Apéndice B.
Algunas otras preguntas acerca de la ciencia

[Para el contexto, véase la página 123]

1. Una invitación a la investigación

En una democracia en la que hay libertad de religión, la gente tiene derecho a declarar que su religión es la única religión verdadera, y luego puede rehusarse a aceptar toda invitación a defender su declaración. En una democracia, también permitimos que las personas sean objetores de conciencia, pero no por ello ofrecemos o damos respaldo implícito alguno a sus afirmaciones. Si usted se opone a colocar sus creencias en la mira, entonces sus creencias, cualesquiera sean, no podrán realmente recibir ninguna consideración en el curso de la investigación, en la que son inútiles las declaraciones unilaterales que no pueden ser interrogadas ni sometidas a ningún escrutinio riguroso. Sus (aparentes) creencias se considerarán, definitivamente, como datos —existen personas, y usted es una de ellas, que hacen varias confesiones pero que no se dejan convencer de someterlas a la arena de la investigación—. No obstante, no cometeremos el error de tomar su declaración como una opinión que se ha ofrecido para contribuir a nuestra investigación.

A veces se considera que el hecho de que uno se rehúse a someter su credo a tan inquisitiva exploración es un encomiable acto de lealtad hacia su propio grupo religioso, una honorable declaración de fe. Es posible que usted se encuentre entre las muchas personas que afirman, orgullosamente, que su religión es más importante para usted que su lealtad a la familia, a los amigos o a la nación —o a cualquier otra cosa—. Su consigna podría ser: "¡No piense siquiera en las alternativas!, aunque dicha expresión sería ya, en sí misma, una violación. Como vimos en el capítulo 1, ésta es una de las cosas que podría tener en mente cuando dice que su religión es sagrada para usted.

Quiero poner esta actitud en un contexto mayor. Aun si usted está convencido de que su religión es el único camino a la verdad, seguramente debe sentir curiosidad respecto de por qué todas las demás religiones son tan populares en el resto del mundo. Y si usted cree que sería bueno llevar a estas personas —que, sin que importe cuál sea su religión, constituyen la mayoría de la población mundial— a que vean la verdad del modo en que usted la ve, entonces debe entender por qué es tan importante que examinemos estas religiones con atención, como observadores ajenos al asunto, con el fin de entender por qué son como son. Además, es un valioso ejercicio considerar a su propia religión desde el punto de vista de una persona totalmente ajena a ella, ¿o no? A fin de cuentas, si comprende cómo reaccionan estos observadores independientes frente a las cosas que descubren en el momento en que las descubren, muy fácilmente podrá incrementar la efectividad con que comunica su mensaje a los demás.

Cuando observamos el problemático mundo actual y vemos estados fallidos, violencia étnica y una grotesca injusticia emergiendo por todas partes, tenemos que enfrentar la pregunta de cuáles son los botes salvavidas que debemos procurar mantener a flote. Algunas personas creen que las naciones democráticas son la mejor esperanza para el mundo, que ellas proveen las plataformas más seguras y confiables del planeta —aunque no totalmente infalibles— para mejorar el bienestar humano y evitar el caos nuclear y el genocidio. Si ellas zozobran, todos estaremos en serios problemas. Otros creen que sus religiones transnacionales son mejores salvavidas, y que si tuvieran que elegir entre el bienestar de su religión y el bienestar de la nación de la que son ciudadanos, sin siquiera titubear optarían en favor de la religión. Tal vez usted se encuentre entre ellos. Dado que (si está leyendo este libro) usted, casi con total seguridad, vive en una nación democrática que se rige por el principio de libertad de religión, se encontrará en una situación delicada: está disfrutando de la seguridad del bote salvavidas de la democracia mientras le está negando su lealtad absoluta.

Cuando usted se aprovecha de la libertad que le ha sido otorgada por una nación que honra la libertad de religión, se está excusando —y está en su derecho (como las personas que «se acogen a la Quinta Enmienda»* cuando son llamadas a testificar)— de ayudar a sus conciudadanos a explorar un problema de seguridad nacional e internacional de extrema urgencia. Usted es un free rider [una persona que se beneficia de las acciones que otros llevan a cabo pero sin contribuir a ellas], que pone su lealtad a la religión por encima de su deber con sus conciudadanos. Para su fortuna, hay suficientes ciudadanos con un gran espíritu de servicio público como para compensar la pérdida y poder mantener intacta a la nación, mientras usted se regodea por el hecho estar en una posición fundamentada en la fe y que puede adoptar «por principio». A este respecto, no se diferencia del shiíta o del sunita que dice, desde el fondo de su corazón: «Dejemos que Irak perezca, si fuera necesario, con tal de que mi tribu religiosa prospere». La principal diferencia (y es una gran diferencia) es que nadie cree que el inestable estado de Irak (actualmente) pueda ser un bote salvavidas digno de ser echado a flote, mientras que la sociedad libre en la que usted vive es, evidentemente, la garante de la seguridad y de la libertad de que hoy disfrutamos. De modo que usted tiene muchos menos fundamentos que los iraquíes para negar su lealtad a la nación y a sus leyes.

Para muchos de nosotros, el precio que nos toca pagar —aceptar las reglas de la ley secular— es uno de los mejores negocios del planeta. Por lo tanto, aquellos de nosotros que ponemos nuestra lealtad —crítica, tentativa y condicionalmente— en nuestros sistemas seculares democráticos, reconocemos la sabiduría del principio de la libertad de religión, y lo defenderemos aun cuando interfiera seriamente en nuestros intereses particulares. Aquellos que tienen otras lealtades y se rehúsan a aceptar esta obligación representan un problema —y no sólo un problema teórico—. En la Turquía de hoy, un partido político islámico gobierna con tanta mayoría que podría permitirle al gobierno imponer una legislación islámica sobre toda la nación, pero —sabiamente— se abstiene, e incluso va un poco más lejos, al declarar ilegales algunas prácticas de musulmanes radicales por considerarlas contradictorias con la libertad religiosa del conjunto. El resultado es frágil, y está cargado de problemas, pero contrasta radicalmente con la situación de Argelia, donde la violencia y la inseguridad continúan arruinando la vida de todas las personas tras el inicio de una guerra civil que se desató en 1990, cuando se hizo evidente que una elección democrática pondría en el poder a un partido islámico resuelto a deshacerse de la escalera de la democracia para crear una teocracia.

Hace cincuenta años, el presidente Eisenhower nominó a Charles E. Wilson, entonces presidente de la General Motors, como su secretario de Defensa. En la audiencia de su nominación, frente al Comité de Servicios Armados del Senado, se le pidió a Wilson que vendiera todas sus acciones de la General Motors. Wilson se opuso. Cuando se le preguntó si su permanencia en la General Motors no podría influir excesivamente en sus juicios, replicó: «Durante años he pensado que lo que es bueno para el país es bueno para General Motors, y viceversa». Algunos miembros de la prensa, insatisfechos con su respuesta, sólo pusieron énfasis en la segunda parte de su respuesta: «Lo que es bueno para General Motors es bueno para el país». En respuesta al subsecuente furor, Wilson fue obligado a vender su parte en la compañía para así ganar la nominación. Éste es un perfecto ejemplo de la importancia de tener claras las prioridades. Incluso si fuera cierto, ceteris paribus, que lo que era bueno para la General Motors también era bueno para el país, la gente quería tener claridad respecto de dónde se hallarían las lealtades de Wilson en el improbable caso de que hubiera un conflicto. ¿Cuál sería el beneficio que Wilson buscaría en esas circunstancias? Eso es lo que le disgustó a la gente, y con razón. Quería que el proceso de toma de decisiones por parte del secretario de Defensa estuviera dirigido directamente a los intereses nacionales. Si las decisiones tomadas bajo aquellas circunstancias benignas beneficiaban a la General Motors (como probablemente lo harían muchas de ellas, si es que la sempiterna homilía de Wilson es correcta), no habría problema, pero la gente temía que Wilson invirtiera sus prioridades. Imaginen el furor que habría provocado si Wilson hubiera dicho que por años, como buen metodista que era, había creído que lo que era bueno para la iglesia metodista era bueno para el país.

Guardar lealtad a los principios de una sociedad libre y democrática sólo en la medida en que éstos apoyen los intereses de su religión es un buen comienzo, pero podemos pedir más. Si eso es lo mejor que usted puede ofrecer, está bien. Sin embargo, debe reconocer que el resto de nosotros estábamos en lo cierto cuando lo considerábamos a usted como parte del problema. ¿Se trata de un juicio justo? Esto es controvertido, y deliberadamente lo he puesto en términos severos para realzar el contraste. Es ésta una perspectiva que merece ser tratada tan seriamente como la insistencia más tradicional, y obviamente más sesgada, de que hay que guardar un profundo respeto a dichas exenciones de evaluación. Frecuentemente ocurre un impasse similar durante las tentativas ecuménicas para resolver las diferencias de enfoque entre la ciencia y la religión, que logra poner en un apuro a los dialogantes de mentalidad científica: ¿cómo debemos responder? La movida más cortés es reconocer que hay profundas diferencias entre los puntos de vista, para luego guardar las apariencias con insípidas promesas de respeto mutuo. Sin embargo, esto oculta y pospone indefinidamente la consideración de una asimetría: nadie le prestaría respetuosa atención, si siquiera por un momento, a un científico que apelara a «¡si usted no entiende mi teoría es porque no tiene fe en ella!», o «sólo los miembros oficiales de mi laboratorio tienen la habilidad de detectar estos efectos», o «la contradicción que usted cree encontrar en mis argumentos es simplemente un signo de las limitaciones de la comprensión humana. Hay algunas cosas que están más allá de cualquier comprensión». Una declaración tal no sería más que una intolerable abdicación de su responsabilidad en tanto que investigador científico, una mera confesión de bancarrota intelectual.

De acuerdo con el cardenal Avery Dulles (2004: 19), la apologética es «la defensa racional de la fe», y en el pasado se suponía con frecuencia que ésta probaba rigurosamente que Dios existía, que Jesús era divino, que había nacido de una virgen y demás; sin embargo, cayó en desprestigio. «La apologética se volvió sospechosa por prometer más de lo que podía dar, y por manipular la evidencia para sostener las conclusiones deseadas. No siempre escapó al vicio que Paul Tillich denominó deshonestidad sagrada». Tras reconocer este problema, muchos devotos se han refugiado en una aceptación mucho menos agresiva de su credo. Pero el cardenal Dulles (ibid.: 20) lamenta este desarrollo, y llama a una renovación y a una reforma de la apologética:

Retirarse de la controversia, aunque pueda parecer amable y cortés, es insidioso. La religión se torna marginal hasta el punto de que ya no se atreve a levantar su voz en público. […] La renuencia de los creyentes a defender su fe ha producido demasiados cristianos lánguidos y confundidos, que poco se preocupan respecto de lo que debe ser creído.

Dulles (ibid.: 22) recomienda encarecidamente que «la apologética debe cambiar su fundamento»:

En una religión revelada, como el cristianismo, la pregunta clave es cómo llega Dios a nosotros y cómo nos abre un mundo de significado que no es accesible a los poderes de la investigación humana. Sugiero que la respuesta es el testimonio. […] El testimonio personal exige una epistemología bastante diferente de la científica, como se entiende comúnmente. El científico trata al dato por investigar como si fuera un objeto pasivo que hay que dominar y traer hacia el interior del horizonte intelectual del investigador. Las interpretaciones proferidas por los demás no son aceptadas sobre la base de la autoridad, sino que son evaluadas con exámenes críticos. Pero cuando procedemos a partir del testimonio, la situación es muy diferente. El evento es un encuentro interpersonal, en el que el testigo interpreta un papel activo, generando un impacto en nosotros. Sin intentar obligarnos, en modo alguno, a creer, el testigo exige un consentimiento libre que involucra confianza y respeto personal. Rechazar el mensaje es negarle confianza al testigo. Aceptarlo es someterse confiadamente a su autoridad. En la medida en que creamos, renunciaremos a nuestra autonomía y dependeremos voluntariamente del juicio de los demás.

Esta cándida valoración expresa la justificación que subyace a la jugada del «testimonio», que diestramente elude la necesidad de examinar que tiene el científico al convertir en una afrenta el simple acto de interrogar al testigo; no sólo es descortés, sino peor aun. Esta táctica, que explota el deseo generalizado de la gente de no ofender, resulta una manera efectiva de inhabilitar el aparato crítico de la ciencia. Con el mismo candor, y desde su perspectiva proselitista, Dulles (ibid.: 21) observa que el método científico tiene un inconveniente: «En tanto que filósofos o historiadores, tratamos al dato como si fuera algo impersonal que hay que traer hacia el interior de lo que nuestro propio mundo de pensamiento logra abarcar. Este método es útil para confirmar ciertas doctrinas y para refutar ciertos errores, pero rara vez conduce a la conversión». En otras palabras: utilice el método científico cuando sea de ayuda, y cuando no, use otros. Entre los científicos existe un nombre para esta práctica. Se la conoce como «recolectar cerezas», y es un pecado científico[1].

No es necesario que nadie invente la práctica de atestiguar; simplemente, ella aparece, y funciona (en algunas circunstancias, incluso funciona mejor que la competencia), razón por la cual logra replicarse. El cardenal Dulles recomienda la práctica, y explica por qué funciona, pero no se hace responsable de ella, y está claro que la razón de ser básica de atestiguar en ningún momento se restringe al catolicismo. Recuerdo vívidamente cuán incómodo me sentí hace algunos años cuando una de mis estudiantes, de origen indio, me relató los milagros que había visto ejecutar a un santón durante un viaje de vacaciones a su hogar. De manera indirecta pero eficaz, me dio a entender que si llegaba a objetar su relato, aunque fuera en privado (fuera de clase), se sentiría profundamente humillada y deshonrada. ¡No debo hacerle eso a un estudiante! ¿Qué hacer? Cuando, subiendo las apuestas, me contó que guardaba una fotografía del gurú en su dormitorio, y que tenía miel verdadera manando de sus ojos, le pedí entusiasmado que me dejara verla por mí mismo y saborear la miel. A pesar de que inmediatamente aceptó que organizáramos una reunión para que examinase por mí mismo tan maravilloso objeto, nunca recibí una invitación de su parte para ir a investigar. A veces me pregunto si alguna vez se habrá animado a reflexionar sobre lo ocurrido, y, si así fue, qué conclusiones habrá sacado, pero obviamente la cortesía me obliga a abandonar un asunto como éste. La cortesía también logra abrumar los instintos escépticos de algunas personas que son objeto de timadores deliberados, seguros de que con apenas una pizca de «sentimientos heridos» pueden desviar muchas, si no todas, las preguntas para las que cualquier persona razonable quiere respuestas. Una táctica que funciona puede ser utilizada deliberada y viciosamente, pero también puede funcionar —y algunas veces incluso mejor— en manos de un entusiasta inocente que jamás soñaría con hacer alguna trampa.

Al cardenal Dulles le interesa conseguir conversos, y a los científicos también. Con vigor e ingenuidad, ambos hacen campaña para sus teorías preferidas. Sin embargo, las reglas de la ciencia los obligan a no involucrarse en prácticas que podrían inhabilitar las facultades críticas de los anfitriones potenciales de aquellos memes que quieren difundir. Hasta ahora, no han desarrollado reglas similares para gobernar la práctica de la religión.

2. ¿Qué cubre el costo de la ciencia?

La religión que le tiene miedo a la ciencia

deshonra a Dios y comete suicidio.

Ralph Waldo Emerson

¿Qué pasa con la ciencia misma? ¿Qué pasa cuando proyectamos la severa luz de la teoría evolutiva sobre sí misma, por ejemplo, y nos preguntamos cuál es la conspiración de condiciones y de recompensas que condujeron a su existencia? En general, la ciencia es una actividad humana sumamente costosa. ¿Qué oscuros deseos podrá estar satisfaciendo? ¿Acaso no tendrá también ella su cuota de ancestros innobles? ¿La impulsarán ansias vergonzosas? Con frecuencia pueden apreciarse los beneficios prácticos que resultan de las exploraciones científicas; de eso no cabe duda. Pero quizá con la misma frecuencia la ciencia ha procedido motivada por lo que podría parecer un patológico exceso de curiosidad: el conocimiento por el conocimiento, a cualquier costo. ¿Es posible que la ciencia no sea más que un hábito malo e irresistible? Podría ser. También podría serlo la religión. Lo averiguaremos con un estudio científico sobre la ciencia misma, investigación que ya está muy adelantada.

¿Por qué hacemos ciencia? Ciertamente, nuestros cerebros no evolucionaron para hacer física cuántica, o incluso divisiones largas. La típica respuesta, que quizás oculte una serie de complejidades importantes, empieza con lo que podríamos llamar nuestro «instinto innato de curiosidad», que compartimos con casi todos los animales, y que nos lleva a enfocar nuestra atención sobre, básicamente, cualquier cosa compleja o novedosa —especialmente si es algo que se mueve—, forzándonos, en cierta medida, a examinarla (cuidadosamente). La justificación independiente que subyace a este proceso es obvia: como animales locomotores que somos, cuando observamos cuidadosamente hacia dónde vamos disminuimos nuestros riesgos de sufrir daños y aumentamos nuestras posibilidades de encontrar lo que buscamos. Si nos encontrásemos con que los árboles también son curiosos, nos tocaría volver a pensar este tema de la sabiduría popular; no obstante, el famoso ejemplo de las ascidias sugiere que el principio está a salvo. Una ascidia joven deambula por el océano buscando un buen lugar para establecerse. Para guiarse en esta tarea necesita un sistema nervioso muy rudimentario. Cuando encuentra una roca adecuada a la que aferrarse por el resto de su vida (en calidad de filtro-alimentador sésil), ya no necesita su sistema nervioso, con lo cual lo desensambla y posteriormente lo asimila. Es éste un vivido ejemplo que respalda la hipótesis de que la curiosidad es costosa, y que cuando ya no cubre sus propios costos guiando la locomoción, es preferible abandonarla. Como dice el chiste, es como cuando un profesor consigue ser profesor de planta: una vez que lo logra, ¡puede comerse su propio cerebro!

La curiosidad debe atemperarse con cautela y con tanta frugalidad como sea posible. De ahí que no sea sorprendente que los animales tiendan a exhibir curiosidad únicamente cuando se trata de sus preocupaciones ecológicas más inmediatas y urgentes. Los herbívoros examinan las plantas de su vecindad, mientras que, por lo general, los carnívoros las ignoran. Los omnívoros son investigadores más diligentes que los herbívoros, aunque ambos tengan siempre un ojo puesto en posibles predadores, y demás. Nuestros parientes más cercanos, los grandes simios, exhiben un interés un poco más católico por casi todas las cosas, pero aun los chimpancés que han nacido en cautiverio se muestran notablemente indiferentes frente a cualquier clase de emisión discursiva humana, a pesar de que las han escuchado a su alrededor desde el mismo día en que nacieron, y de que resultarían ecológicamente relevantes para ellos dadas sus originales circunstancias evolutivas. El interés de un infante humano por los sonidos discursivos podría ser una de las diferencias genéticas más importantes entre nosotros y los chimpancés. Nadie sabe de qué otro modo podría llegar a desarrollarse el cerebro de un chimpancé si éste tan sólo tuviera el deseo de prestar atención a ese torrente de estímulos verbales que, por casualidad, su sistema auditivo recibe pero que regularmente descarta, al igual que el nuestro descarta el susurro del viento entre las hojas de los árboles. No sabemos de ningún otro órgano del cuerpo que rinda tanto homenaje a la máxima «úsalo o piérdelo» como el cerebro, y es plausible que un cambio genético mínimo —como, en efecto, sería aumentar el volumen competitivo de la categoría de sonidos verbales— pudiera desencadenar importantes cambios anatómicos en un cerebro en desarrollo.

Es extremadamente improbable que un cambio genético tan pequeño haya sido responsable de todas las diferencias que hay entre los cerebros de los chimpancés y los cerebros humanos, pero, en todo caso, ha transcurrido suficiente tiempo como para que toda una serie de ajustes genéticos hayan hecho que nuestros cerebros estén más dispuestos a adquirir el lenguaje que los cerebros de los chimpancés. Cualesquiera que sean las diferencias, éstas señalan una importante innovación en la historia evolutiva, pues una vez que evolucionó el lenguaje no fuimos ya, simplemente, curiosos, sino que nos volvimos inquisitivos: empezamos a hacer preguntas de verdad, en voz alta y en lenguaje articulado. Las preguntas se convirtieron en elementos ubicuos de nuestros mundos perceptuales y empezaron a provocar reacciones, que a su vez provocaron más y más preguntas, y así, sucesivamente, aumentaron de modo progresivo hasta acumular una buena cantidad de saber popular que pudo empezar a transmitirse de manera oral y, eventualmente, de forma escrita. Al menos en un punto, las explicaciones bíblicas y darwinianas coinciden respecto de cómo fue que nosotros llegamos hasta aquí: en el principio era la Palabra.

Pero tuvo que pasar mucho tiempo antes de que esta acumulación de saber popular, tanto de sabiduría como de superstición, de historia y de mito, de hechos prácticos y de rotundas mentiras, empezara siquiera a parecerse a la ciencia. No era ni sistemática ni consciente de sus propios métodos. Hasta entonces no se había prestado atención a sí misma. Esta jugada reflexiva, que nos dio la posibilidad de tener una ciencia de la ciencia —una historia de la historia, una filosofía de la filosofía, una lógica de la lógica, y etc.— es uno de los grandes golpes que hicieron posible la civilización humana, pues permitió que el mineral crudo, obtenido tras milenios de curiosidad informal, pudiera refinarse convirtiéndose en el metal purificado de la investigación. ¿Puede usted «recuperarse valiéndose de su propio esfuerzo»?*. No sin desafiar la ley de la gravedad. Sin embargo, uno puede hacer algo casi igual de bueno: puede utilizar los métodos de investigación existentes —aunque imperfectos y erróneamente comprendidos— precisamente para retinar esos métodos, poniendo a prueba buenas ideas frente a ideas mejores, y utilizando la noción actual de qué es lo que cuenta como una buena idea a manera de guía, temporal y revocable, de mejoramiento. En este sentido, se parece a la estrategia —que a veces se utiliza cuando uno se muda a un país extranjero— de escoger unos cuantos informantes y confiar en ellos… hasta que uno aprende a no hacerlo. Si tiene realmente muy mala suerte con sus selecciones iniciales, es posible que acabe mal informado y perseguido sin poder hacer prácticamente nada. Por otra parte, si sus informantes son, hasta cierto punto, confiables, pronto podrá descubrir algunos de los límites de su fiabilidad, y empezará a hacer los ajustes requeridos. No está lógicamente garantizado que funcione, pero qué más da. Es mucho más probable que funcione que si nos limitamos a lanzar una moneda al aire, y las probabilidades mejoran con el tiempo.

Consideremos el curioso problema de dibujar una línea recta. Una línea realmente recta. ¿Cómo lo hacemos? Usando una regla de borde recto, por supuesto. ¿Y dónde la conseguimos? A lo largo de siglos y siglos, hemos refinado nuestras técnicas para hacer reglas que sean cada vez más y más rectas, contrastándolas unas con otras en ensayos supervisados de ajustes mutuos, que han ido elevando el umbral de exactitud. Ahora contamos con grandes máquinas cuyos grados de precisión llegan a una millonésima de pulgada por la longitud total de la regla, y no tenemos ninguna dificultad a la hora de usar nuestra posición ventajosa para apreciar la norma, prácticamente inalcanzable aunque fácilmente concebible, de una verdadera regla de borde recto. Descubrimos esa norma —la eterna forma platónica de Lo Recto, si se quiere— a través de nuestra actividad creativa[2].

Tanto si datamos el principio de la ciencia en la geometría (literalmente, medición de la Tierra) del antiguo Egipto, como si lo hacemos cuando la fascinación religiosa con los «cuerpos celestes» y los ciclos del calendario se transformó en astronomía, sólo hasta hace unos pocos miles de años la ciencia comenzó a asumir un interés crítico reflexivo por la evidencia y por la argumentación rigurosa. La religión es mucho más antigua, por supuesto, aunque la religión organizada—con credos, jerarquías de oficiales eclesiásticos y sistemas de prohibiciones y requerimientos— es casi contemporánea de la ciencia organizada y de la escritura. Es muy poco probable que esto sea una coincidencia. Es necesario archivar muchos registros para poder superar las limitaciones de memoria del cerebro humano —un tema considerado con más detalle en los capítulos 5 y 6—.

Al principio, los astrónomos y los matemáticos colaboraron con los sacerdotes, ayudándose entre sí con las preguntas más difíciles: ¿cuántos días faltan para nuestro ritual del solsticio de invierno? ¿Cuándo estarán las estrellas en la posición correcta para que nuestro sacrificio ceremonial sea más adecuado y efectivo? Así, si no hubiera habido una religión que formulase las preguntas, quizá la ciencia nunca habría encontrado la financiación necesaria para arrancar. Y más recientemente, por supuesto, las perspectivas de estos especialistas se han bifurcado hasta alcanzar cosmovisiones rivales, en un divorcio irrevocable que se hizo público en los albores de la ciencia moderna, durante el siglo XVII. La evolución de las artes militares también jugó un papel muy significativo en el desarrollo de la ciencia, en la medida en que, literalmente, la carrera armamentista pagaba por la I + D de nuevas armas, vehículos, mapas, aparatos de navegación, sistemas de organización humana, y mucho más. Sin duda, las espadas se forjaron antes que las rejas de los arados, y hubo catálogos de botines antes que listas de pájaros o taxonomías de flores. La agricultura, la manufactura y el comercio, cada proyecto de la civilización humana ha generado preguntas que requieren respuestas, y con el tiempo nuestras técnicas de respuesta sistemática y confiable a las preguntas han evolucionado a través de la evolución cultural, no de la evolución genética.

De modo que la ciencia nació de la religión, así como de otros cuantos proyectos de la civilización, y aunque es un fenómeno cultural reciente, ha transformado al planeta como ningún otro fenómeno en los últimos sesenta y cinco millones de años. El ingeniero visionario Paul MacCready ha hecho el siguiente cálculo, muy llamativo: hace diez mil años, los seres humanos (junto con sus animales domésticos) representaban menos de un décimo del uno por ciento (en términos de peso) del total de los animales vertebrados, tanto terrestres como aéreos. En ese entonces no éramos más que otra especie de mamífero, y ni siquiera una particularmente populosa (él calcula que habría unos ocho millones de personas en el mundo). Hoy día ese porcentaje, incluidos el ganado y las mascotas, ¡es de alrededor de 98! Como dice MacCready (2004):

A lo largo de miles de millones de años, en una única esfera, el azar ha pintado su superficie con una delgada capa protectora de vida —compleja, improbable, maravillosa y frágil—. De repente, nosotros, los seres humanos (una especie recién llegada, y que ya no está sujeta a los mecanismos de equilibrio de poder de la naturaleza), crecimos en población, tecnología e inteligencia hasta alcanzar una posición de terrible poder; ahora manejamos la brocha[3].

Así que la ciencia, y la tecnología que ésta genera, han sido explosivamente prácticas, un amplificador de los poderes humanos en casi todas las dimensiones imaginables, y nos han hecho más fuertes, más seguros y más entendidos respecto de básicamente cualquier cosa, incluso nuestros propios orígenes. Sin embargo, esto no significa que ellas sean capaces de responder cualquier pregunta o de satisfacer todas nuestras necesidades.

La ciencia no tiene el monopolio de la verdad, y algunos de sus críticos han sostenido que ni siquiera está a la altura de lo que publicita, en tanto que fuente confiable de conocimiento objetivo. Voy a encargarme rápidamente de esta absurda afirmación, por dos razones: yo y algunos otros hemos tratado este asunto más extensamente en otras ocasiones (Dennett, 1997; Gross y Levitt, 1998; Weinberg, 2003) y, además, todo el mundo sabe que no es así —a pesar de lo que se pueda decir en el fragor de las batallas académicas—. Ellos lo revelan una y otra vez en sus vidas diarias. Aún no he conocido al primer crítico de la ciencia posmoderno que le tema volar en un avión porque no confía en los cálculos de miles de ingenieros aeronáuticos y de físicos que han demostrado y explotado los principios de vuelo. Tampoco he escuchado de ningún wahhabi devoto que prefiera consultar a su imán favorito respecto de la seguridad de las reservas de petróleo, desatendiendo a los cálculos de los geólogos. Si usted compra e instala una nueva batería en su teléfono celular esperará que funcione, y si no lo hace, se sorprenderá tremendamente y se enojará. Uno siempre está listo para apostar su vida a la extraordinaria habilidad de la tecnología que lo rodea, sin ni siquiera titubear. Toda iglesia confía en la aritmética para mantener perfecta cuenta de lo que se recibe en la canasta de limosnas, y todos ingerimos medicinas tranquilamente, desde aspirina hasta Zocor, confiando en que hay una amplia evidencia científica que ratifica la hipótesis de que éstas son sanas y efectivas.

¿Pero qué ocurre con todas las controversias en la ciencia? Una semana se pregona una nueva teoría y a la siguiente se la desacredita. Cuando varios ganadores del premio Nobel se encuentran en desacuerdo respecto de una afirmación científica, al menos uno de ellos está francamente equivocado, pese a que es un príncipe o una princesa ungido por la iglesia de la ciencia. ¿Y qué decir de los escándalos ocasionales de datos fraudulentos y de supresión de resultados? Los científicos no son infalibles, ni son, como regla general, más virtuosos que la gente corriente. Sin embargo, están entregados a una extraordinaria disciplina que los mantiene honestos a pesar de sí mismos, imponiéndoles elaborados sistemas de autocontrol y de revisión, hasta el punto tan impresionante de despersonalizar sus contribuciones individuales. Por ello, aunque es verdad que ha habido eminentes científicos que fueron racistas, o sexistas, o drogadictos, o que simplemente estaban locos, sus contribuciones siempre se mantuvieron o se derrumbaron independientemente de sus fallas personales, gracias a los filtros, los chequeos y los balances que eliminan el trabajo poco fiable. (Ocasionalmente, un científico o toda una escuela de investigación científica pueden caer en el deshonor o en el desprestigio político, y dado que los científicos serios no desean citar a esos parias en sus propias obras, puede ocurrir que ello impida llevar a cabo investigaciones perfectamente buenas durante una o más generaciones. En psicología, por ejemplo, la investigación en imaginería eidética —«memoria fotográfica»— se estancó durante mucho tiempo debido a que algunos de los primeros trabajos fueron desarrollados por los nazis).

A través de un microscopio, el filo de un hacha bellamente afilada se ve como las Rocosas, puntiagudas e irregulares, pero lo que le da el poder al hacha es el peso del metal romo que se encuentra detrás del borde. De modo similar, vista desde cerca, la vanguardia* de la ciencia se ve mellada y caótica; un manojo de grandes egos combatiendo a gritos, con el juicio distorsionado por los celos, la ambición y la avaricia. No obstante, detrás de ellos, y con el acuerdo de todos los participantes en la discusión, se encuentra el peso masivo y rutinario de los resultados acumulados, los hechos que le dan a la ciencia su poder. No es sorprendente que aquellos que quieren destruir la reputación de la ciencia y drenarle su inmenso prestigio e influencia tiendan a ignorar esta perspectiva más amplia y a concentrarse en los choques entre las escuelas y entre sus intereses —que son bastante evidentes—. Pero, de manera irónica, una vez que han presentado sus razones a favor de la acusación (haciendo uso de las más pulidas herramientas de la lógica y la estadística), toda la buena evidencia con que cuentan, a propósito de las fallas y de los sesgos en la ciencia, proviene del propio ejercicio científico, sumamente vigoroso, de autocontrol y autocorrección. Los críticos no tienen elección: no existe una mejor fuente de verdad acerca de ningún tema que no sea la ciencia que se lleva a cabo del modo correcto. Y ellos lo saben.

¿Qué podemos decir respecto de la distinción entre las ciencias «duras» —como la física, la química, las matemáticas, la biología molecular, la geología, y demás parientes entre las Naturwissenschaften y las ciencias sociales «blandas», las Geisteswissenschaften (entre las que se encuentran la historia y otras disciplinas de las humanidades)? Popularmente se cree que las ciencias sociales no son realmente ciencias, sino más bien algún tipo de propaganda política maquillada. O que, si acaso, son un tipo de ciencia que se juega con otras reglas (como ciencias hermenéuticas o ciencias interpretativas), y que tienen metas y metodologías diferentes. Las coléricas batallas ideológicas en el interior de las ciencias sociales respecto de estos asuntos son innegables. ¿Cuáles son las probabilidades de que el trabajo que resulte aceptable para una u otra de estas disciplinas sea digno de la respetuosa atención que nos merecen los resultados de las ciencias duras? La disciplina de la antropología está notablemente dividida en dos: por un lado están los antropólogos físicos, aliados con los biólogos y con otros científicos duros, que típicamente son incapaces de ocultar su desdén hacia los antropólogos culturales, quienes, por otro lado, se alían con los teóricos de la literatura y con otros partidarios de las humanidades, y que típicamente expresan un desprecio, igualmente febril, hacia sus colegas «reduccionistas» del campo contrario. Esto es deplorable. A algunos antropólogos valerosos, como Atran (2002), Boyer (2001), Cronk et al. (2000), Dunbar (2004), Durham (1992)— saltando hasta el final del alfabeto— Sperber (1996), que intentan cerrar la brecha entre la biología evolutiva y la cultura, les toca enfrentarse a un incesante enjambre de críticos cuya motivación es meramente ideológica.

Pueden encontrarse divisiones similares, aunque quizá menos extremas, en la psicología, la economía, la ciencia política y la sociología. Con freudianos, marxistas, skinnerianos, gibsonianos, piagetianos, chomskianos y foucauldianos —y estructuralistas, desconstructivistas, computacionalistas y funcionalistas—, cada uno pregonando su campaña, es innegable que la ideología juega un rol importante en la manera en que estas investigaciones, supuestamente científicas, se llevan a cabo. ¿Acaso todo esto no es más que una ideología? Si los terremotos producidos por las controversias sólo logran hacer estragos en los rocosos picos de las montañas, ¿habrá acaso resultados objetivos valiosos acumulados en sus laderas y en sus valles, tales que puedan ser utilizados por cualquier escuela de pensamiento? Sí. Y eso es bastante obvio. De manera rutinaria, los investigadores de una escuela se aprovechan de los resultados obtenidos, con grandes esfuerzos, por sus oponentes, pues, si la ciencia se lleva a cabo del modo correcto, todo el mundo tiene que aceptar los resultados, si bien no las interpretaciones que se den de esos resultados. Una gran cantidad de trabajo valioso efectuado en estas áreas consiste en confirmar datos que han sido recolectados adecuadamente (y en replicar experimentos), para luego demostrar que hay una mejor interpretación de los resultados que se sigue de la perspectiva teórica rival.

La ideología puesta en su lugar

La ideología es como la halitosis:

es lo que tiene el otro.

Terry Eagleton, Ideology

Ésa es la respuesta práctica, pero también quiero considerar un desafío más profundo aun. Un filósofo es alguien que dice: «Ya sabemos que es posible en la práctica; ¡ahora estamos tratando de averiguar si es posible en principio!»). J. M. Balkin (1998:125), profesor de derecho de la Universidad de Yale, publicó Cultural software: A theory of ideology, un libro fascinante que echa un vistazo a estas controversias desde una perspectiva biológicamente informada. En particular, intenta resolver lo que denomina la «paradoja de Mannheim»: «Si todo discurso es ideológico, ¿cómo es posible que alguien pueda tener algo distinto a un discurso ideológico sobre una ideología?». ¿Acaso hay —o podría haber— un punto de vista neutral y libre de ideologías desde el que juzgar objetivamente estos asuntos? En todo caso, ¿qué es ideología? No se trata simplemente de cualquier pensamiento equivocado, sino de un pensamiento que, de algún modo, es patológico o nocivo para nosotros. Después de recibir una variedad representativa (y, por supuesto, ¡sumamente ideológica!) de definiciones de «ideología», Balkin (ibid.: 105) sugiere que la ideología ha de identificarse con modos de pensamiento que ayudan a mantener condiciones sociales injustas:

Para entender lo que es ideológico, necesitamos una noción no sólo de lo que es cierto sino también de lo que es justo. Las creencias falsas acerca de las otras personas, sin que importe lo equivocadas o poco favorecedoras que sean, no son ideológicas sino hasta que podemos demostrar que ellas tienen efectos ideológicos en el mundo social.

Esto deja al descubierto una diferencia importante entre los objetivos y los métodos de las ciencias sociales y los de las ciencias duras: las ciencias sociales no versan sólo acerca de las personas (como lo hacen la biología molecular del VIH y la química de la nutrición humana), sino acerca de cómo deben vivir las personas. Hay juicios morales implícitos en la presentación misma de los objetivos de investigación de dichas disciplinas, y aunque son semejantes a los juicios de valor implícitos en preguntas como «¿de qué modo podemos interferir en la replicación del VIH?» (¿por qué querríamos hacerlo?) y «¿cómo podemos mejorar la nutrición humana?» (¿qué estándar utilizamos para medir una buena nutrición?), es mucho menos obvio que todas las personas racionales estén de acuerdo respecto de los juicios de valor implícitos en las ciencias sociales. Consecuentemente, decir que el pensamiento de una persona es ideológico significa condenarlo desde una perspectiva moral que quien es blanco de la crítica puede no aceptar. Balkin (ibid.: 150) observa que gran parte de la controversia es motivada por el temor, completamente justificable, a lo que él llama universalismo imperialista:

[…] la perspectiva de que hay estándares universales y concretos de justicia y de derechos humanos que se aplican a cualquier sociedad, tanto pre como postindustrial, y tanto secular como religiosa, y que es un deber de la gente razonable modificar las normas positivas y las instituciones de todas las sociedades para que sean conformes a las normas universales de justicia y a los derechos humanos universales.

Ciertamente, muchas personas en los Estados Unidos están felizmente convencidas de que esto es cierto, y creen que es nuestro deber difundir el estilo de vida norteamericano a todas las personas del mundo. Ellas creen que cualquier cultura que considere que nuestro mensaje es repugnante está, sencillamente, muy mal informada acerca de cómo son las cosas y de cómo deben ser. La única alternativa que consideran para este asunto es realmente espeluznante: el relativismo moral, que sostiene que cualquier cosa que sea aprobada por una cultura —poligamia, esclavitud, infanticidio, clitoridectomía, lo que quiera— se encuentra más allá de la crítica racional. Dado que, según ellas, dicho relativismo es intolerable, hay que respaldar el universalismo imperialista. ¡O estamos en lo cierto y ellos se equivocan, o «lo que está bien» y «lo que está mal» no tienen ningún significado!

Mientras tanto, muchos musulmanes —por ejemplo— estarían de acuerdo con la idea de que el relativismo moral es más que despreciable, mientras insistirían en que ellos son los únicos que comprenden la verdad de lo que debería hacerse en el mundo. Muchos hindúes piensan igual, por supuesto. Cuanto más se aprende respecto de las distintas convicciones que tan apasionadamente mantienen las personas de todo el mundo, más tentador se torna decidir que, en realidad, no puede haber un punto de vista desde el cual sea posible construir y defender juicios morales universales. De modo que no es tan sorprendente que los antropólogos culturales tiendan a adoptar una u otra variedad de relativismo moral como si fuera uno de sus presupuestos. También en otras áreas de la academia, si bien no en todas, el relativismo cultural muestra esta actitud rampante. Sin lugar a dudas, es una posición minoritaria entre los filósofos, y particularmente entre los estudiosos de la ética, por ejemplo, así como tampoco es un supuesto necesario para llegar a tener una actitud científica libre de prejuicios.

Para poder estudiar otras culturas de un modo justo y objetivo no es necesario que asumamos que no hay verdades morales; lo que debemos hacer es dejar a un lado, al menos por el momento, el supuesto de que ya sabemos cuáles son. El universalismo imperialista (de cualquier variedad) no es un buen punto de partida. Incluso si «nosotros» estamos en lo cierto, insistir en ello desde el principio no es, a fin de cuentas, ni diplomático ni científico. No se supone que la ciencia tenga todas las respuestas morales, y no debería publicitarse que está en condiciones de suministrarlas. Es posible que apelemos a la ciencia para clarificar o para confirmar presupuestos fácticos de nuestras discusiones morales, pero esto ni proporciona ni establece los valores en los que se basan nuestros juicios éticos y nuestros argumentos. Aquellos de nosotros que pusimos nuestra fe en la ciencia no deberíamos ser más renuentes a aceptar este hecho que aquellos que pusieron su fe en una u otra religión. Todo el mundo debería considerar la adopción de ese terreno neutral que Balkin nos ofrece: una perspectiva desprejuiciada («ambivalente») que permita que el diálogo racional se ocupe de los problemas entre las personas, sin que importe cuan radicalmente distintos puedan ser sus antecedentes culturales. Podemos participar de esta conversación con alguna esperanza de llegar a una solución, que no sea simplemente cuestión de una cultura aplastando a la otra a punta de fuerza bruta. No podemos esperar —nos sugiere Balkin— persuadir a los demás si no les damos ni el espacio ni la oportunidad de persuadirnos a nosotros. El éxito no depende de que los participantes compartan, y sepan que están compartiendo, dos valores trascendentes de verdad y justicia. Sólo significa que ambas partes aceptan que, por el simple hecho de estar vivos, estos valores son asumidos incuestionablemente en los proyectos humanos en los que todos nosotros participamos: el proyecto de mantenernos con vida, y de mantenernos seguros. No es necesario asumir nada más provinciano, e incluso los «marcianos» deberían estar de acuerdo con esto.

La idea de un valor trascendente es un poco como la idea de una línea perfectamente recta: no se puede conseguir en la práctica, pero es fácilmente comprensible, en tanto que ideal al que es posible aproximarse, incluso si no es posible expresarla totalmente. A primera vista, esto puede sonar como una dudosa evasiva: ¡un ideal que todos de algún modo aceptamos, aun cuando nadie es capaz de decir de qué se trata! Pero la verdad es que precisamente este tipo de ideales son aceptados, y a veces de un modo ineludible, aun en la más rigurosa y formal de las investigaciones. Consideremos el ideal mismo de la racionalidad. Cuando los lógicos discuten respecto de si la lógica clásica ha de preferirse a la lógica intuicionista, por ejemplo, deben tener en mente un estándar de racionalidad previo, al que puedan apelar para mostrar (a todos) por qué una lógica es mejor que la otra, y todos ellos deben asumir que los demás comparten ese ideal, aun cuando no necesiten ser capaces de formular dicho estándar explícitamente —pues eso es precisamente en lo que están trabajando—. Del mismo modo, las personas que tienen ideas radicalmente distintas respecto de qué políticas o qué leyes llegarían a prestarle un mejor servicio a la humanidad, pueden —y de hecho deben— presuponer algún ideal compartido, si lo que desean es que la discusión del asunto tenga algún sentido.

Balkin (ibid.: 148) nos ofrece un diálogo imaginario que ilustra el atractivo de los valores trascendentes en su forma más simple. Un ejército intruso masacra a la población y los llamamos criminales de guerra. Ellos responden diciendo que en su cultura está permitido hacer lo que hicieron, pero es posible devolverles el argumento:

[…] podemos decirles: "si los estándares de justicia y de verdad son internos a cada cultura, ustedes no pueden oponerse a que los caractericemos como criminales de guerra. Pues así como no es posible aplicarles a ustedes nuestros estándares, ustedes no pueden aplicarnos sus estándares a nosotros. Estamos tan en lo cierto al proclamar su maldad en nuestra cultura, como ustedes lo están al proclamar su integridad en la suya. Sin embargo, con sólo aseverar que los hemos malinterpretado ustedes están socavando los cimientos de su afirmación. Hacerlo presupone unos valores de verdad y de justicia comunes que de algún modo estamos obligados a reconocer. Y sobre esa base estamos preparados para dar razones en favor de su crueldad.

Es posible que esta súplica caiga en oídos sordos; pero si así es, tendremos de verdad un fundamento objetivo para emitir un veredicto de irracionalidad: ellos están cometiendo un error que no pueden defender ante ellos mismos por carecer de todo fundamento; un error que no debemos respetar con deferencia.

La evolución cultural nos ha dado las herramientas de pensamiento para crear nuestras sociedades, con todos sus edificios y sus perspectivas, y Balkin logra ver que estas herramientas de pensamiento —que él denomina «software cultural»— son, inevitablemente, tanto liberadoras como restrictivas, y que no sólo nos dan poder, sino que también nos lo limitan. Cuando nuestros cerebros empiezan a estar habitados por memes que han evolucionado bajo presiones selectivas previas, nuestros modos de pensar serán, seguramente, limitados, como lo son nuestros modos de hablar o de escuchar cuando aprendemos nuestra lengua materna. Pero la capacidad reflexiva que ha evolucionado en la cultura humana, el truco de pensar acerca del pensamiento y de representar nuestras representaciones, hace que todas estas restricciones sean revisables y temporales. Tan pronto como lo reconozcamos, estaremos listos para adoptar lo que Balkin (ibid.: 127-128) llama «la concepción ambivalente de la ideología», que nos permite evadir la paradoja de Mannheim: «El sujeto constituido por el software cultural está pensando acerca del software cultural que lo constituye. Es importante reconocer que esta reiteración, en y por sí misma, no involucra contradicción, anomalía o dificultad lógica alguna». Balkin (ibid.: 134) insiste: «La crítica ideológica no está por encima de otras formas de creación o de adquisición de conocimiento. No es la forma maestra de conocer». Justamente, este libro busca ser un caso particular de dicho esfuerzo ecuménico, el de apoyarse en el respeto por la verdad y en las herramientas para encontrar la verdad, para proveernos de un fondo común de conocimientos desde el cual podamos trabajar juntos por alcanzar visiones mutuamente comprendidas y aceptadas acerca de lo que es bueno y de lo que es justo. La idea no es arrollar a las personas con la ciencia, sino más bien llevarlas a que comprendan que las cosas que ya saben, o que podrían llegar a saber, tienen implicaciones en el modo en que deberían querer enfrentar los asuntos que estamos discutiendo.