CAPÍTULO 2

Comienzos de los 80

Ronald Reagan había jurado hacía poco el cargo de presidente, y, momentos después, Irán había liberado a los rehenes americanos cautivos durante 444 días. Aquí en Canadá, Pierre Trudeau estaba en medio de su período de vuelta como primer ministro, esforzándose por llevar a casa de Gran Bretaña una Constitución canadiense.

Un Pierre Tardivel de dieciocho años estaba frente a una casa desconocida en los suburbios de Toronto, el cuello de su cazadora roja de la Universidad McGill subido para protegerse del frío y seco viento que bajaba por la calle cubierta de sal.

Ahora que estaba allí, no parecía tan buena idea. Quizá debería darse la vuelta y regresar a la estación de autobuses, regresar a Montreal. Su madre estaría encantada si se rindiese ahora, y, bueno, si la esposa de Henry Spade le había dicho la verdad sobre su marido, Pierre no estaba seguro de poder enfrentarse al hombre. Debería limitarse a…

No. No, ya había llegado hasta allí. Tenía que verlo por sí mismo.

Pierre inspiró profundamente, inhalando el vigorizante aire, intentando calmar las mariposas en su estómago. Recorrió el porche hasta la puerta principal de la casa adosada, pulsó el timbre y oyó un amortiguado sonido de campanas desde el interior.

Unos momentos después, la puerta se abrió para mostrar a una mujer guapa, de mediana edad.

—Hola, señora Spade. Soy Pierre Tardivel —era consciente de lo fuera de lugar que debía de sonar su acento quebequés… otro recordatorio de que era un intruso.

Durante un momento, la señora Spade le miró de arriba abajo con lo que a Pierre le pareció una expresión de reconocimiento. Él sólo le había dicho por teléfono que sus padres habían sido amigos de su marido años atrás cuando Spade vivió en Montreal por los años sesenta. Pero tenía que haberse dado cuenta de que Pierre tenía una razón especial para hacer aquella visita. ¿Qué le había dicho su madre cuando la enfrentó a la evidencia? «Sabía que eras de Henry: eres su vivo retrato».

—Hola, Pierre —dijo la mujer. La voz era más amable de lo que le había parecido por teléfono, pero seguía habiendo un rastro de cautela en ella—. Llámame Dorothy. Y pasa, por favor —se hizo a un lado y Pierre entró en el vestíbulo—. Dorothy se parecía un poco a su madre: pelo oscuro, fríos ojos azul-grises, labios carnosos… Quizá Henry Spade se sentía atraído por un tipo específico de mujer. Pierre abrió la cremallera de su chaqueta, pero no hizo ningún movimiento para quitársela.

—Henry está arriba, en su habitación —dijo Dorothy. Su habitación. ¿Dormitorios separados? Qué impersonal—. Es más fácil para él si está tumbado. ¿Te importa verle allí?

Pierre negó con la cabeza.

—Muy bien —siguió ella—. Ven conmigo.

Entraron en el salón brillantemente iluminado. Dos paredes estaban completamente cubiertas por estanterías para libros hechas de madera oscura. Una escalera llevaba al piso superior. A lo largo de la barandilla había un raíl para una pequeña silla eléctrica. La propia silla estaba en lo alto. Dorothy guio a Pierre arriba, hasta la primera puerta a la izquierda.

Pierre se esforzó por mantener su expresión neutra.

En la cama, un hombre parecía estar bailando sobre su espalda. Sus brazos y piernas se movían constantemente, girando en hombros y caderas, codos y rodillas, muñecas y tobillos. Su cabeza oscilaba de izquierda a derecha en la almohada. Su pelo era de color gris acero, y, por supuesto, sus ojos eran castaños.

—Bonjour —dijo Pierre, tan sorprendido que olvidó hablar en inglés. Empezó de nuevo—. Hola. Soy Pierre Tardivel.

La voz del hombre era débil y confusa. Hablar era claramente un esfuerzo.

—Hola, P-Pierre —dijo. Hizo una pausa, pero Pierre no supo si para ordenar sus pensamientos o sencillamente para que su cuerpo cediese un poco a sus órdenes—. ¿Cómo está tu madre?

Pierre pestañeó repetidamente. No quería insultar al hombre llorando delante de él.

—Está muy bien.

La cabeza de Henry rodó de lado a lado, pero mantuvo los ojos fijos en Pierre. Pierre se dio cuenta de que esperaba más que una frase hecha.

—Está bien de salud. Trabaja en la sección de préstamos de una gran oficina del Banco de Montreal.

—¿Es feliz? —preguntó Henry trabajosamente.

—Le gusta su trabajo, y el dinero no es ningún problema. Cobramos un buen seguro cuando papá murió.

Henry tragó saliva con lo que pareció una considerable dificultad.

—No… no sabía que hubiese muerto. Dile… que lo siento mucho.

Las palabras parecían sinceras. Ningún sarcasmo, ningún doble sentido. Alain Tardivel había sido su rival, pero Henry parecía de verdad entristecido. Pierre apretó su mandíbula por un momento, y asintió.

—Se lo diré.

—Es una mujer maravillosa —dijo Henry.

—Tengo una foto suya —Pierre sacó su cartera y buscó el pequeño retrato de su madre con una blusa de seda blanca. Sostuvo la cartera dónde Henry pudiese verla.

Henry la miró fijamente un buen rato.

—Supongo que yo he cambiado más que ella.

Pierre forzó una débil sonrisa.

—¿Eres… único hijo? —algunas palabras se perdieron en la convulsión que pasó por el cuerpo de Henry como una ola.

—Sí… —no tenía sentido mencionar a su hermana pequeña, Marie-Claire, que había muerto a los dos años de edad—. Sí, el único.

—Eres un joven bien parecido.

Pierre sonrió, sinceramente esa vez, y Henry pareció devolverle la sonrisa.

Dorothy, quizá consciente de lo que no se decía, o simplemente aburrida por la conversación sobre personas desconocidas, rompió el silencio.

—Bueno, veo que tenéis cosas de las que hablar. ¿Quieres tomar algo, Pierre? ¿Un café?

—No, gracias.

—Bien —dijo ella al salir.

Pierre se quedó en pie junto a la cama. Era lógico que Henry tuviese su propia habitación. ¿Cómo no iba a tenerla? Nadie podría dormir a su lado, con las constantes sacudidas de sus miembros.

El hombre en la cama alzó el brazo derecho hacia él. Lo movió poco a poco de un lado a otro, como la rama de un árbol oscilando con el viento. Pierre le tomó la mano, sujetándola firmemente. Henry sonrió.

—Te pareces… mucho a mí… cuando tenía tu edad.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Pierre.

—¿Sabe quién soy?

Henry asintió.

—Cuando tu madre quedó embarazada, creí que había esperanzas. Pero ella terminó con nuestra relación. Creí… que, si estaba en lo cierto, tendría noticias antes de ahora —su cabeza estaba moviéndose, pero consiguió mantener los ojos fijos en Pierre—. Ojalá lo hubiese sabido.

Pierre le apretó la mano.

—Lo mismo digo —hubo una pausa—. ¿Tienes… más hijos?

—Dos hijas. Adoptadas. Dorothy… Dorothy no podía…

Pierre asintió.

—En cierto modo, es mejor así —dijo Henry, dejando que su mirada se apartase—. La enfermedad de Huntington es…

Pierre tragó saliva.

—Hereditaria. Lo sé.

La cabeza de Henry se movió adelante y atrás más rápido de lo normal, una señal deliberada perdida en los espasmos musculares.

—Si hubiese sabido que la tenía, nunca… nunca me hubiese permitido engendrar un hijo. Lo siento. Lo siento m-mucho.

Pierre asintió.

—Tú también puedes tenerla.

Pierre no dijo nada.

—No hay ningún test —dijo su padre—. Lo siento.

Pierre miró a Henry moviéndose sobre la cama, sus rodillas doblándose, el brazo libre ondeando en el aire. Y en medio de todo aquello había una cara no muy distinta a la suya, amplia y de rasgos suaves, con profundos ojos pardos. Se dio cuenta de que no sabía la edad de Henry. ¿Cuarenta y cinco? Quizá incluso cincuenta. Ciertamente no más de eso. El brazo derecho de Henry empezó a agitarse rápidamente. Pierre, no seguro de qué hacer, le soltó la mano.

—Me… me alegro de haberte conocido por fin —dijo Pierre. Y sabiendo que nunca tendría otra oportunidad, añadió una sola palabra—. Papá.

Los ojos de Henry estaban húmedos.

—¿Necesitas algo? ¿Dinero?

Pierre sacudió la cabeza.

—No, nada. En serio. Sólo quería conocerte.

El labio inferior de Henry temblaba. Al principio, Pierre no supo si era sólo parte de la corea o tenía un significado más profundo. Pero cuando Henry volvió a hablar, su voz estaba llena de dolor.

—He… he olvidado tu nombre.

—Pierre. Pierre Jacques Tardivel.

—Pierre —repitió Henry—. Un buen nombre —hizo una larga pausa, y después dijo—: ¿Cómo está tu madre? ¿Tienes alguna foto suya?

Pierre bajó a la sala. Dorothy estaba sentada en una silla, leyendo una novela de Jackie Collins. Le miró con una pálida sonrisa.

—Gracias —dijo Pierre—. Gracias por todo.

Ella asintió.

—Tenía muchas ganas de verte.

—Y yo me alegro de haberle visto. Pero debo irme ya.

—Espera —dijo Dorothy, cogiendo un sobre de la mesita y poniéndose en pie—. Tengo algo para ti.

—Le he dicho que no necesito dinero.

—No es eso. Son fotografías. De Henry, de hace una docena de años. Tú serías un niño entonces. Fotografías de cómo era. De como sé que le gustaría que le recordases.

Pierre tomó el sobre. Los ojos le picaban.

—Gracias —dijo.

Dorothy asintió, sin que su cara ocultase realmente su dolor.