III
Por qué ocurren cosas buenas

1.1. Sacar a relucir lo mejor que tenemos

La alegoría religiosa se ha vuelto parte

de la filigrana de la realidad. Y vivir

en esa realidad ayuda a millones

de personas a arreglárselas en la vida

y a ser mejores personas.

Langdon, héroe de El Código Da Vinci,

de Dan Brown

Cuando empecé a trabajar en este libro, realicé varias entrevistas a un buen número de personas con el objeto de hacerme una idea de los diferentes roles que la religión desempeña en sus vidas. No se trataba de una recolección científica de datos (aunque también he hecho algunas) sino, más bien, de un intento por dejar de lado experimentos y teorías y dirigirme directamente a personas de verdad, permitiéndoles contarme, con sus propias palabras, por qué la religión es tan importante para ellas. Fueron entrevistas estrictamente confidenciales, casi todas frente a frente[1], y aunque fui persistentemente inquisitivo, nunca desafié a mis informantes ni discutí con ellos. Con frecuencia, estas situaciones fueron conmovedoras, por decir lo menos, y aprendí mucho. Algunas personas han tenido que pasar las personas de talentos y logros modestos, quienes simplemente resultaron ser, de uno u otro modo, mucho mejores personas de lo que se esperaría que fueran; no sólo por el hecho de que sus vidas tenían significado para ellas —aunque esto era evidentemente cierto— sino más bien porque, con sus esfuerzos, estaban de verdad mejorando el mundo, inspirados por la convicción de que sus vidas no les pertenecían y que por tanto no podían disponer de ellas a su antojo.

Ciertamente, la religión puede sacar a relucir lo mejor de una persona. No obstante, esta propiedad no es privativa de este fenómeno. Tener un hijo usualmente produce un maravilloso efecto de madurez en una persona. La guerra, como bien se sabe, brinda a la gente abundantes circunstancias para las cuales tiene que estar a la altura, como también ocurre con desastres naturales como las inundaciones y los huracanes. Pero para el trasiego diario, probablemente no haya nada tan efectivo como la religión: hace más humilde y paciente a la gente poderosa y con talentos, hace que la gente común y corriente se supere a sí misma, provee de un firme soporte a las muchas personas que necesitan desesperadamente de ayuda para mantenerse alejadas de la bebida, las drogas o el crimen. Personas que de otro modo estarían totalmente ensimismadas, o que serían superficiales, o toscas, o que simplemente se darían por vencidas con facilidad, con frecuencia son ennoblecidas por su religión, pues les da una perspectiva de la vida que las ayuda a tomar esas difíciles decisiones que todos estaríamos orgullosos de tomar.

Por supuesto que ningún juicio de valor absoluto puede basarse en un estudio tan limitado e informal. Sin duda, la religión hace todas estas cosas buenas e incluso más, pero alguna otra cosa que fuéramos capaces de idear podría llegar a funcionar tan bien, o incluso mejor. Después de todo, hay muchos ateos y agnósticos sabios, dedicados y moralmente comprometidos. Quizás un estudio podría mostrar que, como grupo, los ateos y los agnósticos respetan más la ley, son más sensibles a las necesidades de los otros y tienen un comportamiento más ético que el de las personas religiosas. Lo cierto es que hasta ahora no se ha realizado un estudio fiable que muestre lo contrario. Es posible que lo máximo que pueda decirse en favor de la religión es que ella ayuda a algunas personas a conseguir el nivel de ciudadanía y de moralidad que típicamente encontramos en los brights. Si usted encuentra que esta conjetura es ofensiva, más le vale que ajuste su perspectiva.

Entre las preguntas que debemos considerar, objetivamente, figura la de si el islamismo es más o menos efectivo que el cristianismo cuando se trata de mantener a la gente alejada de las drogas y el alcohol (y también si en cada caso los efectos secundarios son o no peores que el beneficio), o la de si el abuso sexual es un problema mayor o menor entre los sijs que entre los mormones, y así sucesivamente. No es posible anunciar todo el bien que hace la propia religión si primero no se sustrae escrupulosamente todo el daño que hace, y si luego no se considera seriamente la pregunta de si le va mejor a otra religión, o a ninguna religión en absoluto. Sin duda, la Segunda Guerra Mundial sacó a relucir lo mejor de mucha gente, y quienes la vivieron con frecuencia dicen que fue lo más importante de sus vidas, algo sin lo cual sus vidas no tendrían sentido. Pero de esto ciertamente no se sigue que debamos intentar tener otra guerra mundial. El precio que hay que pagar por cualquier afirmación acerca de la religión propia, o de cualquier otra religión, es estar dispuesto a aceptar que dicha afirmación se ponga directamente a prueba. A lo que quiero llegar aquí, de entrada, es simplemente a la aceptación de que ya conocemos lo suficiente sobre la religión como para saber que, a pesar de lo terrible que puedan ser sus efectos negativos —intolerancia, fanatismo homicida, opresión, crueldad e ignorancia forzosa, por citar apenas los más obvios—, las personas que consideran la religión como lo más importante en sus vidas pueden tener buenas razones para pensar tal cosa.

2. ¿Cui bono?

¡Bendito sea el Señor! ¡Cada día nos colma

de beneficios el Dios de nuestra salvación! Selah.

Salmo 68:19

Cuanto más aprendemos acerca

de los detalles de los procesos naturales,

más evidente resulta que dichos

procesos son, en sí mismos, creativos.

Nada trasciende tanto a la naturaleza

como la naturaleza misma.

Loyal Rué

Las cosas buenas no ocurren por azar. Aunque hay «golpes de suerte», el hecho de que una cosa buena se mantenga no es sólo cuestión de suerte. Puede ser la divina Providencia, por supuesto. Es posible que Dios se asegure de que ocurra alguna cosa buena y de que, en caso contrario, ésta se mantenga, sin la intervención de Dios. Pero una explicación como ésta tendría que aguardar a que le llegara su turno, por la misma razón por la que los científicos que investigan el cáncer no están dispuestos a tratar remisiones inesperadas como si fueran simples "milagros» que no necesitan explorarse con mayor profundidad. ¿Qué conjunto de procesos naturales y no milagrosos pueden producir y sostener este fenómeno tan altamente valorado? El único modo en el que se puede tomar seriamente la hipótesis de los milagros es eliminando las alternativas no milagrosas.

Si se sabe dónde buscar, la tacañería de la naturaleza puede verse por donde quiera que se mire. Por ejemplo, los coyotes, con sus sobrecogedores aullidos en las noches de invierno, emergen como un agregado bien recibido a la vida salvaje de Nueva Inglaterra. No obstante, estos astutos y hermosos depredadores desconfían de los humanos y rara vez se los ve. ¿Cómo se puede distinguir sus huellas en la nieve de las de sus primos, los perros domésticos? Cuando se observan desde muy cerca, puede ser muy difícil distinguir entre la huella de la pata de un coyote y la huella de la pata de un perro de tamaño similar (las garras de los perros tienden a ser más largas, dado que casi no gastan tiempo escarbando). Pero cuando se ven desde lejos, los rastros del coyote pueden distinguirse fácilmente de los del perro: las huellas del coyote dibujan una fila india extrañamente recta, en las que las patas de atrás se inscriben perfectamente en las delanteras, mientras que el rastro del perro es típicamente desordenado, pues corre de aquí para allá, complaciendo cada capricho de su curiosidad (David Brown, 2004). El perro está bien alimentado y sabe que obtendrá su comida no importa lo que pase, en tanto que el coyote tiene un presupuesto muy apretado y necesita conservar cada caloría para el trabajo que tiene entre manos: preservarse a sí mismo. Sus métodos de locomoción han sido optimizados implacablemente en favor de la eficiencia. Pero entonces, ¿cómo explicar el aullido característico de la manada? ¿Qué beneficio recibe el coyote de un gasto tan notorio de energía? Difícilmente pueda decirse que éste pasa desapercibido. ¿Acaso no le sirve para ahuyentar a su cena y para llamar la atención de sus propios depredadores sobre su presencia? Podría pensarse que tales costos no son fáciles de recuperar. Todas éstas son buenas preguntas. Muchos biólogos están trabajando en ellas, y aunque aún no tienen respuestas definitivas, seguramente están a punto de encontrarlas[2], Un patrón de gastos tan conspicuo exige una explicación.

Considérese, por ejemplo, el inmenso gasto de esfuerzo humano que se le dedica en todo el mundo al azúcar: no sólo a la plantación y a la cosecha de la caña de azúcar y de la remolacha, así como al posterior refinamiento y transporte del producto básico, sino también al amplio mundo de la manufactura del dulce que existe a nuestro alrededor, a la publicación de libros de cocina llenos de recetas de postres, a publicitar refrescos y chocolates y a comercializar la fiesta de Halloween. Y asimismo las contrapartes del sistema: las clínicas de obesidad, las investigaciones subvencionadas por el gobierno y dedicadas al estudio de la diabetes de aparición temprana, los odontólogos y la inclusión del flúor en la pasta de dientes y en el agua potable. Cada año se producen y consumen más de cien millones de toneladas métricas de azúcar. Para explicar las miles de características de este gigantesco sistema, que no sólo les da trabajo de por vida a millones de personas sino que además puede discernirse en cada uno de los estratos de la sociedad, necesitaríamos de muchas investigaciones científicas e históricas, de las cuales sólo una pequeña fracción serán biológicas. Necesitaremos estudiar la química del azúcar, la física de la cristalización y de la caramelización, la fisiología humana y la historia de la agricultura, aunque también tendremos que analizar la historia de la ingeniería, de la manufactura, del transporte, de las operaciones bancarias, de la geopolítica, de la publicidad, y muchas otras cosas.

Ninguno de estos gastos de tiempo y de energía relacionados con el azúcar existiría de no ser por el trato que hace unos cincuenta millones de años se cerró entre las plantas que ciegamente "buscaban» un modo de dispersar sus semillas polinizadas y los animales que, de modo similar, buscaban fuentes eficientes de energía para avivar sus propios proyectos reproductivos. Hay otras maneras de dispersar semillas —como usar pequeños molinetes o diminutos planeadores para permitir que se las lleve el viento— y cada método lleva asociados sus costos y sus beneficios. Las frutas pesadas, carnosas y ricas en azúcar son una estrategia en la que hay que invertir mucho, pero pueden traer grandes beneficios: el animal no sólo se lleva consigo la semilla sino que la deposita luego en un apropiado rincón de la tierra, envuelta con una gran ración de fertilizante. La estrategia casi nunca funciona —ni siquiera una vez entre mil intentos—, pero basta con que funcione solamente una o dos veces en el tiempo de vida de una planta para que ésta logre reemplazarse a sí misma sobre el planeta y mantener así la continuidad de su linaje. Éste es un buen ejemplo de la tacañería de la Madre Naturaleza a la hora de hacer números, a pesar del absurdo despilfarro de sus métodos. Ni siquiera un espermatozoide por cada millón logra conseguir su misión en la vida —a Dios gracias— pese a que cada uno está diseñado y equipado como si absolutamente todo dependiera de su éxito. (Los espermatozoides son como los correos basura en Internet: es tan barato crearlos y distribuirlos que tan sólo una respuesta ínfimamente pequeña es suficiente para cubrir el proyecto).

La coevolución contribuyó al negocio entre las plantas y los animales al aguzar la capacidad de nuestros ancestros para discriminar el azúcar en virtud de su «dulzura». Es decir, la evolución proveyó a los animales de moléculas receptoras específicas que responden a la concentración de azúcares con altos niveles de energía presentes en las cosas que degustan, y luego —por decirlo crudamente— conectó esas moléculas receptoras a la maquinaria de búsqueda. Se suele decir que algunas cosas nos gustan porque son dulces, pero la verdad es que es al revés: es más exacto decir que algunas cosas son dulces (para nosotros) porque nos gustan. (Y a nosotros nos gustan porque nuestros ancestros, que estaban configurados para que les gustaran, tenían más energía para la reproducción que la de sus menos afortunados pares, pese a que estaban igualmente configurados). No hay nada "intrínsecamente dulce» (sea lo que sea que esto pueda significar) en las moléculas de azúcar. Sin embargo, ellas son intrínsecamente valiosas para los organismos con necesidad de energía, de modo que la evolución se las ha arreglado para que los organismos tengan instalada una poderosa preferencia por cualquier cosa que estimule sus detectores especiales de altos niveles de energía. Es por eso que nacemos con un gusto instintivo por las cosas dulces, y, en general, cuanto más dulce, mejor.

Ambos bandos —tanto los animales como las plantas— se beneficiaron, y el sistema ha ido mejorando con el paso del tiempo. El costo del diseño y la manufactura (del equipo inicial de las plantas y de los animales) fue la reproducción diferencial entre animales frugívoros y omnívoros, por un lado, y plantas productoras de frutos comestibles, por el otro. No todas las plantas «eligieron» meterse en el negocio de producir frutas, pero aquellas que lo hicieron tuvieron que hacer sus frutas atractivas con el fin de poder competir. Económicamente hablando, todo tiene perfecto sentido; fue una transacción racional, conducida muy lentamente a lo largo de millones de años, sin que, por supuesto, ninguna planta o animal tuviera que entender nada de ello para lograr que el sistema floreciera. Éste es un ejemplo de lo que llamo una «justificación independiente»* (Dennett, 1983,1995b). El proceso evolutivo ciego y sin dirección «descubre» diseños que funcionan; y funcionan porque tienen varias características, las cuales pueden ser descritas y evaluadas en retrospectiva como si fueran invenciones de diseñadores inteligentes que idearon de antemano la justificación de sus diseños. En la mayoría de los casos, esto no es muy controvertido. El cristalino de un ojo, por ejemplo, está exquisitamente bien diseñado para realizar su trabajo, y la razón de ser de su ingeniería tan detallada es inconfundible. A pesar de ello, ningún diseñador pudo expresarla correctamente hasta que los científicos sometieron al ojo a un proceso de ingeniería inversa. El raciocinio económico de las negociaciones quid pro quo, llevadas a cabo por la coevolución, es inconfundible. No obstante, hasta hace muy poco tiempo —con el advenimiento del comercio humano hace unos pocos milenios— los fundamentos racionales de tan buenos negocios nunca habían sido representados en mente alguna.

Digresión: Éste es un punto de fricción para aquellos que aún no logran apreciar cuan bien establecida se encuentra la teoría de la evolución por selección natural. De acuerdo con una encuesta reciente, sólo cerca de un cuarto de la población de los Estados Unidos entiende que la evolución está tan bien demostrada como el hecho de que el agua es H2O. Esta vergonzosa estadística requiere de alguna explicación, dado que otras naciones científicamente avanzadas no muestran el mismo patrón. ¿Acaso es posible que tantas personas estén equivocadas? Pues bien, no hace tanto tiempo que sólo una pequeña minoría de los habitantes de la Tierra creía que ésta era redonda y se movía alrededor del sol, de modo que sabemos que las mayorías pueden estar rotundamente equivocadas. Pero, ¿cómo es posible que, ante tantas confirmaciones tan impresionantes y una evidencia científica tan masiva, una cantidad tan grande de norteamericanos sigan sin creer en la evolución? Es muy sencillo: personas en las que confían más de lo que confían en los científicos les han dicho solemnemente que la teoría de la evolución es falsa (o, al menos, que no se ha probado). He aquí una pregunta interesante: ¿a quién hay que culpar por haber popularizado esta falsa información entre la población? Suponga que los ministros de su religión, que son sabios y buenas personas, le aseguran que la evolución es una teoría falsa y peligrosa. Si usted es una persona común y corriente, quizás haya tomado inocentemente sus palabras como si ellos tuvieran autoridad en la materia, y luego usted pudo habérselas transmitido, con la misma autoridad, a sus hijos. Todos confiamos en nuestros expertos frente a muchos asuntos, y ellos son sus expertos. Pero entonces, ¿dónde obtuvieron sus ministros esta información falsa? Si dicen que la obtuvieron de los científicos, entonces han sido engañados, porque no hay ningún científico respetable que afirme tal cosa. Ni uno solo. Aunque, claro, hay gran cantidad de farsantes y de charlatanes. Como ven, no tengo pelos en la lengua. ¿Qué ocurre entonces con los científicos creacionistas y con los defensores del Diseño Inteligente, quienes hacen tanta algarabía y consiguen tanta visibilidad con sus muy publicitadas campañas? Todos ellos han sido cuidadosa y pacientemente refutados por diligentes científicos, que se han tomado el trabajo de dilucidar las patrañas que utilizan como propaganda para confundir a la gente, y han expuesto al público tanto sus argumentos de pacotilla como sus evasiones y sus tergiversaciones, aparentemente deliberadas[3]. Ahora, si usted se encuentra en profundo desacuerdo con tan rotundo rechazo, hay dos buenas opciones que puede considerar en este punto:

1. Antes de proseguir, usted puede aprender más sobre la teoría evolutiva y sobre sus críticas para advertir, por sí mismo, si lo que estoy diciendo es o no cierto (las notas finales de este capítulo proveen todas las referencias que le permitirán continuar, cosa que no debe tomarle más que unos cuantos meses de duro trabajo).

2. Suspender su incredulidad por un tiempo con el fin de aprender lo que un evolucionista tiene que decir sobre la religión como un fenómeno natural. (Quizás el tiempo y la energía que le dedica a su escepticismo podrían emplearse mejor en tratar de llegar al corazón de la perspectiva de este evolucionista con el fin de buscar una falla fatal).

Alternativamente, usted puede creer que no necesita considerar ninguna evidencia científica en absoluto, pues «la Biblia dice» que la evolución es falsa y punto. Esta visión es un poco más extrema de lo que usualmente se reconoce. Aun si usted cree que la Biblia es la última y perfecta palabra en cada tema, tiene que reconocer que existen personas en el mundo que no comparten su interpretación de la Biblia. Por ejemplo, muchos toman a la Biblia como la palabra de Dios, aún cuando su lectura de ella no excluya la evolución, de modo que es llanamente un hecho corriente el que la Biblia no nos hable a todos de una manera clara y sin equívocos. Y por ello, la Biblia no es un posible candidato para establecer un terreno común que pueda ser compartido sin discusión alguna en una conversación razonable. Si usted insiste en que sí lo es, entonces simplemente se está burlando de toda esta investigación. (Adiós, y espero volver a verlo por aquí algún día).

Pero, ¿no hay aquí una asimetría injustificada? ¿Acaso no estoy yo, por un lado, rehusándome a defender mi anticreacionismo aquí y ahora, mientras que, por otro lado, estoy expulsando a los intransigentes creyentes bíblicos por no jugar de acuerdo con las reglas de la discusión racional? Pues no, porque a cada uno le he indicado la bibliografía que defiende el rechazo del creacionismo en contra de todas sus objeciones, mientras que estos sabelotodos se rehúsan incluso a asumir esa responsabilidad. Para ser totalmente simétricos, el sabelotodo debería alentarme a consultar la bibliografía —si es que existe— que pretende demostrar, en contra de todas las objeciones, que la Biblia es de hecho la Palabra de Dios y que ésta excluye la evolución. Pero hasta ahora no me han indicado cuáles son estos textos, y no he podido encontrarlos en ningún sitio Web. Pero si existen, valdría la pena considerarlos como tema de discusión para otro día y para otro proyecto, y lo mismo en lo que respecta al creacionismo y sus críticos. Los lectores que aún permanezcan no deberán exigir ninguna consideración de mi parte respecto del creacionismo ni de ninguna de sus variantes, dado que ya les he dicho dónde han de encontrar las respuestas que, para bien o para mal, yo respaldo. Fin de la digresión.

Los abogados tienen en su haber la expresión latina «¿cui bono?», que significa «¿quién obtiene un beneficio de esto?», pregunta que es incluso más central para la biología evolutiva que para el derecho (Dennett, 1995b). Cualquier fenómeno en el mundo viviente que aparentemente exceda la mera funcionalidad pide a gritos una explicación. La sospecha siempre es que nos está haciendo falta algo en la explicación, pues un gasto gratuito no es —en una palabra— rentable, y como se la pasan recordándonoslo los economistas, no existe tal cosa como un almuerzo gratis. No nos maravillamos ante el animal que porfiadamente remueve la tierra con su hocico, ya que suponemos que está buscando comida. Pero si éste regularmente interrumpiese su hozar con volteretas, nos gustaría saber por qué. Dado que los accidentes ocurren, siempre es posible que alguna característica de un ente vivo, que parecería no ser más que un exceso sin motivo, en realidad sea tan inútil como aparenta (en lugar de ser una estratagema profunda y desconcertante en un juego que no entendemos). Sin embargo, la evolución es notablemente eficiente cuando se trata de sacar de escena los accidentes inútiles, de modo que si encontrásemos un patrón persistente de actividades o de equipos costosos, podemos estar bastante seguros de que, con ello, alguna cosa está obteniendo un beneficio, que ha de notarse al hacer el único balance que le interesa a la evolución: el de la reproducción diferencial. Cuando nos encontremos a la caza de los beneficiarios, debemos arrojar nuestras redes bien lejos, pues éstos son bastante elusivos. Supongamos que nos encontramos con unas ratas que arriesgan sus vidas de un modo extravagante cuando se encuentran ante la presencia de los gatos, y supongamos que nos formulamos la pregunta ¿cui bono? ¿Qué bien puede traerles a las ratas un comportamiento tan temerario? ¿Acaso se están luciendo para impresionar a posibles parejas, o acaso su extravagante comportamiento de algún modo incrementa su acceso a fuentes de alimento? Es posible, pero probablemente estemos buscando al beneficiario en el lugar equivocado. Como la pequeña duela que ha tomado residencia en la infatigable hormiga con la que comencé este libro, así también existe un parásito, Toxoplasma gondii, que puede vivir dentro de muchos mamíferos, pero que necesita llegar al interior del estómago de un gato para poder reproducirse. Cuando infecta a las ratas, desarrolla la muy útil propiedad de interferir con su sistema nervioso, tornándolas hiperactivas y relativamente temerarias, y, por lo tanto, ¡mucho más adecuadas para ser comidas por cualquier gato que se encuentre en las cercanías! ¿Cui bono? El beneficio va para la aptitud genética —el éxito reproductivo— del Toxoplasma gondii, no para las ratas que éste infecta (Zimmer, 2000).

En la naturaleza, cada negocio tiene su justificación, y ésta siempre será independiente a menos que resulte ser un negocio elaborado por negociantes humanos, hasta ahora los únicos seres que han evolucionado sobre el planeta capaces de representarse las justificaciones de los intercambios. Pero estas justificaciones pueden llegar a volverse obsoletas. Con el cambio de oportunidades y de peligros en el medio ambiente, un buen negocio puede caducar, y a la evolución le toma tiempo «reconocerlo». El que seamos golosos es un buen ejemplo. Al igual que los coyotes, nuestros ancestros cazadores y recolectores vivieron con presupuestos de energía muy acotados, y tuvieron que valerse de cada oportunidad práctica con el fin de ahorrar calorías para casos de emergencia. Por aquel entonces, tenía mucho sentido poseer un apetito prácticamente insaciable para las cosas dulces. Pero ahora que hemos desarrollado métodos para crear una superabundancia de azúcar, esa insaciabilidad se ha convertido en una seria falla de diseño. El reconocimiento de la fuente evolutiva de dicha falla nos ayuda a resolver cómo manejarla. El que seamos golosos no es sólo un accidente o un inútil virus en un sistema que, por lo demás, es excelente; dicha característica fue diseñada para realizar el trabajo que efectivamente realiza, y si subestimamos su recursividad, su resistencia a la perturbación y a la represión, nuestros esfuerzos para lidiar con ella pueden llegar a ser contraproducentes. Existe una razón por la que amamos el azúcar, y es —o solía ser— una muy buena razón. Es posible que nos encontremos con otros amores de vieja data que requieran de nuestra atención.

Mencioné la música en el capítulo anterior, y eventualmente pasaremos a examinar con más detalle sus posibles fuentes evolutivas, pero primero me gustaría hacer unos ejercicios de calentamiento con algunas cosas que también amamos y que resultan un poco más sencillas. ¿Qué tal el alcohol? ¿Y el dinero? ¿Qué tal el sexo? El sexo presenta uno de los problemas más desafiantes e interesantes en la teoría de la evolución, porque, a primera vista, la reproducción sexual es sin duda un mal negocio. Olvidémonos —por el momento— de nuestro sexo de tipo humano (el sexo sexy), y consideremos las variedades más básicas de reproducción sexual en el mundo viviente: la reproducción sexual de casi todas las formas de vida multicelulares, desde los insectos y las almejas hasta los árboles de manzana, e incluso la de muchos organismos unicelulares. El gran biólogo evolucionista François Jacob dijo alguna vez bromeando que el sueño de cada célula es convertirse en dos células. Cada vez que ocurre esta fisión, una copia completa del genoma de la célula es reproducida en sus descendientes. En otras palabras, el padre se clona a sí mismo; el organismo resultante comparte el ciento por ciento de sus genes. Si usted pudiera hacer copias genéticas perfectas de sí mismo, ¿para qué pasar por el gasto de reproducirse sexualmente, lo que involucra no sólo encontrar pareja sino también —y esto es mucho más importante— pasar únicamente la mitad de sus genes a sus descendientes[4]? Esta reducción de un 50 por ciento (desde el punto de vista de los genes) se conoce como el costo de la meiosis (la clase de fisión que ocurre en las células sexuales, para distinguirla de la fisión donadora de la mitosis). Algo debe pagar por este costo, y debe pagar al contado y no en una fecha posterior, pues la evolución carece de visión de futuro y le es imposible aprobar negocios sobre la base especulativa de una ganancia eventual en algún futuro distante.

La reproducción sexual es, entonces, una inversión cara que debe cubrir sus propios costos por sí misma y a corto plazo. Los detalles de la teoría y de los experimentos sobre este tema son fascinantes (véanse, por ejemplo, Maynard Smith, 1978; Ridley, 1993), pero para nuestros propósitos es mucho más instructivo destacar unos cuantos elementos de la actual teoría de vanguardia: el sexo (al menos en los vertebrados como nosotros) cubre sus propios costos haciendo que nuestra descendencia sea relativamente inescrutable para los parásitos con que la dotamos desde su nacimiento. Los parásitos tienen un tiempo de vida relativamente corto comparado con el de sus anfitriones, y típicamente se reproducen muchas veces durante el tiempo de vida de su anfitrión. Los mamíferos, por ejemplo, son anfitriones de billones de parásitos. (Así es, ahora mismo, sin importar cuan saludables o limpios estemos: hay billones de parásitos de miles de especies distintas habitando nuestros intestinos, nuestra sangre, nuestra piel, nuestro pelo, nuestra boca, y cada una de las demás partes de nuestro cuerpo. Desde el mismo día en que nacieron, han ido evolucionando rápidamente para sobrevivir a la violenta arremetida de nuestras defensas). Antes de que la hembra pueda madurar hasta alcanzar la edad reproductiva, sus parásitos evolucionan para acomodársele mejor que un par de guantes. (Entretanto, su sistema inmunitario evoluciona para combatirlos, y si ella está sana, la continua carrera armamentística entre ambos bandos seguirá empatada). Si la hembra da a luz a un clon, sus parásitos brincarán a él y se sentirán desde el principio como si estuvieran en casa. Se habrían optimizado ya para su nuevo entorno. Si en lugar de ello la hembra utiliza la reproducción sexual para dotar a sus descendientes con un conjunto mixto de genes (la mitad de los cuales son de su pareja), muchos de esos genes —o, más precisamente, sus productos, los que estarían presentes en las defensas internas de las crías— serían enigmáticos o extraños a los parásitos invasores. En lugar de decir «hogar, dulce hogar», los parásitos se encontrarían en terra incognita. Esto les brinda a las crías una gran ventaja en la carrera armamentística.

Ahora, ¿puede tal negocio cubrir sus propios costos? Ésta es la pregunta que se encuentra en el corazón de la investigación actual en biología evolutiva, y si la respuesta afirmativa se sostiene lo suficiente como para tolerar exámenes más profundos, entonces habremos encontrado en la evolución la antigua —pero aún activa— fuente de un inmenso sistema de actividades y productos en los que normalmente pensamos cuando pensamos en el sexo: rituales de matrimonio y tabúes en contra del adulterio, vestimentas y peinados, productos para aliviar el mal aliento, pornografía, condones, VIH, y todo lo demás. Para poder explicar por qué existen todas y cada una de las facetas de este inmenso complejo, debemos acudir a muchos tipos y niveles distintos de teorías, no todas ellas biológicas. No obstante, nada de esto existiría si no fuésemos criaturas de reproducción sexual, y es necesario que comprendamos los mecanismos biológicos antes que nada, si de lo que se trata es de tener una visión clara de lo que es opcional o un mero accidente histórico, así como de lo que es altamente resistente a la perturbación, y de lo que puede ser explotado. Hay muchas razones por las que amamos el sexo, y éstas son más complicadas de lo que uno puede pensar.

Con el alcohol surge una perspectiva hasta cierto punto diferente. ¿Qué cubre los costos de las cervecerías, los viñedos y las destilerías, y los masivos sistemas de transporte que ponen bebidas alcohólicas al alcance de la mano de casi cualquier ser humano sobre el planeta? Sabemos que el alcohol, al igual que la nicotina, la cafeína y los ingredientes activos del chocolate, produce efectos bastante específicos sobre las moléculas receptoras de nuestros cerebros. Supongamos que estos efectos son, desde el principio, meras coincidencias. El hecho de que algunas moléculas grandes en algunas plantas resulten ser bioquímicamente similares a grandes moléculas que desempeñan importantes papeles moduladores en los cerebros animales es, digamos, tan poco probable como el que no lo hagan. La evolución siempre debe comenzar con un elemento puramente azaroso. Pero si es así, no es sorprendente entonces que durante millones y millones de años de ingestión exploratoria, no sólo nuestra especie sino también algunas otras hayan descubierto plantas con ingredientes psicoactivos y hayan desarrollado disposiciones preferenciales o de aversión hacia ellas. Es sabido que los elefantes —así como los babuinos y otros animales africanos— se emborrachan como cubas comiendo las frutas fermentadas de los árboles de marula, y hay evidencia de que los elefantes viajan grandes distancias para llegar a los árboles de marula justo cuando sus frutos están maduros. Parece que la fruta se fermenta al llegar a sus estómagos, cuando las células de levadura que residen en ella pasan por un proceso de explosión demográfica, consumen el azúcar, y luego excretan dióxido de carbono y alcohol. Y ocurre que el alcohol genera la misma clase de efectos placenteros en los cerebros de los elefantes que los que genera en los nuestros.

Es posible que el negocio inicial, acordado por los árboles frutales y los animales frugívoros —el trato de esparcir semillas a cambio de azúcar—, se incremente cuando se establece una sociedad adicional entre la levadura y el árbol de frutas. Esto crearía un nuevo atractivo que se amortiza por el aumento de las posibilidades reproductivas tanto de la levadura como de los árboles. O también puede no ser más que un mero accidente del mundo salvaje. En cualquier caso, hay otra especie, el Homo sapiens, que ya ha cerrado el círculo y ha iniciado exactamente ese negocio coevolutivo: domesticamos tanto la levadura como la fruta, y por miles de años hemos venido seleccionando artificialmente las variedades que mejor engendran esos efectos que tanto amamos. Las células de levadura proveen un servicio por el que se las retribuye con protección y nutrientes. Eso significa que los cultivos de levadura, tan cuidadosamente mantenidos por los cerveceros, vinicultores y panaderos, viven en simbiosis con los humanos tanto como lo hace la bacteria E. coli que habita en nuestros intestinos. Al contrario de las bacterias endosimbiontes, tales como el Toxoplasma gondii, que debe meterse dentro de los cuerpos de la rata y del gato, las células de levadura son una suerte de ectosimbiontes —como los peces «limpiadores» que acicalan a los peces más grandes— que dependen de otra especie, la nuestra, pero sin necesidad de introducirse en nuestros cuerpos. Es posible que las ingiramos más o menos por accidente —como les ocurre a los peces limpiadores más díscolos—, pero la verdad es que lo único que necesitan es que sus excreciones entren en nosotros para así poder prosperar.

Ahora consideremos un bien de una clase sorprendentemente distinta: el dinero. Al contrario de los otros bienes que hemos considerado, el dinero se restringe (hasta ahora) a una sola especie, la nuestra, y su diseño es transmitido a través de la cultura, no de los genes. En capítulos posteriores tendré mucho más que decir sobre la evolución cultural. En este panel introductorio tan sólo quiero indicar algunas similitudes sorprendentes entre el dinero y los tesoros «más biológicos» que acabamos de inspeccionar. Al igual que la vista y la capacidad de volar, el dinero ha evolucionado más de una vez[5], y por lo tanto es un candidato muy llamativo para lo que denomino un «Buen Truco»: una jugada en el espacio del diseño que será descubierta una y otra vez por el ciego proceso evolutivo, simplemente porque muchos caminos adaptativos conducen a ella y, de este modo, terminan respaldándola (Dennett, 1995b). Los economistas han logrado entender, con algo de detalle, la justificación del dinero.

El dinero es claramente una de las «invenciones» más efectivas de nuestra astuta especie. Sin embargo, su justificación fue independiente hasta épocas muy recientes. Llegamos a usar, a depender y a valorar el dinero, e incluso ocasionalmente a asesinar y morir por dinero, mucho antes de que la justificación de su valor se hiciera explícita en mente alguna. El dinero no es la única invención cultural que carece de un autor o de un inventor específico. Nadie inventó el lenguaje o la música[6]. Una coincidencia entretenida es que el viejo término para el dinero que se emitía tanto en forma de moneda como en papel era también «especie» (en ambos casos derivados de la raíz latina species) y, como muchos habrán notado, la justificación independiente de la especie podría caducar en un futuro previsible, y podría extinguirse con el advenimiento de las tarjetas de crédito y de otras formas electrónicas de transferencia de fondos. La especie, como el virus, viaja ligera de equipaje, y no lleva consigo su propia maquinaria reproductiva sino que, en su lugar, depende de que los de su clase persistan en su empeño por hacer que sus anfitriones (es decir, nosotros) hagamos copias de ella utilizando nuestra costosa maquinaria de reproducción (imprentas, sellos y troqueles)[7]. Las monedas individuales y las piezas de papel moneda se deterioran con el tiempo, y a menos que se elaboren y se adopten más, el sistema entero podría extinguirse. (Bien puede usted confirmar tal cosa tratando de comprar un barco con una pila de conchas de cauri). Pero dado que el dinero es un Buen Truco, podemos esperar que alguna otra especie de dinero se apodere del nicho que la saliente especie ha dejado vacante.

Aún tengo otro motivo ulterior para traer a colación el dinero. Los bienes que hemos analizado hasta ahora —azúcar, sexo, alcohol, música, dinero— son todos problemáticos porque, en cada caso, podemos desarrollar una obsesión, y puede antojársenos tener demasiados artículos de uno de estos bienes. Sin embargo, de todos ellos el dinero sea quizá el que tiene la peor reputación. El alcohol es muy condenado —en particular por los musulmanes—, pero entre aquellos que lo aprecian —como los católicos romanos, por ejemplo— una persona que lo adore con moderación no es considerada ni innoble ni tonta. Pero se supone que todos debemos despreciar el dinero como una cosa en sí misma, y más bien valorarlo únicamente de modo instrumental. El dinero es un «lucro asqueroso», algo que debe ser disfrutado sólo porque puede proveernos de un medio para obtener cosas dignas de valor, cosas con valor «intrínseco»[8]. Como dice la vieja canción, de manera muy poco convincente, las mejores cosas en la vida vienen gratis. ¿Acaso esto ocurre porque el dinero es «artificial» y las demás cosas son "naturales»? No es muy probable. ¿De qué modo un cuarteto de cuerdas, o un whisky de malta, o una trufa de chocolate son menos artificiales que una moneda de oro?

¿Qué debemos pensar con respecto a este tema de la cultura humana? Se trata de una pregunta muy interesante a la que me referiré más adelante, pero entretanto debemos reconocer que el único anclaje que hemos vislumbrado para la noción de valor «intrínseco» es la capacidad que algo tiene para provocar, de manera bastante directa, una respuesta preferencial en el cerebro. El dolor es «intrínsecamente malo», pero su valencia negativa depende tanto de una justificación evolutiva como lo hace la «bondad intrínseca» del hambre satisfecha. Sin duda, una rosa con otro nombre tendría el mismo dulce aroma, pero también es cierto que si hurgar dentro de esqueletos de elefante podridos fuera tan beneficioso para nuestras perspectivas reproductivas como lo es para la de los buitres, dicho elefante muerto tendría un aroma tan dulce como lo tiene la rosa para nosotros[9]. Los biólogos insisten en ahondar bajo la superficie de los valores «intrínsecos» y se preguntan por qué existen, pero cualquier respuesta que esté apoyada por los hechos tendrá el efecto de mostrar que el valor en cuestión es —o alguna vez fue— realmente instrumental, y no intrínseco, aun cuando no lo veamos de ese modo. Por supuesto que un valor verdaderamente intrínseco no podría tener una explicación así. Sería bueno simplemente porque era bueno, no porque era bueno para algo. He aquí, entonces, una hipótesis para considerar seriamente: que todos nuestros valores "intrínsecos» comenzaron como valores instrumentales, y ahora que su propósito original ha caducado —o al menos así nos lo parece— permanecen como si fueran cosas que nos gustan simplemente porque nos gustan. (¡Eso no significa que hagamos mal en desearlas! Significa —por definición— que las deseamos sin necesidad de una razón ulterior para desearlas).

3. ¿Qué cubre los costos de la religión?

¿Pero cuáles son los beneficios?

¿Por qué la gente quiere religión?

La quiere porque la religión es la única

fuente plausible de ciertas recompensas

Rodney Stark y Roger Finke, Acts of Faith

Independientemente de qué sea la religión en tanto que fenómeno natural, es un esfuerzo inmensamente costoso, y la biología evolutiva nos muestra que nada tan costoso ocurre simplemente porque sí. Un gasto de tiempo y de energía como éste tiene que equilibrarse con algo de «valor» obtenido, y el indicador definitivo del «valor» evolutivo es la aptitud genética: la capacidad de replicarse más exitosamente de lo que lo hace la competencia. (¡Esto no significa que debamos valorar la replicación por encima de todas las cosas! Simplemente significa que nada puede persistir y evolucionar por mucho tiempo en este mundo tan exigente a menos que de algún modo provoque su propia replicación mejor que la replicación de sus rivales). Puesto que desde la perspectiva de la historia evolutiva el dinero es una innovación tan reciente, resulta extrañamente anacrónico preguntarse qué cubre los costos de una u otra característica biológica que ha evolucionado, como si de verdad hubiera transacciones y libros de cuentas en la tesorería de Darwin. A pesar de ello, esta metáfora captura muy bien el subyacente equilibrio de fuerzas que puede observarse por todos lados en la naturaleza, en el que además no sabemos de ninguna excepción a la regla. De modo que, aún a riesgo de resultar ofensivo, voy a encogerme de hombros y a hacer caso omiso de tal riesgo, tomándolo como si fuera tan sólo otro aspecto del tabú que debe ser roto, y entonces voy a preguntar: ¿qué cubre los costos de la religión? Usted bien puede aborrecer el lenguaje que utilizo, si así le parece, pero esto no le da buenas razones para ignorar la pregunta. Cualquier afirmación que busque poner de manifiesto que la religión —no sólo la propia, sino todas las religiones— está por encima de la biosfera y que no tiene que responder a esta exigencia es, simplemente, una fanfarronada. Es posible que Dios le implante a cada ser humano un alma inmortal que ansia tener oportunidades para adorarlo. Esto sin duda explicaría los términos del negocio: tiempo humano y energía a cambio de religión. La única manera honesta de defender esta proposición, o cualquier proposición parecida, es permitiendo una justa consideración de las teorías alternativas acerca de la persistencia y la popularidad de la religión, y luego despacharlas demostrando que son incapaces de dar cuenta de los fenómenos observados. Además, es posible que se quiera defender la hipótesis de que Dios creó el universo de forma que evolucionara para amar a Dios. Pero si es así, desearemos entender de qué modo ocurrió tal evolución.

El mismo tipo de investigación que ha logrado resolver los misterios de la dulzura, el alcohol, el sexo y el dinero puede llevarse a cabo para las muchas facetas de la religión. Hubo un tiempo —no hace mucho, en realidad, de acuerdo con los estándares evolutivos— en el que no había religión en este planeta, y ahora la hay en cantidad. ¿Por qué? Es posible que tenga un solo origen evolutivo primario, así como es posible que tenga muchos, o puede incluso desafiar totalmente al análisis evolutivo, pero lo cierto es que no lo sabremos hasta que no le echemos un vistazo. ¿Necesitamos realmente formularnos preguntas al respecto? ¿No podemos simplemente aceptar el hecho obvio de que la religión es un fenómeno humano, y de que los humanos son mamíferos y por tanto productos de la evolución, y dejar en ese punto la pregunta por los mecanismos biológicos de la religión? Las personas hacen religiones, pero también hacen automóviles, literatura y deporte, y seguramente no es necesario que ahondemos en la prehistoria biológica para entender las diferencias entre un Sedán, un poema y un campeonato de tenis. ¿Acaso la mayor parte de los fenómenos religiosos que requieren de una investigación no son sólo fenómenos sociales y culturales —ideológicos, filosóficos, psicológicos, políticos, económicos, históricos— que, por lo tanto, de algún modo están «por encima» del nivel biológico?

Este supuesto es ya familiar entre los investigadores de las ciencias sociales y las humanidades, quienes usualmente acusan de «reduccionista» (y de ser una falta de respeto) el mero hecho de formular preguntas acerca de las bases biológicas de estos fenómenos tan fascinantes e importantes. Puedo ver a algunos antropólogos culturales y a algunos sociólogos torciendo sus ojos con desdén y diciendo «¡Ay, no! ¡Aquí viene Darwin de nuevo, a colarse donde nadie lo ha llamado!». Y también me parece escuchar la risita burlona de algunos historiadores, filósofos de la religión y teólogos mofándose disimuladamente del filisteísmo de aquel que se atreve a preguntar con seriedad acerca de los mecanismos evolutivos de la religión: «Y qué sigue, ¿la búsqueda del gen del catolicismo?». Aunque típicamente esta respuesta tan negativa se da sin pensar, en realidad no es una tontería. Se alimenta en parte de desagradables recuerdos de viejas campañas fallidas: ingenuas y mal informadas incursiones de biólogos al interior de la espesura de la complejidad cultural. Hay buenas razones para querer que las ciencias sociales y las humanidades —las Geisteswissenschaften, o ciencias de la mente— tengan sus propias metodologías «autónomas» y sus propios temas de estudio, independientes de las ciencias naturales. Pero a pesar de todo lo que pueda decirse en favor de esta idea (y, cuando llegue el momento, voy a dedicarle algún tiempo a buscar el mejor ejemplo de ella), el ostracismo disciplinario que motiva se ha convertido en un gran obstáculo para la buena práctica científica, una pobre excusa para la ignorancia, una simple muleta ideológica que debería desecharse[10]..

Tenemos razones de mucho peso para investigar ahora mismo las bases biológicas de la religión. Algunas veces —aunque son muy raras— las religiones se vuelven malas, y se tornan algo más parecido a una locura o histeria de grupo y causan mucho daño. Ahora que hemos creado las tecnologías para causar catástrofes globales, el peligro en que estamos se ha multiplicado al máximo: una manía religiosa tóxica podría poner fin a la civilización humana en una noche. Debemos entender qué es lo que hace que las religiones funcionen, de modo que podamos protegernos a nosotros mismos, de una manera informada, de las circunstancias en las que las religiones pueden enloquecerse. ¿De qué se compone la religión? ¿Cómo están unidas estas partes? ¿Cómo se engranan entre sí? ¿Qué efectos dependen de qué causas? ¿Qué características —si las hay— ocurren invariablemente al mismo tiempo? ¿Cuáles se excluyen entre sí? ¿Qué constituye un fenómeno religioso saludable y qué constituye uno patológico? Estas preguntas pueden ser abordadas por la antropología, la sociología, la psicología, la historia, y por cualquier otra variedad de estudios culturales que se quiera, pero para los investigadores en estas áreas es simplemente inexcusable permitir que los celos disciplinarios y el miedo al "imperialismo científico» creen una cortina de hierro ideológica que oculte restricciones subyacentes importantes, así como oportunidades que puedan surgir a partir de ellas.

Considérense nuestras controversias actuales sobre la nutrición y la dieta. Comprender la razón presente en el diseño de la maquinaria de nuestros cuerpos que nos lleva a excedernos en la cantidad de azúcares y grasas que ingerimos es clave para encontrar medidas correctivas que realmente lleguen a funcionar. Durante muchos años, los nutricionistas pensaron que la clave para prevenir la obesidad era simplemente eliminar las grasas de nuestra dieta. Ahora se ha puesto de manifiesto que este enfoque tan simplista de la dieta es contraproducente: cuando uno se esfuerza por mantener insatisfecho su sistema de antojo por la grasa, los esfuerzos compensatorios de nuestro cuerpo se intensifican, conduciéndonos a excedernos con los carbohidratos. El pensamiento evolutivo tan ingenuo de nuestro pasado reciente nos ayudó a construir y a poner en boga la idea de los alimentos bajos en grasa, que se volvió luego autosuficiente bajo el solícito cuidado que le proporcionan la industria publicitaria y las manufacturas de alimentos bajos en grasa. El artículo de Taubes de 2001 es un informe bastante revelador de los procesos políticos que crearon y sostuvieron este «evangelio de lo bajo en grasa», y también ofrece una oportuna advertencia para la empresa que estoy proponiendo aquí: «Es una historia de lo que puede ocurrir cuando las demandas de la política de salud pública —y las demandas del público por un simple consejo [mis cursivas, D. D.]— tropiezan con la confusa ambigüedad de la ciencia real» (p. 2537). Aun si hacemos ciencia de la religión correctamente (por primera vez), debemos proteger celosamente la integridad del siguiente proceso: el de reducir a decisiones políticas los complejos resultados de la investigación. Y es posible que esto no sea nada fácil. Basil Rifkind, uno de los nutricionistas que fueron presionados a presentar un veredicto prematuro respecto de las dietas bajas en grasas, lo dice de un modo muy sucinto: "Llega un momento en el que, si no se toma una decisión, las consecuencias pueden ser igualmente grandes. Si se deja simplemente que los norteamericanos sigan consumiendo un 40 por ciento de sus calorías provenientes de la grasa, esto también tiene sus consecuencias» (Taubes, 2001:2541). Las buenas intenciones no son suficientes. Éste es el tipo de campañas desencaminadas que queremos evitar cuando de lo que se trata es de intentar corregir lo que consideramos como los excesos tóxicos de religión. Uno retrocede ante el horror de los posibles efectos que pueden ocurrir cuando se trata de imponer una «dieta de emergencia» equivocada a aquellos que están hambrientos de religión.

Puede ser tentador argüir que todos estaríamos mucho mejor si, en primer lugar, no hubiera habido ningún nutricionista sabelotodo entrometiéndose en nuestras dietas. Estaríamos comiendo lo que nos hace bien apoyándonos únicamente en nuestros instintos moldeados por la evolución, como lo hacen los demás animales. Sin embargo, esto es simplemente un error, tanto para el caso de las dietas como para el caso de la religión. En comparación con nuestros antecesores relativamente recientes, la civilización —la agricultura en particular y la tecnología en general— alteró inmensamente y de manera bastante rápida nuestras circunstancias ecológicas, y esto hace que muchos de nuestros instintos estén desactualizados. Algunos de ellos pueden seguir siendo valiosos a pesar de resultar obsoletos, pero es bastante probable que algunos de ellos sean rotundamente dañinos. No podemos retroceder con ninguna confianza a la dichosa ignorancia de nuestro pasado animal. Nos toca soportar ser la especie pensante, y esto significa que todos tenemos que utilizar nuestro conocimiento lo mejor posible para adaptar nuestras políticas y nuestras prácticas, de manera que logremos hacer frente a nuestros imperativos biológicos.

4. La lista de teorías de un marciano

Si tú fueras Dios, ¿habrías inventado la risa?

Christopher Fry, The lady’s not for burning

Es posible que estemos demasiado cerca de la religión como para ser capaces de percibirla con claridad a primera vista. Durante años, éste ha sido un tema bastante familiar entre artistas y filósofos. Una de sus tareas autoimpuestas es la de «tornar extraño lo que nos es familiar»[11],y algunos de los más grandes ataques de ingenio creativo nos llevan a atravesar esa corteza de excesiva familiaridad, y a mirar las cosas ordinarias y obvias con nuevos ojos. Los científicos no podrían estar más de acuerdo. El momento mítico de sir Isaac Newton fue cuando se formuló a sí mismo la extraña pregunta acerca de por qué la manzana cae del árbol hacia abajo.(«Y bien, ¿por qué no habría de hacerlo?»—pregunta el ignorante corriente—. «¡Es pesada», como si esto fuera una explicación satisfactoria). Albert Einstein se hizo una pregunta igualmente extraña: todo el mundo sabe qué significa «ahora»; no obstante, Einstein quería saber si aquello a lo que usted y yo nos referimos al decir «ahora» es o no lo mismo cuando nos separamos el uno del otro a una velocidad cercana a la de la luz. La biología también tiene algunas preguntas extrañas. «¿Por qué no lactan los animales machos?», se preguntó el gran biólogo evolucionista recientemente fallecido John Maynard Smith (1977), despertándonos así de nuestro sueño dogmático para confrontarnos con una curiosa perspectiva. «¿Por qué parpadeamos con ambos ojos simultáneamente?», se preguntó otro gran biólogo evolucionista, George Williams (1992). Todas son buenas preguntas que aún no han sido respondidas por la biología. He aquí otras tantas. ¿Por qué nos reímos cuando ocurre algo gracioso? Tal vez pensemos que es obvio que la risa sea la respuesta apropiada al humor (en lugar de, digamos, rascarse la oreja o eructar); pero ¿por qué es así? ¿Por qué algunas figuras femeninas son sexys y otras no? ¿Acaso no es obvio? ¡Sólo mírelas! Sin embargo, ése no es el final de la historia. Las regularidades y las tendencias en nuestras respuestas hacia el mundo sin duda garantizan, trivialmente, que ellas sean parte de la «naturaleza humana», pero esto aún deja sin resolver la pregunta por el por qué. Curiosamente, es esta misma característica del cuestionamiento evolutivo la que con frecuencia es vista con profunda aversión por… artistas y filósofos. Como es bien sabido, el filósofo Ludwig Wittgenstein dijo alguna vez que una explicación debe detenerse en algún sitio. No obstante, esta innegable verdad podría inducirnos al error si nos incitase a dejar de formularnos tales preguntas, poniéndole prematuramente fin a nuestra curiosidad. ¿Por qué existe la música, por ejemplo? «¡Por que es natural]», reza la complaciente respuesta ordinaria; pero la ciencia no da por sentado nada que sea natural. En todo el mundo, la gente dedica muchas horas —a veces incluso su vida profesional— a hacer, a escuchar y a bailar al ritmo de la música. ¿Por qué? ¿Cui bono? ¿Por qué existe la música? ¿Por qué existe la religión? Decir que es natural es sólo el principio de la respuesta, no el final.

Temple Grandin, la extraordinaria escritora autista y experta en animales, le dio a Oliver Sacks un título genial para una de sus colecciones de estudios de casos de seres humanos inusuales: Un antropólogo en Marte (1995). Así es como ella se siente, según le dijo a Sacks, cuando tiene que habérselas con otras personas aquí en la Tierra. Usualmente, una alienación tal es un impedimento, pero distanciarse un poco del mundo ordinario nos ayuda a enfocar nuestra atención en lo que, de otro modo, es demasiado obvio para que se note, y ayudaría a ello si temporalmente nos pusiésemos en los (tres grandes y verdes) zapatos de un «marciano», uno que estuviera en un equipo de investigadores alienígenas a los que podemos imaginar como si fueran totalmente ajenos a los fenómenos que están observando aquí, en el planeta Tierra.

Lo que hoy ven es una población de más de seis mil millones de personas, que en su mayoría dedican una significativa fracción de su tiempo y energía a algún tipo de actividad religiosa: no sólo a rituales como el de la oración diaria (tanto pública como privada), o a la asistencia frecuente a ceremonias, sino también a costosos sacrificios, como el de no trabajar en ciertos días aun si hay una crisis inminente que requiere atención inmediata, o la destrucción deliberada de pertenencias valiosas en suntuosas ceremonias, o el de contribuir a respaldar económicamente a los practicantes especialistas dentro la comunidad o al mantenimiento de edificios sofisticados, o el cumplimiento de un sinfín de requisitos y prohibiciones de estricta observancia, que incluyen abstenerse de comer ciertas comidas, vestir velos, sentirse ofendidos frente a ciertos comportamientos, aparentemente inocuos, de los demás, y así sucesivamente. Los marcianos no tendrían ninguna duda respecto de que todo esto es «natural» en un sentido: lo observan en casi cualquier lugar en la naturaleza, en una sola especie de bípedos parlantes. Al igual que otros fenómenos en la naturaleza, éste no sólo exhibe una diversidad arrebatadora sino también unas impresionantes similitudes, así como un diseño (rítmico, poético, arquitectónico, social…) encantadoramente ingenioso pero a la vez desconcertantemente inescrutable. ¿De dónde viene todo este diseño y qué lo mantiene? Junto con todos los gastos contemporáneos de tiempo y esfuerzo, también está todo el trabajo implicado en el diseño que le precedió. Porque el trabajo de diseño —I + D, investigación y desarrollo— también es costoso.

Algo del trabajo de I + D puede ser observado por los marcianos directamente: debates entre líderes religiosos sobre si abandonan o no algunos elementos incómodos de su ortodoxia, decisiones de los comités de construcción aceptando la propuesta arquitectónica ganadora para un templo nuevo, compositores trabajando en los nuevos himnos que se les han encargado, teólogos escribiendo tratados, teleevangelistas reuniéndose con agencias de publicidad y otros consultores para planear una nueva temporada de transmisiones. En el mundo desarrollado, además del tiempo y de la energía gastados en la práctica religiosa, existe una empresa gigantesca, pública y privada, tanto de crítica y defensa como de interpretación y comparación de cada aspecto de la religión. Si los marcianos simplemente se centrasen en este aspecto, se formarían la impresión de que la religión —como la ciencia, la música o los deportes de práctica profesional— consiste en un sistema de actividades sociales que es diseñado y rediseñado por agentes conscientes y que deliberan, que saben cuáles son los objetivos y los propósitos de sus iniciativas, los problemas que necesitan resolver, los riesgos, los costos y los beneficios. La Liga Nacional de Fútbol Americano fue creada y diseñada por individuos identificables con el objeto de satisfacer un conjunto de propósitos humanos, al igual que el Banco Mundial. Estas instituciones manifiestan una clara evidencia de diseño, pero no son «perfectas». Las personas se equivocan, los errores son identificados y corregidos con el tiempo, y cuando hay desacuerdos sustanciales entre aquellos que tienen el poder y la responsabilidad de mantener un sistema así, se busca llegar a arreglos que, con frecuencia, se consiguen. Algo del trabajo de I + D que ha moldeado, y que sigue moldeando, a la religión puede ubicarse claramente dentro de esta categoría. Un caso extremo sería el de la Cienciología, una religión entera que es, sin lugar a dudas, el producto de la invención deliberadamente diseñada de un solo autor, L. Ron Hubbard, aunque por supuesto haya tomado prestados algunos elementos que han resultado ser útiles en religiones existentes.

En el otro extremo se encuentran, sin duda, las religiones populares o las religiones tribales, ambas igualmente diseñadas e igualmente intrincadas, que se han fundado por todo el mundo y nunca fueron sometidas por sus practicantes a ningún proceso del tipo «comité para la revisión del diseño», ejemplificado por el Concilio de Trento o el Concilio Vaticano II. Al igual que la música y el arte populares, estas religiones han adquirido sus propiedades estéticas, así como otras características de sus diseños, por medio de un sistema de influencias mucho menos autoconsciente. Y, cualesquiera que sean o hayan sido esas influencias, estas religiones exhiben muchos patrones en común y profundas similitudes. ¿Cuán profundas? ¿Tan profundas como los genes? ¿Acaso hay «genes de» las similitudes entre las religiones de todo el mundo? ¿O es posible que los patrones relevantes no sean genéticos sino geográficos o ecológicos?

Los marcianos no necesitan invocar a los genes para explicar por qué en los climas ecuatoriales la gente no viste abrigos de piel, o por qué en todo el mundo los vehículos acuáticos son alargados y simétricos a lo largo de su eje (con excepción de las góndolas venecianas y unas cuantas naves especializadas). Tras haber dominado los lenguajes del mundo, los marcianos advertirán enseguida que existe gran variación en el grado de sofisticación entre los constructores de barcos de todo el mundo. Algunos de ellos pueden ofrecer explicaciones muy articuladas y precisas de la razón por la que insisten en que sus embarcaciones sean tan simétricas, explicaciones que cualquier arquitecto naval con un doctorado en ingeniería aplaudiría. Otros, sin embargo, tendrían una respuesta más sencilla: construimos botes de este modo porque es de este modo como siempre los hemos construido. Ellos copian los diseños que han aprendido de sus padres y de sus abuelos, que hicieron lo mismo en su momento. Los marcianos notarán que este acto de copiar, tan relativamente mecánico, guarda un fascinante parecido con otro medio de transmisión que ya han identificado: los genes. Si los constructores de barcos, los alfareros o los cantantes tienen el hábito de copiar «religiosamente» viejos diseños, es probable que logren preservar rasgos del diseño por cientos o incluso por miles de años. El proceso humano de imitación es variable, así que con frecuencia aparecerán algunas ligeras variaciones, y aunque muchas de ellas desaparecen prontamente, pues se las considera productos imperfectos, con defectos de fábrica, o —en cualquier caso— impopulares entre los clientes, de vez en cuando una variación engendrará un nuevo linaje que, en cierto sentido, es una mejora o una innovación para la que existe un «nicho en el mercado». Y he aquí el resultado: sin que nadie lo advierta, o sin que nadie lo desee, a lo largo de extensos períodos de tiempo este proceso relativamente mecánico logra dar forma a los diseños hasta que alcanzan un punto exquisito, optimizándolos así para las condiciones locales.

De esta manera, un diseño culturalmente transmitido puede tener una justificación independiente del mismo modo en que la tienen los diseños genéticamente transmitidos. Los constructores y los dueños de los botes no necesitan entender las razones por las que sus botes son simétricos, así como el oso comedor de frutas no necesita entender el papel que juega en la propagación de árboles de manzanas silvestres cada vez que defeca en el bosque. De lo que se trata aquí es del diseño de un artefacto humano —transmitido culturalmente, no genéticamente— sin ningún diseñador humano, sin un autor, o un inventor, o sin siquiera un sapiente editor o un crítico[12].Y la razón por la que el proceso puede funcionar es la misma en el caso de la cultura humana que en el de la genética: replicación diferencial. Cuando se realizan copias con variaciones, y algunas de esas variaciones son de alguna manera un poquito «mejores» (apenas lo suficiente como para que se hagan más copias de ellas en el siguiente grupo), ello conducirá inexorablemente al proceso progresivo de mejora en el diseño que Darwin llamó «evolución por selección natural». Pero no necesariamente tienen que ser genes lo que se copia. Puede ser cualquier cosa que cumpla con los requerimientos mínimos del algoritmo darwiniano[13].

Richard Dawkins (1976) le ha puesto nombre a este concepto de replicadores culturales —es decir, elementos que son copiados una y otra vez—: propuso llamarlos memes, término que recientemente ha sido foco de controversia. Por el momento, deseo dejar claro algo que no debe ser nada controvertido: en algunas ocasiones, la transmisión cultural puede imitar a la transmisión genética, al permitir que las variantes en competencia sean copiadas a distintas velocidades, lo que resulta en revisiones graduales de las características de dichos elementos culturales, sin que ninguna de estas revisiones tenga autores deliberantes ni previsores. Los ejemplos más obvios y más estudiados son las lenguas naturales. Todas las lenguas romances —como el francés, el italiano, el español y el portugués, entre algunas otras variantes— descienden del latín, y preservan muchos de sus rasgos básicos, al tiempo que cambian algunos otros. ¿Acaso estas revisiones son adaptaciones?. Es decir, ¿hay algún sentido en el que ellas representan mejorías sobre sus ancestros latinos que se encuentran en el ambiente? Aunque hay mucho más que decir sobre este tema, y a veces las «obviedades» que se dicen tienden a ser simplistas o equivocadas, esto al menos es claro: tan pronto como un cambio empieza a emerger en una localidad, generalmente obliga a las personas de dicha localidad a aceptarlo, si es que quieren que se las comprenda. Si estás en Roma, habla como hablan los romanos, o si no serás ignorado o malinterpretado. Así es como las idiosincrasias en la pronunciación, las expresiones en jerga y otras novedades «llegan a fijarse» —como dicen los genetistas— en el lenguaje local. Y ninguna de éstas es genética. Lo que se copia es un modo de decir alguna cosa; un comportamiento o una rutina.

Las transformaciones graduales que convirtieron el latín en francés, en portugués y en otras lenguas descendientes no frieron pensadas, planificadas, previstas, deseadas ni ordenadas por nadie. En raras ocasiones, el modo peculiar en el que una celebridad local pronuncia una palabra o emite un sonido puede llegar a popularizarse, tornándose una moda que eventualmente se convierte en un cliché, y luego en una parte establecida del lenguaje local. En estos casos se podría identificar al «Adán» o a la «Eva» que se encuentra en la raíz del árbol genealógico de esta característica lingüística. En ocasiones incluso más raras, algunos individuos pueden ponerse como meta inventar una palabra, o un modo de pronunciar una palabra, y es posible que de verdad lleguen a tener éxito acuñando un nuevo término que eventualmente se incorpore al lenguaje. Pero, por lo general, los cambios que se acumulan no tienen autores humanos —ni voluntarios ni involuntarios— que se destaquen.

El arte y la música populares, al igual que la medicina popular y otros muchos productos de tales procesos populares, con frecuencia son brillantemente adaptados para cumplir con propósitos específicos y bastante avanzados. No obstante, a pesar de lo maravillosos que puedan ser estos frutos de la evolución cultural, debemos resistir la fuerte tentación de postular algún tipo de mítico genio de lo popular o de una conciencia compartida mística para explicarlos. Con frecuencia, estos excelentes diseños efectivamente deben algunas de sus características a las mejoras que deliberadamente fueron hechas por individuos en cierto momento, pero también pueden generarse exactamente a través del mismo proceso de tamizado y duplicación —mecánico, ciego y carente de cualquier capacidad de visión de futuro— que, a través de la selección natural, ha producido los exquisitos diseños de los organismos. En ambos casos, el «ajuste de cuentas» es severo, austero y poco imaginativo. La Madre Naturaleza es un contador filisteo al que sólo le interesa la ganancia inmediata en términos de la replicación diferencial, y que no deja de apretar el cuello a los candidatos prometedores que no están a la altura de la competencia contemporánea. De hecho, aquel músico olvidadizo y de mal oído, ése que a duras penas puede entonar una melodía y que olvida casi todas las canciones que escucha pero que, sin embargo, es capaz de recordar aquella única canción tan memorable, ése contribuye al control de calidad del proceso popular (al replicar su clásica tonada a costa de todas las otras canciones rivales) tanto como lo hace el más talentoso de los compositores.

Las palabras existen, pero ¿de qué están hechas? ¿De aire bajo presión? ¿De tinta? Algunos casos particulares de la palabra «gato» están hechos de tinta, algunos están hechos de ráfagas de energía acústica en la atmósfera, otros más están hechos de patrones de puntitos brillantes en pantallas de computador, y algunos otros ocurren silenciosamente en los pensamientos. Y lo único que todos ellos tienen en común es que cuentan como si fueran «lo mismo» (o, como decimos los filósofos, como si fueran muestras del mismo tipo) en un sistema de símbolos conocido como un lenguaje. Las palabras son elementos tan familiares de este mundo nuestro tan empapado de lenguaje que tendemos a pensar en ellas como si fueran cosas tangibles y nada problemáticas —cosas tan reales como las tazas de té o las gotas de lluvia—. Pero las palabras, de hecho, son bastante abstractas, incluso más abstractas que las voces, las canciones, los cortes de pelo o las oportunidades (¿y de qué están hechas éstas?.). ¿Qué son las palabras? Las palabras son básicamente paquetes de información de algún tipo, recetas para utilizar el aparato vocal y los oídos (o las manos y los ojos) —y el cerebro— de modos muy específicos. Una palabra es mucho más que un sonido o una ortografía específica. Por ejemplo, la palabra «fast» suena igual y se escribe del mismo modo tanto en inglés como en alemán, pero en ambos lenguajes tiene significados completamente distintos y desempeña roles totalmente diferentes. Son dos palabras diferentes que comparten sólo algunas de sus propiedades superficiales. Las palabras existen. ¿Existen los memes? Sí, puesto que las palabras existen, y las palabras son memes que pueden ser pronunciados. Hay otros memes que son el mismo tipo de cosa —paquetes de información o recetas para hacer alguna otra cosa distinta a pronunciar—: comportamientos como los apretones de manos, hacer un particular gesto agresivo, quitarse los zapatos cuando se entra a una casa, conducir por la derecha o construir los botes simétricamente. Aunque estos comportamientos pueden describirse y enseñarse explícitamente, ello no es indispensable; la gente puede, simplemente, imitar los comportamientos que ve ejecutar a los demás. Las variaciones en la pronunciación pueden difundirse, al igual que las variaciones en los métodos culinarios y en las maneras de lavar la ropa o de cultivar.

Existen problemas fastidiosos respecto de cuáles son, con precisión, los límites de un meme; por ejemplo, llevar una gorra de béisbol hacia atrás, ¿es un meme o dos (el de llevar la gorra y el de ponérsela para atrás)? No obstante, aparecen problemas similares cuando se trata de los límites entre las palabras —la palabra «coping out»*, ¿debemos contarla como una sola o como dos?— y, desde luego, entre los genes. Las condiciones limítrofes están bien definidas para las moléculas individuales de ADN, al igual que para sus partes constituyentes, como los nucleótidos o los codones (tripletes de nucleótidos, tales como AGC o AGA). Los genes, sin embargo, no están alineados tan precisamente con estas fronteras. Algunas veces los genes pueden dividirse en diversas piezas separadas, y las razones por las que los biólogos llaman a unas cadenas separadas de codones partes de un mismo gen, en lugar de dos genes distintos, son muy similares a las razones por las que los lingüistas identificarían las expresiones «¡no [me, te, le] da la gana!» o «salir [se, me, te] con la suya» como si fueran modismos sobresalientes y no simplemente frases verbales compuestas de diversas palabras. Estas partes que están unidas entre sí generan problemas para cualquiera que trate de contar genes —problemas que no son irresolubles, pero que tampoco son obvios—. Y lo que se copia y se transmite, tanto en el caso de los genes como en el de los memes, es información.

Tendré más que decir sobre los memes en los siguientes capítulos, pero dado que tanto los fanáticos —exageradamente entusiastas— de los memes, como sus igualmente entusiastas críticos, han hecho que este tema sea muy polémico para muchas personas, necesito proteger una versión (relativamente) sobria del concepto, lejos de las manos de algunos de sus amigos y enemigos. Sin embargo, no todo el mundo necesita participar de este ejercicio de higiene conceptual, de modo que al final de este libro —en el apéndice A— he reproducido mi introducción básica a los memes: «Los nuevos replicadores», tomada de la reciente Encyclopedia of evolution, publicada en dos volúmenes por Oxford University Press en 2002[14]. Para nuestros actuales propósitos, la principal razón para tomar seriamente la perspectiva de los memes es que ésta nos permite echar un vistazo a la pregunta de ¿cui bono?, en relación con cada una de las características del diseño de la religión, sin tener que formarnos un prejuicio respecto del asunto de si estamos hablando de evolución genética o cultural, o de si la justificación de una característica del diseño es independiente o si, más bien, es explícitamente la justificación de alguien. Esto expande el espacio de las posibles teorías evolutivas, y nos abre un lugar para que consideremos procesos mixtos y a varios niveles, alejándonos de ideas tan simplistas como la de «los genes de la religión», por un lado, o la de «la conspiración de los sacerdotes», por el otro, y permitiéndonos considerar explicaciones mucho más interesantes (y mucho más probables) de cómo y por qué evolucionaron las religiones. La teoría de la evolución no es un hueso fácil de roer. Y cuando los marcianos se pongan a teorizar acerca de la religión terrestre, van a tener muchas más opciones que explorar, que bosquejaré rápidamente, en sus versiones más extremas, con el único propósito de ofrecer una idea general del terreno que habremos de examinar más cuidadosamente en los siguientes capítulos.

Teorías del amor por los dulces. Primero, considérese la variedad de cosas que nos gusta ingerir o, de otro modo, insertar en nuestros cuerpos: azúcar, grasas, alcohol, cafeína, chocolate, nicotina, marihuana y opio, para empezar. En cada caso, existe en el cuerpo un sistema receptor que evolucionó y que está diseñado para detectar ciertas sustancias que estas cosas que tanto nos gustan poseen en concentraciones muy altas (y estas sustancias pueden ser o bien ingeridas o bien construidas dentro del cuerpo, como las endorfinas o los análogos de la morfina, que son creados endógenamente). A lo largo del tiempo, nuestra astuta especie se la ha pasado tanteando aquí y allá, degustando casi todo lo que hay en el medio ambiente y, tras milenios de ensayo y error, se las ha arreglado para descubrir maneras de reunir y concentrar estas sustancias especiales de modo que podamos usarlas para (sobre)estimular nuestros sistemas innatos. Quizá los marcianos se preguntarán si existen también en nuestros cuerpos sistemas que hayan evolucionado genéticamente y que estén diseñados para responder a alguna cosa que las religiones provean de un modo intensificado. Muchos lo han pensado. Karl Marx pudo haber estado mucho más en lo cierto de lo que él mismo se imaginaba cuando llamó a la religión «el opio de los pueblos». ¿Será que tenemos un «centro divino» en nuestros cerebros junto con nuestro «centro goloso»? ¿Para qué podría servir? ¿Qué cubre su costo? Como dice Richard Dawkins (2004b: 14):

Si los neurocientíficos encontrasen un «centro de dios» en el cerebro, los científicos darwinianos como yo querríamos saber por qué evolucionó el centro de dios. ¿Por qué aquellos ancestros nuestros, que tuvieron la tendencia genética de desarrollar un centro de dios, sobrevivieron mejor que sus rivales, quienes no lo desarrollaron?

Si alguna de estas explicaciones evolutivas es correcta, entonces aquellas que tenían un centro de dios no sólo sobrevivieron mejor que aquellos sin el centro, sino que tendieron también a tener más descendencia. Sin embargo, debemos dejar cuidadosamente a un lado el anacronismo involucrado en nuestra concepción de este hipotético sistema innato como si fuera un «centro de dios», ya que su objetivo original pudo haber sido bastante distinto de este asunto tan intenso en el que se ha convertido hoy (después de todo, no tenemos un centro del helado de chocolate o un centro de nicotina en el cerebro). Dios puede ser simplemente la última y la más intensa creación que dispara el centro «de tal y tal» en tantas personas. ¿Qué beneficio obtienen aquellos que satisfacen sus antojos de «tal y tal»? Es posible que no haya y que nunca haya habido realmente un objetivo que obtener en el mundo, sino más bien un objetivo meramente imaginario o virtual. En efecto, puede ser el de buscar y no el de obtener lo que le da su ventaja reproductiva. En cualquier caso, si la necesidad, o al menos el gusto, por este tesoro —aún no identificado— se ha convertido en una parte de la naturaleza humana genéticamente transmitida, lo cierto es que la manipulamos a nuestra cuenta y riesgo.

Las teorías de esta clase ofrecen algunas posibilidades interesantes. Tanto el azúcar como la sacarina disparan nuestro sistema de amor por el dulce. ¿Existen sustitutos religiosos que puedan ser encontrados, o incluso confeccionados, por astutos psicoingenieros? O, lo que es más interesante aún: ¿son las religiones en sí mismas un tipo de sacarina para el cerebro? ¿Tal vez un tipo de sacarina que llene menos, o que debilite, o que intoxique menos de lo que lo hace el objetivo original y potencialmente peligroso? ¿Acaso la religión misma es una subespecie de la medicina popular, en la que nos recetamos medicinas a nosotros mismos para aliviarnos, usando terapias que han sido refinadas por miles y miles de años de desarrollo a través de ensayo y error? ¿Existe una variabilidad genética en la sensibilidad religiosa equivalente a la inmensa variabilidad genética, recientemente descubierta, entre los seres humanos y sus sentidos del gusto y del olfato? Los que somos incapaces de resistir el cilantro poseemos un gen para un receptor olfativo que los amantes del cilantro no comparten. A nosotros, el cilantro nos «sabe» más bien a jabón. Hace cien años, William James especuló que él tenía una necesidad bruta de religión —una necesidad que no todo el mundo compartía—: «Si se quiere, llamémosla mi germen místico. Es un germen muy común. Éste es el que crea los rangos y las filas de creyentes. Y así como en mi caso es capaz de resistir todas las críticas puramente ateas, así también debe resistirlas en la mayor parte de los casos» (carta a Leuba, citada en la introducción a James, 1902: XXIV). Quizás, el germen místico de James sea en realidad un gen místico. O puede que sólo sea, como él dijo, un germen místico, algo que se propaga de persona a persona «horizontalmente», no «verticalmente» (descendiendo de los padres), por infección.

Teorías de los simbiontes. Es posible que las religiones resulten ser una especie de simbiontes culturales que se las arreglan para prosperar saltando de anfitrión humano en anfitrión humano. Pueden ser mutualistas; es factible que mejoren el estado físico de los humanos y que incluso lleguen a hacer posible la vida humana, como lo hacen las bacterias en nuestros intestinos. O pueden ser comensales; es decir, ni buenas ni malas para nosotros, sino totalmente neutrales, que estén ahí simplemente por no perderse el paseo. O pueden ser parásitos: replicadores perjudiciales sin los cuales estaríamos mucho mejor —al menos en lo relativo a nuestros intereses genéticos—, pero que son muy difíciles de eliminar, ya que han evolucionado sumamente bien para hacer frente a nuestras defensas y para aumentar su propia propagación. Podemos esperar que los parásitos culturales, al igual que los parásitos microbióticos, exploten cualquier sistema preexistente que les resulte útil. El reflejo de estornudar, por ejemplo, es en primer lugar una adaptación para sacar los elementos irritantes extraños de las cavidades nasales, pero cuando un germen provoca el estornudo, no es quien estornuda sino el germen mismo el que típicamente es el primer beneficiario, pues así obtiene un lanzamiento de altísima energía hacia un vecindario nuevo en el que otros anfitriones potenciales pueden acogerlo. Es posible que la propagación de gérmenes y la propagación de memes exploten mecanismos similares, tales como el impulso irresistible de impartir historias u otros elementos informativos a los demás, que además se ve fortalecido por tradiciones que elevan la longitud, la intensidad y la frecuencia de los encuentros con otros que, posiblemente, puedan ser anfitriones.

Cuando consideramos la religión desde esta perspectiva, la pregunta por el ¿cui bono? cambia radicalmente. Ahora no es nuestra capacidad reproductiva (en tanto que miembros reproductores de la especie Homo sapiens) la que se presupone que es incrementada por la religión, sino más bien su propia capacidad reproductiva (en tanto que miembro reproductor —es decir, autorreplicador— del género simbionte Cultus religiosus). Es posible que se haya desarrollado como un mutualista debido a que beneficia a sus anfitriones de una manera bastante directa, o que se haya convertido en un parásito, aun cuando agobia a sus anfitriones con una aflicción virulenta que no sólo los deja mucho peor de lo que estaban, sino que además los debilita demasiado como para que puedan combatir su proliferación. Y el punto principal, que debe quedarnos claro desde el principio, es que no podemos decir cuál de estas posibilidades es más probable que sea cierta sin hacer antes una investigación objetiva y cuidadosa. Probablemente su religión le parezca a usted obviamente benigna, y es posible que le parezca que otras religiones son, de igual manera, obviamente tóxicas para los que están infectados con ellas; pero las apariencias pueden engañar. Quizá la religión de ellos les provea de beneficios que usted simplemente no entiende todavía, y quizá su propia religión lo esté envenenando de modos que jamás ha sospechado. Uno realmente no puede distinguir desde adentro. Así es como funcionan los parásitos: silenciosamente, sin incomodar ni molestar a sus anfitriones más de lo que es absolutamente necesario. Si (algunas) religiones son parásitos culturalmente evolucionados, podemos esperar que estén insidiosamente bien diseñadas para ocultar a sus anfitriones su verdadera naturaleza, ya que ésta es una adaptación que promovería su propia proliferación.

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Estas dos familias de teorías —la de ser golosos y la de los simbiontes— no son exclusivas. Como ya vimos con el ejemplo de la levadura que excreta alcohol, existen algunas posibilidades simbióticas que pueden combinar varios de estos fenómenos entre sí. Es posible que un antojo inicial sea explotado por simbiontes culturales que incluyan formas tanto mutualistas como parásitas. Un simbionte relativamente benigno o inofensivo puede mutar bajo ciertas condiciones y convertirse en algo virulento e incluso mortal. A lo largo de milenios, la gente ha imaginado que las otras religiones podrían ser una forma de enfermedad o de afección, al igual que los apóstatas suelen rememorar los viejos tiempos como si fueran un período de aflicción al que de algún modo lograron sobrevivir. No obstante, tan pronto como comenzamos a percibir la religión como un posible simbionte cultural, la perspectiva evolutiva nos permite ver que hay tantos escenarios negativos como positivos. En todos lados hay simbiontes amigables. Nuestro cuerpo está compuesto por cerca de cien billones de células, y nueve de cada diez de ellas ¡no son células humanas! (Hooper et al., 1998). La mayor parte de estos billones de huéspedes microscópicos son o bien inofensivos, o bien útiles; sólo vale la pena preocuparse por una pequeña minoría. En realidad, muchos de ellos son colaboradores valiosos que heredamos de nuestras madres y sin los cuales nos encontraríamos bastante indefensos. Estas herencias no son genéticas. Algunas de ellas pueden transmitirse a través del flujo sanguíneo que comparten la madre y el feto, pero otras pueden adquirirse por medio del contacto corporal o de la proximidad. (Una madre sustituía, pese a que no hace ninguna contribución genética al feto que le ha sido implantado en el útero, hace sin embargo una contribución mayoritaria a la microflora que el infante llevará consigo por el resto de su vida).

De modo similar, los simbiontes culturales —los memes— son transmitidos a nuestros descendientes a través de vías que no son genéticas. Hablar la «lengua materna», cantar, ser amable, y muchas otras habilidades «socializadoras», son transmitidas culturalmente de los padres a los hijos, y los infantes humanos a los que se les priva de estas fuentes de herencia con frecuencia resultan profundamente discapacitados. Es bien sabido que el vínculo entre padres e hijos es el principal camino de transmisión de la religión. Los niños crecen hablando la lengua de sus padres y, en casi todos los casos, identificándose con la religión de sus padres. Al no ser genética, la religión puede propagarse «horizontalmente» a quienes no son descendientes directos, pero dichas conversiones desempeñan un rol insignificante en la mayor parte de los casos. En el pasado, una mala comprensión de este hecho condujo a la creación de crudos y crueles programas de «higiene». Si después de pensarlo bien usted cree que la religión es una característica maligna de la cultura humana, un tipo de enfermedad infantil con efectos secundarios permanentes, la política de salud pública que habría que promulgar para poder encargarse de ella, aunque políticamente drástica, sería bastante sencilla: vacunación y aislamiento. ¡No permitan que los padres den una educación religiosa a sus propios hijos! A una escala mayor, esta política se ensayó en la antigua Unión Soviética, produciendo consecuencias nefastas. El resurgimiento de la religión en la Rusia post URSS nos sugiere que la religión tiene algunos roles que jugar y algunas fuentes de que nutrirse que jamás fueron siquiera soñados por esta perspectiva tan simplista.

Las teorías de selección sexual representan una posibilidad evolutiva de un tipo totalmente distinto. Quizá la religión sea como las enramadas de los pájaros capulineros. Los capulineros macho dedican una extraordinaria cantidad de tiempo y esfuerzo a la construcción y decoración de elaboradas estructuras diseñadas para impresionar a las hembras de su especie, quienes escogen pareja únicamente después de haber evaluado cuidadosamente las enramadas rivales. Éste es un ejemplo de selección natural desbocada, una subclase de selección natural en la que el rol selectivo central es interpretado por la hembra, cuyas exigencias pueden aumentar progresivamente, a lo largo de generaciones y generaciones, hasta convertirse en demandas onerosas y sumamente específicas, como ocurre con los caprichos de las pavas reales, que obligan a los pavos reales a desarrollar colas espectaculares, y espectacularmente costosas e incómodas (para una buena visión general del asunto, véase Cronin [1991]). La brillante coloración de los pájaros macho es el ejemplo mejor estudiado de selección sexual. En estos casos, un sesgo inicial en los caprichos innatos de las hembras, como preferir el azul al amarillo, por ejemplo, se amplifica tras recibir una respuesta positiva y termina tornando azules a los machos; y, de hecho, cuanto más azul, mejor. Si en una población aislada la mayoría de las hembras de la especie simplemente hubiera preferido el amarillo en lugar del azul, la selección desbocada habría desembocado en machos amarillo chillón. Nada hay en el ambiente que haga que el amarillo sea mejor que el azul, o viceversa, salvo por el gusto predominante de las hembras de la especie, que ejerce una presión selectiva muy poderosa, si bien arbitraria.

¿Cómo puede ser que algo como el proceso de selección natural desbocada moldee las extravagancias de la religión? Puede hacerlo de muchos modos. En primer lugar, es posible que, por parte de hembras humanas, haya habido una selección sexual directa de rasgos psicológicos que realzasen la religión. Quizás ellas prefirieron machos que demostraron una sensibilidad por la música y las ceremonias, característica que pudo haber aumentado progresivamente hasta convertirse en una proclividad hacia los éxtasis elaborados. Las hembras que tuvieron esta preferencia no habrían tenido que entender por qué la tenían; pudo haber sido un simple capricho, un gusto personal ciego que las incitó a escoger. Pero si las parejas que escogieron resultaron ser no sólo mejores proveedores, sino hombres mucho más fieles a la familia, estas madres y estos padres tenderían a criar muchos más hijos y nietos que el resto, y en consecuencia se propagarían tanto la sensibilidad por las ceremonias como el gusto por aquellos que amen las ceremonias. O puede ser que el mismo capricho hubiera tenido una ventaja selectiva únicamente por el hecho de que más hembras compartieron dicho capricho, de modo que los hijos que carecieran de tan elegante sensibilidad por las ceremonias habrían sido pasados por alto por las exigentes hembras. (Y si hubiera ocurrido, sin ninguna razón aparente, que una muestra influyente de nuestros ancestros femeninos hubiera desarrollado un gusto por los varones que saltasen de arriba hacia abajo cuando llueve, nosotros los hombres nos sentiríamos incapaces de permanecer sentados y quietos cuando empieza a llover. Es posible que las chicas compartan o no nuestra tendencia a saltar bajo estas condiciones, pero definitivamente se interesarían en los chicos que sí lo hicieran. Ésta es la implicación que se sigue de la hipótesis clásica de la selección sexual). Ciertamente, la idea de que el talento musical es el camino más directo a los brazos de una mujer nos resulta familiar, y probablemente venda millones de guitarras al año. Y es posible que haya algo de verdad en ella. Aunque ésta puede ser una proclividad genéticamente transmitida, con una variación significativa en la población, es necesario que consideremos también los análogos culturales de la selección sexual. Las ceremonias del potlatch que encontramos entre los nativos americanos del noroeste de los Estados Unidos, son impresionantes: demostraciones ceremoniales de conspicua generosidad, en las que los individuos compiten entre sí para ver quién es capaz de regalar más cosas, llegando algunas veces al punto de arruinarse. Estas costumbres llevan la marca de haber sido creadas a través del incremento paulatino de respuestas positivas, como aquellas que establecieron las colas de los pavos reales y las gigantescas cornamentas de los alces irlandeses. Otros fenómenos sociales exhiben también espirales inflacionarias de competencias costosas y esencialmente arbitrarias: entre las más discutidas se encuentran los alerones en los automóviles de la década de 1950, las modas de los adolescentes y las luces navideñas a la entrada de las casas, pero existen también otras.

Durante más de un millón de años nuestros ancestros fabricaron «hachas de mano Acheulean», utensilios de piedra en forma de pera de diversos tamaños cuidadosamente terminados y que rara vez dan muestras de desgaste o de uso. Es claro que nuestros ancestros gastaron una buena cantidad de tiempo y de energía fabricándolos, y el diseño apenas cambió con el correr de los años. Se han encontrado grandes caletas con cientos, e incluso miles de estos artefactos (Mithen, 1996). El arqueólogo Thomas Wynne (1995) ha opinado que «sería difícil enfatizar lo suficiente en lo extrañas que son estas hachas de mano cuando se comparan con los productos de la cultura moderna». «Ellas son biofactos», dijo alguna vez un arqueólogo, acuñando un nuevo término e inspirando al escritor de temas científicos Marek Kohn (1999) a proponer una hipótesis sorprendente. Los arqueólogos llaman geofactos a las piedras que parecen ser artefactos sin serlo: son sencillamente el producto no deseado de algún proceso geológico. Kohn propone que estas hachas de mano pueden no haber sido artefactos sino más bien biofactos, mucho más parecidas a los emparrados de los capulineros que a los arcos y las flechas de los cazadores, es decir, anuncios notablemente costosos de superioridad masculina, una estratagema que habría sido transmitida culturalmente, no genéticamente, en una tradición que dominó la batalla de los sexos por un millón de años. Los homínidos que trabajaron tanto para participar en esta competencia no necesitaron entender la razón que yacía detrás de tal empresa más de lo que las arañas macho necesitan entender por qué, cuando atrapan un insecto, deben envolverlo cuidadosamente en seda para presentárselo a las hembras, a manera de un «regalo nupcial», durante el cortejo. A pesar de que ésta es una afirmación sumamente especulativa y controvertida, hasta ahora no ha sido refutada, y de modo muy útil nos alerta acerca de la existencia de otras posibilidades que, de otra manera, nos habrían eludido. Cualesquiera que hayan sido las razones para ello, nuestros ancestros derrocharon tiempo y esfuerzo, cada vez que pudieron, en la fabricación de artefactos que aparentemente nunca fueron utilizados, un precedente que vale la pena recordar cuando nos maravillamos frente al gasto que representan las tumbas, los templos y los sacrificios.

También es necesario explorar la interacción entre la transmisión genética y la transmisión cultural. Consideremos, por ejemplo, el tan bien estudiado caso de la tolerancia a la lactosa en los adultos. Muchos de nosotros, los adultos, podemos beber y digerir leche pura sin la más mínima dificultad, pero muchos otros, que por supuesto no tuvieron ninguna dificultad consumiendo leche cuando eran bebés, no pueden seguir digiriendo leche una vez que han pasado la infancia, pues sus cuerpos apagan el gen encargado de fabricar la lactasa —la enzima necesaria— luego de ser destetados, lo cual es el patrón normal en los mamíferos. ¿Quién es tolerante a la lactosa y quién no lo es? Para los genetistas, hay un patrón claro y discernible: la tolerancia a la lactosa se concentra en poblaciones humanas que han descendido de culturas ganaderas, mientras que la intolerancia a la lactosa es común entre aquellos cuyos ancestros nunca fueron pastores de animales lecheros, como los chinos y los japoneses[15]. Aunque la tolerancia a la lactosa se transmite genéticamente, el pastoreo —la disposición a atender rebaños de animales—, de lo que depende este rasgo genético, se transmite culturalmente. Presumiblemente, éste pudo haber sido transmitido genéticamente, pero, por lo que sabemos, no ha sido así. (Después de todo, a los collies de la frontera, al contrario de las crías de los pastores vascos, se les han inculcado instintos pastoriles [Dennett,2003c, 2003a].)

También están las teorías del dinero, según las cuales las religiones son artefactos culturales similares a los sistemas monetarios: sistemas desarrollados en comunidad que han evolucionado, culturalmente, en muchas ocasiones. Su presencia en cada cultura es fácilmente explicable, e incluso justificable: es un Buen Truco que uno esperaría que fuera redescubierto una y otra vez; un buen caso de evolución social convergente. ¿Cui bono? ¿Quién se beneficia? Aquí podemos considerar varias respuestas:

A. Se beneficia cada miembro de la sociedad, debido a que la religión hace que la vida en sociedad sea más segura, armoniosa y eficiente. Algunos se benefician más que otros, pero no sería sabio para nadie desear que todo el sistema desapareciera.

B. Se beneficia la élite que controla el sistema, a expensas de los demás. La religión se parece más a un esquema piramidal que a un sistema monetario: ésta prospera a costa de los individuos mal informados e impotentes, mientras que sus beneficiarios se la ceden de buena gana a sus herederos, tanto genéticos como culturales.

C. Se benefician las sociedades, en tanto que totalidades. Aunque se beneficien o no los individuos, y a expensas de los grupos rivales, se promueve la perpetuación de sus grupos políticos y sociales.

Esta última hipótesis, la de la selección grupal, es un tanto delicada, pues las condiciones bajo las que una selección grupal genuina podría existir son realmente difíciles de especificar[16].. Por ejemplo, el hecho de que los pájaros instruyan a sus crías para pescar y el hecho de que se agrupen en bandadas son fenómenos que involucran al grupo como tal, pero no son explicados como si fueran fenómenos de selección grupal. Para poder considerar cómo se benefician los individuos (o sus genes individuales) de las disposiciones a instruir o a agruparse en bandadas, es necesario entender la ecología de los grupos, pero estos grupos no son los beneficiarios primarios; son los individuos que los componen. Algunos fenómenos biológicos se hacen pasar por fenómenos de selección grupal, pero es mejor tratarlos como si fueran ejemplos particulares de selecciones a nivel individual que dependen de ciertos fenómenos ambientales (como el agrupamiento), o incluso como si fueran casos específicos de fenómenos de selección simbiótica. Como ya hemos visto, un meme simbionte necesita propagarse hacia nuevos anfitriones, y si éste logra hacer que la gente se agrupe (del mismo modo en que el Toxoplasma gondii conduce a las ratas hacia las fauces de los gatos) de forma tal que le sea fácil conseguir anfitriones alternativos, la explicación no provendría de la selección grupal, después de todo.

Si los marcianos no logran que ninguna de estas teorías encaje con los hechos, deberían considerar una especie de teoría alternativa que podríamos llamar «la teoría de la perla»: la religión es simplemente un hermoso subproducto. Fue creada por un mecanismo, o por una familia de mecanismos, genéticamente controlado, pensado (por la Madre Naturaleza, por la evolución) para responder a agentes irritantes o a intrusiones de una u otra clase. Estos mecanismos fueron diseñados por la evolución para cumplir con ciertos propósitos, pero entonces un día aparece alguna cosa nueva, o una convergencia novedosa de diferentes factores, algo con lo que la evolución nunca antes se había encontrado y que, por supuesto, jamás habría previsto, y ocurre que ese algo dispara las actividades que generan tan asombroso artefacto. De acuerdo con las teorías de la perla, desde el punto de vista de la biología la religión no sirve para nada; no beneficia a ningún gen, ni a ningún individuo, grupo, o simbionte cultural. Pero una vez que existe, puede convertirse en un objet trouvé, algo que simplemente ocurre para cautivarnos a nosotros, los agentes humanos, quienes tenemos una capacidad infinitamente expandible de deleitarnos con novedades y curiosidades. Una perla comienza con una insignificante mota de materia extraña (o, más probablemente, un parásito), y una vez que la ostra le ha añadido una preciosa capa tras otra, ésta puede convertirse en algo con un cierto valor accidental para los miembros de una especie que, da la casualidad, valoran ese tipo de cosas, sin importar si tal codicia es o no aconsejable desde el punto de vista de la aptitud biológica. Existen otros estándares de valor que pueden emerger por buenas o por malas razones, y que pueden ser independientes o sumamente articulados. De manera muy semejante a como la ostra responde frente al agente irritante inicial, para luego responder incesantemente a los resultados de esa primera respuesta, y después a los resultados de esa respuesta, y así sucesivamente, así también los humanos pueden ser incapaces de dejar de reaccionar frente a sus propias reacciones, incorporando capas cada vez más elaboradas en una producción que más adelante adoptará formas y características inimaginables en sus modestos orígenes.

¿Qué teoría explica la religión? ¿La teoría del amor por los dulces, la de los simbiontes, la de las enramadas, la del dinero, la de la perla, o ninguna de ellas? Es posible que la religión incluya fenómenos de la cultura humana que no tengan, ni remotamente, algo análogo en la evolución genética. No obstante, si eso es así, aún tendríamos que responder a la pregunta ¿cui bono?, pues es innegable que los fenómenos religiosos, en cierta —significativa— medida, son diseñados. Hay muy pocos signos de azar o de arbitrariedad, razón por la cual alguna replicación diferencial debe cubrir los costos de I + D responsables del diseño. Aunque no todas estas hipótesis apuntan en las mismas direcciones, es posible que la verdad acerca de la religión sea una amalgama de varias de ellas (además de algunas otras). Y si así son las cosas, no tendremos una visión clara de por qué existe la religión hasta que no hayamos distinguido claramente todas estas posibilidades y las hayamos evaluado una por una.

Si usted cree saber cuál es la teoría correcta, entonces o es un científico muy importante que ha estado ocultándole al resto del mundo una vasta montaña de investigaciones sin publicar, o está confundiendo ilusiones con verdadero conocimiento. Tal vez a usted le parezca que, hasta cierto punto, estoy ignorando adrede la obvia explicación de por qué existe su propia religión, y de por qué tiene las características que tiene: ¡ella existe porque es la respuesta inevitable de seres humanos iluminados al hecho obvio de que Dios existe! Algunos agregarían: participamos de estas prácticas religiosas porque Dios nos lo ordena, o porque nos place complacer a Dios. Fin de la historia. Pero ése no puede ser el fin de la historia. Cualquiera que sea su religión, en el mundo hay muchas más personas que no la comparten que aquellas que sí lo hacen, y le toca a usted —a todos nosotros, en realidad— explicar no sólo por qué tantas personas están equivocadas, sino también cómo se las arreglaron, los que sí saben (si es que los hay), para acertar. Aun si para usted es tan obvio, no lo es tanto para todo el mundo, o al menos no lo es para la mayor parte de la gente.

Si usted ha llegado hasta este punto del libro, está dispuesto a indagar las fuentes y las causas de las otras religiones. ¿Acaso no sería un poco hipócrita de su parte sostener que hasta cierto punto su propia religión se encuentra fuera de alcance? Sólo para satisfacer su propia curiosidad intelectual, quizá desee ver cómo se comporta su propia religión cuando se enfrente al mismo tipo de escrutinio al que someteremos a las demás. Quizá también se pregunte si la ciencia puede ser realmente imparcial. ¿Acaso la ciencia no es, en rigor, «tan sólo otra religión»? O, invirtiendo la pregunta, ¿acaso las perspectivas religiosas no son tan válidas como las perspectivas científicas? ¿Cómo podemos encontrar algún fundamento objetivo y común a todos, desde el cual conducir nuestras indagaciones? A muchos lectores les preocuparán estas preguntas, especialmente a los lectores académicos que han invertido mucho esfuerzo en responderlas. Pero, por lo que he visto, muchos otros se impacientan con ellas, pues no les interesan lo más mínimo. Aunque estas preguntas son importantes —y, de hecho, cruciales para mi proyecto— en tanto nos hacen dudar de la mera posibilidad de llevar a cabo la investigación en la que me estoy embarcando, lo cierto es que pueden posponerse hasta que el bosquejo de la teoría se haya completado. Si no está de acuerdo, entonces, antes de continuar con el capítulo cuarto, usted debería dirigirse directamente al apéndice B, titulado «Algunas otras preguntas acerca de la ciencia», en el que se tratan estos mismos interrogantes, se exponen con un poco más de detalle, y se defiende el camino por medio del cual podemos trabajar conjuntamente, con miras a encontrar acuerdos comunes respecto de cómo debemos proceder y de qué es lo que realmente importa.

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Capítulo 3. Todo lo que valoramos —desde el azúcar, el sexo y el dinero, hasta la música, el amor y la religión— lo valoramos en razón de algo. Detrás de nuestras razones están las razones evolutivas, que son distintas a las nuestras, y que constituyen justificaciones independientes que han sido respaldadas por la selección natural.

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Capítulo 4. Al igual que los cerebros de todos los animales, los cerebros humanos han evolucionado para poder ocuparse de los problemas específicos de los entornos en los que deben operar. Los ambientes sociales y lingüísticos que evolucionaron juntamente con los cerebros humanos, confieren a los seres humanos algunos poderes de los que ninguna otra especie goza, pero también crearon algunos problemas, y parece que las religiones populares evolucionaron para encargarse de ellos. La aparente extravagancia de las prácticas religiosas puede explicarse con los austeros términos de la biología evolutiva.