I.
¿Cuál es el hechizo a romper?

1. ¿Qué está pasando?

Y les habló muchas cosas en parábolas. Les

dijo: «Una vez salió el sembrador a sembrar.

Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo

del camino; vinieron las aves y se las comieron».

Mateo 13: 3-4

Si «la supervivencia del más apto» tiene

alguna validez como eslogan, entonces la Biblia

parece un buen candidato para el galardón

del más apto de los textos.

Hugh Pyper, «The selfish text: The Bible and memetics»

Vemos una hormiga en el prado, escalando laboriosamente una hoja de pasto, más y más alto, hasta que cae. Luego escala otra vez, y otra vez, como Sísifo empujando su roca, siempre intentando alcanzar la cima. ¿Por qué la hormiga hace eso? ¿Qué beneficio busca para sí misma en esta actividad tan fatigosa e inusual? Ésta es, justamente, la pregunta equivocada. No le produce ningún beneficio biológico. La hormiga no está tratando de obtener una mejor vista del territorio, ni está buscando alimento, ni está intentando exhibirse frente a una potencial pareja, por ejemplo. Su cerebro ha sido confiscado por un diminuto parásito, una pequeña duela (Dicrocelium dendriticum), que necesita llegar al estómago de una oveja o de una vaca con el fin de completar su ciclo reproductivo. Este pequeño gusano del cerebro conduce a la hormiga a determinada posición para beneficio de su progenie, no de la progenie de la hormiga. Éste no es un fenómeno aislado. Parásitos manipuladores similares infectan a los peces y a los ratones, entre otras especies. Estos autoestopistas hacen que sus anfitriones se comporten de modo inusual, incluso de modos suicidas, todo por el beneficio del huésped, no del anfitrión[1].

¿Acaso a los humanos les ha ocurrido alguna vez algo semejante? De hecho, sí. Con frecuencia encontramos a seres humanos que dejan de lado sus intereses personales, su salud, sus oportunidades de tener hijos, y dedican sus vidas enteras a fomentar los intereses de una idea que se ha alojado en sus cerebros. La palabra arábiga islam significa «sumisión», y todo buen musulmán da testimonio, ora cinco veces al día, da limosna, ayuna durante el mes de Ramadán y trata de cumplir con la peregrinación, o hajj, a La Meca, todo en nombre de la idea de Alá y de Mahoma, el mensajero de Alá. Por supuesto, los cristianos y los judíos actúan de modo similar, dedicando sus vidas a predicar la Palabra, haciendo inmensos sacrificios, sufriendo con coraje, arriesgando sus vidas por una idea. Así también los sijs, los hindúes y los budistas. Y no hay que olvidar a los miles de humanistas seculares que han dado sus vidas por la Democracia, o la Justicia, o simplemente la Verdad. Hay muchas ideas por las que vale la pena morir.

Nuestra capacidad para dedicar nuestras vidas a algo que consideramos más importante que nuestro propio bienestar personal —más importante incluso que nuestro imperativo biológico de engendrar descendencia— es una de las cosas que nos diferencian del resto de los animales. Es posible que la madre de un oso defienda con coraje un pedazo de comida y que ferozmente proteja a su osezno, o incluso su guarida vacía, pero probablemente más gente ha muerto en el valiente intento por proteger textos y lugares sagrados que en el intento por resguardar sus provisiones de alimento, o a sus hijos y sus hogares. Al igual que otros animales, tenemos incorporado el deseo de reproducirnos y de hacer casi cualquier cosa que sea necesaria para conseguirlo, pero también tenemos credos y la capacidad de trascender nuestros imperativos genéticos. Si bien esto nos hace diferentes, en sí mismo no es más que un hecho biológico, visible para la ciencia natural, y que requiere de una explicación desde la ciencia natural. ¿Cómo fue posible que los individuos de una sola especie, el Homo sapiens, llegaran a poseer tan extraordinaria perspectiva sobre sus propias vidas?

Casi nadie diría que lo más importante en la vida es tener más nietos que los que tienen nuestros rivales. No obstante, éste es, por defecto, el summum bonum de todos los animales salvajes. No conocen otra alternativa. Tampoco pueden. Simplemente, son animales. Aunque existe, al parecer, una interesante excepción: el perro. ¿Acaso no puede, «el mejor amigo del hombre», exhibir una devoción que claramente rivaliza con la de su amigo humano? ¿No llegaría incluso a morir, si fuera necesario, por proteger a su amo? Sí. De hecho, no es mera coincidencia que este rasgo tan admirable se encuentre en las especies domésticas. Los perros de hoy son descendientes de los perros que nuestros ancestros amaron y admiraron en el pasado; sin siquiera intentar criarlos para que fueran leales, se las arreglaron para lograrlo, sacando así a relucir lo mejor (tanto para ellos como para nosotros) de nuestros compañeros animales[2]. ¿Acaso inconscientemente copiamos esta devoción por un amo en nuestra propia devoción a Dios? ¿Formábamos acaso perros a nuestra imagen y semejanza? Quizá. Pero entonces, ¿de dónde obtuvimos nuestra devoción a Dios?

La comparación con la que comencé —entre un gusano parásito invadiendo el cerebro de una hormiga y una idea invadiendo un cerebro humano— probablemente parezca traída por los pelos y hasta extravagante. A diferencia de los gusanos, las ideas no están vivas y no invaden cerebros; son creadas por mentes. Aunque ciertas, ninguna de estas objeciones es tan contundente como puede parecer a primera vista. Las ideas no están vivas, no pueden ver hacia dónde van y, aun si pudieran ver, no tienen extremidades con las cuales conducir un cerebro anfitrión. Cierto, pero una pequeña duela tampoco es un brillante científico. En realidad, no es más inteligente que una zanahoria. Ni siquiera tiene un cerebro. Lo único que tiene es la buena fortuna de haber sido dotada de características que afectan a los cerebros de las hormigas de este modo tan útil, cuando quiera que entre en contacto con ellos. (Estos rasgos son como las manchas en forma de ojo en las alas de las mariposas, que algunas veces engañan a los pájaros depredadores haciéndoles creer que un animal de mayor tamaño los está observando. Los pájaros se alejan asustados, pero aunque las mariposas se benefician, no son más sabias por ello). Si fuera diseñada adecuadamente, una idea inerte podría tener un efecto benéfico sobre el cerebro ¡sin siquiera saber que lo estaba llevando a cabo! Y si así lo hiciere, podría prosperar precisamente por haber tenido tal diseño.

La comparación entre la Palabra de Dios y una pequeña duela es perturbadora, pero la idea de comparar una idea con un objeto vivo no es nueva. Tengo frente a mí una partitura, escrita sobre un pergamino a mediados del siglo XVI, que encontré hace cincuenta años en un puesto de libros en París. El texto (en latín) narra la moraleja de la parábola del Sembrador (Mateo 13): Semen est verbum Dei; sator autem Christus. La Palabra de Dios es la semilla, y el sembrador de la semilla es Cristo. Al parecer, estas semillas se enraízan en los seres humanos individuales, haciendo que ellos las propaguen por doquier (y, a cambio, los humanos anfitriones obtendrían la vida eterna: eum qui audit manebit in eternum).

¿Cómo crean las mentes las ideas? Es posible que sea por inspiración milagrosa, o quizá por medios más naturales, pero, como quiera que sea, las ideas se propagan de mente en mente, sobreviviendo a traducciones entre distintos lenguajes, viajando como polizones en canciones, iconos, estatuas y rituales, reuniéndose de nuevo en extrañas combinaciones en el interior de las cabezas de ciertas personas, donde dan lugar a nuevas «creaciones», que, si bien comparten un rasgo de familia con las ideas que las inspiraron, adquieren nuevas características y nuevos poderes a medida que viajan. Y quizás alguna de estas «locas» ideas que invadió inicialmente nuestras mentes haya engendrado descendientes que han sido domesticados y domados, en nuestro intento por convertirnos en sus amos, o al menos en sus guardianes, sus pastores. ¿Cuáles son los ancestros de las ideas domesticadas que proliferan hoy? ¿Dónde se originaron y por qué? Una vez que nuestros ancestros se dieron a la tarea de difundir dichas ideas, no sólo acogiéndolas sino también abrigándolas, ¿cómo pudo esta creencia en la creencia transformar las ideas que estaban difundiéndose?

Las grandes ideas de la religión han mantenido a los seres humanos cautivados durante miles de años, mucho más que el tiempo registrado por la historia, aunque no más que un pequeño instante en el tiempo biológico. Si queremos entender la naturaleza de la religión hoy como un fenómeno natural, debemos atender no sólo a lo que ella es actualmente, sino a lo que solía ser. La explicación de los orígenes de la religión, que proporciono en los siguientes siete capítulos, nos proveerá de una nueva perspectiva, desde la cual, en los últimos tres capítulos, podremos considerar lo que la religión es hoy día y por qué significa tanto para tantas personas, así como aquello en lo que éstas puedan haber errado o acertado al intentar comprenderse a sí mismas en cuanto personas religiosas. Entonces lograremos ver mejor hacia dónde podría estar dirigiéndose la religión en un futuro cercano, nuestro futuro en este planeta. No puedo pensar en investigar ningún tema más importante que éste.

2. Una definición provisional de religión

Hay filósofos que entienden el significado

de ciertas palabras hasta que apenas conservan

algo de su sentido originario; llaman «Dios»

a cualquier nebulosa abstracción que ellos

mismos se forjaron, y entonces se presentan

ante el mundo como deístas, creyentes

en Dios, y pueden gloriarse de haber discernido

un concepto superior, más puro, de Él, aunque

su Dios sea apenas una sombra sin sustancia

y haya dejado de ser la poderosa

personalidad de la doctrina religiosa.

Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión*

¿Cómo puedo definir la religión? No sólo importa cómo la defina, dado que pienso examinar y discutir fenómenos adyacentes que (probablemente) no son religiones —como la espiritualidad, el compromiso con organizaciones seculares, la devoción fanática de los grupos étnicos (o de los equipos deportivos), la superstición, etc.—. De modo que dondequiera que «trace la raya», en todo caso ya la habré cruzado. Como se verá, lo que usualmente llamamos religiones son compuestos de una variedad de fenómenos bastante distintos, que aparecen en distintas circunstancias y que tienen diferentes implicaciones, y que forman una vaga familia de fenómenos, y no una «clase natural», como los elementos químicos o las especies.

¿Cuál es la esencia de la religión? Esta pregunta debe considerarse con una cuota de desconfianza. Incluso si existe una profunda e importante afinidad entre varias de ellas, tal vez entre la mayor parte de las religiones del mundo, sin duda existen variantes que, aunque comparten algunas características típicas, carecerán de una u otra característica «esencial». Con el avance de la biología evolutiva durante el último siglo, gradualmente llegamos a apreciar las profundas razones que existen para agrupar a los organismos vivos del modo en que lo hacemos; hoy sabemos que las esponjas son animales, que los pájaros están más relacionados con los dinosaurios de lo que lo están las ranas, y que todavía se descubren muchas nuevas sorpresas cada año. De modo que debemos esperar —y tolerar— algunas dificultades que puedan aparecer en nuestro intento por alcanzar una definición a prueba de contraejemplos de algo tan diverso y complejo como lo es la religión. Los tiburones y los delfines se parecen mucho y se comportan de modos muy similares, pero sin embargo no son en absoluto el mismo tipo de cosa. Quizás una vez que hayamos comprendido mejor todo el campo, podremos ver que el budismo y el islamismo, a pesar de sus grandes similitudes, merecen ser considerados como dos especies enteramente diferentes de fenómenos culturales. Podemos comenzar con el sentido común y la tradición, y considerar a ambos como si fueran religiones; sin embargo, no debemos cegarnos a nosotros mismos frente a la posibilidad de que nuestras discriminaciones iniciales tengan que ser ajustadas a medida que sabemos más. ¿Por qué es más fundamental amamantar a los hijos que vivir en el océano? ¿Por qué es más fundamental tener espina dorsal que tener alas? Puede parecer obvio ahora, pero no lo fue al comienzo de la biología.

En el Reino Unido, la legislación sobre la crueldad con los animales traza una importante línea moral entre los animales vertebrados e invertebrados: por lo que concierne a la ley, se puede hacer lo que se desee a un gusano vivo, a una mosca o a un langostino, pero no a un pájaro vivo, a una rana o a un ratón. Parecería ser un muy buen lugar para trazar la línea divisoria. Sin embargo, las leyes pueden ser rectificadas, como ocurrió con ésta. El caso es que los cefalópodos —como los pulpos, los calamares y las sepias— fueron recientemente nombrados vertebrados honorarios, debido a la impresionante sofisticación de sus sistemas nerviosos, muy distintos a los de sus cercanos primos moluscos, las almejas y las ostras. Me parece que éste es un ajuste político inteligente, dado que las similitudes que la ley y la moralidad toman en cuenta no tienen por qué alinearse perfectamente con los profundos principios de la biología.

Quizá nos encontremos con que en el intento por trazar una frontera entre la religión y sus vecinos más cercanos entre los fenómenos culturales es preciso enfrentar problemas similares, aunque más fastidiosos. Por ejemplo, dado que la ley (en los Estados Unidos, al menos) singulariza las religiones otorgándoles un estatuto especial, el hecho de declarar que algo que había sido considerado como una religión resulta ser, en realidad, una cosa distinta, está destinado a causar más que un mero interés académico en aquellos que se encuentren involucrados. La Wicca (brujería) y otros fenómenos de la Nueva Era han sido promovidos como religiones por sus adeptos, precisamente con el fin de elevarlos al estatuto legal y social del que tradicionalmente las religiones han gozado. Y, en dirección opuesta, hay quienes sostienen que la biología evolutiva es en realidad «sólo otra religión» y que, por tanto, sus doctrinas no tienen lugar en el currículo de las escuelas públicas. Desde la protección legal, el honor y el prestigio, hasta la tradicional exención de ciertos tipos de análisis y críticas, en realidad es mucho lo que depende de cómo se defina la religión. Entonces, ¿cómo debemos manejar este delicado asunto?

Tentativamente, propongo definir las religiones como sistemas sociales cuyos participantes manifiestan creencias en agentes sobrenaturales o en agentes cuya aprobación ha de buscarse. Ésta, por supuesto, es una rebuscada manera de articular la idea de que la religión sin Dios o sin dioses es como un vertebrado sin espina dorsal[3].

Algunas de las razones en favor de esta circunlocución lingüística son bastante obvias; otras emergerán con el tiempo, y hay que tomar nota de que esta definición está sujeta a revisión, que es sólo un punto de partida, no algo grabado en piedra que ha de ser defendido hasta la muerte. De acuerdo con esta definición, un fervoroso club de fanáticos de Elvis Presley no es una religión; a pesar de que sus miembros puedan, en un sentido bastante obvio, adorar a Elvis, no lo consideran un ser literalmente sobrenatural, sino simplemente un ser humano que fue particularmente genial. (Y si algún club de fanáticos decide que Elvis es verdaderamente inmortal y divino, entonces estarán en camino de comenzar una nueva religión). Un agente sobrenatural no necesita ser demasiado antropomórfico. El Jehová del Antiguo Testamento es sin duda una especie de hombre (no de mujer) divino, que ve con los ojos, oye con los oídos y habla y actúa en tiempo real. (Dios esperó a ver lo que Job haría, y entonces le habló a él). Muchos cristianos, judíos y musulmanes contemporáneos insisten en que, por el hecho de ser omnisciente, Dios, o Alá, no requiere de órganos de los sentidos y que, por el hecho de ser eterno, no actúa en tiempo real. Esto es realmente enigmático, dado que muchos de ellos continúan rezándole a Dios, no sólo con la esperanza de que Él responda a sus plegarias al día siguiente, sino también para expresarle gratitud por haber creado el universo, y suelen utilizar muchas locuciones del estilo de «lo que Dios quiere que hagamos» y «Dios es misericordioso», actos que parecen hallarse en total contradicción con su insistencia en que Dios no es de ningún modo antropomórfico. De acuerdo con una tradición ya duradera, esta tensión entre un Dios como agente y un Dios como un Ser eterno e inmutable es una de esas cosas que simplemente están más allá de la comprensión humana, y que sería tonto y arrogante tratar de comprender. Así es como debe ser; y aunque este tema será tratado luego más cuidadosamente en mi libro, no podremos proceder con mi definición de religión (o con cualquiera, en realidad) hasta que (tentativamente, y con la posibilidad de una posterior clarificación) tengamos un poco más de claridad sobre el espectro de perspectivas discernibles a través de esta pía niebla de modesta incomprensión. Antes de decidir cómo han de clasificarse las doctrinas que estas personas adoptan, debemos ir más allá con nuestra interpretación.

Para algunas personas, orar no es literalmente hablar con Dios sino, más bien, una actividad «simbólica», una manera de hablar con uno mismo acerca de nuestras más profundas preocupaciones, en un sentido metafórico. Algo así como empezar una anotación en el diario diciendo «Querido diario». Si lo que ellas llaman Dios no es a sus ojos realmente un agente, un ser que pueda responder a sus plegarias, aprobar o desaprobar, recibir sacrificios y distribuir castigos y perdones, entonces, a pesar de que llamen Dios a este ser, y de que se sientan sobrecogidos ante él (no a Él), de acuerdo con mi definición, su credo, cualquiera que sea, no es realmente una religión. Tal vez sea un magnífico (o terrible) sustituto de la religión, o de una religión anterior, un descendiente de una religión genuina que comparte muchos rasgos de familia con la religión, pero que en sí constituye una especie totalmente distinta[4]. Con el fin de aclarar qué son las religiones, habrá que admitir que algunas religiones pueden haberse convertido en cosas que ya no cuentan como religiones. Ciertamente, esto ocurrió con algunas prácticas y tradiciones que solían ser parte de religiones genuinas. Los rituales de la fiesta de las brujas (Halloween) ya no son rituales religiosos, al menos en América del Norte. Las personas que realizan grandes esfuerzos y gastos para participar en ellos no están, por ese hecho, practicando una religión, aun cuando sus actividades puedan localizarse claramente en la línea de descendientes de prácticas religiosas. La creencia en Papá Noel también ha perdido su estatuto como creencia religiosa.

Para otros, la oración es realmente hablar con Dios, quien (y no aquello que) realmente escucha y perdona. De acuerdo con mi definición, su credo es una religión siempre y cuando no conformen una congregación con un solo miembro, sino que formen parte de un sistema social mucho mayor. En este sentido, mi definición se opone profundamente a la de William James ([1902], 1986: 44)[5] quien definió la religión como «los sentimientos, los actos y las experiencias de hombres particulares en soledad, en la medida en que se ejercitan en mantener una relación con lo que consideran la divinidad». Él no tendría ninguna dificultad en identificar a un creyente solitario como si fuera una persona con una religión; aparentemente, él mismo era un creyente de este estilo. El interés central en la experiencia religiosa individual y privada fue una elección táctica por parte de James. Pensó que los credos, los rituales, los atavíos y las jerarquías políticas de la religión «organizada» desviaban nuestra atención de la raíz del fenómeno, y si bien este camino táctico produjo maravillosos frutos, lo cierto es que James difícilmente podría negar que aquellos factores sociales y culturales afectaran inmensamente al contenido y a la estructura de la experiencia individual. Hoy día existen muchas razones para reemplazar el microscopio psicológico de James por un telescopio gran angular biológico y social, que permita observar los factores que moldean las experiencias y las acciones de las personas religiosas a lo largo de amplias extensiones, ya sea espaciales o temporales.

Y así como James difícilmente podría negar estos factores sociales y culturales, difícilmente podría negar yo la existencia de individuos que sincera y devotamente se consideran los comulgantes solitarios de lo que podríamos llamar «religiones privadas». De manera típica, estas personas han tenido una considerable experiencia con una o más de las religiones del mundo, y han decidido luego no ser uno de sus partidarios. Como no quiero ignorarlas, y me enfrento con la necesidad de distinguirlas de las (muchísimo más) típicas personas religiosas que se identifican a sí mismas con un credo o con una iglesia particular de miembros mucho más numerosos, voy a llamarlas personas espirituales, no religiosas. Si se quiere, son vertebrados honorarios.

Hay muchas otras variantes que consideraremos a su debido tiempo. Por ejemplo, las personas que rezan y creen en la eficacia de sus plegarias, pero que no creen que esta eficacia haya sido canalizada a través de un Dios agente que escucha literalmente sus oraciones. Quiero, sin embargo, posponer las consideraciones relativas a todos estos asuntos hasta que logremos mayor claridad respecto de dónde surgen estas doctrinas. De acuerdo con lo que propongo, el fenómeno central de la religión invoca dioses que son agentes efectivos en tiempo real, y que juegan un rol central en la manera en que los participantes piensan acerca de lo que deben hacer. Estoy usando aquí la evasiva palabra «invocar» porque, como veremos en un capítulo posterior, la palabra estándar «creer» tiende a distorsionar y a camuflar algunas de las características más interesantes de la religión. Para ponerlo en un tono provocativo: la creencia religiosa no siempre es una creencia. Ahora bien, ¿por qué debe buscarse la aprobación de uno o varios agentes sobrenaturales? Esta cláusula se incluye para distinguir a la religión de varias clases de «magia negra». Hay personas —muy pocas, eso sí, aunque algunas jugosas leyendas urbanas acerca de cultos satánicos podrían hacernos cambiar de opinión— que se consideran capaces de comandar demonios con los que forman una especie de alianza profana. Aunque estos sistemas sociales (apenas existentes) se encuentran en la frontera con la religión, considero que es apropiado dejarlos afuera, dado que nuestras intuiciones se repliegan ante la idea de que las personas que se involucran en este tipo de disparates merecen el estatuto especial del devoto. Lo que aparentemente fundamenta el difundido respeto que se tiene por todas las religiones es la sensación de que las personas religiosas son bien intencionadas, que tratan de llevar vidas moralmente buenas, que son serias en su deseo de no hacer el mal y que hacen enmiendas por sus transgresiones. Alguien que sea tan egoísta y tan crédulo como para hacer un pacto con malvados agentes sobrenaturales con el fin de salirse con la suya en el mundo vive en realidad en un supersticioso mundo de tira cómica y, por tanto, no merece tal respeto[6].

3. Romper o no romper

La ciencia es como un imprudente

chismoso que arruina la película

al contarte cómo termina.

Ned Flanders [personaje

ficticio de Los Simpsons]

Imagine que está en un concierto, anonadado y sin aliento, escuchando a sus músicos favoritos en su gira de despedida; la suave música lo levanta y lo eleva hacia algún lugar remoto… y, de pronto, ¡el celular de alguien comienza a sonar! Se rompe el hechizo. Horrible, vil, inexcusable. Ese desconsiderado pelmazo le ha arruinado el concierto, le ha robado ese hermoso momento que nunca podrá ser recuperado. ¡Qué bajo se cae cuando se rompe el hechizo en que alguien se encuentra! No quiero ser la persona del teléfono celular, y soy bien consciente de que quizá muchos piensen que, precisamente, estoy cortejando a este destino al embarcarme en este libro.

El problema es que hay tanto buenos hechizos como malos hechizos. ¡Si tan sólo una oportuna llamada telefónica hubiera interrumpido la sesión en Jonestown, Guyana, en 1978, cuando el lunático Jim Jones les ordenaba cometer suicidio a sus cientos de seguidores encantados! ¡Si tan sólo hubiéramos podido romper el hechizo que sedujo a los miembros del culto japonés de Aum Shinrikyo a liberar gas sarín en el metro de Tokio, acabando con la vida de docenas de personas e hiriendo a miles más! ¡Si tan sólo pudiéramos encontrar hoy alguna manera de romper el hechizo que induce a miles de pobres niños musulmanes a ingresar en fanáticas madrazas donde son preparados para una vida de sanguinario martirio, en lugar de que se les enseñe acerca del mundo moderno, acerca de la democracia y de la ciencia! ¡Si tan sólo pudiéramos romper el hechizo que convence a algunos de nuestros conciudadanos de aceptar ser comandados por Dios para detonar bombas en clínicas donde se practican abortos!

Pero los cultos religiosos y los fanáticos políticos no son los únicos que conjuran malignos hechizos hoy día. Piensen en los adictos a las drogas, al juego, al alcohol o a la pornografía infantil. Necesitan toda la ayuda que sean capaces de obtener. Además, dudo de que alguien esté dispuesto a arropar con una manta de protección a estos pobres encantados, mientras nos reprende diciendo: «¡Chitón! Silencio. ¡No hay que romper el hechizo!». Es posible que el mejor modo de romper estos malignos hechizos sea transformando el encantamiento en un buen hechizo, un hechizo de dios, un evangelio[7]. Quizá sea posible, pero quizá no lo sea. Debemos tratar de descubrirlo. Quizá, mientras lo hacemos, también deberíamos preguntarnos si el mundo sería un mejor lugar en caso de que pudiéramos curar a los adictos al trabajo con tan sólo hacer sonar los dedos. Pero estoy entrando en aguas controvertidas. Muchos adictos al trabajo dirían que la suya es una adicción benigna, que es útil para la sociedad y para sus seres amados, y que, además —insistirían— tienen todo el derecho, en esta sociedad libre, de seguir los designios de sus corazones, en tanto no hagan daño a nadie más. El principio es inexpugnable: los demás no tenemos derecho a entrometernos en sus prácticas privadas en tanto estemos seguros de que no están haciendo daño a otros. Sin embargo, se hace cada vez más y más difícil estar seguros de cuándo está ocurriendo tal cosa.

La gente se vuelve dependiente de muchas cosas. Algunos piensan que no pueden vivir sin el periódico matutino y la prensa libre, mientras que otros piensan que no pueden vivir sin cigarrillos. Algunos piensan que la vida sin música no vale la pena de ser vivida, mientras que otros piensan que una vida sin religión es la que no vale la pena vivir. ¿Son éstas adicciones? ¿O son, más bien, necesidades genuinas que deberíamos buscar preservar, casi a cualquier costo?

Eventualmente, deberemos llegar a preguntas que conciernen a nuestros valores fundamentales, a las que ninguna investigación fáctica podrá dar respuesta. En su lugar, no podemos hacer más que sentarnos y razonar juntos, en un proceso político de persuasión mutua y de educación que bien podríamos tratar de llevar a cabo con buena fe. No obstante, para poder hacerlo, no sólo tenemos que saber entre qué cosas estamos eligiendo, sino que debemos tener claras las razones que pueden esgrimirse tanto en favor como en contra de las diferentes visiones de los participantes. Aquellos que se rehúsan a participar (porque ya conocen las respuestas en el fondo de sus corazones) son, desde el punto de vista del resto de nosotros, parte del problema. En lugar de convertirse en partícipes de nuestro esfuerzo democrático por encontrar acuerdos entre nuestros congéneres humanos, terminan incluyéndose en el inventario de obstáculos contra los que, de un modo u otro, hay que lidiar. Al igual que con el fenómeno de El Niño y el del calentamiento global, no vale la pena tratar de razonar con ellos; no obstante, no nos faltan razones para decidir estudiarlos asiduamente, les guste o no. Quizá decidan cambiar de opinión y reincorporarse a nuestra congregación política, colaborando con nosotros, además, en la exploración de los fundamentos de sus actitudes y sus prácticas. Sin embargo, independientemente de que lo hagan o no, al resto de nosotros nos concierne aprender todo lo posible acerca de ellos, dado que están poniendo en riesgo lo que más apreciamos.

Es hora de que sometamos a la religión, como un fenómeno global, a la más intensiva investigación interdisciplinaria concebible, convocando además a las mejores mentes del planeta. ¿Por qué? Porque la religión es demasiado importante para nosotros como para que permanezcamos en la ignorancia respecto de ella. No sólo afecta a nuestros conflictos sociales, políticos y económicos, sino también al significado mismo que damos a nuestras vidas. Para mucha gente, probablemente para la mayoría de las personas en el planeta Tierra, nada importa más que la religión. Precisamente por esta razón es imperativo que aprendamos tanto como nos sea posible acerca de ella. Ése es, en pocas palabras, el argumento de este libro.

***

Pero, ¿acaso un examen tan exhaustivo e invasor no dañaría el fenómeno mismo? ¿No rompería el hechizo? Es una buena pregunta, y la verdad es que no conozco la respuesta. Nadie conoce la respuesta. Por eso es que formulo la pregunta: para explorarla cuidadosamente en lo que sigue, de modo tal que, primero, no nos precipitemos sin pensarlo en empresas que sería mejor no perseguir y, segundo, para que nos cuidemos de ocultarnos hechos que podrían guiarnos hacia la consecución de mejores vidas para todos. Las personas de este planeta se enfrentan con un terrible conjunto de problemas —pobreza, hambre, enfermedades, opresión, la violencia de las guerras y del crimen, entre muchos otros— pese a que en el siglo XXI tenemos poderes inigualables para hacer algo al respecto. La pregunta es: ¿qué debemos hacer?

Las buenas intenciones no son suficientes. Si algo aprendimos en el siglo XX es esto: que cometemos errores colosales con las mejores intenciones. En las primeras décadas del siglo pasado, a muchos millones de personas pensantes y bien intencionadas les pareció que el comunismo era una solución bonita, e incluso obvia, a las terribles injusticias de las que todos eran testigos. Pero se equivocaron. Y fue un error obscenamente costoso. La Ley Seca también parecía una buena solución en su momento, no sólo para los mojigatos sedientos de poder que querían imponer sus gustos a sus conciudadanos, sino también para las muchas personas decentes que presenciaron el escabroso número de víctimas del alcoholismo y que consideraron que sólo podría ser suficiente nada menos que la total prohibición. Ellos también se equivocaron, y aún no nos hemos repuesto de todos los malos efectos que desencadenó esta bien intencionada política. No hace tanto tiempo, hubo una época en la que la idea de mantener a los blancos y a los negros en comunidades separadas, con servicios separados, fue considerada, por muchas personas sinceras, como una solución razonable para los apremiantes problemas de rivalidad interracial. Se necesitó del movimiento de derechos civiles en los Estados Unidos, y de la dolorosa y humillante experiencia del apartheid y de su eventual desmantelamiento en Sudáfrica, para demostrar cuan equivocadas estaban estas bien intencionadas personas al haber creído alguna vez tal cosa. «¡Qué vergüenza!», podríamos decir. Debieron haber sabido que se equivocaban. Eso es exactamente a lo que me refiero. Podemos llegar a saber que nos equivocamos si nos esforzamos al máximo en darnos cuenta, pues simplemente no tenemos excusa para no tratar de hacerlo. ¿O sí? ¿Existirán algunos temas vedados, sin que importen las consecuencias?

Hoy día, millones de personas oran por la paz, y no me sorprendería que la gran mayoría crea, de todo corazón, que el mejor camino a seguir para alcanzar la paz en el mundo es el camino que corre a través de su institución religiosa particular, sea ésta el cristianismo, el judaísmo, el islamismo, el hinduismo, el budismo, o cualquiera de los cientos de sistemas religiosos que existen. De hecho, muchas personas piensan que la mejor esperanza de la humanidad consiste en que seamos capaces de reunir todas las religiones del mundo en una conversación de mutuo respeto, para llegar así a un acuerdo definitivo sobre cómo debemos tratarnos los unos a los otros. Quizás estén en lo cierto, pero no lo saben. El fervor de su creencia no sustituye la fortaleza de la evidencia, y la evidencia en favor de esta hermosa esperanza está lejos de ser abrumadora. En realidad, ni siquiera es persuasiva, pues, aparentemente, la misma cantidad de gente cree sinceramente que la paz mundial es menos importante que el triunfo global de su religión particular, no sólo a corto sino también a largo plazo. Algunos consideran la religión como la mejor esperanza para lograr la paz, un bote salvavidas al que más le vale no encallar, so pena de que sea necesario darle la vuelta provocando la muerte de todos. Otros toman la identificación religiosa como la fuente principal del conflicto y de la violencia en el mundo, y creen, de modo igualmente fervoroso, que la convicción religiosa es un sustituto terrible para el sosegado razonamiento instruido. Ambos caminos están pavimentados con las mismas buenas intenciones.

¿Quién está en lo cierto? No lo sé. Tampoco lo saben los millones de personas que tienen apasionadas convicciones religiosas. Y tampoco aquellos ateos que están seguros de que el mundo sería un lugar mucho mejor si se extinguieran todas las religiones. No obstante, existe una asimetría: en general, los ateos están abiertos a los más intensivos y objetivos exámenes de sus teorías, sus prácticas y sus razones. (De hecho, su incesante necesidad de autoexaminarse en ocasiones puede tornarse tediosa). Los religiosos, en cambio, frecuentemente se molestan ante la impertinencia, la falta de respeto, el sacrilegio que implica que alguien intente investigar sus perspectivas. Me opongo respetuosamente: es verdad que existe una antigua tradición a la que ellos apelan, pero es equivocada y no hay que permitir que continúe. Este hechizo debe ser roto, y debe ser roto ahora. Las personas religiosas, y que creen que la religión es la mejor esperanza para la humanidad, no pueden, sensatamente, esperar que los que somos escépticos al respecto nos abstengamos de expresar nuestras dudas si ellas mismas no están dispuestas a poner sus convicciones bajo el microscopio. Si están en lo correcto —especialmente si es obvio que están en lo correcto, sin necesidad de reflexión posterior—, nosotros, los escépticos, no sólo se lo concederemos, sino que, con entusiasmo, nos sumaremos a su causa. También nosotros queremos lo que esas personas (o, al menos, la mayor parte de ellas) dicen querer: un mundo en paz, con tan poco sufrimiento como sea posible, con libertad, con justicia, con bienestar y con sentido para todos. Y si no es posible encontrar razones en favor de su empresa, esto es algo que ellas seguramente querrán saber. Tan simple como eso. Ellas aseguran que la suya es una moral superior; puede que la merezcan, y puede que no. Vamos a ver.

4. Asomarse al abismo

La filosofía son preguntas que quizá

nunca sean respondidas. La religión son preguntas

que quizá nunca sean formuladas.

Anónimo

El hechizo que, como ya he dicho, debe ser roto es el del tabú en contra de una investigación científica franca y sin barreras acerca de la religión como un fenómeno natural, entre muchos. Ciertamente, una de las razones más plausibles y apremiantes para resistirse a aceptar tal aseveración consiste en el temor a que si se rompe el hechizo —es decir, si se coloca a la religión bajo la mirilla del microscopio—, correríamos el serio riesgo de que también sea roto un hechizo distinto y mucho más importante: el vital y enriquecedor encantamiento de la religión misma. Si la interferencia causada por la investigación científica de algún modo llegase a inhabilitar a las personas, haciéndolas incapaces de alcanzar los estados mentales que las catapultan hacia la experiencia o hacia la convicción religiosa, hacerlo podría ser una terrible calamidad. Sólo es posible perder la virginidad una vez, y muchos temen que imponer demasiado conocimiento sobre ciertos temas pueda robarle a la gente su inocencia, mancillando sus corazones al pretender expandir sus mentes. Para poder apreciar el problema, es preciso reflexionar acerca del reciente asalto global de la tecnología y de la cultura secular occidental, que llevará a la extinción de cientos de lenguajes y culturas en unas pocas generaciones más. ¿No podría ocurrir lo mismo con la religión? ¿Acaso no deberíamos vivir solos? «¡Pero qué absurdo tan arrogante!», se mofarían los otros. La Palabra de Dios es invulnerable a las insignificantes incursiones de los entrometidos científicos. Según ellos, el supuesto de que los infieles curiosos necesitan andar de puntillas para evitar molestar al fiel es risible. Pero en ese caso, ¿no es cierto que no pasaría nada malo con sólo mirar? Más aún, quizás aprendamos algo importante.

El primer hechizo —el tabú— y el segundo —la religión misma— están entrelazados en un curioso abrazo. Parte de la fuerza del segundo provenga (tal vez) de la protección que recibe del primero. Pero, ¿quién lo sabe? Si estamos forzados por el primer hechizo a no investigar este posible vínculo causal, entonces el segundo hechizo recibe un escudo que le viene bastante bien, lo necesite o no. La relación entre ambos hechizos es vívidamente ilustrada por la encantadora fábula de Hans Christian Andersen «El traje del emperador». Algunas veces, las falsedades y los mitos que forman parte de la «sabiduría popular» pueden sobrevivir de manera indefinida simplemente porque la mera perspectiva de revelarlos, por sí misma, es considerada intimidante o hasta embarazosa en razón de un tabú. Un supuesto mutuo insostenible puede mantenerse a flote por años, e incluso siglos, porque cada persona asume que alguien más tiene buenas razones para mantenerlo y, por tanto, nadie se atreve a cuestionarlo.

Hasta ahora ha existido un acuerdo mutuo, casi nunca cuestionado, respecto de que los científicos y otros investigadores deben dejar en paz a la religión, o al menos restringirse a muy esporádicos vistazos, apenas de soslayo, debido a que las personas se molestan ante la mera posibilidad de una indagación más intensiva. Propongo interrumpir este presupuesto y examinarlo. Si no debemos estudiar todos los pormenores de la religión, quiero saber por qué, y quiero encontrar buenas razones, sustentadas por hechos, que no apelen sólo a la tradición que estoy rechazando. Si dejamos el tradicional velo de privacidad —el «santuario»— en su lugar, debemos saber por qué lo hacemos; a fin de cuentas, existen buenas razones para pensar que estamos pagando un precio demasiado alto por nuestra ignorancia. Esto establece el orden del día: primero, echaremos un vistazo al asunto de si es el primer hechizo (el del tabú) el que debe, o no, ser roto. Obviamente, al escribir y publicar este libro estoy anticipándome, estoy tomando la delantera al tratar de romper el primer hechizo, pero la verdad es que hay que empezar por algún lado. Por ello, antes de continuar y, posiblemente, antes de empeorar las cosas, voy a detenerme un instante a defender mi decisión de tratar de romper aquel hechizo. Luego, una vez montada mi defensa para comenzar el proyecto, ¡voy a comenzar el proyecto! Pero no lo haré respondiendo las grandes preguntas que han motivado toda la empresa, sino que más bien procuraré formular tales preguntas tan cuidadosamente como me sea posible, señalando lo que ya sabemos acerca de cómo responderlas, y mostrando por qué necesitamos darles respuesta.

Soy un filósofo. No soy biólogo, ni antropólogo, ni sociólogo, ni historiador, ni teólogo. Y nosotros, los filósofos, somos mejores formulando preguntas que respondiéndolas, aunque algunos no vean en ello más que una cómica aceptación de ineficiencia: «Dice que su especialidad es simplemente formular preguntas, ¡no responderlas! ¡Qué trabajo tan insignificante! ¿Y le pagan por eso?». Sin embargo, cualquiera que alguna vez se haya enfrentado a un problema realmente complicado sabe que una de las tareas más difíciles es encontrar las preguntas correctas que formular, así como el orden adecuado en que deben ser formuladas. Hay que tomar conciencia no sólo de lo que uno no sabe sino también de lo que necesita y de lo que no necesita saber, al igual que de aquello que necesita saber para poder darse cuenta de qué es lo que necesita saber, y así sucesivamente. La forma que adopten nuestras preguntas abrirá nuevos caminos y clausurará otros, y la verdad es que nadie quiere perder tiempo y energía en oficios inútiles. Algunas veces los filósofos pueden ayudar en esta labor, aunque, por supuesto, en ciertas ocasiones lo único que hacen es entorpecerla. Cuando eso ocurre, a algún otro filósofo le toca venir a arreglar el desorden. Siempre me ha gustado el modo en que John Locke lo dice, en la «Epístola al lector», al comienzo de su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690: 10):

[…] ya constituye ambición bastante emplearse como simple obrero para desbrozar un poco el terreno, y para remover algunos de los obstáculos que estorban el camino del conocimiento. Hubiera avanzado éste mucho más si los intentos de los hombres no hubieran estado dificultados con el uso de términos ininteligibles introducidos en las ciencias, hasta tal punto que la filosofía, que no es sino el verdadero conocimiento de las cosas, se consideró incapaz de discutirlos*.

Otro de mis héroes filosóficos, William James, reconoció, mejor de lo que ningún otro filósofo lo ha hecho, la importancia de enriquecer nuestra dieta filosófica de abstracciones y argumentos lógicos con grandes porciones de hechos conseguidos a punta de esfuerzo. Precisamente, hace poco más de cien años James publicó su clásica investigación Las variedades de la experiencia religiosa, que será citada varias veces a lo largo de este libro, ya que es un tesoro escondido lleno de revelaciones y argumentos, en nuestros días frecuentemente pasado por alto. Empezaré, pues, por darle un nuevo uso a una vieja historia narrada por él:

Una historia que a menudo explican los predicadores evangelistas es la de un hombre que resbaló una noche por un precipicio y pudo agarrarse a una rama de la que quedó colgando, sufriendo, durante horas; al final los dedos no aguantaron más y, con un desesperado adiós a la vida, se dejó caer. Sólo cayó dos palmos; si hubiese abandonado la lucha antes se habría ahorrado la angustia que padeció (James [1902], 1986:129).

Como el predicador, les digo: «A ustedes, amigos religiosos, que temen romper el tabú: ¡Suéltense! ¡Suéltense! Apenas si notarán la caída». Cuanto antes nos pongamos a estudiar la religión, más pronto se verán aliviados de sus más profundos temores. No obstante, se trata de una simple súplica, no de un argumento, por lo que debo persistir con mi caso. Sólo les pido que traten de mantener la mente abierta y que se abstengan de prejuzgar lo que digo por el solo hecho de que soy un filósofo ateo, del mismo modo en que yo haré mi mejor esfuerzo por entenderlos. (Soy un bright. Mi ensayo «The bright stuff», publicado en el New York Times del 12 de julio de 2003, llamaba la atención sobre los esfuerzos de algunos agnósticos, ateos y otros partidarios del naturalismo por acuñar un nuevo término para los no creyentes. La amplísima respuesta positiva que suscitó ese ensayo contribuyó a persuadirme de escribir este libro. Pero también suscitó una respuesta negativa, dirigida particularmente contra el término elegido (no por mí): bright, que parece implicar que los demás son débiles o estúpidos*. Pero el término, que fue acuñado a la manera en que los homosexuales secuestraron tan exitosamente la palabra «gay» [festivo], no necesita tal implicación. Los que no son gay no necesariamente son sombríos; son straight [rectos]. Los que no son brights no necesariamente son dim [lerdos]. Tal vez quieran escoger un nombre para sí mismos. Puesto que al contrario que nosotros —los brights— ellos creen en lo sobrenatural, quizá quieran llamarse a sí mismos los Súper. Es una bonita palabra con connotaciones positivas, como gay, o bright, o straight. Algunas personas no estarían dispuestas a asociarse con alguien que es abiertamente gay, así como otras no estarían dispuestas a leer un libro escrito por alguien que es abiertamente bright. Pero siempre hay una primera vez. Inténtenlo. (Más tarde, si la cosa se vuelve muy ofensiva, siempre pueden retirarse).

Como ya se puede apreciar, de alguna manera este libro va ser como un paseo en montaña rusa, tanto para el lector como para mí. En los últimos años he entrevistado a muchas personas profundamente religiosas, y la mayor parte de estos voluntarios nunca antes había conversado con nadie como yo acerca de estos temas (y yo, ciertamente, nunca antes había intentado siquiera traer a colación tan delicados temas con gente tan distinta a mí), de modo que hubo unas cuantas sorpresas incómodas y ciertos vergonzosos malentendidos. Pero aprendí mucho. Sin embargo, a pesar de que haré mi mejor esfuerzo, no dudo de que algunos lectores se enfadarán, y de que exhibiré mi ignorancia en asuntos que ellos consideran de la mayor importancia. Esto les dará una razón muy oportuna para deshacerse de mi libro sin siquiera considerar cuáles son exactamente los puntos en los que no estamos de acuerdo ni por qué. Les pido que se resistan a esconderse detrás de esta excusa y que sigan adelante. Así aprenderán algo, y entonces quizá les sea posible enseñarnos algo a todos los demás.

Algunas personas consideran incluso que el solo hecho de considerar la lectura de un libro como éste es profundamente inmoral. Para ellas, preguntarse si deben o no leerlo sería tan vergonzoso como preguntarse si deberían o no ver un video pornográfico. Para el psicólogo Philip Tetlock (1999; 2003; 2004), los valores son tan sagrados cuando son tan importantes para quienes los sostienen, que el mero acto de considerarlos siquiera es de por sí ofensivo. El comediante Jack Benny era famoso por su tacañería —o, al menos, así se presentaba a sí mismo en radio y en televisión— y una de sus mejores parodias era aquella en la que la marioneta de un atracador le ponía un arma en su espalda y le gritaba «¡El dinero o la vida!». Benny sólo permanecía allí, callado. «¡El dinero o la vida», repetía el atracador, comenzando a impacientarse. «¡Estoy pensando, estoy pensando!», replicaba Benny. La razón por la que esto es gracioso es que la mayoría de nosotros, seamos o no religiosos, pensamos que nadie debería siquiera considerar una transacción de ese estilo. Nadie debería tener que pensar en una transacción de ese estilo. Debería ser impensable, o al menos «pan comido». La vida es sagrada, y no existe cantidad de dinero posible que represente un justo intercambio por ella, y si usted no sabe eso de antemano, ¿qué le ocurre? «Transgredir este límite, adjudicar valor monetario a nuestras amistades, o a nuestros hijos, o a nuestra lealtad por el país, es descalificarse a uno mismo para participar en los roles sociales que nos acompañan» (Tetlock et al., 2004: 5). Eso es lo que hace de la vida un valor sagrado.

Tetlock y sus colegas han llevado a cabo experimentos ingeniosos, y a veces turbadores, en los que los participantes son obligados a considerar «transacciones tabú», tales como si comprar o no partes vivas del cuerpo humano para algún fin digno, o si pagarle o no a alguien para que tenga a su hijo, o si pagarle o no a alguien para que preste por usted el servicio militar. Tal y como lo predice su modelo, muchos participantes exhiben un fuerte «efecto por mera contemplación»: se sienten culpables, y a veces llegan a enojarse, tan sólo por haber sido inducidos a pensar en tan espantosas elecciones, aun cuando terminan tomando las decisiones correctas. Cuando los experimentadores les dan la oportunidad de participar en una suerte de «purificación moral» (por ejemplo, ofreciéndose como voluntarios para trabajar en algún servicio comunitario relevante), los sujetos que han pensado acerca de las transacciones tabú están significativamente más dispuestos a ofrecerse como voluntarios (¡en la vida real!) para tan buenas causas de lo que lo están los participantes del grupo testigo. (A éstos se les había pedido que pensaran en transacciones puramente mundanas, tal como contratar o no a una mucama o comprar o no comida en lugar de algo más). De modo que este libro podría ser en algo benéfico, ¡aunque fuera tan sólo por incrementar el nivel de caridad en aquellos que se sientan culpables de haberlo leído! Si alguien se siente contaminado por la lectura de este libro, quizá también sienta algo de resentimiento, pero estará mucho más dispuesto a deshacerse de ese resentimiento involucrándose en algún tipo de purificación moral de lo que de otro modo estaría dispuesto a hacerlo. Al menos eso espero, si bien no es necesario que me agradezca por haberlo inspirado.

***

A pesar de las connotaciones religiosas del término, incluso los ateos y los agnósticos pueden tener valores sagrados, valores que simplemente no se permiten revaluar en lo absoluto. Yo tengo valores sagrados, en el sentido de que me siento vagamente culpable incluso si sólo se trata de pensar si son o no defendibles, además de que nunca consideraría la posibilidad de abandonarlos en el curso de resolver un dilema moral. (La verdad sea dicha, ¡me gusta pensar!). Mis valores sagrados son obvios y bastante ecuménicos: el amor, la democracia, la justicia, la verdad y la vida (en orden alfabético). Sin embargo, dado que soy un filósofo, he aprendido a dejar de lado el vértigo y la vergüenza, y me he preguntado a mí mismo qué es lo que, a fin de cuentas, los fundamenta, así como cuál es el que tendría que abandonar en caso de que entrasen en conflicto —como trágicamente ocurre— y si existen o no mejores alternativas. Es esta tradicional apertura intelectual de los filósofos a cualquier idea lo que muchas personas encuentran, en sí mismo, inmoral. Ellas creen que los filósofos deberían ser cerrados intelectualmente cuando se trata de ciertos temas. Saben que comparten el planeta con personas con las que no están de acuerdo, pero ni siquiera quieren entablar un diálogo con ellas. Desearían, más bien, desacreditarlas, suprimirlas, o incluso acabar con sus vidas. Si bien reconozco que muchas personas religiosas jamás llegarían a leer un libro como éste (lo que es parte del problema que este libro busca iluminar), intento alcanzar una audiencia de lectores creyentes tan grande como me sea posible. Otros autores han escrito recientemente excelentes libros y artículos con análisis científicos de la religión dirigidos principalmente a sus colegas. Mi objetivo aquí es el de jugar el rol de un embajador al presentar (y distinguir, criticar y defender) las ideas principales halladas en dicha bibliografía. Además, esto pone a trabajar mis valores sagrados: deseo que la solución de los problemas del mundo sea tan democrática y tan justa como sea posible, y tanto la democracia como la justicia dependen de que se ponga sobre la mesa tanta verdad como sea posible para que esté a la vista de todos, teniendo en mente que en ocasiones la verdad duele, y que por tanto algunas veces se deja encubierta por amor hacia aquellos que sufrirían en caso de que fuera revelada. No obstante, estoy dispuesto a considerar valores alternativos y a reevaluar las prioridades que se hallen entre los míos.

5. La religión como fenómeno natural

Aun cuando toda investigación referente

a la religión tiene la mayor importancia, hay

dos cuestiones en particular que ponen a prueba

nuestra reflexión, a saber: la que se refiere a

su fundamento racional, y la que se refiere

a sus orígenes en la naturaleza humana.

David Hume, The natural history of religion*

¿A qué me refiero cuando hablo de la religión como un fenómeno natural?

Tal vez quiero decir que es como la comida natural: no sólo sabrosa y sin aditivos, sino también saludable, «orgánica» (o, al menos, eso es lo que dice el mito). ¿De modo que lo que tengo en mente —la gente se preguntará— es que la religión es saludable, que es buena para las personas? Esto quizá sea cierto, pero no es a lo que me refiero.

Tal vez, entonces, me refiera a que la religión no es un artefacto, es decir, a que no es un producto de la actividad intelectual de los seres humanos. Los estornudos y los eructos son naturales; recitar sonetos no. Andar desnudo —au naturel— es natural; vestir trajes no lo es. Pero es obviamente falso que la religión pueda ser natural en este sentido. Las religiones se transmiten culturalmente, a través del lenguaje y de la simbología, no a través de los genes. Es posible que uno herede la nariz del padre o la habilidad musical de la madre a través de los genes, pero si hereda la religión de sus padres, lo hace del mismo modo en que hereda su lenguaje, a saber, a través de su educación. Por tanto, es claro que no es eso de lo que hablo cuando digo que la religión es natural.

Acaso si variamos ligeramente el énfasis se podría pensar que lo que tengo en mente es que la religión consiste en hacer aquello que nos viene de forma natural, que no es un gusto adquirido, educado o preparado artificialmente. En este sentido, hablar sería natural, no así escribir. Tomar leche sería natural, no así beber un martini seco. Escuchar música tonal sería natural, pero no así cuando se trata de música atonal. Contemplar atardeceres es natural, pero no así la contemplación de un Picasso del período tardío. Aunque esta interpretación no es la que tengo en mente, hay sin embargo algo de verdad en ella: la religión no es un acto antinatural, y éste es un asunto que será explorado en este libro.

Es posible que lo que quiera decir es que la religión es natural en contraposición a sobrenatural, que es un fenómeno humano compuesto de eventos, organismos, objetos, estructuras, patrones, y similares, todos los cuales obedecen a las leyes de la física o de la biología y que, por lo tanto, no involucran milagros. Y eso es exactamente lo que tengo en mente. Nótese que puede ser cierto que Dios exista, que Dios sea de hecho nuestro amoroso creador, un ser no sólo inteligente sino también consciente; pero aún así, la religión en sí misma, en tanto conjunto de fenómenos complejos, es un fenómeno perfectamente natural. Nadie pensaría que escribir un libro subtitulado El deporte como un fenómeno natural o El cáncer como un fenómeno natural implica asumir el ateísmo. Tanto el deporte como el cáncer son ampliamente reconocidos como fenómenos naturales, no como fenómenos sobrenaturales, a pesar de las ya conocidas exageraciones de sus promotores. (Estoy pensando, por ejemplo, en los dos famosos pases para anotación, en el fútbol americano, conocidos como el «Ave María» y la «Inmaculada Recepción»*, por no mencionar los anuncios semanales de los investigadores y de las clínicas del mundo pregonando otra «milagrosa» cura contra el cáncer).

Tanto los deportes como el cáncer están sujetos al intenso examen científico de investigadores que trabajan en muy diversas disciplinas, y que poseen diferentes perspectivas religiosas. Todos ellos asumen, tentativamente y por el bien de la ciencia, que los fenómenos que están estudiando son fenómenos naturales. Esto no significa, sin embargo, que el veredicto de que efectivamente lo sean haya sido prejuiciado. Quizá sí haya uno que otro milagro deportivo que, en realidad, desafíe las leyes de la naturaleza; quizás algunas curas contra el cáncer sean milagros. Pero si es así, la única esperanza que tenemos de poder demostrárselo a un mundo incrédulo es a través de la adopción del método científico —con todo y su supuesto de que no existen los milagros— y de la posterior demostración de que la ciencia fue completamente incapaz de explicar el fenómeno. Los cazadores de milagros deben ser científicos escrupulosos ya que, de no serlo, estarían perdiendo el tiempo. De hecho, esto es algo que ha sido históricamente reconocido por la Iglesia Católica Romana, y que al menos se remonta hasta el inicio de las mociones para investigar, con el más duro rigor científico y objetivo, los testimonios sobre los milagros acaecidos en nombre de los candidatos a la santificación. Por lo tanto, ninguna persona profundamente religiosa debería oponerse al estudio científico de la religión bajo el supuesto de que es un fenómeno enteramente natural. Si no es enteramente natural, si en realidad hay milagros involucrados, el mejor modo —de hecho, la única manera de demostrárselo a los incrédulos sería a través de una demostración científica. Rehusarse a jugar con estas reglas únicamente logra crear la sospecha de que uno no cree realmente que la religión, después de todo, sea sobrenatural.

Cuando sostengo que la religión es un fenómeno natural no estoy prejuzgando, de ningún modo, su valor para la vida humana. La religión, como el amor y la música, es natural. Pero también lo son fumar, las guerras y la muerte. En el sentido en que hablo de natural, ¡todo lo artificial es natural! La presa de Asuán no es menos natural que una presa construida por un castor, y la belleza de un rascacielos no es menos natural que la belleza de un atardecer. Las ciencias naturales toman como tema todo lo que existe en la naturaleza, y esto incluye tanto junglas como ciudades, pájaros y aeroplanos, lo bueno, lo malo, lo feo, lo insignificante, y también todo lo que es importante.

Hace poco más de doscientos años, David Hume escribió dos libros sobre religión. Uno era acerca de la religión como un fenómeno natural, y la frase inicial es el epígrafe de esta sección. El otro, acerca de «los fundamentos de la razón» religiosa, son sus famosos Diálogos sobre la religión natural (1779). A Hume le interesaba examinar si había o no una buena razón —una razón científica, se podría decir— para creer en Dios. Para él, la religión natural sería un credo tan bien fundamentado en la evidencia y en la argumentación como lo estaba la teoría de Newton sobre la gravedad, o la geometría plana. La contrastaba con la religión revelada, que dependía de las revelaciones a través de experiencias místicas u otros caminos de convicción extracientíficos. A los Diálogos de Hume, que es otro de mis héroes, les di un lugar de honor en mi libro de 1995 titulado La peligrosa idea de Darwin, de modo que tal vez pueda pensarse que mi intención en este libro es continuar con aquella línea argumentativa. Sin embargo, no es ésa mi intención. Esta vez busco proseguir por el otro camino indicado por Hume. Los filósofos han empleado los últimos dos milenios, o quizá más, en confeccionar y criticar argumentos para demostrar la existencia de Dios, tales como el Argumento del Diseño y el Argumento Ontológico, así como argumentos en contra de la existencia de Dios, como lo es el Argumento del Mal. Muchos de nosotros, los brights, hemos dedicado una considerable cantidad de tiempo y energía, en algún momento de nuestras vidas, a examinar los argumentos en favor y en contra de la existencia de Dios, y muchos brights, aún hoy, continúan dedicándose a estos asuntos, taladrando vigorosamente los argumentos de los creyentes como si se tratase de refutar una teoría científica enemiga. Pero yo no. Decidí hace ya algún tiempo que cuando se trata de los argumentos acerca de la existencia de Dios, se comienza por establecer una política en la que las ganancias son cada vez más reducidas y, en verdad, dudo de que ningún cambio importante esté por suceder en ninguno de los dos bandos. Además, muchas personas profundamente religiosas insisten en que todos aquellos argumentos —tanto los de un lado como los del otro lado— simplemente no apuntan hacia el verdadero sentido de la religión, y su patente falta de interés por tales demostraciones logra persuadirme de su sinceridad. Muy bien. Pero entonces, ¿cuál es el sentido de la religión?

¿Cuál es el fenómeno, o el conjunto de fenómenos, que significa tanto para tanta gente, y por qué (y cómo) provoca tanta lealtad y moldea tantas vidas de un modo tan poderoso? Ésa es la pregunta principal a la que me dedicaré aquí. Una vez que hayamos eliminado y clarificado (sin llegar a resolver) algunas de las respuestas incompatibles con esta pregunta, tendremos una nueva perspectiva desde la cual considerar, brevemente, el problema filosófico tradicional que, según insisten algunas personas, ha de considerarse como el único problema: el de si hay o no buenas razones para creer en Dios. Aquellos que insisten en que saben que Dios existe y que, además, pueden probarlo, tendrán la oportunidad de explicarse[6].

***

Capítulo 1. Las religiones se encuentran entre los fenómenos naturales más poderosos del planeta, y debemos entenderlas mejor si de lo que se trata es de tomar decisiones políticas justas y bien informadas. Aunque existan riesgos y malestares en el camino, debemos cobrar ánimo y dejar de lado nuestra renuencia a investigar científicamente los fenómenos religiosos. De este modo podremos llegar a entender cómo y por qué las religiones inspiran tanta devoción. También seremos capaces de entender cuál es el modo en que debemos tratar a las religiones en el siglo XXI.

Capítulo 2. Existen algunos obstáculos que se enfrentan al estudio científico de la religión, así como algunos temores que deben ser atendidos. Una exploración preliminar nos mostrará que no sólo es posible, sino aconsejable para todos nosotros, que volquemos sobre la religión nuestras mejores herramientas de investigación.