IV
Las raíces de la religión

Todo es como es porque así es como quedó.

D’Arcy Thomson

1. El nacimiento de las religiones

Entre los hindúes existe un desacuerdo respecto de qué dios es superior, si Shiva o Vishnú, y muchos han sido asesinados por sus creencias sobre este asunto. «El Liñgapurana le promete el cielo de Shiva a quien asesine o le arranque la lengua a todo aquel que injurie a Shiva» (Klostermaier, 1994).

Entre los zulúes, cuando una mujer embarazada está a punto de dar a luz, algunas veces el «espíritu-serpiente de una anciana» se aparece furioso (de acuerdo con los chamanes), indicando que se debe sacrificar, a los ancestros de la tribu, una cabra o algún otro animal, para que el niño pueda nacer con buena salud (Lawson y McCauley, 1990:116).

Los jíbaros del Ecuador creen que el hombre tiene tres almas: el alma verdadera, que tenemos desde el nacimiento (y que retorna al lugar de nacimiento cuando morimos, luego se convierte en un demonio, que a su vez muere, y luego se convierte en una polilla gigante que, al morir, se convierte en niebla); el arutam, un alma que se obtiene después de haber ayunado, de haberse bañado en la cascada y de haber consumido parte del jugo alucinógeno (que aunque nos hace invisibles tiene el desafortunado hábito de abandonarnos cuando nos vemos en un aprieto); y el musiak, el alma vengadora que trata de escaparse de la cabeza de la víctima para ir a matar a su asesino. Es por eso que se debe encoger la cabeza de su víctima (Harris, 1993).

Estas prácticas y estas creencias tan curiosas no han existido «por siempre», a pesar de lo que digan sus devotos. Marcel Gauchet (1997: 22) comienza su libro sobre la historia política de la religión haciéndonos notar que "Por lo que sabemos, la religión ha existido, sin excepción, en todos los tiempos y en todos los lugares»; pero ésta no puede ser considerada la perspectiva de un historiador, y simplemente no es verdad. Hubo un tiempo en el que ni las creencias ni las prácticas religiosas se le habían ocurrido a nadie. Después de todo, en el pasado hubo un momento en el que no había ningún creyente sobre el planeta, aun antes de que hubiera creencia alguna sobre algo. Algunas creencias religiosas son verdaderamente antiguas (para los estándares históricos), pero muchas otras no, y sobre su advenimiento puede incluso leerse en los archivos de los periódicos. ¿Cómo aparecieron todas ellas?

A veces la respuesta parece suficientemente obvia, especialmente cuando contamos con registros históricos fiables sobre el pasado reciente. Cuando los europeos, en el siglo XV, visitaron por primera vez las islas del Pacífico sur en sus magníficos barcos de vela, los melanesios que vivían en las islas quedaron pasmados al ver estas embarcaciones, y los impresionantes obsequios que les regalaron los hombres blancos que vivían en ellas: herramientas de acero, rollos de tela, vidrios a través de los cuales se podía mirar, y otras mercancías que se encontraban más allá de su capacidad de comprensión. Entonces reaccionaron de un modo muy similar a como probablemente reaccionaríamos hoy si aparecieran unos visitantes del espacio exterior, capaces de aplastarnos a su antojo, llevando consigo tecnología con la que jamás hemos siquiera soñado: «Debemos hacernos de algunas piezas de su carga —diríamos— y aprender a sacar provecho de los poderes mágicos de estos visitantes». Y nuestros endebles esfuerzos por usar nuestro conocimiento para tomar el control de la situación y restaurar nuestra seguridad y nuestra sensación de poder probablemente divertirían a estos extraterrestres, tecnológicamente superiores, tanto como nos divertimos con la conclusión que sacaron los melanesios: que los europeos debían ser sus ancestros disfrazados, que volvían del reino de los muertos con riquezas inenarrables, como semidioses a los que había que adorar. Cuando a fines del siglo XIX los misioneros luteranos llegaron a Papúa y Nueva Guinea, con la intención de convertir al cristianismo a los melanesios, éstos los recibieron con pertinaz sospecha: ¿por qué razón estos tacaños ancestros disfrazados no sólo retienen su cargamento sino que los obligan a cantar himnos?

Los «cultos de carga» han aparecido una y otra vez en el Pacífico. Durante la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas estadounidenses arribaron a la isla de Tana para reclutar mil hombres con el objeto de que los ayudasen a construir un aeropuerto y una base militar en la vecina isla de Efate. Cuando los trabajadores retornaron contando historias de hombres blancos y negros que tenían posesiones jamás soñadas por los habitantes de Tana, la sociedad entera se sumió en la más profunda confusión. Los isleños, muchos de los cuales ya habían sido convertidos al cristianismo por los misioneros británicos,

[…] dejaron de ir a la iglesia y comenzaron a construir pistas de aterrizaje, depósitos y torres de radio de bambú, con la creencia de que si en Efate funcionó para traer a los norteamericanos, funcionaría con ellos en Tana. Se tallaron en bambú pequeñas figurillas de aviones norteamericanos, cascos y rifles, que se usaron luego como iconos religiosos. Los isleños empezaron a marchar en desfiles con las letras «USA» pintadas, talladas o tatuadas en sus pechos y espaldas. «John Frum» se convirtió en el nombre de su Mesías, a pesar de que no hay registro alguno de que hubiera habido un soldado norteamericano con ese nombre.

Cuando el último soldado norteamericano se hubo marchado, al final de la guerra, los isleños predijeron el retorno de John Frum. El movimiento continuó hasta florecer, y el 15 de febrero de 1957 se izó la bandera de los Estados Unidos en la bahía Azufre con el fin de declarar oficialmente la religión de John Frum. Cada año, en esta fecha, se celebra el día de John Frum. Ellos creen que John Frum, en compañía de sus guerreros, aguarda en el volcán Yasur el momento de entregar su carga a la gente de Tana. Durante las festividades, los ancianos imitan al ejército marchando en una suerte de combinación de ejercicios de entrenamiento militar y danzas tradicionales. Algunos cargan rifles de imitación hechos de bambú y visten prendas alusivas al ejército norteamericano, tales como gorras, camisetas y abrigos. Creen que sus rituales anuales harán que el dios John Frum baje del volcán y reparta el cargamento de prosperidad entre todos los isleños (MotDoc, 2004).

Y aún más recientemente, hacia 1960, en la isla Nueva Bretaña, en Papúa y Nueva Guinea se fundó el culto de Pomio Kivung. Todavía prospera

La doctrina de Pomio Kivung sostiene que la observancia de las Diez Leyes (una versión modificada del Decálogo [los Diez Mandamientos]) y la práctica fidedigna de un extenso conjunto de rituales, que incluyen el pago de multas para conseguir absoluciones, son esenciales para el cultivo moral y espiritual necesario para acelerar el retorno de los ancestros. El más importante de esos rituales busca apaciguar a los ancestros, quienes crearon el denominado «Gobierno del pueblo». Encabezado por Dios, el gobierno del pueblo incluye a todos los ancestros a quienes Dios ha perdonado y perfeccionado.

Los líderes espirituales de Pomio Kivung han sido su fundador, Koriam, su principal asistente, Bernard, y el sucesor de Koriam, Kolman. Sus seguidores consideran que los tres son ya miembros del gobierno del pueblo y que, por tanto, son divinidades. Aunque los tres hubieran residido en la tierra físicamente (específicamente, en la región Pomio de la provincia), sus almas han morado entre los ancestros desde siempre.

La consecución de una purificación colectiva suficiente es la condición decisiva para inducir el retorno de los ancestros e inaugurar así el «Período de las compañías». El período de las compañías será una era de prosperidad sin precedentes, que resultará de la transmisión de conocimiento y de la infraestructura industrial requerida para la producción de maravillas tecnológicas y de riquezas materiales similares a las del mundo occidental (Lawson y McCauley, 2002: 90).

Es posible que estos casos sean excepcionales. Usted puede creer que su religión empezó a existir cuando Dios reveló su verdad fundamental a alguna persona particular, quien luego se la transmitió a los demás. Ella sigue prosperando hoy debido a que usted, al igual que los demás miembros de su fe, sabe que ésta es la verdad, y que Dios los ha bendecido y los ha alentado a seguir manteniendo la fe. Para usted, es así de simple. Y, ¿por qué existen todas las otras religiones? Si todas esas personas están francamente equivocadas, ¿por qué sus credos no se desmoronan tan fácilmente como lo hacen las falsas ideas sobre agricultura, o las prácticas de construcción obsoletas? Quizás usted crea que se desmoronarán a su debido tiempo, y que sólo quedará en pie la verdadera religión, su religión. Sin duda existen algunas razones para creer esto. Además de las religiones más importantes del mundo actual, aquellas cuyo número de adherentes oscila entre los cientos de miles y los millones, y que acaso superen la docena, existen miles de religiones reconocidas mucho menos populosas. Cada día surgen dos o tres nuevas religiones cuya esperanza de vida es, típicamente, de menos de una década[1]. No existe modo alguno de saber cuántas religiones distintas habrán prosperado, al menos por un rato, durante los últimos diez, cincuenta o cien años; quizás hayan sido millones, pero cualquier rastro de ellas se ha perdido para siempre.

Algunas religiones cuentan con historias que, según se ha confirmado, datan de varios milenios atrás —sólo si somos generosos con nuestros límites, claro—. Como nos lo recuerda su nombre oficial, la iglesia mormona tiene menos de doscientos años: la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. El protestantismo tiene menos de quinientos años de edad, el islamismo menos de mil quinientos, y el cristianismo menos de dos mil. El judaísmo no alcanza siquiera a doblar ese número, y la verdad es que los judaísmos de la actualidad han evolucionado significativamente con respecto al primer judaísmo identificable, aunque las variedades de judaísmo no son nada en comparación con el desenfrenado florecimiento de variaciones que la cristiandad ha engendrado en los últimos dos milenios.

Biológicamente hablando, todos éstos son períodos de tiempo cortos. Ni siquiera son largos cuando se los compara con otras características de la cultura humana cuyas edades son mucho mayores. La escritura tiene más de cinco mil años de edad, la agricultura más de diez mil, y el lenguaje —¿quién sabe?— quizá «sólo» cuarenta mil, aunque es posible que tenga una antigüedad diez o veinte veces mayor. Éste es un tema de investigación muy controvertido, y dado que es ampliamente aceptado que los lenguajes naturales, totalmente articulados, deben haberse desarrollado a partir de alguna especie de protolenguaje (que pudo haber evolucionado a lo largo de cientos de miles de años), no existe consenso alguno respecto de qué podría considerarse como el nacimiento del lenguaje. ¿Acaso el lenguaje es más antiguo que la religión? Como quiera que se daten sus orígenes, el lenguaje es mucho, mucho más antiguo que cualquier religión existente, o incluso que cualquier religión de la que tengamos algún conocimiento histórico o arqueológico. La evidencia arqueológica más antigua e impresionante que tenemos son los elaborados sitios de sepultura Cro-Magnon en la República Checa, y éstos tienen cerca de unos veinticinco mil años de edad[2]. Aunque es difícil decirlo con exactitud, algo como la religión pudo haber existido durante los primeros días del lenguaje, o incluso antes. ¿Cómo eran nuestros ancestros antes de que existiera algo como la religión? ¿Acaso eran parecidos a las bandas de chimpancés? ¿Sobre qué hablaban —si es que lo hacían— además de comida, depredadores y cortejos? ¿El clima? ¿Chismes? ¿Cuál fue el suelo psicológico y cultural en el que inicialmente echó raíces la religión?

Tentativamente, podríamos trabajar a la inversa, extrapolar siguiendo la dirección de nuestra restricción biológica fundamental: cada paso innovador tiene que «pagar su propio costo», de algún modo, en el entorno que existía cuando éste ocurrió inicialmente, e independientemente de cuál sea el papel que pudo haber tenido en entornos posteriores. ¿Cómo podrían explicarse, entonces, tanto las diversidades como las similitudes entre las ideas religiosas que observamos en todo el mundo? ¿Acaso las similitudes se deben al hecho de que todas las ideas religiosas surgieron de una idea ancestral común, que luego fue transmitida por generaciones y generaciones, a medida que las personas se desperdigaban por el mundo? ¿O será que dichas ideas han sido redescubiertas independientemente por cada cultura, debido a que sencillamente son verdaderas, y a que son suficientemente obvias como para que se les ocurran a las personas a su debido tiempo? Obviamente, éstas son simplificaciones ingenuas y excesivas, pero al menos son intentos por preguntar y por responder algunas preguntas explícitas que, con frecuencia, la gente deja sin examinar tras haber perdido el interés por ellas, una vez que le han encontrado un propósito o una función a la religión tal que les parezca muy plausible: el de responder a una "necesidad humana» lo suficientemente grande como para que logre explicar el gasto manifiesto de tiempo y energía que la religión requiere. Los tres propósitos o raisons d’être favoritos para la religión son:

  1. Consolarnos en nuestro sufrimiento y aquietar nuestro temor a la muerte.
  2. Explicar cosas que no podemos explicar de otros modos.
  3. Promover la cooperación grupal cuando se enfrentan duras pruebas y enemigos.

Se han escrito miles de libros y artículos defendiendo estas afirmaciones, y lo más probable es que estas ideas, tan convincentes y familiares, sean ciertas —al menos en parte—. No obstante, si se decide por una de ellas, o incluso por las tres tomadas en conjunto, se sucumbe ante un desorden que, con frecuencia, se encuentra entre las ciencias sociales y las humanidades: satisfacción precoz de la curiosidad. Hay muchas otras preguntas que formular al respecto, y es mucho más lo que queda por entender. ¿Por qué estas ideas en particular consuelan a las personas? (Y, ¿qué es exactamente lo que ellas consuelan? ¿Acaso podrían encontrarse otras ideas mejores y más reconfortantes?) ¿Por qué a las personas les resultan atractivas precisamente estas ideas en tanto que explicaciones de acontecimientos desconcertantes? (¿Y cómo pueden haber aparecido? ¿Quizás a algún aspirante a protocientífico se le ocurrió una teoría sobrenatural que luego ganó prosélitos entre sus entusiastas vecinos?) ¿Cómo hacen estas ideas para conseguir una mejoría en la cooperación, a pesar de las sospechas y las defecciones? (Y, una vez más, ¿cómo pudieron surgir? ¿Acaso algún sabio líder tribal inventó la religión para darle a su tribu una ventaja, frente a las tribus rivales, en lo relativo al trabajo en equipo?).

Algunas personas suponen que lo máximo a lo que podemos acceder es a estas simples especulaciones sobre tales procesos y resultados del pasado remoto. Algunos insisten en ello, y su vehemencia revela el hecho de que les da temor estar equivocados. Y lo están. Hoy, gracias a los avances en una variedad de ciencias, podemos definir mejor estas preguntas y empezar a contestarlas. En este, y en los siguientes cuatro capítulos, trataré de brindar la mejor versión actualizada de la historia que la ciencia puede dar hoy acerca de cómo las religiones se convirtieron en lo que son. De ningún modo estoy diciendo que esto es lo que la ciencia ha establecido ya acerca de la religión. La idea principal de este libro es insistir en que todavía no sabemos las respuestas a estas importantes preguntas, aunque podemos descubrirlas si hacemos un esfuerzo concertado. Probablemente, algunos de los rasgos de la historia que relataré se demuestren equivocados a su debido tiempo. Quizá muchos de ellos estén equivocados. El propósito de intentar bosquejar toda una historia ahora, sin embargo, es el de poner sobre la mesa algo que no sólo sea verificable sino también digno de verificación. Arreglar algo que tiene fallas es usualmente más fácil que tratar de construir algo desde cero. El intento de cerrar las brechas en nuestro conocimiento nos obliga a formular preguntas que no nos habíamos formulado antes, y nos pone los asuntos en una perspectiva que permitirá que haya más preguntas que formular y responder. Y ello, por sí mismo, puede socavar la proclamación derrotista de que éstos son misterios que se encuentran más allá de toda comprensión humana. Muchas personas desearían que éstas fueran preguntas incontestables. Veamos qué pasa cuando desafiamos su pesimismo defensivo y lo intentamos.

2. La materia prima de la religión

Debemos concluir, por lo tanto, que,

en todos los pueblos que abrazaron

el politeísmo, las primeras ideas de religión

no surgieron de la contemplación de

las obras de la naturaleza, sino del interés

por los hechos de la vida y de los incesantes

temores y esperanzas que mueven

a la mente humana.

David Hume, Historia natural de la religión*

Mis guías son los científicos pioneros que han comenzado a enfrentar estas preguntas con imaginación y con disciplina. Un biólogo o un psicólogo evolucionista que sólo conoce en profundidad una sola religión, y que tiene apenas una cierta noción de la (des)información respecto de las otras (como la mayor parte de nosotros), con casi total seguridad generalizará más de lo debido, a partir de su familiaridad idiosincrásica, cuando trate de formular preguntas. Un historiador social o un antropólogo que posea una gran cantidad de conocimientos acerca de las creencias y de las prácticas de las personas de todo el mundo, pero que a la vez sea bastante ingenuo con respecto a la evolución, será igualmente proclive a plantear los problemas de manera equivocada. Por fortuna, recientemente algunos investigadores bien informados han empezado a atar los cabos de estas distantes perspectivas, consiguiendo resultados excitantes. Vale la pena leer íntegramente sus libros y sus artículos, como espero convencerlos tras presentarles algunas secciones destacables.

El libro de Jared Diamond, Armas, gérmenes y acero (1997), es una exploración muy reveladora de algunos efectos sumamente específicos de la geografía y la biología en las etapas tempranas del desarrollo de la agricultura en diferentes partes del mundo y en épocas distintas. Cuando los primeros agricultores domesticaron animales, naturalmente empezaron a vivir muy próximos de ellos, lo que aumentó la probabilidad de que los parásitos de los animales saltasen de especie en especie. Todas las enfermedades infecciosas más serias conocidas por la humanidad, como la viruela y la gripe, derivan de animales domesticados; nuestros pobres ancestros agricultores debieron pasar por una horrorosa criba en la que muchos millones sucumbieron ante las primeras versiones de estas enfermedades, y sólo pudieron reproducirse los suficientemente afortunados que tenían alguna inmunidad natural. Muchas generaciones de este embudo evolutivo garantizaron la relativa inmunidad, o al menos la tolerancia, de sus descendientes a los descendientes de tales variedades virulentas de parásitos. Cuando los nietos de estos descendientes, que vivían principalmente en Europa, desarrollaron la tecnología que les permitió cruzar los océanos, trajeron consigo sus gérmenes, y fueron los gérmenes, más que las armas y el acero, los que arrasaron con grandes porciones de las poblaciones indígenas que encontraron a su paso. El papel de la agricultura en la producción de nuevas enfermedades, y la relativa inmunidad adquirida por las personas que llegaron a sobrevivir a los estragos de los primeros tiempos de la agricultura, pueden ser estudiados ahora con alguna precisión pues, a partir de los genomas de las especies existentes de plantas, animales y gérmenes, podemos extrapolar hacia atrás. Los accidentes geográficos significaron para las naciones europeas una gran ventaja inicial, fundamental a la hora de explicar por qué, en los siglos siguientes, ellos serían los colonizadores y no los colonizados.

El libro de Diamond —que le valió el premio Pulitzer— es merecidamente reconocido, pero no es el único. Hay una nueva generación de investigadores interdisciplinarios trabajando para cruzar a la biología con las pruebas recogidas por historiadores, antropólogos y arqueólogos durante siglos de trabajo. Pascal Boyer y Scott Atran son dos antropólogos que han desarrollado un extenso trabajo de campo en África y Asia, y que además son entendidos en teoría evolutiva y en psicología cognitiva. Sus dos libros más recientes, Religion explained: The evolutionary origin of religious thought (Boyer, 2001) y In Gods we trust (Atran, 2002), desarrollan explicaciones armónicas, en su mayor parte, sobre los pasos más importantes dados por ellos en el trabajo tan abrumador en el que, junto con otros, se han involucrado. También hay que mencionar a David Sloan Wilson, biólogo evolucionista que en años recientes se ha dedicado a hacer análisis que explotan sistemáticamente el Archivo del Área de las Relaciones Humanas, una base de datos de todas las culturas del mundo compiladas por antropólogos. En su libro más reciente, Darwin’s cathedral: Evolution, religion, and the nature of society (2002) expone sus mejores y más actualizadas razones en favor de la hipótesis de que la religión es un fenómeno social diseñado (por la evolución) para mejorar la cooperación en el interior de (no entre) los grupos humanos. De acuerdo con Wilson, la religión emergió a través de un proceso de selección grupal, una noción controvertida de la teoría evolutiva que muchos teóricos evolucionistas no rechazan, pero a lo sumo la consideran como un proceso marginal para el que es muy improbable que se den, y que persistan por un tiempo, las condiciones de éxito. Existen razones muy profundas para que nos mostremos escépticos frente a la selección grupal, sobre todo en nuestra especie, y es porque la tesis de Wilson —que la religión es un agente que incrementa la cooperación— es tan profundamente atractiva para tanta gente por lo que, precisamente, debemos fortalecer nuestro ánimo para evadir pensamientos ilusorios. Por lo general, sus críticos han convenido en que (hasta ahora) Wilson no ha tenido éxito en presentar razones convincentes en favor de su tesis radical de la selección grupal. No obstante, incluso una teoría científica tan duramente criticada puede hacer una contribución importante a la constante acumulación de conocimiento científico, a condición de que las pruebas presentadas, tanto en favor como en contra, hayan sido reunidas escrupulosamente (para una ampliación de este punto, véase el apéndice B). Presentaré ahora los principales puntos con los que acuerdo, y aunque también reconoceré los muchos puntos de disenso, relegaré la mayor parte de los detalles a las notas finales y a los apéndices, de modo que aquellos que tengan un gusto especial por ellos podrán (empezar a) dedicarse a ahondar en sus propias consideraciones al respecto.

En términos relativamente accesibles, tanto Boyer como Atran nos presentan el trabajo de una pequeña pero creciente comunidad de investigadores[3]. Su tesis central es la siguiente: para poder explicar por qué las personas se han aferrado tanto a las diversas prácticas e ideas religiosas, es necesario entender primero la evolución de la mente humana. Durante muchos siglos, la mayor parte de los filósofos y los teólogos sostuvieron que la mente humana (o el alma) era una cosa inmaterial e incorpórea, lo que Rene Descartes llamó una res cogitans (una cosa pensante). En un sentido era infinita, inmortal y completamente inexplicable por medios materiales. Ahora sabemos que la mente no se encuentra en comunicación con el cerebro de una manera milagrosa, como Descartes confusamente supuso, sino que es el cerebro, o, más específicamente, un sistema de organización dentro del cerebro que ha evolucionado de un modo muy similar a como lo han hecho nuestros sistemas inmunitario, respiratorio o digestivo. Al igual que otras muchas maravillas naturales, en cierta medida la mente humana es una bolsa de trucos, armada un poco a la carrera, a lo largo de miles de años, por el proceso, ciego y carente de prospección, de la evolución por selección natural. Forzada por las demandas de un mundo peligroso, la mente humana está profundamente sesgada en favor del reconocimiento de aquellas cosas que más importaban para el éxito reproductivo de nuestros ancestros[4].

Algunas características de nuestra mente son dotes que compartimos con criaturas más simples, mientras que otras son específicas de nuestro linaje y, por tanto, han evolucionado mucho más recientemente. A veces estas características se pasan de la raya, a veces tienen curiosos subproductos, y a veces están listas para ser explotadas por otros replicadores. De todos los peculiares efectos generados por la bolsa entera de trucos —el conjunto de nuestros «artilugios», como Boyer los llama— sucede que algunos de ellos interactúan de tal manera que se refuerzan mutuamente, creando patrones observables en todas las culturas, con interesantes variaciones. Algunos de estos patrones se parecen un poco a las religiones, o a las seudo religiones, o a las protorreligiones. Los subproductos de los muchos artilugios son lo que Boyer (2001: 50) denomina «conceptos»:

Ocurre que algunos conceptos se conectan con sistemas de inferencia en el cerebro de un modo tal que facilitan el recuerdo y la comunicación. Algunos conceptos disparan nuestros programas emocionales de maneras particulares. Y también ocurre que algunos de nuestros conceptos se conectan con nuestra mente social. Así, algunos de ellos están representados de tal modo que muy pronto se convierten en comportamientos plausibles y directos. Los conceptos que hacen todo esto son los conceptos religiosos que en realidad observamos en las sociedades humanas.

Boyer hace una lista de más de media docena de sistemas cognitivos que agregan efectos a esta receta para la religión: un sistema detector de agentes, un administrador de memoria, un detector de tramposos, un generador de intuiciones morales, un sistema aficionado a las historias y a la narración de cuentos, varios sistemas de alarma y un sistema de lo que yo llamo «la perspectiva intencional»*. Cualquier mente con este conjunto particular de herramientas de pensamiento y de predisposiciones estará obligada —según afirma— a adoptar, tarde o temprano, algo parecido a una religión. Atran y otros ofrecen explicaciones en gran medida concordantes, y aunque bien vale la pena explorar los detalles, aquí sólo bosquejaré parte de la imagen global, de manera que podamos apreciar la forma general de la teoría, sin valorar (aún) su veracidad. Tomaría décadas de investigación poder asegurar alguna parte de esta teoría, pero por lo pronto podemos hacernos una idea de cuáles son sus posibilidades y, por lo tanto, de cuáles son las preguntas que intentamos responder.

3. ¿Cómo se encarga la naturaleza del problema de las otras mentes?

Descubrimos caras humanas en la luna,

ejércitos en las nubes. Y por una natural

inclinación, si ésta no es corregida por

la experiencia o la reflexión, atribuimos

malicia o bondad a todas las cosas

que nos lastiman o agradan.

David Hume, Historia natural de la religión**

«¡Vi que lo besaste!». «Es verdad».

«¿Y la modestia?». «Se mantuvo estrictamente:

Él me pensó dormida; al menos yo sabía

que él pensaba que yo pensaba que

él pensaba que yo dormía».

Coventry Patmore, «The kiss»

Lo primero que debemos entender acerca de las mentes humanas, en tanto que hogares adecuados para la religión, es cómo nuestras mentes entienden a otras mentes. Todo lo que se mueve necesita de algo como una mente para mantenerlo fuera de peligro y ayudarle a encontrar las cosas buenas; incluso una humilde almeja, que tiende a quedarse en un solo sitio, posee una de las características clave de una mente: un mecanismo de evasión de daño para su «pie» alimentador, que le sirve para retirarlo y traerlo al interior de su concha cuando detecta algo alarmante. Cualquier vibración o sacudida es suficiente para activarlo, y aunque probablemente la mayor parte de ellas sean inofensivas, el lema de la almeja (es decir, la justificación independiente del sistema de alarma de la almeja) es: «mejor es prevenir que lamentar». Otros animales locomotores han desarrollado métodos más refinados; en particular, ellos tienden a tener la habilidad de dividir los movimientos detectados en dos: los banales (el susurro de las hojas, el vaivén de las algas marinas) y los potencialmente vitales, como el «movimiento animado» (o «movimiento biológico») de otro agente, otro animal con una mente, que bien puede ser un depredador, una presa, una posible pareja o un congénere rival. Por supuesto, esto es económicamente conveniente. Si ante cada movimiento que se detecta uno se espanta, nunca encontrará comida, pero si uno no se espanta ante los movimientos peligrosos, termina siendo la comida de otro. Éste es otro Buen Truco, una innovación evolutiva —como lo es la visión, o volar— tan útil para tantas y tan variadas formas de vida que ha evolucionado una y otra vez en muchas especies distintas. Algunas veces este Buen Truco puede ser demasiado bueno; en ese caso nos encontramos con lo que Justin Barrett (2000) llama un dispositivo hiperactivo de detección de agentes o DHDA* Tales desmesuras no se restringen sólo a los seres humanos. Cuando su perro se para de un brinco y gruñe a la nieve que acaba de caer del alero, produciendo un ruido sordo que lo despierta de su siesta, él está manifestando una respuesta, disparada por su DHDA, pero orientada hacia un «falso positivo».

Investigaciones recientes sobre inteligencia animal (Whiten y Byrne, 1988, 1997; Hauser, 2000; Sterelny, 2003; véase también Dennett, 1996) han mostrado que algunos mamíferos y pájaros, y quizá también algunas otras criaturas, extienden sus habilidades de discriminación de agentes hacia territorios más sofisticados. La evidencia muestra que no sólo distinguen los movimientos animados del resto de los movimientos, sino que, además, son capaces de establecer distinciones entre los tipos de movimientos a los que probablemente hay que anticiparse y los movimientos que son meramente animados: ¿me atacará o huirá?, ¿se moverá a la izquierda o a la derecha?, ¿retrocederá si lo amenazo?, ¿me estará viendo ya?, ¿querrá comerme o será que prefiere perseguir a mi vecino? Estas mentes animales más astutas han descubierto el truco adicional de la adopción de la perspectiva intencional (Dennett, 1971,1983,1987): ellas tratan a las otras cosas del mundo como:

Una vez que los animales empezaron a adoptar la perspectiva intencional, siguió una especie de carrera armamentista —con estratagemas y contraestratagemas, movimientos engañosos y detecciones inteligentes de movimientos engañosos— que llevó a las mentes animales a alcanzar mayor sutileza y poder. Si usted alguna vez ha intentado atrapar o agarrar a un animal salvaje, entonces tiene alguna idea de la astucia que ha desarrollado (desenterrar almejas, en contraste, es un juego de niños. Las almejas no han desarrollado una perspectiva intencional, aunque sí cuentan con un simple DHDA que puede dispararse con la caída de un cabello).

Aunque la utilidad de la perspectiva intencional en la descripción y la predicción del comportamiento animal es innegable, ello no significa que los animales estén al tanto de lo que están haciendo. Cuando un pájaro de los que hacen nidos en el suelo por ejemplo aleja al depredador de sus polluelos por medio de un ritual de distracción, lo que en realidad hacen es una farsa convincente de que tiene un ala rota, con lo que crea, para cualquier depredador que esté observando, la tentadora ilusión de ser una presa fácil. Pero el pájaro no necesita entender tan astuto ardid. Aunque necesita entender las condiciones en las que es más probable tener éxito, de modo que pueda ajustar su comportamiento para adecuarse mejor a las variaciones con las que podría encontrarse, el pájaro no necesita estar al corriente de la razón, aun más profunda, subyacente a sus acciones, así como tampoco necesita estarlo el cuco recién nacido cuando empuja los huevos rivales fuera del nido, con el fin de maximizar la comida que recibirá de sus padres adoptivos.

Los investigadores tienen varios términos diferentes para la perspectiva intencional. Algunos la llaman «teoría de la mente» (Premack y Woodruff, 1978; Leslie, 1987; Gopnik y Meltzoff, 1997), pero como existen algunos problemas con esta formulación, voy a quedarme con mi terminología más neutral[5]. Cada vez que un animal trata alguna cosa como si fuera un agente, con creencias y deseos (con conocimiento y con metas), diré que está adoptando la perspectiva intencional, o que está tratando a tal objeto como un sistema intencional. Para un animal, resulta muy útil adoptar la perspectiva intencional en un mundo hostil (Sterelny, 2003), pues hay cosas allá afuera que quizá deseen a dicho animal, y que quizá tengan creencias acerca de dónde se encuentra o hacia dónde se dirige. Entre las especies que han desarrollado una perspectiva intencional existe una considerable variación en sus niveles de sofisticación. Enfrentados a un enemigo amenazador, muchos animales pueden tomar la decisión —sensible a la información que reciben— de retirarse o de desafiar la amenaza de su rival, pero la prueba de que tienen alguna noción de qué es lo que están haciendo y por qué es muy escasa. Existe alguna evidencia (controvertida) de que los chimpancés pueden creer que otro agente —digamos, otro chimpancé o un ser humano— sabe que la comida está en la caja en lugar de la canasta. Esto es intencionalidad de segundo orden (Dennett, 1983), que involucra creencias acerca de creencias (o creencias acerca de deseos, o deseos acerca de creencias, etc.), pero (todavía) no existe evidencia de que algún animal no humano pueda desear que usted crea que él piensa que usted está escondido detrás del árbol de la izquierda, y no del de la derecha (intencionalidad de tercer orden). Sin embargo, incluso niños en edad preescolar son dichosos haciendo juegos en los que un niño desea que otro pretenda no saber que el primer niño quiere que el otro crea que (intencionalidad de quinto orden): «¡Tú eres el sheriff, y me preguntas por dónde se fueron los ladrones!».

Cualquiera que sea la situación con los animales no humanos —y éste es un tema de investigación candente y vigorosamente debatido[6] no hay duda alguna de que a los seres humanos normales no hay que enseñarles a concebir el mundo como si contuviera cantidades de agentes que, como ellos, tienen creencias y deseos, así como creencias y deseos acerca de las creencias y los deseos de los otros, y creencias y deseos acerca de las creencias y deseos que los otros tienen respecto de ellos, y así sucesivamente. Este uso virtuoso de la perspectiva intencional nos resulta natural, y tiene el efecto de saturar nuestro entorno humano con psicología popular (Dennett, 1981). Experimentamos el mundo no sólo como si estuviera lleno de cuerpos humanos, sino también de seres que recuerdan y que olvidan, que piensan y que esperan, de villanos e inocentes, de rompedores de promesas, de amenazadores, de aliados, de enemigos. De hecho, aquellos seres humanos a los que les resulta difícil percibir el mundo de este modo la categoría mejor estudiada son los que sufren de autismo tienen una discapacidad más significativa que aquellos que han nacido ciegos o sordos (Baron-Cohen, 1995; Dunbar, 2004).

Nuestro impulso innato a adoptar la perspectiva intencional es tan poderoso que tenemos serias dificultades cuando lo apagamos porque ya no es oportuno. Cuando muere alguien que amamos, o incluso cuando muere alguien que apenas conocemos, de repente nos enfrentamos a una enorme tarea de actualización cognitiva: la de revisar todos nuestros hábitos de pensamiento para adecuarnos a un mundo en el que hay un sistema intencional familiar menos. «Me pregunto si a ella le habría gustado que…» «¿Será que ella sabe que yo soy…?» «Ah, mira, esto es algo que ella siempre quiso…». Una porción considerable del dolor y la confusión que sufrimos cuando nos enfrentamos a la muerte es causada por los frecuentes, casi obsesivos, recordatorios que nos son arrojados por los hábitos de nuestra perspectiva intencional, como si fueran esas molestas ventanas emergentes en Internet, sólo que mucho, mucho peores. No podemos, simplemente, «eliminar el archivo» de nuestros bancos de memoria, además de que no querríamos ser capaces de hacerlo. Lo que mantiene a muchos de estos hábitos en su lugar es el placer que adquirimos al dejarnos llevar por ellos[7]. Y por eso les damos vueltas en la cabeza, atraídos hacia ellos como las polillas a las velas. Preservamos reliquias y otros recuerdos de las personas fallecidas, fabricamos imágenes suyas y contamos historias sobre ellas, para prolongar esos hábitos de la mente incluso cuando ya empiezan a desvanecerse.

Pero hay un problema: un cadáver es una fuente poderosa de enfermedades, y nosotros hemos desarrollado un mecanismo compensatorio innato de fuerte desagrado para obligarnos a mantener cierta distancia. Empujados por la añoranza y repelidos por el asco, nos sentimos profundamente confundidos cuando nos enfrentamos al cuerpo sin vida de un ser amado. No es de extrañar, entonces, que esta crisis juegue un rol tan central en el nacimiento de las religiones en todas partes. Como Boyer (2001:203) enfatiza, algo tiene que hacerse con el cadáver, y tiene que ser algo que satisfaga o que apacigüe impulsos innatos rivales con poder dictatorial. Lo que parece haber evolucionado en cada lugar, ese Buen Truco que nos sirve para manejar una situación desesperada, consiste en una elaborada ceremonia en la que se remueve el peligroso cuerpo del entorno cotidiano, enterrándolo o quemándolo, y luego se le añade la interpretación de la persistente activación de los hábitos de la perspectiva intencional —interpretación que es compartida por todos aquellos que conocieron al muerto— en términos de la presencia invisible del agente como si fuera un espíritu, una especie de persona virtual creada por las afectadas disposiciones mentales de los sobrevivientes, pero casi tan vivida y robusta como una persona viva.

¿Qué rol juega el lenguaje en todo esto, si es que juega alguno? ¿Somos la única especie de mamífero que entierra a sus muertos porque somos la única especie que puede hablar acerca de lo que compartimos cuando nos enfrentamos a un cadáver fresco? ¿Acaso las prácticas funerarias de los neandertales demuestran que ellos deben haber tenido un lenguaje totalmente articulado? Éstas son algunas de las preguntas que debemos tratar de responder. Los lenguajes del mundo tienen un buen surtido de verbos para las variedades básicas de manipulación de creencias y deseos: nosotros pretendemos y mentimos, pero también engañamos, sospechamos, halagamos, fanfarroneamos, tentamos, disuadimos, obligamos, prohibimos y desobedecemos, por ejemplo. ¿Acaso nuestro virtuosismo como psicólogos naturales era un requisito para que tuviéramos habilidad lingüística? ¿O será al revés, que nuestro uso del lenguaje hizo que nuestros talentos psicológicos fueran posibles? Actualmente, ésta es otra área controvertida de investigación, y probablemente la verdad sea que —como ocurre tantas veces— hubo un proceso coevolutivo, en el que cada talento se alimentaba del otro. Plausiblemente, el acto mismo de la comunicación verbal requiere de algún nivel de comprensión de intencionalidad de tercer orden: tengo que querer que usted reconozca lo que estoy tratando de informarle, para así poder hacerle creer lo que estoy diciendo (Grice, 1957,1969; Dennett, 1978; véase también Sperber y Wilson, 1986). No obstante, al igual que el polluelo del cuco, un niño puede ponerse en marcha sin tener mayor idea de lo que está haciendo, y puede conseguir una comunicación exitosa sin tener ninguna comprensión reflexiva de la estructura que subyace a la comunicación intencional; en realidad, sin tener siquiera que reconocer que lo que está haciendo es comunicándose.

Una vez que comenzamos a hablar (con otra gente), somos empapados por nuevas palabras, y algunas logramos más o menos entenderlas. Algunos de estos objetos de la percepción, tales como «pretender», «fanfarronear» y «tentar», nos ayudarán a llamar la atención y a enfocarnos sobre casos en los que alguien pretende, fanfarronea o tienta, facilitándonos así una buena cantidad de práctica en psicología popular por muy poco precio. Es probable que los chimpancés y otros animales también sean "psicólogos naturales», como los ha llamado Nicholas Humphrey (1978), pero dado que carecen de lenguaje nunca van a llegar a intercambiar sus impresiones o a discutir casos con otros psicólogos naturales. La expresión de la perspectiva intencional en la comunicación verbal no sólo acrecienta la sensibilidad, la capacidad discriminatoria y la versatilidad de cada psicólogo popular, sino que también logra magnificar y complicar el fenómeno de la psicología popular al que se le está prestando atención. Es posible que un zorro sea astuto, pero una persona que pretenda halagarnos declarando que uno es tan astuto como un zorro tiene más trucos debajo de la manga de los que tiene el zorro, y muchos más por un amplio margen.

El lenguaje nos da el poder de recordarnos, a nosotros mismos, cosas que no están actualmente presentes para nuestros sentidos, nos permite darles vueltas en la cabeza a temas que de otro modo nos serían elusivos. Y esto trae a colación el mundo virtual de la imaginación, poblado por esos agentes que tanto nos importan, no sólo los vivos, sino también los ausentes y los muertos, aquellos que se han ido pero que no han sido olvidados. Liberados de la presión correctiva de tener que propiciar más encuentros en el mundo real, estos agentes virtuales son libres de evolucionar en nuestras mentes para amplificar nuestros anhelos o nuestros temores. La ausencia hace que el cariño aumente en el corazón*: o hace que aumente el terror, en caso de que el ausente haya sido en realidad un poco aterrador. Esto todavía no conduce a nuestros ancestros hacia la religión, pero les hace seguir ensayando y elaborando —incluso obsesivamente— algunos de sus hábitos de pensamiento.

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Capítulo 4. Al extrapolar hacia atrás en el tiempo la prehistoria humana con la ayuda del pensamiento biológico, podemos conjeturar el modo en que las religiones emergieron sin ningún diseño deliberado ni consciente; sencillamente, como emergió el lenguaje: a través de un proceso interdependiente de evolución biológica y cultural. En la raíz de la creencia humana en los dioses yace un instinto muy fácil de activar: la disposición a atribuirle agencia —creencias, deseos y otros estados mentales— a cualquier cosa complicada que se mueva.

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Capítulo 5. Las falsas alarmas generadas por nuestra disposición, exageradamente reactiva, a buscar agentes donde quiera que haya acción son el agente irritante alrededor del cual crecen las perlas de la religión. Sólo se propagan las mejores variantes, las que mejor se acomodan a las mentes, pues satisfacen —o aparentemente satisfacen— profundas necesidades físicas y psicológicas. Estas variantes son entonces modificadas por la incesante criba de los procesos selectivos.