o el interés, o simplemente empiezan a dispersarse, dejando apenas un rastro después de algunos años. Incluso cuando los miembros de uno de estos grupos desean fervientemente mantenerlo, sus deseos se verán frustrados a menos que saquen provecho de las tecnologías de replicación. Hoy en día, la escritura (por no mencionar las grabaciones de video y otros medios de grabación de alta tecnología) nos proporciona la avenida de información que es más obvio utilizar. Y desde los primeros días de la escritura, ha habido un vivo interés por la necesidad, no sólo de proteger los documentos sagrados de los daños o los deterioros, sino de copiarlos una y otra vez, minimizando así el riesgo de que se pierdan, y asegurando que múltiples copias se distribuyan por todos lados. Durante muchos siglos, antes de la invención de los tipos móviles que, por primera vez, hicieron posible la producción en masa de copias idénticas, había cuartos atestados de escribas, quienes, hombro a hombro frente a sus pupitres, recibían el dictado de un lector, y convertían así una frágil y desgastada copia en docenas de nuevas copias frescas. Era una fotocopiadora hecha de personas. Puesto que los originales de los que se hacían las copias se habrían convertido casi por completo en polvo durante el proceso, sin los esfuerzos de estos escribas no habríamos tenido textos confiables de la literatura de la antigüedad, ni sagrada ni secular: ni Antiguo Testamento, ni Homero, ni Platón, ni Aristóteles, ni Gilgamesh. Por ejemplo, las copias más antiguas que conocemos de los diálogos de Platón y que aún existen fueron creadas varios siglos después de su muerte, e incluso los rollos del Mar Muerto y los evangelios de Nag Hammadi (Pagels, 1979) son copias de textos que fueron compuestos cientos de años antes.
Un texto impreso con tinta sobre un papiro o un pergamino es como la resistente espora de una planta, que puede yacer sin deteriorarse en la arena durante siglos antes de encontrar para sí las condiciones apropiadas para despojarse de su armadura y retoñar. En las tradiciones orales, por el contrario, el vehículo —el verso hablado o el refrán cantado— dura apenas unos cuantos segundos, y debe entrar en algunos oídos —tantos como sea posible— e imprimirse firmemente en tantos cerebros como sea posible si es que quiere salvarse de caer en el olvido. Lograr quedar registrado en el cerebro —lograr ser escuchado y advertido por encima de la competencia representa menos de la mitad de la batalla. Para un meme oralmente transmitido, ser repetido y repetido, bien en la intimidad del cerebro individual, bien en la repetición pública unísona, es un asunto de vida o muerte[11].
Si usted quiere refrescar su memoria respecto del orden de la ceremonia en la misa del domingo de su iglesia, o revisar para averiguar si tiene que sentarse o quedarse de pie durante el cierre de la bendición, casi con total seguridad debe haber un texto que podrá consultar. Quizá los detalles estén impresos en la parte de atrás de cada himnario, o en El libro de la oración común o, si no están allí, al menos deben estar en los textos inmediatamente disponibles para el sacerdote, el ministro, el rabino o el imán. Nadie tiene que memorizar cada línea de cada invocación, cada oración, cada detalle de las costumbres, la música, la manipulación de los objetos sagrados y demás, pues todos ellos están escritos en uno u otro registro oficial. Sin embargo, los rituales de ningún modo están restringidos únicamente a las culturas letradas. De hecho, los rituales religiosos de las sociedades iletradas con frecuencia son más detallados, de manera típica son mucho más exigentes físicamente, y sencillamente más largos en duración que los rituales de las religiones organizadas. Más aun, los chamanes no van a seminarios chamánicos oficiales, y no existe un consejo de obispos o de ayatolás que mantenga el control de calidad. ¿Cómo pueden los miembros de estas religiones mantener todos estos detalles en su memoria a lo largo de las generaciones? La respuesta es simple: ¡no lo hacen! ¡No pueden hacerlo! Y es sorprendentemente difícil probar lo contrario. Aunque es posible que los miembros de las culturas iletradas, de modo casi unánime, mantengan la convicción de que han preservado perfectamente sus credos y sus rituales a lo largo de «cientos» o «miles» de generaciones (mil años son apenas unas cincuenta generaciones), ¿por qué deberíamos creerles? ¿Hay alguna evidencia que apoye su convicción tradicional? Hay muy poca:
De modo que, a primera vista, parecería que los nambudiri son, quizás, una afortunada y única cultura oral, que cuenta con algo de evidencia que apoya su convicción de que ellos han preservado sus rituales intactos. Si no fuera por los textos védicos, que aparentemente les son desconocidos y que a lo largo de los años nunca han consultado, no habría un patrón fijo contra el cual medir su confianza en la antigüedad de sus tradiciones. Pero, desafortunadamente, el cuento es demasiado bueno para ser enteramente cierto. Es posible que la tradición nambudiri sea oral, pero ellos no son iletrados (algunos de sus sacerdotes enseñan ingeniería, por ejemplo), y es difícil creer que se han mantenido enteramente aislados de los textos védicos. «Se sabe que durante el período de iniciación de su entrenamiento, que dura seis meses, en la preparación y en los ensayos que conducen al acontecimiento real se hace uso de cuadernos de notas, que son preparados por el anciano AcAryas, quien ya ha tomado parte en rituales previos»[12]. De modo que los nambudiri no son realmente un patrón independiente de cuan exacta puede ser la tradición oral.
Comparemos este problema con la continua investigación sobre la evolución de los lenguajes. Haciendo uso de complicados y sofisticados análisis probabilísticos, los lingüistas pueden deducir características de lenguajes orales extintos cuyos últimos hablantes han muerto hace milenios. ¿Cómo puede hacerse tal cosa sin que haya cintas con grabaciones que consultar ni textos en dicha lengua de los que pueda extrapolarse? Los lingüistas utilizan mucho el enorme corpus de datos textuales que encuentran en otros lenguajes tardíos, rastreando cambios lingüísticos, desde el griego ático al griego helenístico, del latín a las lenguas romances, y así sucesivamente. Cuando encuentran patrones comunes en estos cambios, han sido capaces de extrapolar retrospectivamente, con alguna confianza, cómo deben haber sido los lenguajes antes de que la escritura apareciera y fosilizara a algunos de ellos para que pudieran ser estudiados en épocas posteriores. Han logrado extraer regularidades en los cambios de pronunciación y en los cambios gramaticales, y han podido yuxtaponerlas sobre patrones de estabilidad, para llegar así a conjeturas supremamente bien fundamentadas y confirmadas entre sí respecto de cómo, por ejemplo, las palabras indoeuropeas eran pronunciadas mucho antes de que hubiera lenguajes escritos que, como insectos fosilizados en ámbar, preservaran sus claves[13].
Si tratásemos de usar el mismo truco de extrapolación con las creencias religiosas, primero tendríamos que establecer los patrones de estabilidad y las variaciones que hay en ellos, y hasta ahora no se ha probado que tal cosa sea plausible. Lo poco que sabemos acerca de las primeras religiones depende casi enteramente de los textos que han sobrevivido. Pagels (1979), por ejemplo, ofrece una perspectiva fascinante sobre los evangelios gnósticos, los primeros concursantes por la inclusión en el canon de los textos cristianos, gracias a la fortuita supervivencia de los textos escritos transmitidos como traducciones de copias de copias… de los originales.
Como consecuencia, no podemos aceptar por pura fe que las tradiciones religiosas iletradas que aún existen en el mundo sean tan antiguas como lo publicitan. Y ya sabemos que en algunas de estas religiones no existe una tradición de preservación obsesiva de los credos antiguos. Fredrik Barth, por ejemplo, encuentra una gran cantidad de evidencia de innovación entre los baktamans, y como lo señalan escuetamente Lawson y McCauley (2002: 83): «La perfecta fidelidad con respecto a las prácticas pasadas no es un ideal inquebrantable para los baktamans». De manera tal que, mientras no podamos estar bien seguros de que las personas con tradiciones orales han tenido algún tipo de religión durante miles de años, no deberíamos ignorar la posibilidad de que la religión que vemos (y registramos) hoy día pueda consistir de elementos que han sido inventados y reinventados más o menos recientemente.
Las personas corren, saltan y tiran piedras más o menos del mismo modo en todos lados, y esto se explica, generalmente, tanto a partir de las propiedades físicas de la musculatura y de las extremidades humanas, como a partir de la uniformidad de la resistencia del viento en todo el mundo, y no por el hecho de que una tradición se haya transmitido de algún modo de generación en generación. Por otra parte, donde dichas restricciones no garantizaran la reinvención, en ausencia de mecanismos que permitieran copiar fidedignamente los elementos culturales podrían deambular por todos lados rápidamente y sin ser reconocidos. Cada cual tiene sus gustos[14]. Y dondequiera que esta transmisión errante ocurra, automáticamente se seleccionarán los mecanismos que fortalecen la fidelidad de la copia cada vez que aparecen, sin que interese si a la gente le importa o no, pues cualquiera de estos mecanismos tenderá a persistir en el medio cultural durante más tiempo que los mecanismos alternativos (y no menos costosos) que logran copiarse a sí mismos de modo indiferente.
Una de las mejores maneras de asegurar la fidelidad de la copia a lo largo de muchas replicaciones es la estrategia de «la regla de la mayoría», base del comportamiento extraordinariamente confiable de las computadoras. Fue el gran matemático John von Neumann quien percibió el modo de aplicar este truco en el mundo real de la ingeniería, de forma que la máquina computacional imaginaria de Alan Turing pudiera volverse una realidad, permitiéndonos manufacturar computadoras altamente confiables a partir de partes inevitablemente poco fiables. La transmisión prácticamente perfecta de billones de bits es rutinariamente ejecutada aun por las computadoras más baratas de nuestros días, gracias a la "multiplexación de von Neumann». Sin embargo, este truco ha sido inventado y reinventado a lo largo de los siglos en muchas versiones. En los días que precedieron a la comunicación radial y a los satélites del sistema de posicionamiento global, en sus viajes largos los navegantes solían tener a bordo no uno, ni dos, sino tres cronómetros. Si se tenía un solo cronómetro y éste empezaba a ir más rápido o más despacio, nunca se sabría si se encontraba en un error. Si se llevaban dos y, eventualmente, ambos empezaban a entrar en desacuerdo, no se podría saber si uno estaba yendo más despacio o si el otro estaba yendo más rápido. Si se llevan tres, se puede estar bastante seguro de que el que se comporta de modo extraño es aquel en el que el error está acumulándose, pues de otro modo los que todavía concuerdan tendrían que haber fallado exactamente del mismo modo, lo que, en la mayor parte de las ocasiones es una coincidencia muy poco probable.
Mucho antes de que fuera conscientemente inventado o descubierto, este Buen Truco ya estaba incorporado como una adaptación de los memes. Puede verse funcionando en cualquier tradición oral, tanto religiosa como secular, en la que las personas actúan al unísono, por ejemplo cuando rezan, cuando cantan o cuando bailan. No todo el mundo recordará la letra o la melodía ni el siguiente paso, pero la mayor parte sí lo hará, y aquellos que pierdan el paso rápidamente podrán corregirlo volviendo a unirse a la multitud, preservando así las tradiciones de un modo mucho más confiable de lo que podrían hacerlo cada uno por su cuenta. Ello no depende de que haya memoriosos virtuosos esparcidos entre la gente; nadie necesita ser mejor que el promedio. Puede probarse matemáticamente que dichos esquemas de «multiplexación» pueden superar el fenómeno del «eslabón más débil», logrando crear una malla que es mucho más fuerte que el más débil de sus eslabones. No es accidental el hecho de que todas las religiones tengan ocasiones en las que sus partidarios se reúnen a actuar en público y al unísono en rituales. Cualquier religión que careciera de dichas ocasiones ya se habría extinguido[15].
Un ritual público es una excelente manera de preservar el contenido con altísima fidelidad, pero, en primer lugar, ¿por qué las personas están tan dispuestas a participar en los rituales? Dado que estamos asumiendo que ellas no tienen la intención de preservar la fidelidad en el proceso de copia de sus memes a partir de la constitución de una especie de memoria computacional social, ¿qué es lo que los motiva a unirse? Actualmente, aquí hay una mezcolanza de hipótesis en conflicto cuya resolución nos demandaría mucho tiempo y mucha investigación, así que es necesario elegir entre una gran cantidad de opciones[16]. Consideremos la que podríamos denominar «la hipótesis de la publicidad chamánica». Los chamanes de todo el mundo efectúan muchas de sus curaciones en ceremonias públicas, y son adeptos a que las personas locales no sólo observen mientras inducen a sus clientes o a sí mismos en un trance, sino que los incitan a participar tocando tambores, cantando, salmodiando y bailando. En su obra clásica Brujería, oráculos y magia entre los azande, el antropólogo Edward Evans-Pritchard (1937) describe vividamente estos procedimientos, y observa cómo los chamanes astutamente enlistan a una audiencia de espectadores conocedores convirtiéndolos, en efecto, en cómplices, y así impresionar a los no iniciados, para quienes esta demostración ceremonial es un espectáculo novedoso.
La curiosidad innata, estimulada por la música, la danza rítmica y otras formas de «boato sensorial» (Lawson y McCauley, 2002), probablemente podría explicar la motivación inicial a unirse al coro, en especial si, como muchos han empezado a sostener recientemente, ha evolucionado en nosotros el deseo innato de pertenecer, de unirse a los otros, particularmente a los más ancianos (tema del siguiente capítulo). También están los fenómenos de «hipnosis masiva» y de «histeria multitudinaria», que aunque aún son muy pobremente comprendidos, innegablemente producen potentes efectos observables cuando se reúne a las personas en multitudes y se les da algo emocionante frente a lo cual reaccionar. Una vez que las personas se hallan en el coro, otras motivaciones pueden tomar el poder. Cualquier cosa que haga excesivo el costo de no participar puede servir, y si los miembros de la comunidad adquieren la idea de estimular a los demás miembros, no sólo a participar, sino a infligir costos a aquellos que zafan de su responsabilidad de participar, el fenómeno puede empezar a sostenerse solo (Boyd y Richerson, 1992).
¿Tiene que haber alguien que quiera dar el primer paso? ¿Cómo podría empezar esto si no hubiera algunas personas, algunos agentes, que quisieran empezar una tradición ritual? Como es usual, esta corazonada delata una falla en la imaginación evolutiva. Por supuesto que es posible —y, en algunos casos, seguramente probable o incluso probado— que uno u otro líder comunitario se haya dispuesto a diseñar un ritual para servir a un propósito particular, pero ya hemos visto que un tal autor no es estrictamente necesario. Aun los costosos y elaborados rituales de repetición pública pudieron emerger a partir de prácticas y hábitos anteriores sin que hubiera un diseño consciente[17].
Aunque la repetición pública es un elemento clave en el proceso de incremento de la memoria, no es suficiente. También debemos examinar las características de aquello que es repetido, pues ellas mismas pueden ser diseñadas para ser memorizadas mucho más fácilmente. Una innovación clave es la descomposición del material a ser transmitido en algo parecido a un alfabeto: un repertorio más bien pequeño de normas de producción. En el apéndice A, describo el modo en el que la confiabilidad de la replicación de ADN, en sí misma, depende de que haya un ensamblaje o un código finito de elementos, una especie de alfabeto, como lo es A, C, G, T. Ésta es una forma de digitalización que permite que diminutas fluctuaciones o variaciones en la ejecución sean absorbidas o eliminadas en la siguiente ronda. La idea del diseño de la digitalización se ha hecho famosa en la era de las computadoras, pero algunas de sus aplicaciones anteriores pueden verse en el modo en que los rituales religiosos —al igual que las danzas, los poemas y las palabras— se descomponen en elementos fácilmente reconocibles, precisos para lo que Dan Sperber (2000) denomina "producción provocada» (véanse los apéndices A y C). Es posible que no haya dos personas que hagan la reverencia, o el saludo, o que bajen cortésmente la cabeza exactamente del mismo modo, pero cada uno de estos gestos será claramente reconocido como una reverencia, un saludo o una cortesía por el resto del grupo, el que, entonces, absorberá la interferencia del momento y transmitirá en el futuro sólo el esqueleto esencial, el «deletreo» de los movimientos. Cuando los niños observan a los mayores realizar los movimientos, tanto si se trata de una danza folklórica secular como de una ceremonia religiosa popular (y dicha distinción será bastante arbitraria y hasta inexistente en algunas culturas), están aprendiendo un alfabeto de comportamientos, y es posible que compitan entre sí para ver quién ejecuta el movimiento A de modo más arrojado, o el movimiento B más arqueado, o el canto C más sonoro. No obstante, todos ellos estarán de acuerdo acerca de cuáles son los movimientos, y precisamente en eso yace una inmensa compresión de la información que debe ser transmitida. Esta clase de compresión puede medirse precisamente en la computadora de su casa comparando el mapa de bits de una página de texto (que no hace distinción entre los caracteres alfabéticos y las manchas o los borrones de tinta, representando laboriosamente cada punto) con el archivo de texto de la misma página, que será enormemente más pequeño.
Hablar de un «alfabeto» como si estuviera compuesto por un conjunto «canónico» de cosas que hay que recordar constituye un doble anacronismo: es usar tecnología posterior (el lenguaje escrito y la elevación consciente y deliberada de un canon restringido de textos y creencias prescritos) para analizar las fortalezas del diseño en innovaciones anteriores de métodos de transmisión que carecen de autor. Posteriormente, éstos fueron mejorados por el uso del ritmo y de la rima —cometiendo nuevamente un anacronismo, puesto que esos términos «técnicos» seguramente fueron inventados mucho después de que la efectividad de las propiedades fuera "reconocida» por el relojero ciego de la selección cultural—. Tanto el ritmo y la rima como el tono musical proporcionaron un impulso adicional (Rubin, 1995), convirtiendo secuencias de palabras imposibles de recordar en «citas jugosas» (ya que estamos en éstas, revolquémonos entre anacronismos).
Una característica del diseño que, tal vez, sea un poco menos obvia, fue la inclusión de elementos incomprensibles. ¿Por qué esto ayudaría a la transmisión? Esto obliga a los transmisores a recurrir a la «cita directa» en circunstancias en las que ellos, de otro modo, estarían dispuestos a utilizar «citas indirectas», sencillamente a transmitir lo esencial de la ocasión «en sus propias palabras»— lo que constituye una peligrosa fuente de mutación—. La idea subyacente nos es suficientemente familiar a todos debido al (efectivo aunque usualmente despreciado) método pedagógico del aprendizaje a fuerza de repetición. "¡No trate de entender estas fórmulas! ¡Sólo memorícelas!». Si uno es simplemente incapaz de entender las fórmulas, o alguno de sus aspectos, no necesita más advertencia; no tiene otro recurso más que la memorización, y esto refuerza nuestra confianza en la repetición estricta y en la genial capacidad de corrección de errores que tienen los alfabetos. La advertencia, sin embargo, también puede estar allí, a manera de otra característica de fortalecimiento de la memoria: ¡Diga la fórmula exactamente! ¡Su vida depende de ello! (Si usted no dice la palabra mágica exactamente como debe ser, la puerta no se abrirá. El demonio te agarrará si te equivocas al pronunciar). Sólo por repetir el refrán que ya debe ser familiar: nadie tiene que entender las razones que subyacen a estas características, o incluso querer incrementar la fidelidad en la copia de los rituales en los que participan; ocurre, más bien, que los rituales que resultan favorecidos por estas características tendrán una ventaja replicativa poderosa sobre los rituales rivales que no las tengan.
Adviértase que, hasta ahora, las adaptaciones encontradas que son probables contribuyentes de la supervivencia de las religiones, han sido neutrales respecto del tema de si nosotros somos o no los beneficiarios. Éstas son características del medio, no del mensaje, que han sido diseñadas para garantizar la fidelidad de la transmisión —un requisito de la evolución— al tiempo que son casi enteramente neutrales respecto de si lo que es transmitido es bueno (un mutualista), malo (un parásito) o neutral (un comensal). Sólo para estar seguro: hemos formulado la hipótesis de que la evolución de los rituales chamánicos de curación fue probablemente un desarrollo benigno o mutualista, no simplemente un mal hábito por el que se dejaron embaucar nuestros ancestros, y que existe una gran probabilidad de que la adivinación realmente haya ayudado (y no sólo pareció ayudar) a nuestros ancestros a tomar decisiones cuando lo necesitaron. No obstante, éstas siguen siendo preguntas empíricas sin responder, sobre las que podríamos revisar nuestras opiniones, si así lo justifica la evidencia, sin que la teoría colapse. Y en este punto nadie debería objetar que aún no hemos empezado a hablar acerca de todo el bien que hace la religión. Todavía no hemos tenido que tratar ese asunto, que es como debe ser. Debemos terminar con nuestras opciones minimalistas con el fin de asentar los cimientos para considerar apropiadamente dicha pregunta.
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Capítulo 5. El costo obviamente excesivo de la religión popular, que constituye un desafío para la biología, puede explicarse a partir de hipótesis que aún no están confirmadas pero que pueden verificarse. Probablemente, la excesiva población de agentes imaginarios generada por el DHDA llevó a algunos candidatos a ejercer el oficio de colaboradores en la toma de decisión —en el caso de la adivinación—, o por ejemplo a ser cómplices de los chamanes en la manutención de la salud. Estos constructos mentales cooptados o exaptados estuvieron sujetos a extensas revisiones en el diseño bajo la presión selectiva por alcanzar una capacidad reproductiva.
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Capítulo 6. A medida que la cultura humana creció y las personas se volvieron más reflexivas, la religión popular empezó a transformarse en religión organizada; las justificaciones independientes de los diseños anteriores fueron complementadas, y a veces reemplazadas, por razones cuidadosamente confeccionadas a medida que las religiones empezaron a domesticarse.