II
Algunas preguntas acerca de la ciencia

1. ¿Puede la ciencia estudiar la religión?

Para estar seguros, el hombre es, hablando

a nivel zoológico, un animal. Sin embargo, es

un animal único, que difiere de todos los demás

en tantos modos tan fundamentales que una ciencia

separada para el hombre está bien justificada.

Ernst Mayr, The growth of biological thought

Ha habido un poco de confusión con respecto a si las manifestaciones terrestres de la religión deben o no ser consideradas como parte de la naturaleza. ¿Está la religión más allá de los límites de la ciencia? Todo depende de a qué nos refiramos. Si nos referimos a las experiencias, las creencias, las prácticas, los textos, los artefactos, las instituciones, los conflictos y la historia religiosos del Homo sapiens, entonces estamos hablando de un voluminoso catálogo de fenómenos incuestionablemente naturales. Cuando son considerados como estados psicológicos, tanto las alucinaciones inducidas por las drogas como el éxtasis religioso son fenómenos que pueden ser estudiados por neurocientíficos y psicólogos. Cuando es considerada como el ejercicio de una competencia cognoscitiva, la memorización de la tabla periódica de los elementos es el mismo tipo de fenómeno que el de la memorización del Padre Nuestro. Cuando son considerados como ejemplos de ingeniería, tanto los puentes colgantes como las catedrales obedecen a las leyes de la gravedad, y ambos están sujetos a las mismas clases de fuerzas y de efectos por fatiga. Cuando son consideradas como bienes manufacturados con disponibilidad de venta, tanto las novelas de misterio como las Biblias caen bajo las mismas regularidades de la economía. La logística de las guerras sagradas no se diferencia de la logística de los conflictos enteramente seculares. «¡Alaba al Señor y pásame la munición!», decía una canción de la Segunda Guerra Mundial. Una cruzada o una jihad puede ser estudiada por diversos investigadores de varias disciplinas, desde la antropología y la historia militar, hasta la nutrición y la metalurgia.

En su libro Rocks of ages (1999), el difunto Stephen Jay Gould defiende la hipótesis política de que la ciencia y la religión son dos «magisterio, que no se superponen»; dos dominios de interés y de investigación que pueden coexistir pacíficamente en la medida en que ninguno de ellos se entrometa en la provincia especial del otro. El magisterium de la ciencia es el de las verdades de hecho en todas las disciplinas, y el magisterium de la religión, sostenía Gould, es el reino de la moralidad y del significado de la vida. Aunque el deseo de Gould por mantener la paz entre estas dos perspectivas tan frecuentemente rivales es digno de elogio, su sugerencia fue muy poco apreciada por parte de ambos bandos, ya que para los religiosos su propuesta significaba abandonar toda comprensión del mundo natural así como todas las afirmaciones religiosas respecto de las verdades de hecho (que incluyen afirmaciones como la de que Dios creó el universo, la de que en realidad realiza milagros, o la de que escucha a quienes elevan sus plegarias), mientras que para los seculares la propuesta otorgaba demasiada autoridad a la religión en asuntos concernientes a la ética y al significado. Es cierto que Gould puso al descubierto algunos ejemplos evidentes de inmodesta insensatez por parte de ambos bandos, pero sostener que todos los conflictos entre las dos perspectivas se deben a las extralimitaciones de uno u otro bando no es plausible, y por ello sólo persuadió a muy pocos lectores. No obstante, aún si fuera posible reformular de algún modo la sugerencia de Gould para hacerla convincente, mi propuesta es diferente. Es posible que exista algún dominio sobre el que sólo pueda mandar la religión, algún reino de la actividad humana que la ciencia no puede tratar y que la religión sí, pero esto no significa que la ciencia no pueda, o no deba, estudiar precisamente este mismo hecho. Presumiblemente, el propio libro de Gould fue producto de una investigación tal, aunque haya sido un poco informal. Observó la religión con ojos de científico y consideró que lo que observaba era una frontera que revelaba dos dominios de actividades humanas. ¿Acaso estaba en lo cierto? Se trata, presuntamente, de una pregunta fáctica, una pregunta científica, no de una pregunta religiosa. No estoy sugiriendo que la ciencia deba tratar de hacer lo que la religión hace, sino que debe estudiar, científicamente, lo que hace la religión.

Uno de los descubrimientos más sorprendentes de la psicología moderna reveló cuan fácilmente se puede ser ignorante en lo que respecta a nuestra propia ignorancia. Normalmente se pasa por alto el propio punto ciego en el campo visual, y es común que las personas se impresionen cuando descubren que en nuestra visión periférica no vemos colores. Parece que lo hiciéramos, pero la verdad es que no es así, lo que es posible probar muy bien con sólo desplazar cartas de colores por la periferia del campo visual; vemos sin problemas el movimiento, pero no somos capaces de identificar el color del objeto en movimiento. Pero se necesita una situación especial como ésta para que la ausencia de información se nos revele. Y la ausencia de información acerca de la religión es justamente aquello sobre lo que quiero llamar la atención de todos. Hemos sido negligentes al no reunir ese caudal de información acerca de algo que tiene tanta importancia para nosotros.

Es posible que esto resulte sorprendente. ¿Acaso no hemos estado observando cuidadosamente la religión desde hace mucho tiempo? Sí, por supuesto. Contamos con siglos de reveladora y respetuosa erudición respecto de la historia y de las distintas variedades de fenómenos religiosos. Tal como ocurrió con los datos recopilados por los dedicados observadores de pájaros y otros amantes de la naturaleza antes de Darwin, este trabajo prueba ser una fuente inmensamente valiosa para aquellos pioneros que sólo hasta ahora, por primera vez en realidad, empiezan a estudiar el fenómeno natural de la religión a través de los ojos de la ciencia contemporánea. El gran avance que Darwin generó para la biología fue en parte posible gracias a su profundo conocimiento de gran cantidad de detalles empíricos minuciosamente acumulados por cientos de historiadores de la naturaleza, tanto predarwinianos como no darwinianos. La inocencia teórica de estos últimos era en sí misma un importante mecanismo de control sobre su entusiasmo; a fin de cuentas, ellos no habrían reunido estos datos con la intención de probar que la teoría de Darwin era correcta, de modo que podemos estar igualmente agradecidos de que casi toda la «historia natural de la religión» acumulada hasta la fecha es, si no teóricamente inocente, al menos indiferente a los tipos de teorías que ahora pueden ser apoyadas o refutadas por ella.

No obstante, las investigaciones realizadas hasta hoy están lejos de haber sido neutrales. Simplemente, no nos acercamos hacia los fenómenos religiosos para estudiarlos directamente, como si fueran fósiles o granos de soja en un campo. Los investigadores tienden a ser o bien respetuosos, deferentes, diplomáticos y vacilantes, o bien hostiles, invasivos y desdeñosos. Es casi imposible ser neutral en el enfoque sobre la religión, debido a que mucha gente percibe la neutralidad como si en sí misma fuera hostil. Si usted no es uno de nosotros, entonces usted está en contra de nosotros. Y así, dado que es tan claro que la religión le importa mucho a tanta gente, los investigadores casi nunca se han atrevido siquiera a ser neutrales; prefieren errar del lado de la deferencia poniéndose los guantes blancos. Si no es esta actitud, hay una abierta hostilidad. Por esta razón ha habido un desafortunado patrón en el trabajo realizado hasta ahora: las personas que quieren estudiar la religión usualmente tienen algún interés creado. O bien quieren defender de sus críticos a su religión favorita o bien quieren demostrar la irracionalidad y la futilidad de la religión, lo que tiende a infectar sus métodos con algún sesgo. Esta distorsión no es inevitable. Científicos de todas las áreas de investigación tienen teorías favoritas que ansían confirmar, o tienen en la mira hipótesis que anhelan demoler. No obstante, sabiendo esto, recorren una serie de pasos, ya probados y aceptados, para prevenir que su sesgo contamine su recolección de pruebas: experimentos doblemente ciegos, evaluación por pares, pruebas estadísticas y demás restricciones estándar del buen método científico. Pero en el estudio de la religión parecería que hay mucho más en juego. Si se piensa que refutar una hipótesis acerca de uno u otro fenómeno religioso en particular no es simplemente una indeseable grieta en los fundamentos de alguna teoría sino más bien una calamidad moral, entonces se tiende a no efectuar todos los controles necesarios. O al menos es así como frecuentemente lo ven los observadores.

Sea verdadera o falsa, esta impresión ha creado un bucle de retroalimentación positiva: como los científicos no desean lidiar con colegas de segunda categoría, tienden a evitar temas en los que consideran que se ha hecho algún trabajo mediocre. Este proceso de autoselección es un frustrante patrón que comienza cuando un estudiante piensa en escoger su carrera en la universidad. Los mejores estudiantes andan típicamente a la caza del mejor postor, y si quedan muy poco impresionados por el trabajo que se les dio a conocer en la primera clase de un área específica, eliminan definitivamente de sus listas ese campo de estudio. Cuando yo era estudiante en la universidad, la física seguía siendo la disciplina más glamourosa, y después la carrera hacia la luna terminó reclutando más adeptos de los que debía (vestigio fósil de este hecho es la expresión «¡Eh, pero ni que fuera astrofísica!»). Luego le siguió por un tiempo la ciencia computacional, y desde entonces —durante más de medio siglo, si no más— la biología, y en particular la biología molecular, ha atraído a muchos de los estudiantes más brillantes. Hoy día la ciencia cognitiva, así como las muchas ramas de la biología evolutiva (bioinformática, genética, biología del desarrollo, etc.), se encuentran en ascenso. Sin embargo, a lo largo de todo este período, tanto la sociología y la antropología como la psicología social y aún mi propio campo, la filosofía, han debido avanzar con mucha dificultad, atrayendo a personas —algunas de ellas muy brillantes— cuyos intereses coinciden con los del área de la disciplina, pero obligadas a combatir reputaciones hasta cierto punto poco envidiables. Como con tristeza dijo en cierta ocasión mi viejo amigo y anterior colega Nelson Pike, un respetado filósofo de la religión:

Si se encuentra en compañía de personas con diversas ocupaciones y alguien le pregunta a qué se dedica usted, y usted responde que es profesor universitario, una profunda mirada perdida inundará sus ojos. Si está en compañía de profesores universitarios de varios departamentos y alguien le pregunta cuál es su campo, y usted dice que es la filosofía, una profunda mirada perdida inundará sus ojos. Si está en una conferencia de filósofos y alguien le pregunta sobre qué está trabajando, y usted dice que sobre filosofía de la religión… (citado en Bambrough, 1980).

Éste no es un problema únicamente para los filósofos de la religión. Es igualmente un problema para los sociólogos de la religión, los psicólogos de la religión y otros profesionales de las ciencias sociales, como los economistas y los politólogos, así como para aquellos valientes neurocientíficos y demás biólogos que han decidido examinar los fenómenos religiosos con las herramientas propias de su oficio. Uno de los factores que contribuye a este problema es que las personas creen que ya saben todo lo que necesitan saber acerca de la religión, y esta creencia popular muy arraigada es tan anodina que ni siquiera resulta suficientemente provocativa como para inspirar ni su refutación ni su extensión. De hecho, si uno se empeñase en diseñar una barrera impermeable entre los científicos y algún fenómeno inexplorado, difícilmente se podría superar la de la fabricación de esa gris aura de desprestigio, murmuración y dudosos resultados que actualmente rodea al tema de la religión. Además, dado que ya sabemos que muchas personas consideran que una investigación tal viola un tabú, o que al menos se entromete impertinentemente en asuntos que es mejor que permanezcan en la esfera de lo privado, no es sorprendente que sólo muy pocos investigadores buenos, en cualquier disciplina, quieran tocar el tema. Ciertamente, así me sentía yo mismo hasta hace poco.

Pero estos obstáculos pueden superarse. Es mucho lo que hemos aprendido durante el siglo XX acerca de cómo estudiar los fenómenos humanos, y especialmente los fenómenos sociales. Cada nueva ola de investigación y crítica logra aguzar un poco más nuestra apreciación de los peligros particulares con que nos enfrentamos, tales como los sesgos en la recolección de datos, los efectos de interferencia por parte del investigador y las dificultades con la interpretación de los datos. Las técnicas estadísticas y analíticas son ahora mucho más sofisticadas; además, hemos comenzado a abandonar los viejos modelos de la percepción, la emoción, la motivación y el control de las acciones humanas, que resultaban excesivamente simplificados, y hemos comenzado a reemplazarlos con modelos muchísimo más realistas, tanto en lo fisiológico como en lo psicológico. Aunque el vacío que forma el enorme abismo que, según se decía, separa a las ciencias de la mente (Geisteswissenschaften) de las ciencias naturales (Naturwissenschaften) aún no se ha llenado totalmente, lo cierto es que sobre esa brecha se han tendido muchos puentes. Las sospechas mutuas y los celos profesionales, así como la controversia teórica genuina, continúan perturbando casi todos los esfuerzos por llevar datos reveladores de un lado a otro a través de estas nuevas rutas de conexión. Sin embargo, día a día el tráfico aumenta. La pregunta no es, entonces, si es posible que pueda haber una buena ciencia de la religión: sí que lo es. La pregunta es más bien si debe haberla.

2. ¿Debe la ciencia estudiar la religión?

Mira antes de saltar.

Esopo, «El zorro y la cabra»

Investigar es costoso, y algunas veces ocasiona efectos secundarios dañinos. Una de las lecciones que aprendimos en el siglo XX es que los científicos no están exentos de fabricar justificaciones para los trabajos que desean llevar a cabo, impulsados por su insaciable curiosidad. Pero además de la mera curiosidad, ¿existen en realidad buenas razones para tratar de desarrollar una ciencia natural de la religión? ¿La necesitamos para algo? ¿Podría ayudarnos a elegir políticas, a responder a problemas, o a mejorar nuestro mundo? ¿Qué sabemos del futuro de la religión? Consideremos cinco hipótesis bastante diferentes:

1. La Ilustración ocurrió hace ya mucho tiempo; la progresiva «secularización" de las sociedades modernas que se habría anticipado durante dos siglos se está evaporando ante nuestros ojos. La marea está cambiando y la religión se está volviendo más importante que nunca. En este escenario, la religión pronto reasume un papel similar al rol social y moral dominante que tenía antes del despegue de la ciencia moderna en el siglo XV». A medida que la gente se repone de su encaprichamiento con la tecnología y los bienes materiales, la identidad espiritual empieza a convertirse en el atributo más valorado por una persona, y las poblaciones comienzan a estar más divididas que nunca entre el cristianismo, el islamismo, el judaísmo, el hinduismo y algunas otras grandes organizaciones religiosas multinacionales. Eventualmente, una sola gran fe se apodera del planeta, lo que puede durar aún otro milenio si es que el proceso no es acelerado por una catástrofe.

2. La religión está agonizando; los estallidos de fervor y fanatismo de hoy no son más que una breve e incómoda transición hacia una sociedad verdaderamente moderna en la que la religión, si acaso, jugará un rol meramente ceremonial. En este escenario, aunque puede haber algunas manifestaciones de resurgimiento locales y temporales, o incluso algunas catástrofes violentas, las grandes religiones del mundo pronto se extinguirían, como lo hacen cientos de religiones menores que se desvanecen antes de que los antropólogos puedan siquiera registrarlas. Nuestros nietos vivirán la transformación de la Ciudad del Vaticano en el «Museo Europeo del Catolicismo Romano», y la de La Meca en «El Mágico Reino de Alá de Walt Disney».

3. Las religiones se transforman en instituciones muy distintas de todo lo que se haya visto antes en el planeta: básicamente, en asociaciones sin credos que ofrecen autoayuda y que facilitan el trabajo moral en equipo, por medio del uso de ceremonias y tradiciones que fortalecen las relaciones interpersonales y que construyen una «lealtad fanática de larga duración». En este escenario, ser miembro de una religión es bastante parecido a ser un admirador de los Red Sox de Boston o de los Cowboys de Dallas. Es cierto que habría diferentes colores, diferentes canciones y gritos de ovación, diferentes símbolos y una vigorosa competencia (al fin y al cabo, ¿quién querría que su hija se casase con un admirador de los Yankees?). Pero a pesar de unos pocos fanáticos, todo el mundo aprecia la importancia de la coexistencia pacífica en una «Liga global de las religiones». Tanto el arte como la música religiosas florecen, y la amistosa rivalidad alcanza tal grado de especialización, que mientras una religión se precia de su inigualable capacidad administrativa sobre el medio ambiente, al proveer de agua potable a miles de millones de personas en el mundo, otra adquiere una merecida fama por su defensa concertada de la justicia social y de la igualdad económica.

4. La religión disminuye en prestigio y visibilidad, un poco como el hábito de fumar; aunque se tolera, pues están aquellos que dicen no poder vivir sin ella, no se le recomienda a nadie. La enseñanza de la religión a niños en edades influenciables es desaprobada en la mayor parte de las sociedades y hasta proscrita en otras. En este escenario, los políticos que aún practican la religión pueden ser elegidos si demuestran su valía en otros aspectos; no obstante, muy pocos anunciarían sus afiliaciones religiosas, o sus «aflicciones», como los políticamente incorrectos insistirían en llamarlas. Llamar la atención sobre la religión de alguien se considera un acto tan rudo como comentar en público su tendencia sexual o si está o no divorciado.

5. Llega el día del juicio final. Los que han sido bendecidos ascienden en cuerpo y alma al cielo, y los demás son abandonados a sufrir las agonías de los condenados, pues el Anticristo ha sido derrotado. Como lo predijeron las profecías de la Biblia, el renacer del pueblo de Israel en 1948 y el continuo conflicto palestino son signos claros del fin de los tiempos, cuando la segunda llegada de Cristo barra todas las demás hipótesis dejándolas en el olvido.

Por supuesto que podrían describirse otras posibilidades, pero estas cinco hipótesis destacan los extremos que se toman con seriedad. Lo notable de este conjunto es que básicamente cualquier persona encontraría que al menos una de esas opciones es absurda, perturbadora, o incluso profundamente ofensiva. Sin embargo, cada una de ellas no sólo ha sido anticipada sino también añorada. La gente actúa en conformidad con lo que añora. Vivimos, por decir lo menos, en medio de un gran malentendido cuando se trata de religiones, así que no es difícil anticipar que habrá problemas, que pueden ir desde esfuerzos desperdiciados y campañas contraproducentes en caso de que tengamos suerte, hasta la guerra absoluta y las catástrofes genocidas en el caso contrario.

Sólo una (al menos) de estas hipótesis resultará cierta; las demás no sólo son equivocadas: son sumamente erróneas. Muchas personas creen saber cuál es correcta, pero la verdad es que nadie lo sabe. ¿No creen que este hecho, por sí mismo, es una razón suficiente para estudiar la religión científicamente? Sin importar si lo que se quiere es que la religión florezca o que perezca, o si se cree que debe transformarse o más bien permanecer como está, difícilmente puede negarse que lo que sea que ocurra con ella será tremendamente significativo para el planeta. Sería útil para nuestras esperanzas, cualesquiera que ellas sean, saber más acerca de lo que es más probable que ocurra, así como de las causas para que ello ocurra. En este sentido, vale la pena reconocer cuan asiduamente examinan el mundo, en su afán por encontrar evidencias que confirmen sus profecías, aquellos que creen fervientemente en la quinta hipótesis. Ellos seleccionan y evalúan sus fuentes, debatiéndose entre las ventajas y las desventajas de las muchas interpretaciones de dichas profecías. Creen que hay una buena razón para investigar el futuro de la religión, a pesar de que ni siquiera consideran que el curso de los acontecimientos futuros pueda ser determinado por el poder de los humanos. El resto de nosotros tenemos una razón aún mayor para investigar el fenómeno, pues es bastante obvio que la complacencia y la ignorancia pueden llevarnos a desperdiciar nuestra oportunidad de reconducir los fenómenos en direcciones que, según lo consideremos, sean más benignas.

La previsión, la anticipación del futuro, es el mayor logro de nuestra especie. En los pocos milenios de cultura humana que llevamos, nos las hemos ingeniado para multiplicar, por muchos órdenes de magnitud, nuestro bagaje de previsiones. Sabemos cuándo ocurrirán los eclipses con siglos de anticipación. Podemos predecir los efectos que sobre la atmósfera ocasionarán los ajustes que hagamos a nuestras formas de producir electricidad. Podemos anticipar, al menos a grandes rasgos, lo que ocurrirá a medida que vayan menguando las reservas de petróleo en las próximas décadas. Y sabemos todo esto no por medio de milagrosas profecías sino a partir de la pura percepción. Recolectamos información del medio ambiente usando nuestros sentidos, y luego utilizamos la ciencia para formular rápidas anticipaciones sobre la base de dicha información. Primero extraemos el mineral y luego lo refinamos, una y otra vez, y eso nos permite dirigir nuestra mirada hacia el futuro, de un modo muy borroso, sí, y con gran incertidumbre, pero muchísimo mejor de lo que lo haríamos si tan sólo lanzáramos una moneda al aire. En todas las áreas de interés humano hemos aprendido a anticipar y a evitar catástrofes para las que solíamos estar totalmente cegados[1]. Recientemente hemos previsto un desastre global, debido al creciente agujero en la capa de ozono, gracias a que algunos químicos muy previsores lograron comprobar que algunos de nuestros componentes manufacturados eran los causantes del problema. Hemos evitado colapsos económicos en años recientes precisamente porque nuestros modelos económicos han mostrado problemas inminentes.

Obviamente, evitar una catástrofe es un anticlímax y, por tanto, tendemos a no apreciar en su totalidad cuan valiosos son nuestros poderes de previsión. «¿Lo ves? —nos quejamos—. No iba a ocurrir, después de todo.» Se predijo que la temporada de gripe en invierno de 2003 iba a ser severa, debido a que había llegado antes de lo habitual. Sin embargo, las recomendaciones de vacunación difundidas fueron tan ampliamente atendidas que la epidemia colapso tan rápido como empezó. ¡Vaya! En años recientes se ha convertido casi en una tradición entre los meteorólogos de la televisión exagerar las proporciones de los huracanes u otras tormentas que se aproximan, de manera que el público se sienta apenas ligeramente impresionado por la tormenta real. No obstante, serias evaluaciones muestran que se salvan muchas vidas y que la destrucción se minimiza. Aceptamos el costo de estudiar intensamente el fenómeno de El Niño y otros ciclos de corrientes oceánicas con el fin de mejorar las predicciones meteorológicas. Mantenemos el registro exhaustivo de muchos eventos económicos para mejorar las predicciones económicas. Y por las mismas razones, debemos extender el mismo tipo de examen profundo hacia los fenómenos religiosos. Hay muy pocas fuerzas en el mundo tan potentes, tan influyentes, como la religión. Mientras luchamos para resolver las terribles desigualdades económicas y sociales que actualmente desfiguran nuestro planeta, al tiempo que intentamos minimizar la violencia y la degradación de que somos testigos, debemos reconocer que si mantenemos la religión en nuestro punto ciego, con casi total certeza nuestros esfuerzos fallarán y las cosas podrían ponerse mucho peor. Nunca permitiríamos que los intereses de los países productores de alimentos nos impidieran estudiar la agricultura y la nutrición humanas, e igualmente hemos aprendido a no eximir al mundo de las finanzas y de las aseguradoras de los intensos y continuos escrutinios de rigor. Sus efectos son demasiado importantes como para que sólo sean aceptados con una fe ciega. Por ello, estoy invitando a que hagamos un esfuerzo concertado para lograr un acuerdo mutuo según el cual la religión, en su totalidad, se convierta en un objeto apropiado para el estudio científico.

En este punto, las opiniones están divididas entre aquellos que ya están convencidos de que ésta sería una buena idea, los que dudan o se inclinan a dudar del valor que tendría hacer tal cosa, y aquellos que consideran que la propuesta es maligna, ofensiva, peligrosa y hasta estúpida. Porque no quiero predicarle al converso, me interesa más bien dirigirme en particular a aquellos que aborrecen dicha idea, con la esperanza de convencerlos de que su repugnancia se encuentra en el lugar equivocado. Esta tarea es un poco desmoralizadora. Es como intentar persuadir a un amigo con síntomas de que padece cáncer de que debe ir a ver a un médico inmediatamente, ya que su ansiedad está mal dirigida; cuanto antes lo sepa, más pronto podrá continuar con su vida, pues si es el caso que tiene cáncer, una intervención oportuna bien podría cambiarlo todo. En situaciones como ésta, cuando interferimos con sus tentativas de negación, nuestros amigos suelen irritarse bastante, y entonces se requiere mucha perseverancia. Y sí, la verdad es que quiero poner a la religión sobre la mesa para examinarla. Si ella es fundamentalmente benigna, como insisten muchos de sus devotos, debe pasar el examen sin problemas; nuestras sospechas se desvanecerán y podremos concentrarnos entonces en las pocas patologías periféricas de las que es presa la religión, como cualquier otro fenómeno natural. Pero si no lo es, cuanto antes identifiquemos los problemas, será mucho mejor. ¿Acaso la investigación misma generará alguna incomodidad o molestia? Es casi seguro, si bien el precio que hay que pagar es muy pequeño. ¿Existe el riesgo de que un examen tan invasivo pueda enfermar a una religión saludable, o que incluso llegue a incapacitarla? Por supuesto que existe. Siempre hay riesgos. ¿Vale la pena tomarlos? Quizá no, pero no he encontrado aún un solo argumento que me persuada de no hacerlo, como lo apreciaremos pronto, cuando consideremos los mejores de entre ellos. Los únicos argumentos a los que valdría la pena atender tendrían que demostrar, primero, que la religión provee beneficios netos a la humanidad y, segundo, que sería muy poco probable que tales beneficios sobrevivieran a tal investigación. Yo, por ejemplo, temo que si no sometemos a la religión a una indagación inmediatamente, y si no resolvemos juntos cuáles son las revisiones y las reformas necesarias, vamos a dejar en herencia a nuestros descendientes el legado de unas formas de religión aún mucho más tóxicas. Es cierto que no puedo demostrarlo, pero animo a aquellos que estén absolutamente seguros de que eso no ocurrirá a que expliquen en qué se apoyan sus convicciones, más allá de la lealtad a la tradición, que no sólo se da por supuesta, sino que además no cuenta en absoluto para esta discusión.

En general, tener un mayor conocimiento aumenta nuestras probabilidades de obtener lo que valoramos. Ésta no es exactamente una verdad de la lógica, pues la incertidumbre no es el único factor que puede reducir la probabilidad de realizar nuestras metas. El costo de conocer (al igual que el costo de llegar a conocer) también debe ser tenido en cuenta, y estos costos pueden ser muy altos, razón por la cual decirle a alguien «¡improvise!» muchas veces puede ser un buen consejo. Supongamos que existe un límite respecto de cuánto conocimiento sobre un tema es bueno para nosotros. Si es así, cuando ese límite es alcanzado (si es posible, pues el límite puede ser inalcanzable por una u otra razón), debemos prohibir o al menos desalentar muy encarecidamente cualquier intento por avanzar en el conocimiento de ese tema, como si fuera una actividad antisocial. Es posible que este principio nunca llegue a aplicarse. Sin embargo, no lo sabemos, aunque ciertamente debemos aceptarlo. Es posible, entonces, que algunos de nuestros principales desacuerdos en el mundo de hoy se planteen en torno a si se ha alcanzado o no dicho límite. Esta reflexión nos hace ver con otros ojos la convicción islamista[2] de que la ciencia occidental es algo maligno: es posible que no se deba a una equivocación por ignorancia sino más bien a una visión profundamente diferente del lugar en el que se ubica el umbral. Algunas veces la ignorancia es una dicha. Debemos considerar estas posibilidades cuidadosamente.

3. ¿Acaso la música puede ser dañina?

La música, el mayor bien conocido por los mortales,

y por todo el cielo que tenemos por abajo.

Joseph Addison

¿No es extraño que tripas de cabra logren hacer

salir las almas de los cuerpos de los hombres?

William Shakespeare

No es que no simpatice con la aversión que sienten quienes se oponen a mi propuesta. Tratando de imaginar cuál podría ser su respuesta emocional a mi propuesta, ideé un perturbador experimento mental que, me parece, podría ayudar para tal propósito. (Me dirijo ahora a aquellos que, como yo, no se horrorizan ante la idea de este examen). Imaginen qué sentiríamos si en la sección de ciencia del New York Times leyésemos que una nueva investigación llevada a cabo por la Universidad de Cambridge y por el Instituto Tecnológico de California (Caltech) ha demostrado que la música, por mucho tiempo considerada como uno de los más puros tesoros de la cultura humana, en realidad es mala para la salud, que constituye un gran factor de riesgo para contraer no sólo la enfermedad de Alzheimer sino también problemas cardíacos, que altera el ánimo y el buen juicio de un modo sutil pero claramente nocivo, que contribuye significativamente a promover tendencias agresivas y xenófobas y que hace flaquear nuestra fuerza de voluntad. La exposición temprana y habitual a la música, tanto para quien la practica como para quien la escucha, aumenta en un 40 por ciento la predisposición a sufrir depresión severa, reduce en un promedio de 10 puntos el coeficiente intelectual y casi duplica la probabilidad de cometer un acto de violencia en algún momento de la vida. Un grupo de investigadores recomienda que las personas restrinjan su consumo de música a un máximo de una hora diaria (y esto incluye toda la música, desde la del ascensor, pasando por la música de fondo de la televisión, hasta los conciertos sinfónicos), y además la inmediata reducción de la tan generalizada práctica de ofrecer lecciones de música a los niños.

Más allá de la completa incredulidad con que recibiría la noticia de tales «hallazgos», puedo detectar, entre mis reacciones imaginadas, una defensiva oleada visceral que sería más o menos así: «¡Peor para los de Cambridge y los de Caltech! ¿Qué saben ellos acerca de la música?». O tal vez así: «¡No me importa si es verdad! Cualquiera que intente arrebatarme mi música tendrá que estar preparado para una pelea, porque una vida sin música no vale la pena de ser vivida. No me importa si me hace daño»; de hecho, no me importa si les hace «daño» a los otros. ¡Vamos a tener música y se acabó!». Así es como estaría tentado de responder. Preferiría no vivir en un mundo sin música. Pero, »¿por qué? —alguien podría preguntar—. Si la música no es más que rascar tontamente unos instrumentos y hacer ruido juntos. No alimenta al hambriento ni cura el cáncer ni…». A lo que respondería: «Pero nos brinda gran consuelo y alegría a cientos de millones de personas. Claro que hay excesos y controversias, pero, de todos modos, ¿alguien podría poner en duda que la música es, por lo general, algo bueno?». "Bien, pues sí» —rezaría la réplica—. Existen algunas sectas religiosas —como los talibanes, por ejemplo, aunque también las sectas puritanas del cristianismo de antaño, y sin duda algunas otras— que han sostenido que la música es una pasatiempo negativo, un tipo de droga que ha de ser prohibida. La idea no es del todo descabellada, así que debemos aceptar la responsabilidad intelectual de demostrar que es un error.

Reconozco que muchas personas sienten con la religión lo que yo siento con la música. Tal vez estén en lo cierto. Averigüémoslo. Es decir, sometamos a la religión al mismo tipo de investigación científica que hemos efectuado con el tabaco, el alcohol y, por qué no, con la música. Vamos a averiguar por qué la gente ama su religión, y si hay algo de bueno en ello. Pero no debemos confiarnos en que las investigaciones existentes vayan a resolver el asunto de una vez por todas, por la misma razón por la que no aceptamos sin más las campañas en favor de la inocuidad del cigarrillo promovidas por las industrias tabacaleras. Claro, la religión salva vidas. Pero también el tabaco; o si no, preguntémosles a aquellos soldados americanos para quienes el tabaco fue un consuelo mucho mayor que la religión durante la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Corea y la guerra de Vietnam.

Estoy dispuesto a estudiar con atención las ventajas y las desventajas de la música, y si resulta que la música causa cáncer, odio hacia otras etnias y guerras, entonces tendré que pensar seriamente respecto de cómo vivir sin música. Es sólo porque estoy tan absolutamente seguro de que la música no hace mucho daño que puedo disfrutarla con la conciencia tranquila. Si personas dignas de crédito me dijeran que, una vez considerados todos los factores, la música puede ser dañina para el mundo, me sentiría moralmente obligado a examinar la evidencia tan imparcialmente como me fuera posible. No hacerlo me haría sentir culpable por mi lealtad hacia la música.

Pero, ¿acaso la hipótesis de que los costos de la religión pesan más que sus beneficios no es más ridícula que la fantástica tesis sobre la música? No lo creo. Es posible que la música sea aquello que Marx dijo respecto de la religión: el opio de los pueblos, lo que mantiene al pueblo trabajador tranquilamente subyugado, pero también puede ser una llamada a la revolución, a cerrar filas y a infundir un nuevo espíritu de unión. A esta altura, la música y la religión tienen perfiles muy similares. En otros aspectos, la música parece ser mucho menos problemática que la religión. A lo largo de varios milenios la música ha originado algunos disturbios, y es probable que algunos músicos carismáticos hayan abusado sexualmente de un impresionante número de jóvenes y susceptibles admiradores, así como deben haber inducido a muchos otros a abandonar a sus familias (¡y a perder la cabeza!). Sin embargo, las diferencias entre tradiciones musicales no han perpetrado ni cruzadas ni jihads, ni se han institucionalizado programas en contra de los amantes de los valses, las ragas o los tangos. No ha habido poblaciones enteras a las que se les haya obligado a tocar la escala, o que se hayan visto obligadas a pasar penurias con el fin de proporcionarles la mejor acústica y los más finos instrumentos a las salas de concierto. Tampoco ha habido músicos —ni siquiera acordeonistas— que fueran objeto de fatwas por parte de organizaciones musicales.

La comparación entre la música y la religión resulta particularmente útil aquí, pues la música es otro fenómeno natural que, pese a que ha sido hábilmente estudiado por muchos académicos durante cientos de años, sólo ahora está empezando a convertirse en objeto del tipo de estudio científico que estoy recomendando. No ha habido la más mínima carencia de investigación profesional sobre teoría musical, y se han cubierto temas como la armonía, el contrapunto y el ritmo, además de técnicas de habilidad musical, o de la historia de cada género y de cada instrumento. Los etnomusicólogos han estudiado la evolución de los estilos musicales y de sus prácticas en relación con factores culturales como el económico y el social, entre otros. Y, más recientemente, los neurocientíficos y los psicólogos han comenzado a estudiar la percepción y la creación musical, utilizando la última tecnología para descubrir los patrones de actividad cerebral asociados con la experiencia musical, la memoria musical y demás temas relacionados. No obstante, la mayor parte de estas investigaciones aún dan la música por sentado. Con muy poca frecuencia se preguntan por qué existe la música. Hay una respuesta rápida, que además es verdadera, dentro de lo que cabe: la música existe porque la amamos y, por lo tanto, seguimos creando más y más música. Pero, ¿por qué la amamos? Porque la consideramos hermosa. Pero, ¿por qué nos parece hermosa? A esta pregunta, que es perfecta para la biología, aún no se le ha encontrado una buena respuesta. Compáresela, por ejemplo, con la siguiente pregunta: ¿por qué nos gusta el dulce? En este caso ya conocemos la respuesta evolutiva, incluso con algún detalle, y sabemos que a veces toma curiosos giros inesperados. No es accidental que tengamos tanto gusto por las cosas dulces. Además, si en el futuro queremos ajustar nuestras políticas respecto de los dulces, bien vale la pena que entendamos las bases evolutivas de su atractivo. No debemos cometer el mismo error que aquel hombre del viejo chiste, que se quejaba de que justo cuando finalmente pudo entrenar a su burro para que dejara de comer, el estúpido animal tuvo que morirse.

Algunas cosas son tan necesarias en la vida, y algunas, al menos, tan edificantes o tan vivificantes que las manipulamos bajo nuestra cuenta y riesgo, y por ello es necesario que averigüemos qué papel juegan y cuáles son las necesidades que tenemos. Desde el siglo XVIII, con la Ilustración, muchas personas brillantes y bien informadas creyeron confiadamente que la religión pronto se desvanecería, porque se trataba de un objeto del gusto humano que puede ser satisfecho por otros medios. Muchos aún siguen esperando, con un poco menos de confianza. Cualquiera sea la cosa de la que nos provee la religión, es algo sin lo cual muchos piensan que no pueden vivir. Tomémoslos con seriedad esta vez, pues quizás estén en lo cierto. Pero sólo existe un modo en que podemos tomarlos seriamente: estudiándolos científicamente.

4. ¿Será que la negación podría ser más benigna?

Dulce es el saber que la naturaleza brinda;

Nuestro intelecto entrometido

Distorsiona las bellas formas de las cosas:

Asesinamos para diseccionar.

William Wordsworth, «The tables turned»

¿Por qué entonces la ciencia y los científicos

siguen siendo gobernados por el miedo —miedo

a la opinión pública, miedo a las consecuencias

sociales, miedo a la intolerancia religiosa,

miedo a la presión política, y, sobre todo, miedo

a la intransigencia y al prejuicio— tanto adentro

como por fuera del mundo profesional?

William Masters y Virginia Johnson,

Human sexual response

Y habréis de saber la verdad,

y la verdad os hará libres.

Jesús de Nazareth, en Juan 8: 32

Es tiempo de enfrentarnos a la preocupación de que, en el intento por descubrir su naturaleza interna, una investigación tal realmente pueda matar a todos los especímenes, destruyendo así algo precioso. ¿No sería más prudente dejarlos en santa paz? Como ya he señalado, en este punto la estrategia para refrenar nuestra curiosidad tiene dos partes: debe demostrar 1) que la religión provee beneficios netos a la humanidad, y 2) que sería muy poco probable que esos beneficios sobrevivieran a dicha investigación. El problema táctico al que nos enfrentamos reside en que realmente no hay ninguna manera posible de demostrar el primer punto sin involucrarnos de hecho en la mentada investigación. Para muchas personas la religión parece ser la fuente de muchas cosas maravillosas. Otras, sin embargo, y por razones muy convincentes, ponen esto en duda, de modo que no debemos aceptar sin más este punto movidos simplemente por un mal enfocado respeto hacia la tradición. Tal vez este mismo respeto sea como la capa externa protectora que con frecuencia esconde a los virus en nuestro sistema inmunitario, una especie de camuflaje que desencadena una crítica muy necesaria. De modo que lo máximo que podemos decir es que el primer punto no ha sido probado aún. Sin embargo, podemos proceder tentativamente y considerar cuan probable sería el punto 2 si asumiéramos, por el bien del argumento, que la religión es, de hecho, algo de gran valor. Podemos asumir que es inocente hasta que se pruebe lo contrario. En otras palabras, podemos proceder exactamente del modo en que opera nuestro sistema legal.

Ahora bien, ¿qué ocurre con el punto 2? ¿Cuánto daño suponemos que una investigación podría hacer, en el peor de los casos? ¿Podría romper el hechizo y desencantarnos a todos para siempre? Durante siglos, esta preocupación ha sido el fundamento favorito utilizado por muchos para rechazar la investigación científica. No obstante, aunque es innegable que al desarmar ejemplares particulares de objetos maravillosos —como plantas, animales e instrumentos musicales— algunas veces muchos de ellos quedan destruidos más allá de cualquier reconstrucción posible, otras cosas maravillosas —como los poemas, las sinfonías, las teorías y los sistemas legales— prosperan con el análisis —no importa cuan meticuloso haya sido—, y difícilmente se pueda negar el beneficio que deriva de la disección de unos pocos especímenes hacia otras plantas, animales e instrumentos musicales. A pesar de todas las advertencias a lo largo de los siglos, no he podido encontrar un solo caso de algún valioso fenómeno que haya sido verdaderamente destruido, o al menos seriamente estropeado, por la investigación científica.

Los biólogos de campo con frecuencia se enfrentan a un terrible inconveniente cuando estudian especies en peligro: ¿acaso su bien intencionada tentativa por censarlas —lo que involucra la captura y la posterior liberación de especímenes vivos— no contribuye a precipitar la extinción de la especie? Cuando los antropólogos se internan en la que hasta entonces había sido una población aislada y prístina, sus preguntas —no importa cuan diplomáticas y discretas sean— rápidamente transforman la cultura que están tan ansiosos por llegar a conocer. Con respecto a los primeros casos, invocar la política de «no estudiarás» en algunas ocasiones puede ser sabio. Sin embargo, cuando se trata de casos del segundo tipo, prolongar el aislamiento de la población, colocándola en efecto en un zoológico cultural, aunque a veces es aconsejable, claramente no resistiría un análisis. Se trata de personas, y no tenemos ningún derecho a mantenerlas ignorantes del gran mundo que comparten con nosotros. (El que tengan o no el derecho a mantenerse a sí mismas ignorantes es uno de los fastidiosos interrogantes que serán considerados más adelante).

Vale la pena recordar a los valientes pioneros a quienes les tomó varios años superar el poderoso tabú en contra de la disección de cadáveres humanos durante los primeros años de la medicina moderna. Y debemos señalar que, a pesar de la indignación y la repulsión con las que la idea de la disección fue recibida entonces, haber superado esa tradición no nos ha conducido al temido colapso de la moralidad y la decencia. Vivimos en una era en la que los cadáveres humanos todavía son tratados con el debido respeto; de hecho, con más respeto y decoro que en la época en la que la disección aún gozaba de mala fama. Pues, ¿quién de nosotros escogería renunciar a los beneficios que la medicina ha hecho posible en virtud de esta ciencia invasiva y entrometida tan deplorada por Wordsworth?

Más recientemente se ha roto otro tabú, con un alboroto quizá mayor. En las décadas de 1940 y 1950, Alfred C. Kinsey comenzó la investigación científica de las prácticas sexuales en los Estados Unidos, que condujo a los notables «Informes Kinsey»: «La conducta sexual en el hombre» (1948) y «La conducta sexual en la mujer» (1953). Aunque había fallas sustanciales en sus estudios, el peso de las pruebas que logró acumular condujo a sorprendentes conclusiones, que sólo necesitaron de unos ajustes menores en las investigaciones posteriores, mucho mejor controladas, que se produjeron a raíz de ellas. Por primera vez, tanto niños como hombres adultos pudieron enterarse de que más del 90 por ciento de los varones norteamericanos se masturban, y de que cerca del 10 por ciento son homosexuales. Las niñas y las mujeres adultas aprendieron que los orgasmos no sólo eran normales sino también alcanzables, tanto en el coito como al masturbarse, y que las lesbianas eran mejores para inducir orgasmos en las mujeres de lo que lo son los hombres, lo que, en retrospectiva, es poco sorprendente.

Las estrategias de investigación de Kinsey consistían en entrevistas y cuestionarios. Sin embargo, William H. Masters y Virginia Johnson pronto reunieron el coraje necesario para someter la excitación sexual humana a una investigación científica en el laboratorio, de modo que registraron las respuestas fisiológicas de voluntarios involucrados en actos sexuales, haciendo uso de todas las herramientas de la ciencia, incluida la cinematografía en color (esto ocurrió mucho antes de que los casetes de video fueran de fácil adquisición). Su trabajo pionero, La sexualidad humana (1966), fue recibido con una apasionada mezcla de hostilidad y agravio, por un lado, y de diversión y procaz fascinación, por el otro —aunque también con un cauteloso aplauso por parte de la comunidad médica y científica—. Al arrojar la brillante luz de la ciencia sobre lo que hasta entonces había sido tratado en la oscuridad (con una inmensa cuota de confidencialidad y vergüenza), estos investigadores disiparon un sinfín de mitos, revisaron el conocimiento médico que se tenía sobre algunos tipos de disfunciones sexuales, liberaron a un incalculable número de personas ansiosas cuyos gustos y prácticas habían estado cubiertas con una nube de desaprobación socialmente inculcada, y finalmente —maravilla de maravillas— mejoraron la vida sexual de millones de personas. Resulta ser que en este caso, al menos, es posible romper el hechizo y aún así, al mismo tiempo, no romper el hechizo. Es posible violar el tabú en contra del estudio desapasionado de un fenómeno —he aquí un primer hechizo roto— pero sin que resulte destruido en el proceso —y he aquí un segundo hechizo bajo cuyo efecto podemos dichosamente caer—.

Pero, ¿a qué costo? Deliberadamente he llamado la atención sobre el trabajo, todavía controvertido, de Masters y Johnson, pues ilustra muy claramente la dificultad de los asuntos de los que este libro se ocupará. Muchos estarán de acuerdo conmigo cuando digo que gracias tanto al trabajo pionero de Kinsey como de Masters y Johnson, el conocimiento que hemos adquirido no sólo no destruyó el sexo, sino que, por el contrario, lo ha mejorado. No obstante, también hay muchos que se abalanzarían sobre esta comparación y que declararían que ésta es exactamente la razón por la que se oponen a cualquier exploración científica de la religión. Existe la posibilidad de que ella haga con la religión lo que Kinsey y los demás hicieron con el sexo: enseñarnos más de lo que es bueno para nosotros. Permítanme decirlo en las que podrían haber sido sus palabras:

Si la capacidad de masturbarse sin avergonzarse, la tolerancia a la homosexualidad y un mayor conocimiento respecto de cómo alcanzar el orgasmo femenino son ejemplos de los beneficios que la ciencia puede traernos, entonces mucho peor para la ciencia. Pues al tratar el sexo como algo natural (en el sentido de que es algo de lo que no hay que avergonzarse), ha contribuido a una explosión de pornografía y degradación, profanando el sagrado acto de la unión procreadora entre marido y mujer. Estábamos mucho mejor antes, cuando no conocíamos todos estos datos, y por tanto debemos hacer cuanto nos sea posible para proteger a nuestros hijos de esta información tan contaminadora.

Esta objeción es muy seria. No se puede negar que el prosaico candor en torno del sexo promovido por esta investigación ha tenido algunos efectos secundarios terribles, pues ha abierto nuevos y fértiles campos de explotación por parte de aquellos que siempre están buscando maneras para vivir a costa de sus conciudadanos. La revolución sexual de la década de 1960 no fue una gloriosa y benigna liberación, como a menudo se la describe. Las exploraciones del «amor libre» y los «matrimonios abiertos» rompieron muchos corazones, y, por el hecho de fomentar una visión superficial del sexo como un mero pasatiempo de los sentidos, privaron a muchos jóvenes de un profundo sentido de importancia moral en sus relaciones sexuales. Aunque popularmente se cree que la revolución sexual contribuyó a la negligente promiscuidad que ha elevado el flagelo de las enfermedades de transmisión sexual, es posible que no sea así. La mayor parte de las pruebas sugieren que cuando la información acerca del sexo es generalizada, el comportamiento sexual se vuelve más responsable (Posner, 1992). A pesar de ello, cualquiera que hoy día esté criando a un hijo debe preocuparse por el exceso de información acerca del sexo en la que estamos sumergidos.

Realmente el conocimiento es poder, tanto para bien como para mal. El conocimiento puede tener el poder de alterar antiguos patrones de creencias y de conductas, el poder de subvertir la autoridad, el poder de cambiar las mentes. Es capaz de interferir con tendencias que pueden o no ser deseables. En un notorio memorando dirigido al presidente Richard Nixon, Daniel Patrick Moynihan escribió una vez:

Puede ser que haya llegado el momento en el que el asunto de la raza logre beneficiarse de un período de «benigna desatención». El tema ha dado mucho de qué hablar. El foro ya ha sido tomado por histéricos, paranoicos y charlatanes provenientes de todos los bandos. Quizá necesitemos un período en el que el progreso de los negros continúe y la retórica racial se desvanezca. El gobierno puede ayudar a llevar esto a cabo prestándole mucha atención a tal progreso, tal y como lo venimos haciendo, al tiempo que busca evadir situaciones en las que extremistas de una u otra raza tengan oportunidades para martirizarse, cometer actos heroicos, histriónicos o de cualquier otra naturaleza (Moynihan, 1970).

Probablemente nunca lleguemos a saber si Moynihan estaba en lo cierto. Quizá lo estaba. Quienes sospechan que estaba en lo cierto pueden abrigar la esperanza de que esta vez sí atendamos su consejo, y que, desviando la investigación, pospongamos esa vigorosa atención a la religión tanto como nos sea posible, a la espera de que ocurra lo mejor. Pero, en cualquier caso, es difícil imaginar cómo podría alcanzarse tal política. Desde la Ilustración, hemos tenido ya más de doscientos años de curiosidad muda, deferente, que no parece haber conducido al desvanecimiento de la retórica religiosa, ¿no es así? La historia reciente sugiere claramente que en el futuro inmediato la religión va a atraer más y más atención, no menos. Y si recibe atención, es mejor que ésta sea de buena calidad, no de la clase que brindan histéricos, paranoicos y charlatanes provenientes de todos los bandos.

El problema, muy simple, es que en estos días es muy difícil guardar secretos. Mientras que en siglos pasados la ignorancia era, por defecto, la condición de la mayor parte de la raza humana, y se requería de un considerable ejercicio de investigación para aprender algo acerca del ancho mundo, nos encontramos hoy nadando en un mar de información y de desinformación sobre cada tema —desde la masturbación, pasando por cómo construir un arma nuclear, hasta Al Qaeda— Y así como deploramos el esfuerzo con que algunos líderes religiosos en el mundo musulmán tratan de mantener a sus niñas y a sus mujeres sin ninguna educación y totalmente desinformadas acerca del mundo, difícilmente podemos aprobar obstáculos similares en torno del conocimiento en nuestra propia esfera.

¿O sí podemos? Tal vez, en el espacio de opinión, el desacuerdo en este punto sea la línea divisoria entre aquellos que piensan que nuestra mejor esperanza es tratar de sellar con clavos la tapa de la caja de Pandora y así mantenernos por siempre ignorantes, y aquellos que piensan que, en primer lugar, hacer tal cosa no sólo es inmoral sino también políticamente imposible. Los primeros han pagado ya el alto costo de su autoimpuesta pobreza de datos: les es imposible imaginar en detalle las consecuencias de la política que ellos mismos han elegido. ¿Acaso no ven que para llevar a cabo tal proeza no hace falta más que una policía estatal que, al erizarse, expida leyes como si fueran púas, prohibiendo la investigación y la diseminación del conocimiento, o incluso el secuestro de la población en un mundo sin ventanas? ¿Es esto lo que realmente desean? ¿Creen acaso que tienen métodos con los que ningún mulá conservador ha soñado jamás para lograr detener el inexorable flujo de información liberadora antes de que llegue a su rebaño? Piensen en lo que puede pasar.

Aguardando con cautela, yace aquí una trampa para aquellos que carecen de visión a futuro. Quizá ningún padre sea inmune a la punzada de arrepentimiento que se siente al ver la primera evidencia de la pérdida de la inocencia de su hijo, y por ello el impulso por protegerlo del sórdido mundo es tan fuerte. Sin embargo, un poco de reflexión debe bastar para mostrar a cualquiera que tal cosa simplemente no funciona. Necesitamos permitirles a nuestros hijos que crezcan enfrentándose al mundo armados con conocimiento, con mucho más conocimiento del que nosotros mismos teníamos a su edad. Esto da miedo, pero la alternativa es peor.

Muchas personas —millones, aparentemente— declaran orgullosamente que no tienen que prever las consecuencias: ellos saben, de corazón, que éste es el camino correcto, sin importar cuáles sean los detalles. Dado que el día del juicio final está apenas a la vuelta de la esquina, no hay razón para planear el futuro. Si usted es uno de ellos, he aquí la que espero sea una aleccionadora reflexión: ¿ha considerado alguna vez que quizás esté siendo irresponsable? Por su propia voluntad no sólo estaría arriesgando las vidas y el futuro bienestar de sus seres queridos, sino también las vidas y el futuro bienestar del resto de nosotros, y lo haría sin ninguna vacilación, sin la debida diligencia, guiado por una u otra revelación, y por la convicción de que carece de un medio adecuado para comprobar su validez. «Todo hombre prudente procede con sabiduría; el necio manifiesta su necedad» (Proverbios 13:16). Sí, sé que la Biblia cuenta también con un texto contrario: «Pues está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios y frustraré la inteligencia de los inteligentes» (I Corintios 1:19). Cualquiera puede citar la Biblia para probar cualquier cosa, razón por la cual uno debería preocuparse si confía demasiado.

Alguna vez se ha preguntado: ¿y si estoy equivocado? Por supuesto que hay una gran multitud de personas a su alrededor que comparten su misma convicción, y esto distribuye —y, lamentablemente, diluye— la responsabilidad, de manera que si alguna vez llegase a tener la posibilidad de exhalar una palabra de arrepentimiento, tendría ya una excusa a mano: fue arrastrado por una multitud de entusiastas. Pero seguramente habrá advertido un hecho preocupante. La historia nos ha provisto de muchos ejemplos en los que grandes multitudes de personas ilusas se han incitado mutuamente a seguir el caminito de rosas que conduce derecho a la perdición. ¿Cómo puede usted estar tan seguro de no ser parte de un grupo tal? Yo, por ejemplo, no le guardo ninguna reverencia a su fe. Me siento terriblemente mal por su arrogancia, por su irracional certeza de tener todas las respuestas. Me pregunto si algún creyente del Movimiento del Fin de los Días tendrá la honestidad intelectual y el coraje de leer este libro de principio a fin.

Con frecuencia, lo que vagamente imaginamos con pavorosa anticipación es mucho peor que lo que resulta ser en realidad. Antes de lamentarnos por nuestra incapacidad de detener la creciente marea de información, debemos considerar sus consecuencias probables con más calma. Quizá no sean tan malas. Si le es posible, imagine que nunca ha tenido noticia del mito de Papá Noel, que la Navidad es simplemente otra fiesta cristiana, como el Domingo de Ramos o Pentecostés, que, aunque se celebra, apenas se aguarda con expectativa a lo largo y a lo ancho del mundo. E imagine que los aficionados a las historias de Harry Potter, escritas por J. K. Rowling, intentaran comenzar una nueva tradición: que cada año, en la fecha del aniversario de la publicación del primer libro de Harry Potter, todos los niños reciban regalos de Harry Potter, quien entra por las ventanas volando en su escoba mágica y acompañado de su lechuza. ¡Hagamos de «El día de Harry Potter» un día para los niños de todo el mundo! Es probable que todas las fábricas de juguetes (así como los publicistas de Rowling) se manifiesten a favor, pero imaginen lo que dirían los profetas fatalistas que se opusieran:

¡Qué idea tan terrible! Piensen en los efectos traumáticos que tendría en los niños pequeños llegar a saber, como tarde o temprano les ocurrirá, que su inocencia y su confianza han sido explotadas por una gigantesca conspiración pública orquestada por los grandes. La cuota psíquica y social que habría que pagar por tan masiva decepción sería la del cinismo, la desesperación, la paranoia y el dolor que podrían traumatizar seriamente a los niños de por vida. ¿Acaso podría haber algo más maligno que la deliberada confección de un conjunto de mentiras para ser difundidas entre nuestros niños? Nos odiarán amargamente, y nos mereceremos su furia.

Si esta convincente preocupación hubiera sido formulada efectivamente en los primeros días de la mitología de Papá Noel —que aún se encuentra en continua evolución— probablemente se habría prevenido la gran catástrofe de Papá Noel de 1985. Pero nosotros sabemos cómo son las cosas. Nunca hubo tal catástrofe y nunca la habrá. Algunos niños sufren ataques relativamente breves de vergüenza y amargura cuando se dan cuenta de que Papá Noel no existe, pero otros se regodean con orgullo por su triunfo detectivesco digno de Sherlock Holmes, y disfrutan de su nuevo estatus entre «los que saben», contribuyendo ansiosamente con la estratagema al año siguiente, mientras responden con sobriedad a las inocentes preguntas que les plantean sus hermanitos menores.

Por lo que sabemos[3], la desilusión de Papá Noel no hace daño. Más aún, es posible (aunque, hasta donde tengo conocimiento, todavía no se ha investigado) que parte del duradero atractivo del mito de Papá Noel responda a que los adultos, que ya no pueden experimentar directamente la inocente alegría de esperarlo, se conforman con el gozo indirecto que sienten al disfrutar de la emoción de sus hijos. La gente emplea gran cantidad de esfuerzo y de dinero a perpetuar el mito de Papá Noel. ¿Por qué? ¿Tratan acaso de volver a capturar la inocencia perdida de su niñez? ¿Estarán más directamente motivados por su propia gratificación que por la generosidad? ¿O acaso los placeres de la conspiración que se fragua con la absolución de la comunidad (libre de la mancha de la culpa que acompaña a las conspiraciones de adulterio, malversación de fondos o evasión de impuestos, por ejemplo) son suficientes en sí mismos como para compensar los costos sustanciales? Estos modos de pensar tan impertinentes nos amenazarán constantemente en los capítulos siguientes, cuando nos enfrentemos a preguntas más molestas respecto de por qué la religión es tan popular. No son preguntas retóricas. Si lo intentamos, podemos responderlas.

Me doy cuenta de que muchos lectores sentirán una profunda desconfianza hacia el rumbo que estoy tomando. Me verán como si fuera simplemente otro profesor liberal que trata de engatusarlos para que abandonen algunas de sus convicciones. Y estarán en lo cierto: eso es lo que soy, y eso es exactamente lo que estoy tratando de hacer. Pero entonces, ¿por qué deben prestarme atención? Se sienten aterrorizados por el deterioro moral que ven por todos lados, y están sinceramente convencidos de que el mejor modo de cambiar la marea es protegiendo a su religión de cualquier tipo de investigación o crítica. Comparto enteramente su opinión respecto de la existencia de una crisis moral, así como la de que nada es más importante que trabajar juntos para encontrar alternativas a nuestros dilemas actuales, pero creo que mi manera es mejor. «¡Demuéstrelo!», me dirán. «Permítanme intentarlo», les responderé. De eso es de lo que se ocupa este libro, y por tanto les pido que traten de leerlo con la mente abierta.

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Capítulo 2. La religión no está más allá de los límites de la ciencia, a pesar de toda la propaganda que varias fuentes hacen en favor de la idea opuesta. Más aún, se necesita de la investigación científica para informar nuestras decisiones políticas más trascendentales. En el proceso se correrán riesgos e incluso se padecerán dolores, pero sería irresponsable usarlos como una excusa para la ignorancia.

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Capítulo 3. Si queremos saber por qué valoramos las cosas que amamos, necesitamos ahondar en la historia evolutiva del planeta, descubriendo las fuerzas y las condiciones que han generado el glorioso conjunto de cosas que atesoramos. La religión no está exenta de tal sondeo. No sólo podemos diseñar una gran variedad de caminos muy promisorios para futuras investigaciones, sino que también podemos llegar a entender cómo es posible alcanzar una perspectiva sobre nuestras propias investigaciones que todos puedan compartir, sin importar las diferencias de sus credos.