Ustedes los filósofos son gente afortunada.
Ustedes escriben sobre papel. Yo, pobre
emperatriz, estoy forzada a escribir sobre
la sensible piel de los seres humanos.
Catalina la Grande, a Diderot
[quien le había aconsejado acerca
de las reformas territoriales]
Desde 2002, las escuelas del condado de Cobb —Georgia— han colocado etiquetas en algunos de sus textos de biología que dicen: «La evolución es una teoría, no un hecho». Sin embargo, recientemente un juez ordenó su remoción, pues podrían transmitir el mensaje de que se está patrocinando la religión, «violando así la Primera Enmienda que establece la separación de la iglesia y el Estado y la prohibición de la Constitución de Georgia del uso de dineros públicos para ayudar a la religión» (New York Times, 14 de enero de 2005). Y esto tiene sentido, pues las únicas motivaciones para seleccionar la evolución y someterla a este tratamiento son de carácter religioso. Nadie pone leyendas en libros de química o de geología que sostengan que las teorías que en ellos se explican son teorías y no hechos. Aunque en química y en geología todavía hay un gran número de controversias, dichas teorías rivales son puestas en tela de juicio en el interior mismo de las teorías que subyacen a cada disciplina, que han sido firmemente demostradas y ya no se consideran sólo teorías sino hechos. Asimismo, en biología hay muchas teorías controvertidas. No obstante, no se rebate la teoría de fondo que es la evolución. Hay teorías opuestas acerca del vuelo de los vertebrados, acerca del papel que juegan las migraciones en la especiación, y también —más cerca de lo que atañe a los humanos— teorías acerca de la evolución del lenguaje, el bipedalismo, la ovulación escondida y la esquizofrenia, para sólo nombrar unas pocas controversias particularmente vigorosas. Tarde o temprano, todas estas controversias serán resueltas y algunas teorías probarán que no sólo son teorías sino hechos.
La descripción que hice en los capítulos 4 a 8 acerca de la evolución de varias características de la religión es, definitivamente, sólo una teoría; o, más bien, una familia de prototeorías que es necesario desarrollar más. En una palabra, esto es lo que ella dice: aunque la religión evolucionó, no es necesario que sea buena para nosotros para poder evolucionar (el tabaco no es bueno para nosotros pero sobrevive perfectamente bien). No aprendemos el lenguaje porque pensamos que es bueno para nosotros; aprendemos el lenguaje porque no podemos dejar de hacerlo (si es que tenemos un sistema nervioso normal). En el caso de la religión, hay muchas más enseñanzas y ejercicios, y mucha más presión social deliberada de la que hay en el aprendizaje del lenguaje. A este respecto, la religión es más como leer que como hablar. Ser capaces de leer nos trae tremendos beneficios, y quizás haya beneficios similares o mayores cuando se es religioso. Pero es posible que la gente ame la religión independientemente de cualquier beneficio que pueda brindarle (me encanta saber que tomar vino tinto con moderación es bueno para mi salud, pues, sea o no bueno para mí, me gusta y quiero seguir bebiéndolo. Es posible que lo mismo ocurra con la religión). No es sorprendente que la religión sobreviva. Ha sido podada, revisada y corregida durante miles de años, con millones de variantes que se extinguieron en el proceso, de modo que tiene un buen número de características que despiertan la atención de las personas, y un buen número de características que preservan la identidad de esas mismas características, características que resguardan de, o que confunden a, los enemigos y a los rivales, asegurando así sus lealtades. Sólo de manera gradual la gente ha comenzado a considerar las razones —que hasta ahora eran justificaciones independientes— que subyacen a estas características. La religión es muchas cosas para muchas personas. Para algunas, los memes de la religión son mutualistas, en tanto proporcionan una suerte de beneficios innegables que no pueden hallarse en ningún otro lugar. Es posible que la vida misma de estas personas dependa de su religión, como todos dependemos de las bacterias de nuestro intestino, que nos ayudan a digerir la comida. A algunas personas la religión les proporciona motivaciones organizacionales para hacer grandes cosas: trabajar por la justicia social, la educación, la acción política y las reformas económicas, entre otras. Para otros, los memes de la religión son más tóxicos, pues explotan aspectos menos respetables de sus psicologías, jugando con la culpa, la soledad y la añoranza de autoestima y de importancia. Sólo cuando logremos enmarcar en una perspectiva comprensiva los muchos aspectos de la religión podremos formular políticas defensivas para saber cómo responder a ellas en el futuro.
Algunos aspectos de la teoría que he delineado están bastante bien establecidos, y es tarea para el futuro especificar sus detalles y generar hipótesis que posteriormente puedan ser verificables. Quise dar a los lectores una buena idea acerca de cómo sería una teoría verificable, qué tipo de preguntas habría de formularse y qué tipos de principios explicativos podría invocar. Es posible que el boceto de mi teoría sea falso en muchos aspectos. Sin embargo, si esto es así, podría demostrarse confirmando alguna teoría alternativa del mismo estilo. En la ciencia, la táctica es proponer algo que pueda ser asegurado o refutado por algo mejor. Hace un siglo, la idea de que era posible volar propulsando alas fijas no era más que una teoría; ahora es un hecho. Hace unas cuantas décadas, la idea de que la causa del SIDA es un virus sólo era una teoría, pero la realidad es que, hoy día, el VIH no es sólo una teoría.
Dado que mi prototeoría aún no ha sido demostrada y puede resultar equivocada, es preciso no utilizarla aún para guiar nuestras políticas. Tras haber insistido desde el principio en que necesitamos llevar a cabo muchas otras investigaciones para tomar decisiones bien informadas, me contradiría a mí mismo si ahora procediera a prescribir cursos de acción sobre la base de mi incursión inicial. Recordemos del capítulo 3 la moraleja que extrajo Taubes de su historia sobre el activismo mal encaminado que nos condujo a la cruzada de las comidas bajas en grasa: «Es una historia de lo que puede ocurrir cuando las demandas de políticas de salud pública y las demandas del público por un simple consejo— tropiezan con la confusa ambigüedad de la ciencia real». Hay una presión sobre todos nosotros para que hoy mismo actuemos con decisión y sobre la base de lo poco que ya (creemos que) sabemos. Pero aconsejo paciencia. La situación actual asusta; después de todo, cualquier fanatismo religioso podría producir una catástrofe global. Empero, debemos resistirnos a los «remedios» precipitados y a otras reacciones exageradas. Es posible, no obstante, que discutamos las opciones que existen hoy, y que pensemos hipotéticamente en cuáles serían las políticas más adecuadas si algo parecido a mi explicación de la religión resultara ser correcto. Dicha consideración de las posibles políticas podría ayudar a motivar la investigación posterior, al proporcionarnos razones urgentes para averiguar cuáles son las hipótesis realmente ciertas.
Si alguien quisiera poner una leyenda en este libro diciendo que lo que aquí se presenta es una teoría y no un hecho, felizmente estaría de acuerdo. ¡Precaución! —ella debería decir—. Asumir que estas proposiciones son verdad sin ninguna investigación posterior puede conducir a resultados calamitosos. Pero también insistiría en que tenemos que poner leyendas en cualquier libro o artículo que sostenga o que presuponga que la religión es el bote salvavidas del mundo, y que no debemos atrevernos a molestarla. Como vimos en el capítulo 8, la proposición que afirma que Dios existe ni siquiera es una teoría. La aseveración es tan prodigiosamente ambigua que, a lo sumo, expresa un conjunto desorganizado de docenas, de cientos —o miles de millones— de posibles teorías bastante distintas, muchas de las cuales, en todo caso, no contarían como teorías, pues son sistemáticamente inmunes a la confirmación o a la refutación. Las versiones refutables de la afirmación de que Dios existe tienen efímeros ciclos de vida: nacen y mueren en cuestión de semanas, si no de minutos, a medida que sus predicciones no resultan ser ciertas. (Todo atleta que rece a Dios por la victoria en el gran juego y que luego gane le agradecerá a Dios por haber estado de su parte, y registrará algo de «evidencia» en favor de su teoría de Dios —aun cuando secretamente revise su teoría de Dios toda vez que pierda pese a sus oraciones—.) Como vimos en los capítulos 9 y 10, incluso la proposición secular y para nada partidista de que en general la religión hace más bien que daño —ya sea para el individuo creyente, o para la sociedad como un todo-difícilmente puede afirmarse que haya comenzado a ser evaluada.
Así que he aquí la única prescripción que formularé de manera categórica y sin ninguna reserva: hay que hacer más investigación. Hay una alternativa, y estoy seguro de que sigue siendo sumamente atractiva para muchas personas: simplemente, cerremos nuestros ojos, confiemos en la tradición e improvisemos. Sencillamente, aceptemos por pura fe que la religión es la clave —o una de las claves— de nuestra salvación. ¿Cómo puedo reñir con la fe (por todos los santos)? ¿Fe ciega? Por favor. Pensemos. Fue aquí donde empezamos. Mi tarea residía en que había suficientes razones para cuestionar la tradición en la fe de manera tal que usted no pudiera, honradamente, dar la espalda a los hechos relevantes de los que ya disponemos, o a aquellos que podemos descubrir. Estoy preparado para arremangarme y para ponerme a examinar la evidencia, y para considerar teorías científicas alternativas sobre la religión. Sin embargo, creo que ya he presentado mis razones respecto de por qué sería injustificadamente descabellado no adelantar esta investigación.
Mi estudio ha resaltado una pequeña parte del trabajo ya realizado, y la he utilizado para contar una de las posibles historias sobre cómo la religión se convirtió en lo que es hoy, dejando sin mencionar otras historias. Relaté la que considero que es la mejor versión actual, aunque quizás haya pasado por alto algunas contribuciones que eventualmente y en retrospectiva se reconocerá que son más importantes. Éste es un riesgo que un proyecto como el mío debe correr: si al haber llamado la atención sobre una ruta de investigación he ayudado a enterrar en el olvido una ruta mejor, habré prestado un muy mal servicio. Estoy perfectamente consciente de esta posibilidad, de manera que he compartido borradores de este libro con investigadores que tienen su propia visión acerca de cómo hacer para que la disciplina progrese. Sin embargo, es inevitable que mi red de informantes tenga sus propias predisposiciones, y nada me gustaría más que el hecho de que este libro provoque un desafío —un desafío razonable y rico en evidencia científica— a aquellos investigadores que tengan puntos de vista contrarios[1].
Anticipo que uno de los desafíos provendrá de aquellos académicos que no se conmovieron en absoluto con mi discusión, en el capítulo 9, sobre la «cortina de humo académica», aquellos que firmemente creen que los únicos investigadores calificados para llevar a cabo la investigación son los que se han dispuesto a explorar la religión con el «debido respeto» por lo sagrado, con el profundo compromiso de santificar las tradiciones, incluso de convertirse a ellas. Sostendrán que el tipo de investigaciones empíricas y biológicas que he defendido, con sus modelos matemáticos, su uso de la estadística y demás, están destinadas a ser tristemente superficiales, insensibles e incomprensibles.
La historia reciente nos muestra que se trata de una preocupación que debe ser tomada con seriedad. La disciplina de los «estudios científicos» nació hace algunas décadas, cuando a los historiadores de la ciencia y a los filósofos de la ciencia se sumaron los sociólogos y los antropólogos, quienes decidieron aplicar sus técnicas, perfeccionadas durante la exploración de culturas tribales aisladas en junglas y archipiélagos distantes, a la ciencia misma, como por ejemplo a las subculturas de los físicos de partículas, o a los biólogos moleculares, o a los matemáticos. Algunos de los primeros intentos de estos bien intencionados equipos de científicos sociales por estudiar estos fenómenos «en su hábitat» (el laboratorio o el salón de clase) llevaron a la publicación de estudios que fueron recibidos con mofa —merecida— por los científicos que habían sido su tema de estudio. A pesar de cuan sofisticados puedan haber sido los investigadores en tanto que antropólogos, seguían siendo observadores ingenuos, en gran medida ignorantes de los tecnicismos de la ciencia que estaban presenciando, de manera tal que con frecuencia obtuvieron malas, y cómicas, interpretaciones sobre aquello que habían observado. Si no se entiende con algo de detalle la empresa en la que están embarcadas las personas que son objeto de estudio, habrá muy pocas probabilidades de entender sus interacciones y sus reacciones en el nivel humano. La misma máxima debe aplicarse al estudio del discurso y de las prácticas religiosas.
En el área de los estudios científicos, se ha debido trabajar duro para superar la mala reputación que el campo adquirió en los primeros años, y aunque aún hay muchos científicos que no se molestan por reprimir su desdén hacia esos estudios, el trabajo mal encaminado hoy ha sido equilibrado con un trabajo bien informado y comprensivo que ha logrado abrir los ojos de los científicos ante patrones y manías de sus propias prácticas. La clave de este éxito más reciente es simple: haga su tarea. Cualquiera que tenga la esperanza de entender una difícil y muy sofisticada disciplina que involucre esfuerzo humano necesita convertirse prácticamente en un experto en ese campo, además de haber adquirido el entrenamiento en su propio campo. Aplicada al estudio de la religión, la receta es clara: los científicos que intenten explorar los fenómenos religiosos tendrán que ahondar profunda y concienzudamente en el saber y en las prácticas, en los textos y en los contextos, y en las vidas y en los problemas cotidianos de las personas que están estudiando.
¿Cómo puede garantizarse tal cosa? Los expertos religiosos —los sacerdotes, los imanes, los rabinos, los ministros, los teólogos, los historiadores de la religión— que dudan de las credenciales de aquellos científicos que van a estudiarlos, ¡podrían crear y administrar un examen de admisión! Quien no pueda pasar el examen de admisión que ellos diseñen será apropiadamente juzgado como si no conociera lo suficiente para comprender el fenómeno que se está investigando, y se le podría negar el acceso y la cooperación. Dejen que los expertos diseñen un examen de admisión tan demandante como ellos quieran, y permítanles total autoridad para calificarlos, pero también hay que pedir a algunos de sus propios expertos que rindan el examen, y hay que pedir que el examen se califique a ciegas, de modo que los evaluadores no conozcan la identidad de los candidatos. Eso proporcionará a los expertos religiosos una estrategia para confirmar su estima mutua, a la vez que les permitirá eliminar a los ignorantes de sus propias filas mientras certifican y capacitan investigadores [2].
No responderás cuestionarios
O pruebas sobre asuntos del mundo,
Tampoco darás voluntariamente
Ningún examen. No te sentarás
Con estadísticos ni te encomendarás
A ninguna ciencia social.
W. H. Auden, "A reactionary
tract for the times"
¿Qué investigación se necesita? Consideremos algunas de las preguntas empíricas sin respuesta que he formulado hasta ahora en este libro:
Capítulo 4: ¿Cómo eran nuestros ancestros antes de que existiera algo como una religión? ¿Acaso eran como bandas de chimpancés? ¿De qué hablaban, si es que lo hacían, además de acerca del alimento, los predadores y el juego del cortejo? ¿Acaso las prácticas funerarias de los neandertales muestran que ellos debían haber tenido un lenguaje perfectamente articulado?
Capítulo 5: ¿Podría un simio (sin lenguaje) confeccionar la combinación contraintuitiva de un árbol ambulante o de una banana invisible? ¿Por qué las otras especies no tienen arte? ¿Por qué nosotros, los seres humanos, centramos tan consistentemente nuestras fantasías en nuestros ancestros? ¿Acaso la hipnosis funciona con la misma efectividad cuando el hipnotizador no es el padre? ¿Cuánto han preservado las culturas analfabetas sus rituales y sus credos a través de las generaciones? ¿Cómo aparecieron los rituales de curación? ¿Acaso debió haber alguien que cebara la bomba? (¿Cuál es el papel que juegan los innovadores carismáticos en el origen de los grupos religiosos?).
Capítulo 6: ¿Por cuánto tiempo nuestros ancestros pudieron llevar a cuestas la religión popular antes de que la reflexión empezara a transformarla? ¿Cómo y por qué las religiones populares sufrieron la metamorfosis que las convirtió en religiones organizadas?
Capítulo 7: ¿Por qué la gente se junta en grupos? ¿Acaso la fortaleza de la religión es como la fortaleza de una colonia de hormigas o de una corporación? ¿Es la religión el producto del ciego instinto evolutivo o de una decisión racional? ¿O acaso hay otra posibilidad? ¿Están Stark y Finke en lo cierto en lo que respecta a la principal razón de la declinación precipitada que acaeció después del Concilio Vaticano II entre los católicos que buscaban una vocación en la iglesia?
Capítulo 8: De entre todas las personas que creen en la creencia en Dios, ¿qué porcentaje (aproximado) también cree de verdad en Dios? A primera vista, parece sencillo: podríamos darle a la gente un cuestionario con preguntas de elección múltiple:
Yo creo en Dios: ____Sí____No____No sé
O acaso la pregunta debería ser:
Dios existe: ____Sí____ No____ No____sé
¿Hay alguna diferencia en la manera de formular las preguntas?
Es posible advertir que casi ninguna de estas preguntas se ocupa siquiera de manera indirecta de cerebros o de genes. ¿Por qué no? Porque tener convicciones religiosas no se parece mucho a tener convulsiones epilépticas u ojos azules. Podemos estar ya bastante seguros de que no habrá un «Gen de Dios», o incluso un gen de la «espiritualidad», y de que tampoco habrá un centro del catolicismo en el cerebro de los católicos, o incluso un centro «de la experiencia religiosa». Sí, es cierto que cada vez que piense en Jesús algunas partes de su cerebro se activarán más que otras, pero esto también es cierto cada vez que piense en cualquier cosa. Antes de que empecemos a colorear su particular mapa cerebral de los pensamientos acerca de burlones, Jet Skis, joyas (y judíos), [jesting—Jet Skis—jewels—jews], debemos tener en cuenta la evidencia que sugiere que tales puntos de interés no sólo son móviles y múltiples, sino también sumamente dependientes de los contextos —y que, por supuesto, ¡no están organizados en orden alfabético a lo largo de la corteza cerebral!—. De hecho, no son muchas las probabilidades de que los sitios que se activan hoy cuando piensa acerca de Jesús serán los mismos sitios que se activarán la semana entrante cuando piense acerca de Jesús. Aún es posible encontrar mecanismos neuronales dedicados a algunos aspectos de la experiencia y la convicción religiosa, pero las primeras incursiones en tales investigaciones no han sido convincentes[3].
Mientras no desarrollemos mejores teorías generales de la arquitectura cognitiva de la representación del contenido en nuestros cerebros, el uso de neuroimágenes para estudiar las creencias religiosas es casi tan desventurado como utilizar un voltímetro para estudiar una computadora que juegue ajedrez. A su debido tiempo, deberemos ser capaces de relacionar todo lo que descubramos por otros medios con aquello que está ocurriendo entre los miles de millones de neuronas en nuestros cerebros, aun cuando los caminos que darán más frutos serán los que pongan más énfasis en los métodos de la psicología y de otras ciencias sociales[4].
En lo que se refiere a los genes, compárese la historia que he relatado en los capítulos anteriores con esta versión simplificada que tomé del artículo principal —«¿Está Dios en nuestros genes?»— de un número reciente de la revista Time (Kluger, 2004: 65):
La idea que subyace a este arriesgado pasaje es que la religión es «buena para usted» pues ha sido apoyada por la evolución. Es ésta, precisamente, la clase de darwinismo simplista que tan justamente les pone los pelos de punta a los perspicaces estudiosos y a los teóricos de la religión. A decir verdad, como hemos visto, no es tan simple, y hay «ecuaciones» evolutivas mucho más poderosas. La hipótesis de que hay un «sentido espiritual» (genéticamente) hereditario que estimula la aptitud genética humana es una de las posibilidades evolutivas menos probables y menos interesantes. En lugar de un único sentido espiritual, hemos considerado una convergencia de muchas y muy distintas disposiciones y sensibilidades a reaccionar exageradamente, así como otras adaptaciones co-optadas que nada tienen que ver con Dios o con la religión. Sí hemos considerado la posibilidad genética, relativamente directa, de que exista un gen para resaltar la susceptibilidad a la hipnosis. Es posible que en el pasado éste haya proporcionado grandes beneficios de salud, y una alternativa sería tratar seriamente la hipótesis de Hamer acerca del «gen de Dios». Aunque también podríamos ponerla junto a la vieja especulación de William James acerca de que hay dos tipos de personas: las que requieren una religión «aguda» y las que necesitan una religión «crónica» y más moderada. Podemos tratar de descubrir si realmente hay diferencias orgánicas sustanciales entre aquellos que son muy religiosos y aquellos cuyo entusiasmo por la religión oscila entre moderado e inexistente.
Supongamos que damos con una veta de oro y encontramos dicho patrón. ¿Cuáles serían las implicaciones —si las hubiera— para las políticas? Podríamos considerar un paralelo con las diferencias genéticas que ayudan a explicar los problemas de algunos asiáticos y de algunos nativos americanos con el alcohol. Al igual que con la variación en la tolerancia a la lactosa, debido a la variabilidad en la presencia de enzimas —principalmente la deshidrogenasa y la aldehído-deshidrogenasa— hay una variación genéticamente transmitida en la capacidad de metabolizar el alcohol[5]. No es necesario decir que debido, y aunque no sea su culpa, a que el alcohol es venenoso para las personas con estos genes —y que, si no lo es, los convierte en alcohólicos— ellos hacen bien cuando se privan de alcohol. Otro caso análogo es el de la repugnancia hacia el brócoli, la coliflor y el cilantro, que tanta gente descubre en sí misma y que es genéticamente transmitida. Ninguna de estas personas tiene dificultad para metabolizar estos alimentos, pero todas les encuentran mal sabor, debido a diferencias identificables en los varios genes que codifican los receptores olfativos. A ellos no es necesario aconsejarles que eviten esos alimentos. ¿Podría haber «intolerancia a la experiencia espiritual» o «desagrado hacia la experiencia espiritual»? Quizá sí. Tal vez haya características psicológicas con bases genéticas que se manifiestan en las diferentes reacciones de las personas hacia los estímulos religiosos (sin que importe el modo que encontremos útil para clasificar a estos últimos). William James ofrece algunas observaciones informales que nos dan razones para sospechar tal cosa. Algunas personas parecen inmunes a los rituales religiosos y a todas las demás manifestaciones de la religión, mientras que otras —como yo— se conmueven profundamente con las ceremonias, la música y el arte, a pesar de que las doctrinas no las persuaden en lo más mínimo. También puede ocurrir que otras añoren esos estímulos, y que sientan la profunda necesidad de integrarlos a sus vidas, aun cuando hagan bien en mantenerse alejados de ellos, pues no pueden «metabolizarlos» de la manera en que otros pueden hacerlo. (Ellos se tornan maníacos y pierden el control, o quizá se deprimen, se vuelven histéricos, confundidos, o hasta adictos).
Se trata de hipótesis que definitivamente vale la pena formular en detalle y verificar, si es que podemos identificar los patrones de variación individual, sean o no genéticos (después de todo, éstos pueden ser transmitidos culturalmente). Permítanme poner un ejemplo bastante imaginativo: es posible que las personas cuyo lenguaje nativo es el finlandés (sea cual sea su herencia genética) hagan bien en moderar su dosis de religión.
Un «sentido espiritual» (sea esto lo que sea) puede ser una adaptación genética en el sentido más simple, pero ciertas hipótesis más específicas acerca de patrones en las tendencias humanas para responder a la religión pueden ser mucho más plausibles, más fácilmente verificables y más susceptibles de resultar útiles a la hora de desenmarañar algunos de los enojosos interrogantes políticos que debemos enfrentar. Por ejemplo, sería particularmente útil saber más acerca de cómo las creencias seculares difieren de las creencias religiosas (y, como vimos en el capítulo 8, aquí el término «creencia» es inapropiado; sería mejor llamarlas convicciones religiosas para marcar la diferencia). ¿De qué maneras las convicciones religiosas difieren de las creencias seculares respecto de su adquisición, su persistencia y su extinción, y respecto de los roles que juegan en las motivaciones y en los comportamientos de las personas? Ha habido una sustancial industria de investigación dedicada a adelantar estudios sobre todos los aspectos de la actitud religiosa[6]. Aunque frecuentemente leemos en los medios algunos datos destacados de los últimos resultados, los mecanismos teóricos subyacentes y los supuestos que posibilitan las metodologías de dichos estudios necesitan un análisis cuidadoso. Alan Wolfe (2003:152), por ejemplo, piensa que los no son confiables: «Los resultados son incoherentes y desconcertantes, pues dependen, como usualmente es el caso con esta investigación, del modo en que se formulan las preguntas en las encuestas o de las muestras que fueron escogidas para el análisis». ¿Está Wolfe en lo cierto? No es posible que ésta sólo sea una cuestión de opinión personal. Necesitamos averiguarlo.
Consideremos uno de los informes recientes más sorprendentes. De acuerdo con ARIS (encuesta de identificación religiosa en los Estados Unidos, por su sigla en inglés) de 2001, las tres categorías con mayor ganancia en número de miembros desde la encuesta anterior de 1990 fueron los evangélicos/renacidos (42 por ciento), los aconfesionales (37 por ciento), y aquellos sin religión (23 por ciento). Estos datos apoyan la visión de que el evangelismo está creciendo en los Estados Unidos, pero también apoyan la perspectiva de un aumento del secularismo. Aparentemente nos estamos polarizando, como recientemente han sostenido muchos observadores informales. ¿Por qué? ¿Será porque —como creen algunos partidarios de la teoría de la oferta, como es el caso de Stark y Finke— sólo las religiones más costosas pueden competir en el mercado contra la ausencia absoluta de religión, en busca de nuestro tiempo y de nuestros recursos? ¿O será que cuanto más aprendemos acerca de la naturaleza, más les parece a algunas personas que la ciencia está dejando algo de lado, algo que sólo una perspectiva anticientífica parece en condiciones de proporcionar? ¿O acaso habrá alguna otra explicación?
Antes de pasar a explicar los datos, debemos preguntarnos cuan seguros estamos de los supuestos utilizados para recolectarlos. Exactamente, ¿cuan confiables son los datos y cómo fueron recolectados? (En el caso de ARIS se trató de encuestas telefónicas, no de cuestionarios escritos). ¿Qué controles se utilizaron para evitar sesgos contextuales? ¿Qué otras preguntas les fueron formuladas a las personas? ¿Cuánto demoraron en llevar a cabo la entrevista? Y luego habrá algunas preguntas excéntricas cuyas respuestas tal vez importen: ¿cuáles eran las noticias del día en que se llevó a cabo la encuesta? ¿Acaso el entrevistador tenía algún acento? Y así sucesivamente[7]. Realizar encuestas a gran escala es costoso, y nadie gasta miles de dólares para recolectar datos haciendo uso de un «instrumento» casualmente diseñado (un cuestionario). Se han dedicado muchas investigaciones a identificar las fuentes de las predisposiciones y los artefactos en la investigación con encuestas. ¿Cuándo se debe usar preguntas con un simple «sí o no» (y no olvidemos la importante opción «no sé»)? ¿Cuándo se debe usar la escala de cinco puntos de Likert (tal como la popular totalmente de acuerdo, tiendo a estar de acuerdo, incierto, tiendo a estar en desacuerdo, totalmente en desacuerdo)? Cuando ARIS realizó su encuesta en 1990, la primera pregunta fue: «¿cuál es su religión?». En 2001 la pregunta fue corregida: «¿Cuál es su religión, si es que tiene alguna?». ¿Qué porcentaje del incremento de aquellos que figuran como aconfesionales y sin religión se debió al cambio en la formulación? ¿Por qué se le añadió la frase «si es que tiene alguna»?
En el transcurso de la escritura de su libro How we believe: Science, skepticism and the search for God (2a ed., 2003), Michael Shermer, director de la Sociedad Escéptica, condujo un ambicioso sondeo sobre las convicciones religiosas. Los resultados fueron fascinantes, en parte porque diferían notablemente de los arrojados por otros estudios similares. La mayor parte de los estudios recientes encuentran que aproximadamente el 90 por ciento de los norteamericanos cree en Dios; no sólo en un Dios «esencia», sino en un Dios que contesta las plegarias. En el estudio de Shermer, sólo el 64 por ciento dice creer en Dios, y sólo el 25 por ciento dice no creer en Dios (ibid.: 79). Se trata de una discrepancia gigantesca, y no se debe a un simple error de muestreo (¡tal como el de enviarle los cuestionarios a conocidos escépticos!)[8]. Shermer (ibid.) especula con que la educación es la clave. Su encuesta solicitaba a la gente que respondiera, con sus propias palabras, a una «pregunta tipo ensayo, sin límite de extensión,» explicando por qué creían en Dios:
Pero (como señaló mi estudiante David Polk), una vez que se reconoce la autoselección como un factor serio, debemos preguntarnos quién se tomará el tiempo de completar dicho cuestionario. Probablemente sólo aquellos que tienen creencias más fuertes. Es muy poco probable que la gente que sencillamente no cree en la religión complete un cuestionario que requiera la redacción de respuestas a preguntas. Sólo una de cada diez personas que recibieron la encuesta por correo la devolvió, lo que representa una proporción bastante baja, de modo que no podemos extraer ninguna conclusión interesante de su cifra del 64 por ciento, como él mismo lo reconoce (Shermer y Sulloway, en prensa)[9].
Fue un colegial el que dijo: "La fe es creer
en aquello que uno sabe que no es así".
Mark Twain
Un tema de investigación particularmente urgente, aunque también particularmente sensible a consideraciones éticas y políticas, es el efecto que ejercen una crianza y una educación religiosas sobre nuestros niños pequeños. Hay un mar de investigaciones —algunas buenas, algunas malas— sobre el desarrollo infantil temprano; las hay sobre el aprendizaje del lenguaje, la nutrición, el comportamiento paterno, los efectos de los pares y sobre casi cualquier otra variable imaginable que pueda ser medida en la primera docena de años de la vida de una persona. Sin embargo, casi todas ellas —por lo que puedo determinar— se apartan cuidadosamente del camino de la religión, que aún es mayoritariamente terra incognita. Algunas veces hay muy buenas razones éticas para ello —razones que a menudo no son impugnables—. Todas las barreras protectoras que cuidadosamente se erigieron contra aquellas investigaciones médicas en sujetos humanos que pudieran resultar perjudiciales, se aplican con igual fuerza a cualquier investigación que podamos imaginar llevada a cabo sobre variaciones en la crianza religiosa. No realizaremos un estudio placebo en el que un grupo A memorice un catecismo mientras un grupo B memoriza un catecismo diferente y un grupo C memoriza sílabas sin sentido. No haremos estudios de intercambios educativos en los que niños con padres islámicos sean intercambiados con niños de padres católicos. Estudios como éstos están claramente por fuera de los límites y deben seguir estándolo. Pero, ¿cuáles son esos límites? La pregunta es importante pues a medida que vamos diseñando, para obtener la evidencia que buscamos, alternativas indirectas y no invasivas, nos enfrentaremos con el tipo de soluciones de compromiso con las que regularmente se enfrentan los científicos cuando están investigando sobre curas médicas. Probablemente es imposible que haya una investigación perfectamente libre de riesgos. ¿Qué cuenta como consentimiento informado? ¿Cuánto riesgo se les permitiría tolerar a aquellos que dieron su consentimiento? ¿Y quién daría el consentimiento? ¿Los padres o los niños?
Todas estas preguntas relativas a las normas yacen sin examinar en las sombras proyectadas por el primer hechizo, aquel que sostiene que la religión está por fuera de nuestros límites, y punto. No podemos pretender que ésta sea una benigna desatención de nuestra parte, pues tenemos pleno conocimiento de que bajo las cubiertas protectoras de la privacidad personal y de la libertad religiosa hay un amplio grupo de prácticas en las que los padres someten a sus propios hijos a tratamientos que a cualquier investigador, sea o no clínico, lo enviarían a la cárcel. ¿Cuáles son los derechos de los padres en esas circunstancias? ¿Y dónde «marcamos la raya»? Se trata de una pregunta política que puede ser resuelta, no cuando se descubre «la respuesta», sino más bien proponiendo una respuesta que sea aceptable para tantas personas bien informadas como sea posible.
Seguramente no le agradará a todo el mundo, por lo menos no más de lo que le agradan a todo el mundo nuestras leyes y prácticas actuales respecto del consumo de bebidas alcohólicas. Se intentó la prohibición y, por consenso general —que estuvo lejos de ser unánime—, se determinó que fue un fracaso. Nuestro conocimiento actual es bastante estable; es muy poco probable que, por lo pronto, volvamos a instaurar la Ley Seca. Pero todavía hay leyes que prohíben expender bebidas alcohólicas a los menores de edad (y la mayoría de edad varía según el país). Y hay una buena cantidad de zonas grises: ¿qué debemos hacer si encontramos padres dándole alcohol a sus hijos? Quizás en un estadio los padres se vean en problemas, pero ¿qué ocurre si lo hacen en la privacidad de sus propios hogares? Además, hay una diferencia entre una copa de champaña en la boda de la hermana mayor y una caja de cervezas cada noche mientras tratan de hacer la tarea. ¿En qué momento las autoridades no sólo tienen el derecho sino la obligación de intervenir y prevenir el abuso? Son preguntas difíciles, y no se vuelven más sencillas cuando el tema es la religión y no el alcohol. En el caso del alcohol, nuestra sabiduría política se informa en gran medida con aquello que hemos aprendido acerca de los efectos de la bebida, tanto en el corto como en el largo plazo. No obstante, en el caso de la religión todavía estamos volando a ciegas.
Algunas personas se mofan ante la idea de que la crianza religiosa pueda ser dañina para un niño —hasta reflexionan respecto de algunos de los regímenes religiosos más severos que podemos encontrar a lo largo del mundo, y reconocen que en los Estados Unidos ya estamos prohibiendo prácticas religiosas que son bastante populares en otras partes del mundo—. Richard Dawkins (2003b) va más allá: propone que ningún niño sea identificado jamás como si fuera un niño católico o un niño musulmán (o un niño ateo), pues en sí misma esta identificación prejuzga decisiones que aún no han sido apropiadamente consideradas:
O imagínense que identificásemos a los niños, desde su nacimiento, como si fueran jóvenes fumadores o niños bebedores en virtud de que sus padres fuman o beben. A este respecto (y en ningún otro) Dawkins me recuerda a mi abuelo, un físico que en 1950 se adelantó a su tiempo al escribir apasionadas cartas a los editores de los diarios de Boston clamando contra el humo de cigarrillo que estaba poniendo en peligro la salud de aquellos niños cuyos padres fumaban en casa —y todos nos reímos de él, y continuamos fumando—. ¿Cuánto daño puede hacer tan poco humo a una persona? Ya lo averiguamos.
Todo el mundo cita (correcta o incorrectamente) a los jesuitas cuando dicen: «dame a un niño hasta que tenga siete años y yo te mostraré al hombre», pero nadie, ni los jesuitas ni ningún otro, realmente sabe cuan resistentes son los niños. Hay muchísima evidencia anecdótica sobre gente joven que tras años de inmersión en la religión dan la espalda a sus tradiciones, y se alejan encogiéndose de hombros, con una sonrisa en el rostro y sin ningún efecto dañino visible. Por otro lado, algunos niños son criados en tales prisiones ideológicas que, como dijo Nicholas Humphrey (1999), por su propia voluntad, ellos mismos se convierten en sus propios carceleros, al prohibirse todo contacto con ideas liberadoras que podrían hacerles cambiar de opinión. En su profundo y sesudo ensayo What shall we tell the children?, Humphrey (ibid.: 68) propone que se consideren las cuestiones éticas involucradas en la decisión de cómo decidir «si es o no defendible, y cuándo lo es, enseñarles a los niños un sistema de creencias». Allí propone un examen general basado en el principio del consentimiento informado, pero que se aplique —como debe ser— hipotéticamente: ¿qué escogerían estos niños si de algún modo, más tarde en sus vidas, se les diera la información necesaria para que puedan tomar una decisión bien informada? Contra la objeción de que no podemos responder a dichas preguntas hipotéticas, argumenta que hay una gran cantidad de evidencia empírica, y de principios generales, a partir de los cuales pueden derivarse concienzudamente conclusiones claras. Consideramos que a veces nos está permitido, e incluso que a veces estamos obligados, a tomar esas decisiones escrupulosas en nombre de personas que no pueden, por una u otra razón, tomar una decisión informada por sí mismas. Este conjunto de problemas puede ser abordado haciendo uso del conocimiento que sobre estos temas ya hemos fraguado en el taller del consenso político.
La solución a estos dilemas (aún) no es obvia, por decir lo menos. Compárese con la cuestión, estrechamente relacionada, de lo que nosotros, los que estamos afuera, debemos hacer respecto de los sentineleses, los jarawas y demás personas que aún viven como en la edad de piedra, en un impresionante aislamiento, en las lejanas islas Andaman y Nicobar, en el Océano índico. Ellos se las han arreglado para mantener a raya incluso a los exploradores y a los negociantes más intrépidos, defendiendo sus territorios en las islas con sus feroces arcos y flechas. No sólo se sabe muy poco acerca de estas personas, sino que, además, desde hace algún tiempo el gobierno de la India, de la que las islas forman una parte distante, ha prohibido todo contacto con ellas. Ahora que la atención del mundo se ha enfocado sobre ellos, a raíz del gran tsunami de diciembre de 2004, es difícil imaginar que pueda mantenerse este aislamiento. Pero incluso si fuera posible, ¿debería mantenerse? ¿Quién tiene el derecho de decidir esta cuestión? Ciertamente no los antropólogos, aun cuando hayan trabajado duro para proteger a estas personas de cualquier contacto —incluso con ellos mismos— durante décadas. ¿Quiénes son ellos para «proteger» a estos seres humanos? No son propiedad de los antropólogos, como si fueran especímenes de laboratorio cuidadosamente agrupados y protegidos de la contaminación, y la idea de que estas islas deban ser tratadas como si fueran un zoológico humano o una reserva es ofensiva, aun si llegásemos a contemplar la alternativa, todavía más ofensiva, de abrir las puertas a los misioneros de todas las religiones, que sin duda alguna se abalanzarían con entusiasmo a salvar sus almas.
Es tentador, aunque ilusorio, pensar que ellos ya han resuelto los problemas éticos por nosotros, a partir de su decisión adulta de alejar a todos los forasteros sin siquiera preguntarles si son protectores, explotadores, investigadores o salvadores de almas. Es claro que quieren que se los deje en paz, ¡así que debemos dejarlos en paz! Esta conveniente propuesta plantea dos problemas: su decisión es tan manifiestamente mal informada que si la dejásemos triunfar sobre todas las otras consideraciones, ¿acaso no seríamos más culpables que aquel que permite a otra persona beber un cóctel envenenado «por su libre arbitrio» sin dignarse siquiera a advertirle? Y, en cualquier caso, aunque es posible que los adultos hayan alcanzado la edad para dar su consenso, ¿sus hijos no están siendo victimizados por la ignorancia de sus padres? Jamás permitiríamos que el hijo del vecino fuera mantenido bajo semejante engaño, así que ¿no deberíamos cruzar el océano e intervenir para rescatar a estos niños, independientemente de lo doloroso que pueda ser el choque?
¿Siente que en este momento surge algo de adrenalina? Me he dado cuenta de que este asunto de los derechos paternales versus los derechos de los niños no tiene rivales claros a la hora de disparar respuestas emocionales en lugar de respuestas razonadas, y sospecho que se trata de una cuestión en la que hay un factor genético que está jugando un papel bastante directo. Tanto en los mamíferos como en los pájaros que deben cuidar a sus crías, el instinto de proteger a los jóvenes contra cualquier interferencia externa es universal y extremadamente potente; arriesgaríamos nuestras vidas sin dudarlo —sin pensarlo— para repeler amenazas, sean éstas reales o imaginadas. Es como un reflejo. En este caso, podemos «sentir en nuestros huesos» que los padres sí tienen el derecho de criar a sus hijos del modo que consideren conveniente. Nunca hay que cometer el error de inmiscuirse entre una madre oso y su osezno, así como nada debe entrometerse entre los padres y sus hijos. Ése es el centro de los «valores familiares». Al mismo tiempo, debemos admitir que los padres no son dueños, literalmente, de sus hijos (del modo en que los dueños de los esclavos alguna vez poseyeron esclavos), sino que, más bien, son sus protectores y sus guardianes, y que deben rendir cuentas a otros por sus labores de protección, lo cual implica que personas ajenas tienen el derecho a interferir —lo que nuevamente enciende la alarma de adrenalina—. Nos daremos cuenta de que lo que sentimos en nuestros huesos es difícil de defender en la corte de la razón, pues nos tornamos irritables y defensivos, y empezamos a buscar por todos lados algo tras lo cual podamos escondernos. ¿Qué tal un vínculo sagrado y (por lo tanto) incuestionable? ¡Eso es!
Existe una obvia tensión (aunque casi nunca se discute) entre los principios supuestamente sagrados que se invocan en este momento. Por un lado, muchos declaran que hay un derecho a la vida sagrado e inviolable: cada niño por el solo hecho de nacer tiene derecho a la vida y ningún futuro padre tiene el derecho de terminar un embarazo (excepto, quizá, si la vida de la madre se encuentra en peligro). Por otro lado, muchas de estas mismas personas declaran que, una vez nacido, este niño pierde el derecho a no ser adoctrinado, a que no se le lave el cerebro, o a no ser psicológicamente abusado de una u otra manera por sus padres, quienes tienen el derecho de criar al niño con la educación que ellos escojan siempre que no caigan en la tortura física. Divulgamos el valor de la libertad por todo el mundo —aunque, aparentemente, no entre los niños—. Ningún niño tiene derecho a ser libre del adoctrinamiento. ¿No deberíamos cambiar tal cosa? Qué, ¿y permitir que personas ajenas tengan algo que decir respecto de cómo yo educo a mis hijos? (¿Ahora sí siente una ráfaga de adrenalina?).
Mientras enfrentamos las preguntas acerca de los isleños de Andaman, advertimos que estamos sentando las bases políticas para formular preguntas similares acerca de la educación religiosa en general. Y mientras nos preocupamos por sus posibles efectos, no deberíamos asumir que las seducciones de la cultura occidental automáticamente inundarán los frágiles tesoros de las otras culturas. Vale la pena reconocer que muchas mujeres musulmanas, que crecieron bajo condiciones que muchas mujeres no musulmanas considerarían intolerables, cuando se les brindan oportunidades informadas para abandonar sus velos y muchas otras de sus tradiciones, eligen mantenerlos.
Tal vez podamos confiar en las personas de todo el mundo, y por tanto podamos permitirles que tomen sus propias decisiones informadas. ¡Decisiones informadas! ¡Qué idea tan maravillosa y revolucionaria! Quizás a las personas debería confiárseles el que tomasen sus decisiones, no necesariamente las decisiones que nosotros les recomendaríamos, sino las decisiones que tienen la mayor probabilidad de satisfacer sus objetivos. Pero, ¿qué vamos a enseñarles hasta que estén lo suficientemente informados y sean lo suficientemente maduros como para decidir por sí mismos? Les enseñaremos acerca de todas las religiones del mundo, de un manera objetiva, histórica y biológicamente informada, de la misma manera en que les enseñamos geografía, historia y aritmética. Introduzcamos más educación acerca de la religión en nuestras escuelas, no menos. Debemos enseñar a nuestros niños credos y costumbres, prohibiciones y rituales, textos y música, y cuando cubramos la historia de la religión debemos incluir tanto lo positivo (por ejemplo, el papel de las iglesias en el movimiento de los derechos civiles en la década de 1960, el florecimiento de las ciencias y las artes en el islamismo temprano y el papel que juegan los musulmanes negros al brindar esperanza, honor y respeto por sí mismos a las ya trastornadas vidas de muchos presidiarios en nuestras prisiones), como lo negativo (la Inquisición, el antisemitismo a través de los años, el rol de la iglesia católica en la propagación del SIDA en África por su oposición al uso de condones) . Ninguna religión debe ser favorecida, y ninguna debe ser ignorada. Y a medida que vamos descubriendo más y más acerca de las bases biológicas y psicológicas de las prácticas y de las actitudes religiosas, estos descubrimientos deberán ser incluidos en el currículo, del mismo modo en que actualizamos nuestra educación acerca de la ciencia, la salud y los acontecimientos actuales. Todo esto debe ser parte de un currículo obligatorio, tanto para las escuelas públicas como para la instrucción en el hogar.
He aquí entonces la propuesta: en tanto los padres no les enseñen a sus hijos nada que sea susceptible de cerrar sus mentes
entonces podrán enseñar sus hijos la doctrina religiosa que elijan. Aunque es sólo una idea, y quizás haya ideas mejores que considerar, ésta debe llamar la atención de los amantes de la libertad en todo el mundo: la idea de insistir en que el devoto de cualquier religión debe enfrentar el desafío de asegurar que su credo es suficientemente valioso y atractivo, y suficientemente plausible y significativo, como para resistir la tentación de sus competidores. Si es preciso que engañe —o ciegue— a sus hijos para asegurarse de que confirmen su fe cuando sean adultos, su fe debe extinguirse.
Cualquier encuentro creativo con el mal
requiere que no nos distanciemos de él tan sólo
demonizando a aquellos que cometen actos malignos.
Con el fin de escribir acerca del mal, un escritor
tiene que tratar de comprenderlo, de adentro hacia
afuera; tiene que intentar entender a los perpetradores
aunque no necesariamente simpatice con ellos.
Pero los norteamericanos parecen tener una gran
dificultad a la hora de reconocer que hay una diferencia
entre entender y simpatizar. De algún modo creemos
que un intento por informarnos a nosotros mismos
acerca de lo que conduce al mal es al mismo tiempo
un intento por disculparlo. Creo que la verdad
es justamente la opuesta, y que cuando se trata
de enfrentar el mal, la ignorancia es el peor enemigo.
Kathleen Norris, «Native evil»[10]
La escritura de este libro me ha ayudado
a entender que la religión es una clase
de tecnología. Su habilidad para tranquilizar
y explicar es terriblemente seductora,
pero también es peligrosa.
Jessica Stern, Terror in the name of God:
Why religious militants kill
¿Alguna vez ha oído hablar de los yahuuz, una gente que piensa que lo que nosotros llamamos pornografía infantil es simplemente puro y saludable entretenimiento? Fuman marihuana diariamente, hacen de la defecación una ceremonia pública (con competencias hilarantes para ver a quién le toca el ritual de la limpiada), y una vez que uno de sus ancianos alcanza la edad de 8o años, organizan un banquete especial durante el cual esta persona ceremonialmente se quita la vida, y luego los demás se lo comen. ¿Le desagrada? Entonces, ahora sabe cómo se sienten muchos musulmanes respecto de nuestra cultura contemporánea, con su alcohol, sus ropas provocativas y las actitudes de descuido hacia la autoridad familiar. Parte de mi esfuerzo en este libro es lograr que piense y no sólo sienta. En este caso particular, debe advertir que su desagrado, pese a lo fuerte que sea, es sólo un dato, un hecho acerca de usted —un hecho muy importante acerca de usted— pero no un inequívoco signo de verdad moral; es, sencillamente, como el desagrado de los musulmanes respecto de algunas de nuestras prácticas culturales. Debemos respetar a los musulmanes, sentir empatía con ellos, tomar con seriedad su malestar, pero luego debemos proponerles que se unan a nosotros en una discusión respecto de las perspectivas sobre las que diferimos. El precio que debe estar dispuesto a pagar por ello es el de su buena voluntad para considerar con calma el modo de vida de los (¡fantásticos!) yahuuz, y preguntarse-si es que resulta tan claro por qué no puede ser defendido. Si ellos participan de estas tradiciones de todo corazón, sin ninguna aparente coerción, quizá deberíamos decir «que vivan y que nos dejen vivir».
Y quizá no. Sobre nosotros pesa la responsabilidad de demostrar a los yahuuz que su modo de vida incluye tradiciones de las que deberían avergonzarse y que deberían desterrar. Si nos embarcamos en este ejercicio conscientemente, tal vez descubramos que algo de nuestro desagrado hacia sus maneras es provinciano e injustificado. Ellos podrían enseñarnos algo. Nosotros les enseñaríamos algo. Y aunque quizá nunca podamos cruzar la brecha de diferencias abierta entre nosotros, no deberíamos asumirla de antemano, que es la posibilidad más pesimista.
Mientras tanto, el modo de prepararnos para esta utópica conversación global es estudiando, con la mayor compasión y poca pasión, tanto sus costumbres como las nuestras. Consideremos la valiente declaración de Raja Shehadeh, cuando escribe acerca de la difícil situación de la Palestina moderna: «La mayor parte de tu energía se emplea en establecer sensores para detectar la percepción pública de tus acciones, ya que tu supervivencia depende de que permanezcas en buenos términos con tu sociedad»[11]. Cuando podamos compartir observaciones similares acerca de los problemas en nuestra sociedad estaremos en un buen camino hacia el entendimiento mutuo. Si Shehadeh está en lo cierto, la sociedad palestina está plagada de un virulento caso del meme «castiga a aquellos que no castigarán», para el que existen modelos (empezando por el de Boyd y Richerson, 1992) que predicen otras propiedades que deberíamos buscar. Es posible que esta característica particular logre frustrar proyectos bien intencionados que podrían funcionar en sociedades que carecieran de ella. En particular, no debemos suponer que las políticas que son benignas en nuestra propia cultura no serán malignas para otras culturas. Como dice Jessica Stern (2003: 283):
Mientras la tecnología haga cada vez más difícil que los líderes protejan a sus pueblos de la información externa, y mientras las realidades económicas del siglo XXI hagan cada vez más claro que la educación es la inversión más importante que cualquier padre puede hacer en un hijo, las esclusas se abrirán en todo el mundo y traerán efectos tumultuosos. Todos los despojos de la cultura popular, y toda la basura y la mugre que se acumula en las esquinas de una sociedad libre, inundarán estas regiones relativamente prístinas junto con los tesoros de la educación moderna, la igualdad de los derechos de la mujer, una mejor atención médica, derechos para los trabajadores, ideales democráticos y una apertura hacia las otras culturas. Como muy claramente nos lo muestra la experiencia de la ex Unión Soviética, las peores características del capitalismo y de la tecnología de avanzada se encuentran entre los más robustos replicadores de esta explosión poblacional de memes, y habrá suficiente fundamento para que aparezcan la xenofobia, el ludismo y los intentos de «higiene» del fundamentalismo retrógrado. Al mismo tiempo, no deberíamos apresurarnos en ser apologéticos en lo que respecta a la cultura popular norteamericana. Ésta tiene sus excesos, pero en muchas ocasiones no son los excesos los que ofenden, sino la tolerancia hacia ellos y su espíritu igualitario. El odio hacia esta potente exportación norteamericana a menudo está conducido por el racismo —debido a la fuerte presencia afroamericana en la cultura popular norteamericana— y el sexismo —dado el estatuto de las mujeres que celebramos y nuestro trato (relativamente) benigno de la homosexualidad— (véase, por ejemplo, Stern, 2003: 99).
Como lo muestra Jared Diamond en Armas, gérmenes y acero, fueron los gérmenes europeos los que en el siglo XVI llevaron a las poblaciones del hemisferio occidental al borde de la extinción, debido a que sus habitantes no habían tenido una historia que les permitiera desarrollar defensas contra ellos. En este siglo, serán nuestros memes, tanto los tónicos como los tóxicos, los que causen estragos en un mundo que no está preparado para resistirlos. Nuestra capacidad para tolerar los excesos tóxicos de libertad no puede ser asumida por los otros, ni puede ser simplemente exportada como un artículo más de consumo. La prácticamente ilimitada capacidad de educación de cualquier ser humano nos da esperanzas de éxito, pero diseñar e implementar las vacunas culturales necesarias para prevenir el desastre, mientras se respetan los derechos de aquellos que necesitan la vacuna, será una tarea urgente y sumamente compleja, que requerirá no sólo de una ciencia social mucho mejor, sino también de sensibilidad, imaginación y coraje. Expandir el campo de la salud pública para incluir la salud cultural será el reto más grande del próximo siglo[12].
Jessica Stern (2003: XXX), intrépida pionera en esta tarea, señala que observaciones individuales como la suya son sólo el principio:
En el capítulo 10 argüí que no es necesario que los investigadores sean creyentes para poder entender, y ojalá tengamos la esperanza de que esté en lo cierto, pues queremos que durante el proceso nuestros investigadores entiendan el terrorismo islámico desde adentro hacia afuera sin tener que convertirse en musulmanes —ni ciertamente en terroristas—[13]. Pero tampoco podremos entender el terrorismo islámico a menos que podamos ver en qué se asemeja y de qué maneras se diferencia de otras clases de terrorismo, incluidos el terrorismo hindú y el cristiano, el ecoterrorismo y el terrorismo antiglobalización, para redondear nombrando a los sospechosos de siempre. Y no vamos a entender el terrorismo islámico, ni el hindú, ni el cristiano, si no entendemos las dinámicas de las transiciones que condujeron a una secta benigna a convertirse en un culto, y luego en la clase de fenómeno desastroso que presenciamos en Jonestown, Guyana, en Waco, Texas, y en el culto Aum Shinrikyo en el Japón.
Una de las hipótesis más tentadoras es que estas mutaciones particularmente tóxicas tienden a generarse cuando los líderes carismáticos calculan equivocadamente sus tentativas como ingenieros meméticos, liberando, como el aprendiz del brujo, adaptaciones que más tarde son incapaces de controlar. De algún modo ellos se desesperan, y continúan reinventando los mismos malos mecanismos que han de llevarlos a cuestas de sus propios excesos. El antropólogo Harvey Whitehouse (1995) ofrece una explicación de la debacle que tomó por sorpresa a los líderes del Pomio Kivung, la nueva religión de Papúa y Nueva Guinea mencionada al comienzo del capítulo 4, que (me) sugiere que algo parecido a la selección sexual desbocada asumió el poder. Los líderes respondieron a la presión de su gente —¡demuéstranos que lo dices en serio!— con versiones exageradamente infladas de las demandas y las promesas que los llevaron al poder, y que luego los condujo inevitablemente a la quiebra. Esto nos recuerda los acelerados arranques de creatividad que tienen los mentirosos patológicos cuando presienten que su desenmascaramiento es inminente. Una vez que ha convencido a las personas de que asesinen a todos los cerdos anticipándose al gran Período de las Compañías, ya no puede ir sino hacia abajo. O hacia afuera: ¡Son ellos, los infieles, la causa de toda nuestra miseria!
Hay tantas complejidades y tantas variables; ¿será que podemos tener la esperanza de que algún día lograremos formular predicciones sobre las que podamos actuar? De hecho sí, sí podemos. He aquí una, precisamente: en cada lugar donde ha florecido el terrorismo, casi todos aquellos a quienes ha atraído son hombres jóvenes que han aprendido lo suficiente respecto del mundo como para darse cuenta de que, de otro modo, sus futuros parecen desolados y aburridos (como los futuros de aquellos que fueron presa de Marjoe Gortner):
¿Dónde encontraremos una sobreabundancia de jóvenes como éstos en el futuro cercano? En muchos países, pero especialmente en China, donde las leyes draconianas que establecen que sólo se puede tener un hijo por familia —que han frenado espectacularmente la explosión poblacional (y han convertido a China en una floreciente potencia económica de perturbadora magnitud)—, han tenido el efecto secundario de crear un desequilibrio enorme entre niños y niñas. Como todo el mundo quería tener un niño (un anticuado meme que evolucionó para prosperar en un ambiente económico anterior), las niñas han sido abortadas (o asesinadas al nacer) en número creciente, de modo que en ningún lado va a haber suficientes esposas para todos. ¿Qué van a hacer todos estos jóvenes consigo mismos? Aún tenemos unos cuantos años para encontrar canales benignos hacia los cuales puedan dirigirse sus energías cargadas de hormonas.
El Congreso no sancionará ninguna ley que
establezca una religión como oficial del Estado
o que prohíba practicarla libremente, o que
coarte la libertad de palabra o de imprenta,
o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente
y para pedir al gobierno la reparación de agravios.
Primera Enmienda de la Constitución
de los Estados Unidos de América
Las tradiciones merecen ser respetadas sólo
en la medida en que sean respetables;
es decir, exactamente en la medida en que
ellas mismas respeten los derechos
fundamentales del hombre y la mujer.
Amin Maalouf, In the name of identity:
Violence and the need to belong
Alabado sea Alá por Internet. Al hacer
irrelevante la autocensura —algún otro dirá
lo que usted no diga—, la Internet se convirtió
en el lugar donde los que toman riesgos
intelectuales finalmente pudieron sentirse aliviados.
Irshad Manji, The trouble with islam[14]
El precio de la libertad es la vigilancia eterna.
Thomas Jefferson [fecha desconocida],
o Wendell Phillips [1852]
Es posible crecer muy rápido. Todos estamos obligados a sufrir la incómoda transición de la infancia a la adultez a través de la adolescencia, y algunas veces los principales cambios acaecen muy pronto, con resultados lamentables. Pero no podemos mantener la inocencia de la infancia eternamente. Es tiempo de que todos crezcamos. Debemos ayudarnos mutuamente y ser pacientes. Son las reacciones exageradas las que una y otra vez han hecho que perdamos terreno. Éste volverá si le damos un poco de tiempo al crecimiento y lo promovemos. Debemos tener fe en una sociedad abierta, en el conocimiento, en la continua presión para hacer del mundo un lugar mejor para que viva la gente, y debemos reconocer que las personas necesitan encontrar un sentido para sus vidas. La sed de búsqueda de metas y de sentido es insaciable, y si no proporcionamos caminos benignos, o que al menos no sean malignos, siempre tendremos que enfrentar religiones tóxicas.
En lugar de tratar de destruir las madrazas que cierran la mente de miles de pequeños niños musulmanes, debemos crear escuelas alternativas —para niños y niñas musulmanes—[15] que presten un mejor servicio a sus necesidades más urgentes y reales, dejando que esas escuelas compitan abiertamente con las madrazas para conseguir clientela. Pero, ¿cómo podemos esperar competir con la promesa de la salvación y las glorias del martirio? Podríamos mentir e inventar nuestras propias promesas, que jamás podrán ser cumplidas ni en esta vida ni en ninguna otra parte, o podríamos intentar algo más honesto: podríamos sugerirles que las aseveraciones de cualquier religión, obviamente, no deben tomarse al pie de la letra. Podríamos empezar a cambiar el clima de las opiniones que sostienen que la religión está por encima de toda discusión, por encima de toda crítica y de todo desafío. La publicidad engañosa es publicidad engañosa, y si comenzamos a pedirles a las organizaciones religiosas que rindan cuentas por sus declaraciones —no llevándolas a la corte, sino sencillamente indicando, con frecuencia y con un tono perfectamente objetivo, que es obvio que esas declaraciones son absurdas quizá logremos que, lentamente, se evapore la cultura de la credulidad. El dominio de la tecnología nos permite generar dudas a través de los medios masivos de información («¿Está seguro de que su aliento es fragante?» «¿Consume suficiente hierro?» «¿Qué ha hecho por usted su compañía de seguros últimamente?»), de manera que podemos pensar en aplicarlos, gentil pero firmemente, a temas que hasta ahora habían estado vedados. Dejemos que las religiones honestas prosperen debido a que sus miembros, a la manera de electores informados, obtienen lo que pretenden.
Pero también podemos lanzar campañas para ajustar aspectos específicos del panorama en el que esta competencia tiene lugar. En este panorama hay un pozo sin fondo que, en mi opinión, merece ser pavimentado: la tradición del «suelo sagrado». He aquí a Stern (2003: 88) citando a Yoel Lerner, un israelí que fue terrorista:
Tonterías, digo yo. He aquí un caso imaginario: supongamos que la Isla de la Libertad (anteriormente conocida como la Isla de Bedloe, y sobre la cual se erige la Estatua de la Libertad) resultara ser el territorio funerario de los mohawks —la tribu de Matinecock cercana a Long Island—, digamos. Y supongamos que los mohawks presentaran la demanda de que ésta debe retornar a su prístina pureza (que no se construyan casinos para el juego, pero que tampoco haya una Estatua de la Libertad; tan sólo un gran cementerio sagrado). Tonterías. Y qué vergüenza para aquel mohawk que tenga la chutzpah* (!) de envalentonar a sus bravos compañeros en la empresa. Ello no debería ser más que historia antigua —mucho menos antigua que la historia del Templo— y debería permitírsele que se alejara cortésmente hacia el pasado.
No les permitimos a las religiones declarar que sus sagradas tradiciones requieren que las personas zurdas sean esclavizadas, o que las personas que viven en Noruega sean asesinadas. De la misma manera, no podemos permitir que las religiones declaren que unos «infieles», que inocentemente han vivido sobre su «sagrado» terruño durante generaciones, no tienen ningún derecho a vivir ahí. Por supuesto, también hay hipocresía culpable en la política de construir deliberadamente nuevos asentamientos con el fin, precisamente, de crear a esos «inocentes» moradores y clausurar así de antemano cualquier declaración respecto de la existencia de moradores previos en esa tierra. Se trata de una práctica que se remonta varios siglos atrás: los españoles, que conquistaron la mayor parte del hemisferio occidental, a menudo procuraban construir sus iglesias cristianas sobre los cimientos destruidos de los templos de los pueblos indígenas. Ojos que no ven, corazón que no siente. Ninguna de las partes en estas disputas está libre de críticas. Si tan sólo pudiéramos desvalorizar toda la tradición del suelo sagrado y de su ocupación, podríamos ocuparnos de las injusticias residuales con la mente más clara.
Tal vez no acuerde conmigo en este aspecto. Está bien. Lo discutiremos abiertamente y con calma, sin apelaciones irrebatibles a lo sagrado, que no tienen lugar en esta discusión. Si vamos a continuar honrando demandas acerca del suelo sagrado, será porque, tras haber considerado todas las opciones, consideramos que éste resulta un curso de acción justo y revitalizador, y un camino para lograr la paz mejor que cualquier otro que podamos encontrar. Ninguna política que sea incapaz de pasar ese examen merece respeto.
Estas discusiones abiertas se apoyan en la seguridad que brinda una sociedad libre, y si la idea es que podamos seguir sosteniéndolas, debemos estar atentos para proteger de la subversión las instituciones y los principios de la democracia. ¿Se acuerdan del marxismo? Tomarle el pelo a los marxistas por las contradicciones en algunas de sus ideas favoritas solía ser una amarga fuente de entretenimiento. Los buenos marxistas creían que la revolución del proletariado era inevitable. Pero si era así, ¿por qué estaban tan dispuestos a sumarnos a su causa? Si en todo caso iba a ocurrir, iba a ocurrir con o sin ayuda (por supuesto que la inevitabilidad en la que creen los marxistas depende de que el movimiento crezca y de su acción política). Había marxistas que trabajaban duro para llevar a cabo la revolución, y los reconfortaba creer que a largo plazo su éxito estaba garantizado. Y algunos de ellos, los únicos que eran realmente peligrosos, creían tan firmemente en la rectitud de su causa, que pensaban que estaba permitido mentir y engañar con el fin de promoverla. Incluso les enseñaron esto a sus hijos, desde la infancia. Éstos son los «bebés de pañales rojos», los hijos de los miembros radicales del Partido Comunista de los Estados Unidos. Aún podemos encontrar a algunos de ellos infectando la atmósfera de la acción política en los círculos de izquierda, hasta el punto de molestar y frustrar en extremo a los socialistas honestos y a los demás miembros de la izquierda.
Se avecina un fenómeno similar en la derecha religiosa: la inevitabilidad del Fin de los Días, o el Rapto, o la llegada del Armagedón que separará a los bendecidos de los condenados en el día del juicio final. Durante varios milenios nos han acompañado cultos y profetas que proclaman el inminente fin del mundo; otra amarga fuente de diversión ha sido la de ridiculizarlos al día siguiente, cuando descubren que sus cálculos estaban un poco errados. Sin embargo, tal como ocurre con los marxistas, entre ellos hay algunos que trabajan duro para «apresurar lo inevitable», no meramente para anticipar el Fin de los Días con alegría en sus corazones, sino que están tomando acciones políticas para provocar las condiciones que ellos consideran que son los requisitos para dicha ocasión. Y estas personas en absoluto son divertidas. Son peligrosas, por la misma razón por la que los bebés de pañales rojos son peligrosos: ellos ponen su lealtad en su credo por delante de cualquier compromiso con la democracia, la paz, la justicia (terrenal) y la verdad. En un caso extremo, algunos de ellos están preparados para mentir, e incluso para matar, con tal de hacer lo que sea necesario para lograr lo que consideran que es la justicia celestial para los que, según consideran, son pecadores. ¿Acaso son ellos un ala extremista? No hay duda de que han perdido peligrosamente la noción de realidad, aunque es difícil saber cuántos son[16]. ¿Estarán creciendo en número? Aparentemente. ¿Están intentando ganar posiciones de poder y así influir sobre los gobiernos del mundo? Aparentemente. ¿Deberíamos saber todo acerca de este fenómeno? Ciertamente.
Cientos de páginas de Internet parecen ocuparse de este fenómeno, pero como no estoy en posición de ratificar la exactitud de ninguna de ellas, no registraré ninguna. Esto, en sí mismo, es preocupante, y constituye una excelente razón para adelantar una investigación objetiva sobre el movimiento del Fin de los Días; particularmente sobre la posible presencia de adherentes fanáticos en posiciones de poder en el gobierno y en el ejército. ¿Qué podemos hacer al respecto? Mi sugerencia es que los líderes políticos que se encuentran en la mejor posición para ser llamados a revelar esta inquietante tendencia son aquellos cuyas credenciales difícilmente serían impugnadas por quienes temen a los ateos o a los brights: los once senadores y congresistas miembros de la «Familia» (o la «Fellowship Foundation»), una organización cristiana secreta con influencia en Washington, D. C. durante décadas: los senadores* Charles Grassley (R., Iowa), Pete Domenici (R., N. Mex.), John Ensign (R., Nev.), James Inhofe (R., Okla.), Bill Nelson (D., Fia.), Conrad Burns (R., Mont.), y los representantes Jim DeMint (R., S. C), Frank Wolf (R., Va.), Joseph Pitts (R., Pa), Zach Wamp (R. Tenn.) y Bart Stupak (D., Mich.)[17]. Al igual que los líderes musulmanes no fanáticos del mundo islámico, con quienes el mundo cuenta para depurar al islamismo de los excesos tóxicos, estos cristianos no fanáticos tienen la influencia, el conocimiento y la responsabilidad de ayudar a la nación a protegerse de aquellos que traicionarían nuestra democracia en busca de sus objetivos religiosos. Dado que ciertamente no queremos revivir el macartismo en el siglo XXI, debemos abordar esta tarea con la máxima responsabilidad y franqueza, con un espíritu bipartidista, y a plena luz de la atención publica. Aunque, por supuesto, esto requerirá que rompamos el tradicional tabú en contra de indagar de manera abierta y penetrante acerca de las afiliaciones y las convicciones religiosas.
De modo que, a fin de cuentas, mi recomendación política central es que, gentil pero firmemente, eduquemos a los habitantes del mundo, de modo que puedan tomar decisiones verdaderamente informadas acerca de sus vidas[18]. La ignorancia no es algo vergonzoso; lo que es vergonzoso es imponer ignorancia. La mayoría de las personas no son culpables por su ignorancia, pero si la transmiten voluntariamente entonces sí son culpables. Es posible pensar que esto es tan obvio que difícilmente necesita ser estipulado, pero en muchos cuarteles hay una resistencia sustancial hacia ello. La gente teme ser más ignorante que sus hijos; y especialmente —por lo que parece— más que sus hijas. Tendremos que persuadirlas de que hay pocos placeres más honorables y alegres que el de ser instruido por los propios hijos. Será fascinante ver qué instituciones y qué proyectos diseñarán nuestros hijos cuando construyan sobre los cimientos que las anteriores generaciones han construido y preservado para ellos, con el fin de llevarnos con seguridad hacia el futuro.