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Moralidad y religión

1. ¿La religión nos hace morales?

Entonces Jesús contemplándolo, lo amó y le dijo:

Una cosa te falta: ve por tu camino, vende todo

lo que tengas y dáselo a los pobres, y tendrás

tesoros en el cielo; y ven: toma tu cruz y sígueme.

Marcos 10: 21

Jehová prueba al justo; pero al malvado y al que ama

la violencia los repudia en su alma. Sobre los malvados

hará llover calamidades; fuego, azufre y una terrible

tempestad serán la porción de su copa.

Salmos, 11: 5-6

Si uno cree, como yo, que en el futuro distante

el hombre será una criatura mucho más perfecta

de lo que es ahora, resulta intolerable pensar

que él y otros seres sensibles estén condenados

a la aniquilación total después de tan lento

y largo progreso. Para aquellos que admiten

la inmortalidad del alma humana, la destrucción

del mundo no parecerá tan abominable.

Charles Darwin, Life and letters

Los que no son musulmanes aman demasiado

su vida, no pueden pelear y son cobardes.

No entienden que habrá vida después de la muerte.

No puedes vivir para siempre, vas a morir. La vida

después de la muerte es para siempre. Si la vida después

de la muerte fuera un océano, la vida que vives

es sólo una gota en el océano. Por eso es muy

importante que vivas tu vida por Alá, para que

seas recompensado después de la muerte.

Un joven mujahiddin de Pakistán, citado

por Jessica Stern, Terror in the name of God

La gente buena hará cosas buenas,

y la gente mala hará cosas malas.

Pero para que la gente buena haga

cosas malas se necesita la religión.

Steven Weinberg, 1999

Muchos creen que el papel más importante de la religión es ser soporte de la moralidad al darle a la gente una razón imbatible para obrar bien: la promesa de una recompensa infinita en el cielo, y (según los gustos) la amenaza de un castigo infinito en el infierno si no lo hacen. Este raciocinio sostiene que sin la lógica divina de la zanahoria y la vara, la gente holgazanearía sin meta alguna o complacería sus deseos más bajos, rompería sus promesas, engañaría a sus esposos, descuidaría sus deberes, etc. Este razonamiento tiene dos problemas bien conocidos: 1) no parece ser cierto, lo que es una buena noticia, pues 2) comporta una visión muy degradante de la naturaleza humana.

No he descubierto evidencia alguna que sustente la afirmación según la cual las personas, sean o no religiosas, que no creen en la recompensa en el cielo y/o en el castigo en el infierno sean más propensas a matar, a violar, a robar, o a romper promesas que la gente que sí cree[1]. La población de las prisiones en los Estados Unidos muestra que los católicos, los protestantes, los judíos, los musulmanes y demás —incluidos a aquellos que no tienen afiliación religiosa están representados en la misma proporción que en la población general. Los brights y otras personas sin afiliación religiosa exhiben el mismo surtido de excelencia y degradación moral que los cristianos evangélicos renacidos. Más aun, también lo hacen los miembros de religiones que no enfatizan o que niegan activamente cualquier relación entre la conducta moral «en la tierra» y un eventual castigo o recompensa después de la muerte. Cuando se trata de «valores familiares», la evidencia disponible hasta la fecha sostiene la hipótesis de que los brights tienen la tasa más baja de divorcio en los Estados Unidos, mientras que los cristianos evangélicos renacidos tienen la más alta (Barna, 1999). Está de más decir que estos resultados provocan un choque tan fuerte con las afirmaciones estándar respecto de que las personas religiosas tienen una mayor virtud moral, que las organizaciones religiosas han promovido una considerable cantidad de investigaciones adicionales con el fin de desmentirlos. Hasta el momento no ha surgido nada demasiado sorprendente y no se ha alcanzado ningún consenso entre los investigadores. No obstante, algo de lo que sí podemos estar seguros es de que si hay una relación positiva y significativa entre el comportamiento moral y las afiliaciones, las prácticas o las creencias religiosas, ésta pronto será descubierta, dado que tantas organizaciones religiosas están ansiosas por confirmar científicamente sus creencias tradicionales al respecto. (Están bastante impresionados con el poder de la ciencia para encontrar verdades cuando éstas apoyan lo que ellos ya creen). Cada mes que transcurre sin que se produzca esta demostración aumenta la sospecha de que sencillamente no es así.

Resulta suficientemente claro por qué los creyentes querrían hallar evidencia en favor de que la creencia en el cielo y en el infierno tiene efectos benignos. Todo el mundo conoce ya la evidencia a favor de la hipótesis contraria: que la creencia en una recompensa en el cielo puede motivar actos de monstruosa maldad. No obstante, hay muchos en la comunidad religiosa que no aceptarían la demostración de que una creencia en una recompensa de Dios en el cielo o de un castigo en el infierno pueda tener alguna relevancia, pues consideran que éste es, en primer lugar, un concepto infantil de Dios, que promueve la inmadurez en lugar de fomentar un compromiso moral genuino. Como señala Mitchell Silver (en prensa), el Dios que recompensa la bondad en el cielo es notablemente parecido al héroe de la canción popular «Papá Noel viene a la ciudad»:

Como Papá Noel, Dios «sabe si estás dormido, sabe si estás despierto, sabe si has sido bueno o malo» […]. La letra sigue «entonces sé bueno por el bien de la bondad». Efectivo, pero es un solecismo lógico. Lógicamente la canción habría debido continuar «entonces sé bueno por el bien de las muñecas, los equipos electrónicos y deportivos y los demás regalos que esperas recibir pero que sólo recibirás si el justo y omnisciente Papá Noel juzga que eres digno de recibirlos». Si fueras bueno por el bien de la bondad, el omnisciente Papá Noel sería irrelevante como motivador de tu virtud.

Los filósofos de la moral —desde los días de Hume y Kant, pasando por Nietzsche, hasta llegar al presente— han estado de acuerdo en pocas cosas, pero todos han considerado esta visión de la moralidad como una suerte de trampa, una reducción al absurdo en la que sólo caerían los más incautos moralistas. Muchos pensadores religiosos están de acuerdo: es posible que una doctrina que intercambia las buenas intenciones de una persona por los deseos prudentes de una búsqueda máximamente racional de felicidad eterna gane algunas victorias de poco valor, y que atraiga a unas cuantas almas egoístas y poco imaginativas para que se comporten por un breve lapso, pero al costo de rebajar su campaña más general por la bondad. Es posible encontrar un eco de esta idea en la burla de muchos comentaristas respecto de los secuestradores de Al Qaeda del 11 de septiembre, según la cual lo que éstos se proponían era darse el lujo de terminar con setenta y dos vírgenes (cada uno) en el cielo como recompensa por su martirio[2]

Podemos rechazar este tema como fundamento de nuestra moralidad actual y seguir honrándolo porque ha jugado un papel fundador en el pasado, como una escalera que puede arrojarse una vez escalada. ¿Cómo podría funcionar esto? El economista Thomas Schelling ha señalado que «la creencia en una deidad que recompensará la bondad y castigará el mal transforma muchas situaciones, desde las subjetivas hasta las garantizadas, por lo menos en la mente del creyente» (citado en Nesse (ed.), 2001:16). Considere una situación en la que dos bandos se enfrentan con el propósito de cooperar en algo que ambos querrían, pero cada uno de ellos teme que el otro se eche para atrás ante cada acuerdo cerrado, sin que haya autoridades o partes más fuertes que lo aseguren o lo refuercen. Las promesas pueden hacerse y luego romperse, pero algunas veces pueden asegurarse. Un compromiso puede asegurarse si se autofortalece; por ejemplo, uno puede quemar los puentes que están detrás de manera de no poder escapar aun si cambia de opinión. O el acuerdo puede ser asegurado por un mayor deseo de preservar la reputación. Alguien puede tener buenas razones para cumplir su parte en un contrato, aun cuando la razón que lo llevó a firmarlo al principio haya caducado, simplemente porque su reputación también está en juego, lo que, en efecto, es un producto social valioso. O —y ésta es la idea de Schelling— una promesa hecha «ante los ojos de Dios» puede convencer a aquellos que creen en ese Dios de que ha sido creada una especie de garantía virtual, que protege a las dos partes y da a cada una la confianza para avanzar sin temer la negativa de la otra parte.

Consideremos la situación actual en Irak, donde una fuerza de seguridad debe proveer un andamiaje temporal sobre el cual construir una sociedad de trabajo en el Irak post-Saddam. En realidad, esto podría haber funcionado desde el comienzo si la fuerza hubiera sido lo suficientemente grande, adecuadamente entrenada y desplegada de manera de brindar seguridad a la gente sin tener que disparar una sola vez. Sin embargo, con fuerzas insuficientes la credibilidad de los pacificadores disminuyó, y se puso en movimiento un ciclo de violencia que se autoalimentaba, destruyendo así la confianza en la seguridad. ¿Cómo salir de esta espiral en descenso? Es difícil saberlo con certeza. Si el mundo tiene suerte, la democracia defectuosa y frágil instalada todavía puede superar sus orígenes corruptos y conducidos por la violencia, independientemente de cuan desesperanzada parezca hoy la situación. Los estados fallidos tienden a autoperpetuarse y a perpetuar la miseria de sus habitantes y la inseguridad de sus vecinos. En el pasado distante, la sola idea de un Dios supervisor a menudo habría permitido que una población, por lo demás caótica e ingobernable, se autoconvirtiera en un Estado funcional, con suficiente ley y orden para que pudieran asentarse promesas creíbles. Sólo en semejante ambiente de confianza pueden florecer la inversión, el comercio, la libre circulación y todas las cosas que damos por hechas en una sociedad que funciona. Es tan seguro que dicho meme sería tan vulnerable a colapsar si su credibilidad se viera amenazada, como que la efectividad de las fuerzas que ocupan Irak depende de su (problemática) credibilidad. La razón para incorporar cualquier mecanismo que suprimiera la duda habría sido obvia (para las fuerzas ciegas de la selección cultural, y probablemente para las mismas autoridades).

Hoy, cuando que los patrones de confianza mutua están establecidos de manera bastante segura en los estados democráticos modernos, independientemente de cualquier creencia religiosa compartida, las defensas erguidas por las religiones en contra de la duda corrosiva comienzan a parecer rudimentarias, huellas fósiles de una época pasada. No necesitamos ya al Dios Policía para generar un clima en el que podamos hacer promesas y conducir los asuntos humanos sobre la base de ellas. Empero, Él sigue vivo en los juramentos legales —y en la imaginación de muchas personas aterrorizadas ante la idea de abandonar la religión—.

Pero, en la doctrina religiosa la recompensa del cielo no es el único tema inspirador —y ciertamente no es el mejor—. El Dios que lo está observando no necesita ser visto ni como un Papá Noel que hace su lista, ni como el Gran Hermano de Orwell, sino como un héroe o un «modelo a seguir», como decimos hoy; alguien a quien emular, en lugar de temer. Si Dios es justo y misericordioso, si perdona y ama, y es el más maravilloso ser imaginable, cualquiera que ame a Dios debería querer perdonar y amar, y ser justo y misericordioso por el bien de la bondad. Difuminar estas dos visiones del rol motivacional de Dios convirtiéndolas en una sola es otra de las víctimas de las cortinas brumosas de la veneración velada, a través de las cuales inspeccionamos tradicionalmente la religión.

Aun así, podemos tener las mejores justificaciones (independientes) para no inspeccionar muy de cerca estas sutiles diferencias en las doctrinas. ¿Por qué crear disenso donde no debe haberlo? No enturbie las aguas. Comúnmente se acepta que todas las religiones suministran infraestructuras sociales para crear y mantener el trabajo moral en equipo. Tal vez su valor como organizadoras y potenciadoras de buenas intenciones pese más que cualquier déficit creado por la supuesta incoherencia que generan las contradicciones entre (algunas de) sus doctrinas. Quizás sea un tonto perfeccionismo y un acto de ineptitud moral distraernos con los conflictos menores del dogma, cuando aún hay tanto trabajo por hacer para convertir al mundo en un lugar mejor.

Esta afirmación es persuasiva, pero tiene la desventaja de socavarse a sí misma en público, pues equivale a reconocer que «siendo buenos, no somos perfectos, pero tenemos cosas más importantes para hacer que arreglar nuestros fundamentos» (una modesta admisión que choca con las tradicionales afirmaciones de pureza que las religiones encuentran tan irresistibles). Más aun, este alejamiento del absolutismo amenaza con minar la principal fuente psicológica del poder organizacional reconocido. Los guerreros religiosos de hoy pueden ser demasiado sofisticados para esperar que su Dios detenga las balas ante su pedido, pero la creencia en la rectitud absoluta de su causa puede ser un ingrediente crucial para lograr la calma con la que los soldados verdaderamente eficaces van a la batalla. Como dice William James ([1902], 1986:322):

El que no sólo dice sino que siente: «Que se haga la voluntad de Dios» se sitúa por encima de cualquier flaqueza, y la entera sucesión histórica de mártires, misioneros y reformadores religiosos no es más que una prueba de la tranquilidad del espíritu bajo circunstancias naturalmente angustiosas que conducen a la autorrendición.

Este heroico estado mental no armoniza muy bien con la modestia secular, y aunque muchos creen que es cierto que los fanáticos religiosos son los soldados más confiables, podríamos preguntarnos si, teniendo todo esto en cuenta, James (ibid.: 405-406) tiene razón cuando dice (citando a un «oficial austríaco de mente lúcida»): «Para un ejército es mucho mejor ser demasiado salvaje, demasiado cruel y demasiado bárbaro que poseer excesivo sentimentalismo y sensibilidad humana». He aquí una pregunta moralmente relevante y digna de cuidadosa investigación empírica: una fuerza armada secular, motivada principalmente por el amor a la libertad o a la democracia, no a Dios (o Alá), ¿puede mantener su credibilidad, y, por consiguiente su efectividad, con un mínimo derramamiento de sangre, contra un ejército de fanáticos? Mientras no sepamos la respuesta, nos arriesgamos a que sólo el miedo nos chantajee para que adoctrinemos a las tropas con barbarismo. Incluso realizar la investigación necesaria para responder esta pregunta tomará una combinación de coraje y sabia planificación —y tal vez una gran ayuda de la suerte—. Pero la alternativa es aun más sombría: perpetuar la mortal espiral descendente de guerras «legítimas», en las que luchan jóvenes mal guiados, enviados a sospechosas batallas por líderes que no creen realmente en los mitos que nutren a aquellos que arriesgan sus vidas. Como dice el Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov de Dostoievski, «Más allá de la tumba no hallarán nada más que la muerte. Pero guardaremos el secreto, y por su felicidad los atraeremos con la recompensa del cielo y la eternidad».

Hay un incentivo adicional para el fanático, que probablemente es —¿quién sabe?— un motivador más robusto que el prospecto de una recompensa celestial: la licencia para matar (para adaptar la atractiva fantasía de Ian Fleming acerca del estatus oficial de James Bond). Parece que algunas personas —¿quién sabe?— son sencillamente sanguinarias, o amantes de la emoción, y a medida que nuestras costumbres se van volviendo más civilizadas y opuestas a la violencia, estas personas están sumamente motivadas para hallar una causa que proporcione una justificación «moral» a sus bravuconadas, bien sea «liberando» animales de laboratorio (cuyo bienestar subsiguiente parece no motivar demasiado a los activistas), vengando a Ruby Ridge con el atentado en la ciudad de Oklahoma, asesinando médicos que practican abortos, enviando ántrax a los «malvados» empleados federales, asesinando a una persona inocente bajo el manto de la fatwa, alcanzando el martirio en la jihad, o convirtiéndose en «colonos» (armados hasta los dientes) en el Banco Occidental israelí. Es posible que la religión no sea la principal causa de este peligroso afán; el deseo inspirado por Hollywood de tener una vida de aventuras y por lo tanto «significativa» puede jugar un papel más importante para multiplicar el número de jóvenes que deciden enmarcar sus vidas en esos términos. Pero las religiones son ciertamente la fuente más prolífica de las «certezas morales» y de los «absolutos» de los que depende semejante fanatismo. Y aunque las personas que no ven todo en blanco y negro son menos aptas para encontrar excusas con el objeto de cometer actos criminales, hoy también ellas son muy propensas a ver en la devota convicción religiosa un significativo factor mitigante a la hora de adjudicar castigos. (Podemos esperar que esto cambie rápidamente si recibe suficiente atención pública. Solíamos considerar que los borrachos eran menos responsables por sus actos —después de todo, estaban demasiado borrachos como para saber lo que estaban haciendo—, pero ahora vemos a ellos, y a los cantineros que les sirvieron, como enteramente responsables. Necesitamos hacer correr la voz de que la intoxicación religiosa tampoco es una excusa).

2. ¿Es la religión lo que le da sentido a su vida?

Una marioneta de los dioses es una figura

trágica, una marioneta suspendida en sus

propios cromosomas es meramente grotesca.

Arthur Koestler, Los sonámbulos

Oh, McTavish está muerto y su hermano no lo sabe;

Su hermano está muerto y McTavish no lo sabe.

Ambos están muertos y están en la misma cama,

¡Y ninguno sabe que el otro está muerto!

Letra de la danza «La lavandera irlandesa»

De acuerdo con las encuestas, la mayoría de la gente en el mundo dice que la religión es muy importante en su vida (véase, por ejemplo, la página de Internet del Pew Research Center http://peoplepress.org). Muchos de ellos dicen que sin la religión su vida no tendría sentido. Es tentador creer sencillamente en su palabra y declarar que en ese caso realmente no hay nada más que decir —y alejarse de puntillas—. ¿Quién querría interferir con lo que da sentido a sus vidas, sea lo que sea? Pero si hacemos eso, estaremos ignorando voluntariamente algunas preguntas importantes. ¿Acaso cualquier religión puede dar sentido a las vidas de una manera que debemos respetar y honrar? ¿Qué ocurre con las personas que caen en las garras de los líderes de su culto, o que son engañadas por estafadores religiosos para que entreguen todos los ahorros de su vida? ¿Siguen teniendo sentido sus vidas aun si su «religión» particular es un fraude?

En Marjoe, el documental de 1972 acerca del falso evangelista Marjoe Gortner que mencioné en el capítulo 6, vemos personas pobres vaciando sus billeteras y sus carteras en el plato de la colecta, con sus ojos brillando con lágrimas de alegría, emocionadas porque están ganando la «salvación» de manos de este farsante carismático. La pregunta que me ha perturbado desde que vi este filme por primera vez es: ¿quién está cometiendo el acto más censurable? ¿Marjoe Gortner, que le miente a esta gente para obtener su dinero? ¿O los creadores del documental, que exponen estas mentiras (con la entusiasta complicidad de Gortner) despojando así a estas buenas personas del significado que creyeron haber hallado a sus vidas? ¿Acaso no estaban dejando de recibir lo que merecían por su dinero incluso antes de que llegaran los cineastas? Consideremos sus vidas (me imagino los detalles que no están en el documental): Sam dejó la escuela y trabaja en la estación gasolinera del cruce de caminos, esperando poder comprar una motocicleta algún día; es fan de los Dallas Cowboys y le gusta tomar algunas cervezas mientras mira los juegos por televisión. Lucille, que no se ha casado, está encargada del turno nocturno en el supermercado local y vive en la misma casa modesta donde ha vivido siempre, cuidando de su anciana madre; juntas miran las telenovelas. Ninguna oportunidad intrépida resplandece en la vida de Sam o de Lucille, o de los demás que forman parte de esta congregación extasiada, pero ellos han sido puestos en contacto directo con Jesús y ahora están salvados por toda la eternidad, pues son miembros activos en la comunidad de los cristianos evangélicos renacidos. Han dado vuelta a la página, en una ceremonia sumamente dramática; renovados y enaltecidos, se enfrentan a sus vidas, que de otra manera serían poco inspiradoras. Ahora sus vidas cuentan una historia, que es un capítulo de la Más Grande Historia Jamás Contada. ¿Es posible imaginar qué otra cosa, cuyo valor sea remotamente comparable, podrían haber comprado con esos billetes de veinte dólares que depositaron en la bandeja de la colecta?

Ciertamente, la respuesta es que podrían haber donado su dinero a una religión honesta, que de hecho utilizara sus sacrificios para ayudar a otros más necesitados. O habrían podido unirse a alguna organización secular que dispusiera de su tiempo libre, su energía y su dinero para aliviar algunos de los males del mundo. Quizá la principal razón por la que las religiones hacen la mayor parte del trabajo pesado en grandes regiones de los Estados Unidos resida en que la gente quiere ayudar a otros, y las organizaciones seculares no han logrado competir con la religión para ganar la lealtad de la gente corriente. Es importante, pero ésa es sólo la parte más fácil de la respuesta y deja intacta la parte más difícil: ¿qué debemos hacer con aquellos que —creemos que honestamente— están siendo engañados? ¿Debemos dejarlos con sus ilusiones consoladoras o hacemos sonar la alarma? Finalmente, he llegado a la conclusión tentativa de que Marjoe Gortner y sus colaboradores cineastas han llevado a cabo un gran servicio público, a pesar del dolor y la humillación que, sin duda, el documental pudo causar a muchas personas inocentes. Pero es posible que algunos detalles adicionales, o tan sólo una mayor reflexión acerca de los detalles ya conocidos, logren hacerme cambiar de opinión.

Este tipo de dilema en muy común en contextos ligeramente diferentes. ¿Se debería dar la noticia, a una dulce viejecita hospedada en un hogar de retiro, de que su hijo ha sido enviado a prisión? ¿Acaso el niño torpe de 12 años que finalmente no fue expulsado del equipo de baloncesto debería enterarse de las maniobras de sus padres, que persuadieron al entrenador para que lo mantuviera en el equipo a pesar de su falta de talento? Pese a las feroces diferencias de opinión acerca de otros asuntos morales, parece haber algo parecido al consenso en torno de que es cruel y malicioso interferir con las ilusiones que engrandecen la vida de otros —a menos que dichas ilusiones sean la causa de males mayores—. Los desacuerdos aparecen en torno a cuáles podrían ser estos males mayores —y esto ha llevado a la ruina de la justificación entera—. Muchas veces puede ser sabio esconderle secretos a alguien por su propio bien. Sin embargo, se necesita una sola persona para revelar un secreto, y dado que hay desacuerdos acerca de cuáles son los casos que requieren discreción, el resultado suele ser un desagradable miasma de mentiras, hipocresía e intentos de distracción frenéticos pero infructuosos.

¿Qué pasaría si Marjoe Gortner engañara a un conjunto de predicadores evangélicos sinceros para que hicieran el trabajo sucio por él? ¿La inocencia de éstos cambiaría la ecuación y le daría un sentido genuino a las vidas de aquellos cuyos sacrificios fomentaron? En ese caso, ¿no son todos los predicadores evangélicos tan falsos como Marjoe Gortner? Los musulmanes ciertamente lo creen así, aun cuando son demasiado discretos para expresarlo. Y los católicos creen que los judíos están igualmente engañados; y los protestantes creen que los católicos están gastando su tiempo y su energía en una religión en gran medida falsa, y así sucesivamente. ¿Todos los musulmanes? ¿Todos los católicos? ¿Todos los protestantes? ¿Todos los judíos? Claro que no. En toda fe hay minorías elocuentes que lo dicen a viva voz, como Mel Gibson, la estrella de cine católica, en una entrevista que le hizo Peter Boyer (2003) para el New Yorker. Boyer le preguntó si la salvación eterna les es negada a los protestantes:

«No hay salvación para los que están por fuera de la Iglesia», respondió Gibson. «Lo creo». Explicó: «Póngalo de esta manera. Mi esposa es una santa. Es mucho mejor persona que yo. Honestamente. Ella es como episcopal, de la Iglesia de Inglaterra. Reza, cree en Dios, conoce a Jesús, cree en esas cosas. Y no sería justo si no lo logra, ella es mejor que yo. Pero ésa es una sentencia del juez. Yo la apoyo».

Semejantes comentarios avergüenzan profundamente a dos grupos de católicos: aquellos que lo creen pero piensan que es mejor no decirlo, y aquellos que no lo creen en absoluto —sin que importe lo que «el juez» pueda sentenciar—. ¿Cuál de los grupos de católicos es más grande o más influyente? Lo desconocemos totalmente y por ahora no podemos saberlo; es parte del desagradable miasma.

Tampoco sabemos cuántos musulmanes creen realmente que todos los infieles, y en especial los kafirs (apóstatas del Islam), merecen la muerte. No obstante, esto es lo que el Corán (5:44), innegablemente, dice. Jansen (1997: 23) señala que, en el pasado, el judaísmo (véase Deuteronomio, 18: 20) y el cristianismo (véase Hechos, 3: 23) también consideraban la apostasía como una ofensa capital. No obstante, entre las religiones abrahámicas, el islamismo es la única que manifiesta esa falta de habilidad para renunciar convincentemente a esta doctrina barbárica. El Corán no encomienda explícitamente dar muerte a los apóstatas, pero la literatura hadiz (las narraciones sobre la vida del Profeta) ciertamente lo hace. Creería que es sincera la insistencia de la mayoría de los musulmanes en que debe hacerse caso omiso del mandato hadiz según el cual los apóstatas deben ser asesinados. Pero es desconcertante, por decir lo menos, que el miedo a ser visto como apóstata sea una motivación de importancia en el mundo islámico. Como dice Jansen (1997: 88-89), «no puede haber Hare Krishna, ni Baghwan, ni Cienciología, Mormonismo o Meditación Trascendental en La Meca o en El Cairo. En el mundo islámico, la renovación religiosa debe conducirse limpia de cualquier cosa que pueda implicar o sugerir apostasía». Así que los forasteros no somos los únicos que debemos adivinar. Incluso los musulmanes «en el interior» ignoran lo que los musulmanes realmente piensan sobre la apostasía —la mayoría no está preparada para arriesgar sus vidas por ello, lo que es el signo más evidente de creencia, como vimos en el capítulo 8—.

Vemos aquí otra cara del problema epistemológico con el que nos encontramos en el capítulo 8 acerca de la creencia en la creencia. Descubrimos allí que es imposible distinguir a aquellos que genuinamente creen, de aquellos que (meramente) creen en la creencia, pues las creencias en cuestión son convenientemente removidas del mundo de la acción. Vemos ahora que una de las justificaciones, independientes o no, para el enmascaramiento tan sistemático de estos credos es evitar —o por lo menos posponer— la colisión entre credos contradictorios que, de otra manera, obligaría a los devotos a comportarse de maneras más intolerantes de lo que la mayoría estaría dispuesta a comportarse hoy en día. (Siempre vale la pena recordar que no hace mucho tiempo las personas eran desterradas, torturadas e incluso ejecutadas por herejía y apostasía en los rincones más «civilizados» de la Europa cristiana).

Entonces, ¿cuál es hoy la actitud predominante entre aquellos que se hacen llamar religiosos pero que abogan vigorosamente por la tolerancia? Hay tres opciones fundamentales, que van desde la astuta y maquiavélica:

1) Como cuestión de estrategia política, el momento no es oportuno para cándidas declaraciones de superioridad religiosa. De modo que debemos acogernos al momento y dejar que los perros duerman con la esperanza de que aquellos que pertenecen a otras religiones puedan ser gentilmente persuadidos a través de los siglos.

Pasando por la verdaderamente tolerante eisenhoweriana («Nuestro gobierno no tiene sentido alguno a menos que esté fundado en una profunda convicción religiosa —y no me importa cuál sea—».);

2) Realmente no importa a qué religión jure lealtad, siempre y cuando tenga alguna religión.

Hasta la más moderada, benigna y moynihaniana desatención;

3) La religión es demasiado apreciada por muchos para pensar en descartarla, si bien no genera ningún beneficio y simplemente es un legado histórico que podemos mantener hasta que se extinga calladamente en algún momento lejano e imprevisible del futuro.

Sería inútil preguntar a las personas cuál de estas opciones elige. Dado que los dos extremos son tan poco diplomáticos, podemos predecir que la mayoría elegirían alguna versión de la tolerancia ecuménica, crean o no en ella. (Es semejante a la predecible denuncia que hizo Sir Maurice Oldfield por mi subversiva hipótesis acerca de Kim Philby).

Estamos atrapados en una trampa de hipocresía, sin que haya un camino claro para salir de ella. ¿Acaso somos como esas familias en las que los adultos actúan como si creyeran en Papá Noel por el bien de los niños, y los niños pretenden que aún creen en Papá Noel para no arruinar la diversión de los adultos? ¡Si sólo nuestro actual conflicto fuera tan inocuo y siquiera tan cómico como ése! En el mundo adulto de la religión la gente muere y mata, y mientras tanto los más moderados son intimidados hasta el silencio por la intransigencia de los radicales de su propia fe. Y muchos temen reconocer sus verdaderas creencias por miedo a romper el corazón de la abuelita, u ofender a los vecinos hasta el punto de ser expulsados del pueblo, o algo peor.

Si éste es el precioso sentido que obtienen nuestras vidas gracias a la lealtad hacia una religión u otra, en mi opinión no es tan buen negocio. ¿Es esto lo mejor que podemos hacer? ¿No es trágico que tantas personas en el mundo se vean enlistadas contra su voluntad en una conspiración de silencio, ya sea porque secretamente creen que la mayor parte de la población mundial está malgastando sus vidas en el engaño (pero son demasiado tiernos de corazón —o ladinos— para decirlo), ya sea porque secretamente creen que su propia tradición es una ilusión semejante (pero temen por su propia seguridad si lo admitieran)?

¿Qué alternativas hay? Están los moderados que reverencian la tradición en la que fueron educados, sencillamente porque es su tradición, y que están tentativamente preparados para hacer campaña por los detalles de su tradición simplemente porque, en el mercado de las ideas, alguien debe sacar la cara por cada tradición hasta que podamos discernir lo bueno de lo mejor y decidirnos por lo mejor que podamos encontrar, una vez que hayamos tenido todo en cuenta. Soy fanático de los Red Sox simplemente porque crecí en la zona de Boston y tengo buenos recuerdos de Ted Williams, Jimmy Piersall, Jackie Jansen, Cari Yastrzemski, Wade Boggs, Luis Tiant y Pudge Fish, entre otros. Mi lealtad con los Red Sox es entusiasta, pero también alegremente arbitraria y sin engaños. Los Red Sox no son mi equipo porque sean los Mejores; son «los Mejores» (ante mis ojos) porque son mi equipo. Me regodeo con la gloria de su victoria en 2004 (que fue, claramente, la Más Sorprendente e Inspiradora Saga de Resurgimiento de todos los tiempos), y si alguna vez el equipo cayera en desgracia, no sólo estaría profundamente disgustado sino también personalmente apenado —como si yo tuviera algo que ver—. Y es claro que yo tengo algo que ver; efectivamente, mi pequeña contribución personal al océano de entusiasmo y orgullo local mantiene a flote el espíritu de los jugadores (como ellos siempre insisten).

Ésta es una clase de amor, pero no es el amor furibundo que lleva a la gente a mentir, a torturar y a matar. Aquellos que se sienten culpables cuando consideran la «traición» a la tradición que aman porque reconocen su desacuerdo con ciertos elementos de ella, deberían reflexionar sobre el hecho de que la misma tradición a la que son tan leales —la tradición «eterna» que les fuera inculcada en su juventud— es de hecho el producto evolucionado de muchos ajustes, que han sido hechos, firme pero delicadamente, por anteriores amantes de esa tradición.

3. ¿Qué podemos decir acerca de los valores sagrados?

Estamos en la Tierra para hacer el bien

a los otros. Para qué están los otros, no lo sé.

W. H. Auden

Durante muchos años, a usted y a mí nos han callado

como a los niños y nos han dicho que no hay respuestas

simples para los problemas complejos que están más

allá de nuestra comprensión. Bueno, la verdad es que

hay respuestas simples. Sólo que no son fáciles.

Ronald Reagan, Discurso inaugural como

gobernador de California, enero de 1977

Si nuestro tribalismo va a dar lugar alguna

vez a una identidad moral amplia, nuestras

creencias religiosas no pueden ser protegidas

por más tiempo de la marea de cuestionamientos

y críticas genuinos. Es hora de que advirtamos

que presumir conocimiento donde sólo

tenemos una esperanza pía es una especie de mal.

Dondequiera que la convicción sea inversamente

proporcional a su justificación, allí hemos perdido

la base misma de la cooperación humana.

Sam Harris, The end of faith

Sin embargo, para llegar a adoptar una posición tan moderada como la que he propuesto es necesario aflojar un poco los absolutos, aparentemente una de las mayores atracciones de los credos religiosos. No es fácil ser moral y hoy parece hacerse cada vez más difícil. Solía ocurrir que la mayor parte de los sufrimientos del mundo —las enfermedades, las hambrunas, las guerras— excedían la capacidad que tenían las personas corrientes para aliviarlos. Nada podían hacer al respecto, y dado que «deber» implica «poder», la gente podía desconocer tranquilamente las catástrofes del otro lado del mundo —si es que estaban enterados de ellas— pues no estaba en sus manos evitarlas. Vivir de acuerdo con algunas máximas simples de aplicabilidad local garantizaba más o menos que se llevara una vida tan ética como fuera posible en el momento. Ya no es así.

Gracias a la tecnología, lo que casi cualquier persona puede hacer se ha multiplicado mil veces, pero nuestra comprensión moral acerca de lo que debemos hacer no ha mantenido el mismo ritmo (Dennett, 1986,1988). Uno puede tener un bebé de probeta, o tomar una píldora anticonceptiva de emergencia para evitar tener un hijo; uno puede satisfacer sus urgencias sexuales en la privacidad de su habitación descargando pornografía de Internet y puede copiar su música favorita gratis en lugar de comprarla; puede mantener su dinero en cuentas secretas en el exterior y comprar títulos en compañías de cigarrillos que explotan a países pobres del tercer mundo; puede instalar minas terrestres, contrabandear armas nucleares, producir gas nervioso y lanzar «bombas inteligentes» con enorme precisión. También puede disponer que cien dólares de su cuenta bancaria se utilicen mensualmente para proporcionar educación a diez niñas de un país islámico, que de otra manera no aprenderían a leer o escribir; o para favorecer a cien personas desnutridas; o para proveer cuidado médico a pacientes con SIDA en África. Puede utilizar Internet para organizar un monitoreo por parte de los ciudadanos de los peligros ambientales, o para supervisar la honestidad y el trabajo de los gobernantes —o para espiar a sus vecinos—. Entonces, ¿qué debemos hacer?

Cuando nos enfrentamos a estas preguntas verdaderamente imponderables, es completamente razonable que busquemos un pequeño conjunto de respuestas simples. H. L. Mencken dijo cínicamente: «Para cada problema complejo hay una respuesta sencilla… y está equivocada». Pero tal vez era él el que estaba equivocado. Tal vez una sola Regla de Oro, o Diez Mandamientos, o algún otro tipo de lista mínima de normas absolutamente innegociables pueda resolver todos nuestros aprietos lo suficientemente bien, una vez que sepamos cómo aplicarlo. Sin embargo, nadie negaría que está lejos de ser obvia la manera de interpretar estas reglas o principios para que se acoplen a todos nuestros dilemas. Como señala Scout Atran (2002:253), el Mandamiento «No matarás» es citado tanto por los religiosos que se oponen a la pena de muerte como por los que la proponen. El principio de la Santidad de la Vida Humana suena vigorosamente claro y absoluto: cada vida humana es igualmente sagrada e igualmente inviolable; como el rey del ajedrez, no tiene precio —excepto la «infinidad», pues perder la vida es perderlo todo—. No obstante, todos sabemos que la vida no es y no puede ser como el ajedrez. Hay multitud de «juegos» que tienen lugar al mismo tiempo e interfieren entre sí. ¿Qué debemos hacer cuando hay más de una vida humana en juego? Si cada vida es infinitamente valiosa y ninguna lo es más que otra, ¿cómo distribuiremos, por ejemplo, los escasos riñones disponibles para trasplantes? La tecnología moderna tan sólo exacerba estos asuntos, que son antiguos. Salomón enfrentó decisiones difíciles con sabiduría notable. Y toda madre que alguna vez haya tenido menos comida que la necesaria para alimentar a sus hijos (sin hablar de los hijos del vecino), ha tenido que enfrentarse a la poco práctica aplicación del principio de la Santidad de la Vida Humana.

Seguramente casi todo el mundo se ha enfrentado con algún dilema moral y ha deseado secretamente: «¡Si tan sólo alguien —alguien en quien yo confíe— pudiera decirme qué hacer!». ¿No sería esto moralmente inauténtico? ¿Acaso no somos responsables de tomar nuestras propias decisiones morales? Sí, pero las virtudes de este razonamiento moral, tipo «hágalo usted mismo», son limitadas, y si uno decide, tras una evaluación concienzuda, que su decisión moral reside en delegar las futuras decisiones morales de su vida a un experto confiable, entonces uno ha tomado una decisión moral. Ha decidido aprovechar la división de tareas que la civilización ha hecho posible y busca la ayuda de especialistas.

Aplaudimos la sabiduría de este curso de acción en todas las áreas importantes de la toma de decisiones (no sea su propio médico; el abogado que se representa a sí mismo tiene a un tonto por cliente, y así sucesivamente). Incluso en el caso de las decisiones políticas —por ejemplo, cómo votar—, la estrategia de delegación es defendible. Cuando mi esposa y yo asistimos a las reuniones de vecinos, sé que ella ha estudiado los asuntos que se le plantean a nuestra ciudad mucho más asiduamente que yo, de modo que sigo rutinariamente su ejemplo y voto como ella me dice que vote, incluso si no estoy seguro exactamente del por qué, pues tengo bastante evidencia para sustentar mi convicción de que si nos tomáramos el tiempo y la energía para discutirlo ella me convencería, tras considerar todas las posibilidades, de que su decisión es la correcta. ¿Es esto un descuido de mis deberes como ciudadano? No lo creo, pero depende de si tengo buenas razones para confiar en su juicio. El amor no es suficiente. Es por eso que las personas que tienen una fe incuestionada en la rectitud de las enseñanzas morales de su religión son un problema: si ellas mismas no han considerado concienzudamente si sus pastores, sacerdotes, rabinos o imanes son dignos de esta delegada autoridad sobre sus vidas, efectivamente están asumiendo una postura personal inmoral. Es ésta, quizá, la implicación más escandalosa de mi investigación pero no me arrepiento de ella, aunque pueda ofender a muchos que se consideran profundamente morales. Es habitual que se suponga que se actúa de manera enteramente ejemplar si se adoptan sin cuestionar las enseñanzas morales de la propia religión, porque —para decirlo sencillamente— es la palabra de Dios (según la interpretan, como siempre, los especialistas en quienes uno ha delegado la autoridad). Por el contrario, creo que deberíamos considerar que cualquier persona que profese que un punto particular de una convicción moral es indiscutible, indebatible, innegociable, sólo porque es la palabra de Dios, o porque así lo dice la Biblia, o porque «eso es lo que creen los musulmanes [hindúes, sijs… ] y yo soy un musulmán [hindú, sij… ]», hace imposible que los demás tomemos sus ideas en serio; como si se excusara de la conversación moral reconociendo, sin advertirlo, que sus propias ideas no son sostenidas racionalmente y no merecen más atención.

El argumento en favor de esta conclusión es sencillo. Supongamos que tengo un amigo, Fred, que (en mi opinión cuidadosamente considerada) siempre tiene razón. Si digo que estoy en contra de la investigación en células madre porque «mi amigo Fred dice que está mal y no hay nada más que decir al respecto», me mirará como si yo no estuviera entendiendo el meollo de la discusión. Se supone que se trata de una evaluación de razones, y yo no le he dado ninguna razón que, de buena fe, deba esperar que aprecie. Suponga que cree que la investigación en células madre está mal porque eso es lo que Dios le ha dicho. Aun si está en lo cierto —es decir, aun si Dios efectivamente existe y le ha dicho a usted personalmente que la investigación en células madre está mal—, no puede esperar razonablemente que otros que no compartan su fe ni sus experiencias acepten este argumento. Cuando asume esta posición, no está siendo razonable. El hecho de que su fe sea tan fuerte que no pueda hacer nada más (si realmente no puede hacer nada más) tan sólo muestra que es discapacitado para la persuasión moral, una suerte de robot esclavo de un meme que es incapaz de evaluar. Y si responde que puede pero que no quiere considerar razones en favor y en contra de su convicción (porque es la palabra de Dios y sería un sacrilegio siquiera considerar si puede o no estar equivocada), admite que su negativa está sometida a las condiciones mínimas de una discusión racional. De cualquier manera, sus declaraciones acerca de su visión profundamente arraigada son posturas fuera de lugar; son parte del problema, no de la solución, y los demás tendremos que pasarlas por alto lo mejor que podamos.

Adviértase que esta posición no involucra ninguna falta de respeto o prejuicio hacia la posibilidad de que Dios le ha hablado. Si Dios le ha dicho algo, parte de su problema es convencer a los demás, a quienes Dios no les ha hablado (todavía), de que es eso lo que deben creer. Si se rehúsa o es incapaz de intentarlo, en realidad está defraudando a su Dios bajo el pretexto de demostrar su amor incondicional. Puede retirarse de la discusión si debe hacerlo —está en su derecho—, pero no espere que le demos a su punto de vista ninguna fuerza particular que no podamos descubrir por otros medios —y no nos culpe si sencillamente «no lo entendemos».—.

Muchas personas profundamente religiosas han estado ansiosas por defender sus convicciones en la corte de la persuasión y la indagación razonable. Ellas no tendrán ninguna dificultad con estas observaciones —más allá de enfrentar la decisión diplomática de unirse a mí, o no, en el esfuerzo por convencer a sus menos razonables correligionarios de que con su intransigencia sólo están empeorando las cosas para su religión—. Y he aquí uno de los problemas morales más intratables con los que se enfrenta el mundo actualmente. Toda religión —con excepción de un insignificante número de cultos verdaderamente tóxicos— tiene una sana población de personas de pensamiento ecuménico ansiosas por unirse a los seguidores de otras religiones, o a la gente sin religión alguna, para considerar los dilemas morales del mundo sobre una base racional. En julio de 2004, el cuarto Parlamento de Religiones del Mundo, que tuvo lugar en Barcelona[3], reunió a miles de personas de distintas religiones para una semana de talleres, simposios, sesiones plenarias, puestas en escena y servicios de culto. Todos debían observar los mismos principios:

  1. escuchar y ser escuchado de manera que todos los oradores puedan ser oídos
  2. hablar y permitir que otros le hablen de una manera respetuosa
  3. desarrollar o profundizar el entendimiento mutuo
  4. aprender de la perspectiva de otros, reflexionar sobre las visiones propias y descubrir nuevas revelaciones [Caminos hacia la paz, Programa del Parlamento]

Había coloridos rebaños de sacerdotes y gurúes, monjas y monjes, coros y bailarines, todos vestidos con diferentes togas, todos tomados de las manos y escuchándose respetuosamente —todo muy conmovedor—. Pero estas personas bien intencionadas y resueltas son particularmente poco efectivas para lidiar con los miembros más radicales de su propia fe. En muchos casos se sienten, con razón, aterrorizadas por ellos. Hasta hoy, los musulmanes moderados han sido completamente incapaces de volver la marea de la opinión islámica en contra de los wahhabistas y de otros extremistas, y los cristianos, los judíos y los hindúes moderados han sido igualmente débiles para contrarrestar los actos y las demandas atroces provenientes de sus elementos radicales.

Es hora de que los partidarios razonables de todas las religiones encuentren el coraje y la resistencia para revertir la tradición que honra el amor incondicional a Dios, independientemente de la tradición. Lejos de ser honorable, no es ni siquiera excusable. Es vergonzoso. Y más vergonzosos aun son los sacerdotes, los rabinos, los imanes y otros expertos, cuya respuesta ante las sinceras peticiones de guía moral por parte de sus rebaños consiste en ocultar su propia incapacidad para dar las razones de sus ideas acerca de asuntos difíciles detrás de una «inequívoca» (léase «por encima de la crítica») interpretación de los textos sagrados. Una cosa es que una persona corriente y bien intencionada, con una profunda lealtad hacia una tradición religiosa, delegue la autoridad en sus líderes religiosos; otra muy distinta es que estos líderes pretendan descubrir en su tradición (gracias a su maestría) las respuestas correctas a partir de un proceso que debe basarse en la fe y que es inaccesible incluso a las críticas que se le formulan con las mejores intenciones.

Como tantas veces se hizo ya, debemos conceder que es enteramente posible que esta justificación evasiva sea enteramente independiente. En otras palabras, seguramente es posible que alguien crea con toda inocencia que su amor a Dios lo absuelve de toda responsabilidad por descifrar las razones de estos mandamientos, tan difíciles de comprender, que provienen de su amado Dios. No hace falta que hagamos acusaciones de astucia o de falta de sinceridad, pero respetar la inocencia de una persona no nos obliga a respetar su creencia. Es esto lo que deberíamos decirle a una persona así: sólo hay una manera de respetar la sustancia de cualquier edicto moral supuestamente dictaminado por Dios: considerarlo concienzudamente a la luz de la razón, utilizando toda la evidencia de que dispongamos. Ningún Dios que se contente con muestras de amor irracional es digno de adoración.

He aquí un acertijo: ¿en qué se parece su religión a una piscina? Y aquí está la respuesta: ambas son lo que en derecho se conoce como un peligro atrayente. La doctrina del peligro atrayente consiste en el principio de que la gente que da lugar en su propiedad a una situación peligrosa y seguramente muy atractiva para los niños, debe poner una señal de advertencia o tomar medidas más seguras para proteger a los niños del peligro de esa atracción. La excepción a esta norma es que no se requiere ningún cuidado particular por parte del propietario para proteger del peligro a los intrusos. El ejemplo más conocido son las piscinas que no tienen cerco, pero los viejos refrigeradores cuyas puertas no han sido remplazadas, la maquinaria o las pilas de materiales de construcción y otros objetos escalables que pueden ser un aliciente irresistible para los niños también han sido considerados peligros atrayentes. Los propietarios son considerados responsables de cualquier perjuicio causado cuando poseen objetos que puedan atraer a personas inocentes hacia el daño.

Aquellos que mantienen religiones y toman medidas para hacerlas más atractivas también deben ser considerados responsables de los daños causados a aquellas personas a las que han atraído y han cubierto con un manto de respetabilidad. Los defensores de la religión son rápidos cuando se trata de señalar que los terroristas tienen intereses políticos, no religiosos. Esto puede ser cierto en muchos casos, quizás en la mayoría de los casos, o incluso en todos, pero ése no es el fin de la discusión. Los fines políticos de los fanáticos violentos frecuentemente los llevan a adoptar un disfraz religioso, y a explotar la infraestructura organizacional y la tradición de lealtad incuestionable de cualquier religión que tengan a mano. Es cierto que estos fanáticos rara vez están guiados o inspirados por los mejores y más profundos principios de estas tradiciones religiosas. ¿Y qué? El terrorismo de Al Qaeda y de Hamas sigue siendo responsabilidad del islamismo, el bombardeo de clínicas de aborto sigue siendo responsabilidad del cristianismo, y las actividades asesinas de los extremistas hindúes siguen siendo responsabilidad del hinduismo.

Como argumenta Sam Harris en su valiente libro The end of faith (2004), hay un cruel situación de sin salida en los valiosos esfuerzos de los creyentes moderados y ecuménicos de todas las religiones: con sus buenas labores dan un tinte de protección a sus correligionarios fanáticos, quienes condenan silenciosamente su falta de prejuicios y su voluntad para cambiar, al tiempo que cosechan los beneficios de las buenas relaciones públicas que obtienen gracias a ello. En pocas palabras, los moderados de todas las religiones están siendo utilizados por los fanáticos y deberían, no sólo rechazar esta situación dentro de su religión, sino además tomar las medidas que consideren necesarias para mitigarla. Probablemente nadie más puede hacerlo. He aquí un pensamiento que puede hacernos reflexionar:

Para alcanzar una paz estable entre el islam y Occidente, el islamismo debe experimentar una transformación radical. Para que los musulmanes acepten dicha transformación, debe parecer que ella viene de los propios musulmanes. No parece una exageración decir que el destino de la civilización está, en gran medida, en manos de los musulmanes «moderados» (Harris, 2004:154).

Los musulmanes moderados deben ser considerados responsables de reformar su propia religión, pero eso significa que también debemos considerar a los cristianos, a los judíos, etc. moderados como responsables de todos los excesos de sus tradiciones. Como ha señalado George Lakoff (2004: 61), necesitamos probar a los líderes islámicos que escuchamos sus voces morales, no sólo la nuestra.

Dependemos de la buena voluntad y del coraje de los líderes islámicos moderados. Para ganarlos, debemos mostrar nuestra buena voluntad comenzando por atender seriamente a las condiciones sociales y políticas que condujeron a la desesperación.

¿Cómo podemos evitar que el manto de respetabilidad religiosa sea utilizado para acoger los excesos lunáticos? Parte de la solución podría ser considerar a la religión en general menos como una «vaca sagrada» y más como una «alternativa valiosa». Éste es el curso que, un tanto desventuradamente, hemos seguido algunos de nosotros, los brights —ateos, agnósticos, librepensadores, humanistas seculares y otros que se han liberado de las alianzas específicamente religiosas—. Nosotros, los brights, somos bastante conscientes de todo lo bueno que logran las religiones, pero preferimos canalizar nuestra caridad y nuestras obras de bien a través de organizaciones seculares, ¡precisamente porque no queremos ser cómplices del hecho de otorgarle un buen nombre a la religión! Esto mantiene limpias nuestras manos, pero no es suficiente —no más suficiente que el hecho de que dentro de la cristiandad los cristianos moderados eviten dar fondos a las organizaciones antisemitas, o que los judíos moderados circunscriban su caridad a las organizaciones que trabajan para asegurar la coexistencia pacífica entre los palestinos y los israelíes—. Es un comienzo, pero hay más trabajo por hacer: el trabajo desagradable e incluso peligroso de desantificar desde adentro el exceso en cada tradición. Cualquier persona religiosa que no está activa y públicamente involucrada en este esfuerzo está evadiendo un deber, y el hecho de que no pertenezca a una congregación o a una denominación ofensiva no es una excusa: el peligro atrayente está en el cristianismo, el islam, el judaísmo y el hinduismo (por ejemplo), no sólo en sus sectas periféricas.

Por ejemplo, cualquier culto vicioso que utilice imágenes o textos cristianos como elemento de protección debería caer pesadamente sobre la conciencia de todos los que se hacen llamar cristianos. Hasta tanto los sacerdotes, los rabinos, los imanes y sus rebaños condenen explícitamente por el nombre a los individuos y a las congregaciones peligrosos dentro de sus filas, todos son cómplices. Conozco muchos cristianos que en privado se muestran asqueados por muchas de las palabras y los actos cometidos «en nombre de Jesús». Pero las expresiones de desaprobación frente a los amigos cercanos no son suficientes. En La peligrosa idea de Darwin escribí acerca de los valientes musulmanes que se atrevieron a hablar públicamente en contra de la obscena parodia de la fatwa pronunciada sobre Salman Rushdie, autor de Los versos satánicos, que fue condenado a muerte por sus herejías, y pedí que: «Distribuyamos el peligro uniendo nuestras manos con las de ellos» (1995b: 517 II). Pero aquí hay un sin salida verdaderamente angustioso: si nosotros, los no musulmanes, unimos nuestras manos con las suyas, los señalamos ante los ojos de muchos musulmanes como «marionetas de los enemigos del islam». Sólo los que están dentro de la comunidad religiosa pueden empezar a desmantelar efectivamente esta actitud profundamente inmoral, y los multiculturalistas que nos urgen a ser suaves con ellos exacerban el problema.

4. Bendice mi alma: espiritualidad y egoísmo

El que tenga más juguetes cuando muera, gana.

Un eslogan materialista bien conocido

Sí, tenemos un alma; pero está hecha

de muchos robots diminutos.

Mi eslogan materialista[4]

Considere los dos significados enteramente diferentes de la palabra «materialista». En su sentido cotidiano más común, se refiere a alguien a quien sólo le importan las posesiones «materiales», la riqueza y sus atavíos. En su sentido científico o filosófico, se refiere a una teoría que aspira a explicar todos los fenómenos sin recurrir a nada inmaterial —como un alma cartesiana, o un «ectoplasma»— o a Dios. La negación estándar de materialista en el sentido científico es dualista, aquel que sostiene que hay dos clases de sustancias enteramente diferentes: la materia y… lo que sea de lo que se supone que están hechas las mentes. El puente que aparentemente une las dos acepciones es suficientemente obvio: si no cree que tiene un alma inmortal, tampoco cree que obtendrá una recompensa en el cielo, entonces… puede ir tras todas las cosas que pueda conseguir en este mundo material. Si le preguntáramos a la gente cuál es la negación de materialista en el sentido cotidiano, podrían conformarse con espiritual.

En el curso de mi investigación para este libro, encontré una opinión expresada de maneras ligeramente diferentes por personas que se encuentran en distintas posiciones en el espectro de las visiones religiosas: «el hombre» tiene una «profunda necesidad» de «espiritualidad»; una necesidad que, para algunos, es satisfecha por la religión tradicionalmente organizada, para otros, por movimientos, pasatiempos o cultos de la Nueva Era, y para otros por la intensa búsqueda de la música, el arte, la alfarería o el activismo ambiental —¡o el fútbol!—. Lo que me fascina de esta ansia de «espiritualidad» tan deliciosamente versátil es que la gente cree saber de qué está hablando, si bien —o quizá porque— nadie se molesta en explicar qué es lo que quiere decir exactamente. Se supone que debe ser obvio, me imagino. Pero en realidad no lo es. Cuando solicito de estas personas una explicación, suele ocurrir que se escabullen con alguna frase similar a la famosa respuesta de Louis Armstrong cuando le preguntaron qué era el jazz: «Si tiene que preguntar, nunca va a llegar a saberlo». Esto no funciona. Para poder apreciar por sí mismo cuan difícil resulta decir en qué consiste la espiritualidad, intente mejorar esta parodia, a la que llegué tras muchos encuentros frustrantes:

La espiritualidad es, usted sabe, como prestarle atención al alma o tener pensamientos profundos que verdaderamente lo muevan a uno, y no sólo pensar en quién tiene ropa más bonita, si comprar o no un auto nuevo, o en qué consistirá la cena, y cosas por el estilo. La espiritualidad consiste en preocuparse de verdad y no ser sólo, usted sabe, materialista.

De la mano de esta visión común y poco reflexiva de la espiritualidad viene un estereotipo del ateo: los ateos no tienen «valores», son despreocupados, egocéntricos, superficiales y prepotentes. Creen que lo saben todo, y sin embargo dejan de lado el espíritu. (No se puede ser una buena persona a menos que se tenga una vida espiritual).

Ahora permítanme tratar de poner mejores palabras en sus bocas. Estas personas se han percatado de uno de los mejores secretos de la vida: dejar de preocuparse. Si puede acercarse a las complejidades del mundo, tanto a sus glorias como a sus horrores, con una actitud de humilde curiosidad, y reconocer que, no importa cuan profundo lo haya visto —si acaso, apenas rasguñando la superficie—, encontrará entonces mundos dentro de mundos, bellezas que hasta entonces no había podido imaginar, y sus preocupaciones mundanas se reducirán a un tamaño adecuado, no muy importante cuando se contrastan con el gran esquema de las cosas. Mantener esa imagen atemorizante del mundo lista y a la mano, mientras uno trata de lidiar con las demandas de la vida cotidiana, no es un ejercicio sencillo, pero definitivamente vale el esfuerzo, pues si puede mantenerse centrado e interesado, encontrará que es más fácil tomar las decisiones más difíciles, las palabras adecuadas llegarán cuando las necesite, y será en realidad una mejor persona. Mi propuesta es que ése es el secreto de la espiritualidad, y no tiene nada que ver con la creencia en un alma inmortal, o en nada sobrenatural.

El psicólogo Nicholas Humphrey (1995:186), que ha explorado con alguna profundidad la relación entre la creencia en «fuerzas psíquicas» y el sentido cotidiano de la moralidad, señala que la mayor parte de las historias de fenómenos paranormales, de percepción extrasensorial y clarividencia y de charlas con parientes y amigos difuntos en sesiones de espiritismo tienen «una suerte de aura de pretenciosa superioridad moral, un rótulo de santidad, una cierta sensación de que son intocables». Y aunque muchas veces esto se debe a que las historias tocan las áreas emocionales más sensibles de las personas, él tiene otra explicación:

Esto se origina en lo que, razonablemente, puede ser uno de los más notables trucos de confianza que nos ha jugado nuestra cultura. Consiste en convencer a la gente de que hay una conexión profunda entre creer en la posibilidad de fuerzas psíquicas y ser un miembro grato, honesto, recto y confiable de la sociedad.

Humphrey (ibid.: 186-187) enuncia hábilmente esta justificación independiente:

Independientemente de que las personas hayan tenido una educación religiosa explícita, les han expuesto la idea de que alguna clase de figura paterna sobrenatural las observa y se preocupa por ellas. De allí se sigue fácilmente que el sentido de justicia y aprobación de la gente las persuada de que, si existe esta figura, no creer en ella sería sumamente ingrato —y sólo los niños malvados podrían ser tan ingratos—. Pero si los no creyentes por lo general son malvados, es natural (aunque difícilmente lógico) asumir que los creyentes por lo general son buenos. De manera que el hecho de que una persona crea o no en este padre sobrenatural se convierte en una medida de su virtud moral. […] El resultado, absurdo pero ampliamente aceptado, ha sido que todas las historias paranormales que oímos deben ser automáticamente dignas de atención y respeto.

He terminado por aceptar que este alineamiento de la virtud moral con la «espiritualidad» y de la maldad moral con el «materialismo» sólo es un hecho frustrante de la vida, tan arraigado en nuestro esquema conceptual contemporáneo que se ha convertido en una tendencia predominante contra la cual debe luchar la ciencia materialista. Nosotros, los materialistas, somos los chicos malos y cualquiera que crea en algo sobrenatural, sin que importe qué tan tonta y crédula sea la creencia particular, tiene, por lo menos, esto de su parte: «está del lado de los ángeles».

Esta frase familiar se originó, por cierto, en la Union de Oxford, una sociedad de debate de la Universidad de Oxford, en un discurso de Benjamín Disraeli pronunciado en 1864 como respuesta al desafío del darwinismo: «¿Cuál es la pregunta que con toda seguridad resulta ser la más asombrosa que se le ha planteado a la sociedad? La pregunta es ésta: ¿Es el hombre un simio o un ángel? Señor, yo estoy del lado de los ángeles». La equívoca alineación de la bondad con la negación del materialismo científico tiene una larga historia[5], pero es equívoca. No hay ninguna razón por la que el hecho de no creer en la inmaterialidad o en la inmortalidad del alma pueda hacer a una persona más despreocupada, menos moral, menos comprometida con el bienestar de todos los habitantes de la Tierra que alguien que cree en «el espíritu». ¿Pero un materialista no se preocupará únicamente por el bienestar material de la gente en la Tierra? Si eso sólo significa sus casas, automóviles, alimentos y su salud «física» —como opuesto a su salud «mental»— la respuesta es «no». Después de todo, un buen científico materialista cree que la salud mental —la salud espiritual, si se quiere— es tan física, tan material, como la salud «física». Un buen científico materialista puede estar tan preocupado por que exista bastante justicia, amor, alegría, belleza, libertad política y, sí, incluso libertad religiosa, como por que haya bastante comida y ropa, por ejemplo, pues todos ellos son bienes materiales, algunos más importantes que otros. (Pero por el bien de la bondad, intentemos dar comida y vestimenta a todos los que la necesitan tan pronto como sea posible, pues sin ellos la justicia, el arte, la música, los derechos civiles y el resto son casi una burla).

Eso debería corregir la comprensible confusión lógica. Pero también hay una concepción factual que corregir: muchas personas «profundamente espirituales» —y todo el mundo sabe esto— son crueles, arrogantes, egocéntricas y completamente despreocupadas por los problemas morales del mundo. En efecto, uno de los más nauseabundos efectos laterales de la confusión común entre la bondad moral y la «espiritualidad» es que permite a un incontable número de personas descuidar el sacrificio y las obras de bien, escondiéndose detrás de una máscara inexpresablemente sagrada (e impenetrable) de piedad y profundidad moral. No son sólo los hipócritas, aunque siempre hay muchos de ellos rondando. Hay muchos que creen sincera e inocentemente que si son serios cuando se trata de atender sus propias necesidades «espirituales», ello equivale a llevar una vida moralmente buena. Conozco muchos activistas, tanto religiosos como seculares, que acuerdan conmigo: estas personas se engañan a sí mismas. La expresión sarcástica de Auden puede sacudir nuestra fe por la obviedad del imperativo de ayudar a otros, pero ciertamente no hace nada por sugerir que el cuidado exclusivo del «alma» es cualquier cosa menos egoísta. Piénsese, por ejemplo, en aquellos monjes contemplativos, principalmente en las tradiciones cristianas y budistas, quienes, contrariamente a las monjas que trabajan en las escuelas y en los hospitales, dedican la mayor parte de sus horas de vigilia a la purificación de sus almas, y el resto a mantener el modo de vida contemplativo al que se han acostumbrado. ¿De qué modo, exactamente, son ellos moralmente superiores a las personas que dedican sus vidas a mejorar sus colecciones de estampillas o sus golpes en el golf? Me parece que lo mejor que puede decirse acerca de ellos es que se las arreglan para mantenerse alejados de los problemas, lo cual es algo.

No me hago ilusiones respecto de la dificultad que supone deshacer los siglos de presunción que tienden a mezclar «espíritu» y «bondad». Dado que el «espíritu de equipo» es obviamente bueno, ¿cómo puede ser buena la negación del «espíritu»? Incluso en la profundidad de las trincheras de la neurociencia cognitiva encuentro ecos y sombras molestos de este prejuicio, y nosotros, los materialistas «de cabeza dura», a la defensiva en contra de la especie prácticamente extinta de los dualistas «tiernos de corazón», que parecen ocupar (para las personas corrientes, por lo menos) el más alto nivel de la moralidad, sencillamente porque todavía creen en la inmaterialidad del alma. Es una batalla difícil, pero quizá mejorará cuando se pelee a plena luz del día.

¿Pero qué pasa con el ansia de espiritualidad que muchos de mis informantes consideran el principal móvil de la lealtad religiosa? La buena noticia es que la gente realmente quiere ser buena. Creyentes y brights por igual deploran el materialismo craso (en el sentido cotidiano) de la cultura popular y ansían, no sólo disfrutar de la belleza del amor genuino, sino también brindar ese gozo a otros. En el pasado, pudo haber sido cierto que para la mayoría de la gente el único camino disponible para aquella realización involucraba un compromiso con lo sobrenatural. Pero hoy hay una variedad de autopistas y caminos alternativos para considerar.

Capítulo 10. La opinión ampliamente prevalente de que la religión es el bastión de la moralidad es, a lo sumo, problemática. La idea de que la recompensa celestial es lo que motiva a la gente buena es degradante e innecesaria. La trampa de hipocresía en la que hemos caído ha puesto en peligro la idea de que quizá la religión confiere sentido a la vida. La idea de que la autoridad religiosa sustenta nuestros juicios morales es inútil en una exploración ecuménica genuina, y la supuesta relación entre la espiritualidad y la bondad moral es una ilusión.

***

Capítulo 11. La investigación descrita en este libro es sólo el comienzo. Se necesita más investigación, tanto de la historia evolutiva de la religión, como de sus fenómenos contemporáneos, en la medida en que se les planteen a las distintas disciplinas. Las preguntas más urgentes se relacionan con las maneras en que debemos manejar el exceso de educación religiosa y el reclutamiento de terroristas. Pero ellas sólo podrán ser entendidas cuando se contrasten con un trasfondo más amplio de teorías sobre la práctica y la convicción religiosa. Necesitamos asegurar nuestra sociedad democrática —punto de partida de esta investigación— contra las subversiones de aquellos que utilizarán la democracia como una escalera hacia la teocracia, para luego arrojarla. Y necesitamos difundir el conocimiento, que es el fruto de la investigación libre.